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domingo, 12 de noviembre de 2023

¿Ha visto usted mis tetas? No, pero me gustaría verlas

"Dibujo mis propias debilidades". Sempé. 


Era una camiseta de color fucsia oscuro o un rosa oscuro que alejaba al color rosa de cualquier asociación con algo cursi. Además, a mí nunca me había gustado el color rosa y aquella camiseta me encantaba. Tenía un dibujo en la espalda de una especie de pato amarillo como de caricatura y alguna leyenda, pero no la recuerdo. Sí recuerdo que esa camiseta me pareció lo más maravilloso que había tenido nunca. Lo mejor que tenía no era el color, ni el pato, ni la leyenda: lo mejor es que era grande. Necesitaba ropa grande porque aquel verano, el de los doce años, de repente me habían crecido las tetas. Muchísimo. Aquello ya no eran pechitos de niña sino algo completamente fuera de lugar, gigante, que me convertía en una simple portadora de pechos. Era horrible. Espantoso. Me dolían, me picaban los pezones, me pesaban. Pero nada de eso era lo peor: lo peor era ver cómo mis amigos de toda la vida ya no podían apartar la mirada de esas cosas que me habían crecido de un verano para otro. 


La camiseta llegó para salvarme la vida y joderme la postura para siempre. Era grande, me quedaba holgada, así que si echaba los hombros hacia delante y el pecho para atrás, las descomunales protuberancias se disimulaban y estaba a salvo de las miradas penetrantes. Esto solucionó un problema y creó otro: mi madre se pasaba el día diciéndome «ponte derecha», «ponte derecha», «que te estires». Al final del verano comprendí que por mucho que llorara, por mucho que lo soñara, aquellas cosas no iban a desaparecer nunca y que tenía que aprender a vivir con ellas para siempre. Las odiaba. Aprendí a vivir con los hombros encorvados y un poquito de chepa. Aprendí que no podía comprarme ropa de tirante fino porque los sujetadores que yo necesitaba llevaban siempre unos tirantes de dos dedos de ancho; aprendí que cualquier ropa interior que se anunciara en televisión, marquesinas o revistas no era para mí, no había para mi talla. Aprendí que tenía que resignarme a bañadores o bikinis pensados para señoras de 60 años y que pesaran 30 kilos más que yo. «Ay, es que claro, con tanto pecho pareces muy grandota pero luego eres finita. No tenemos nada que te vaya bien».


Odiaba mis tetas.Tenía un complejo impresionante que pude más o menos sobrellevar gracias a que mi adolescencia transcurrió en la época en que las hombreras lo petaban y cuanto más grandes mejor. Hombreras y jerséis y camisas grandes. Le robaba la ropa a mi padre. «Vas siempre como si llevaras un saco». Surfeé el colegio; surfeé la vergüenza de los veranos con 14,15, 16, 17, 18, 19 y los bañadores de señora; surfeé no encontrar ropa. Operarse del pecho era algo que no hacía nadie, ni siquiera sabía cómo se hacía: tenía una ligera noción de que era algo que costaba mucho dinero e implicaba un cirujano estético. ¿Cómo se lo planteaba a mi madre? No hubiera sabido ni cómo decírselo. Después de las experiencias traumáticas yendo a comprar sujetadores con ella, estaba claro que entre mis tetas y mi madre tenía que mantener la mayor distancia posible. 

Los veinte fueron algo mejor. Supongo que me acostumbré o me resigné. Esto era lo que había y chimpún. Tuve novios, le di uso a mis tetas, las disfruté, me dejaron los novios, llegaron otros, y así hasta que me casé. Bueno, pues entonces, en algún momento esos cántaros gigantes iban a tener alguna utilidad. Me quedé embarazada y, cuando creía que aquello no podía ser más grande, descubrí que estaba equivocada. Aquello era inmanejable. Tengo marcado el día en que al mirarme al espejo me vi monstruosa y me puse a llorar. Llegó El Ingeniero y me encontró desconsolada. «No te preocupes. Cuando nazca el bebé, lo miramos y te operas». 

Nació María. Nació Clara. Y no me operé. Una conocida mía, vital, divertida, fantástica, había decidido operarse con tan mala suerte que en quirófano sufrió una parada cardíaca y murió 3 días después. ¿Cómo iba a operarme de algo que parecía frívolo y tonto solo para resolver un complejo, una inseguridad, cuando podía morir y dejar a mis hijas huérfanas? Eso sí que sería frívolo.. Me resigné otra vez. La ropa había mejorado un poco y, bueno, me hice mayor y me importaba menos. Nunca dejó de importarme pero ya no era algo traumático. Era molesto, incómodo, desagradable, feo… pero podía vivir con ello. Hasta que el año pasado pensé que ya no tenía que pedir permiso a nadie, no necesitaba justificarme y, sobre todo, tenía el dinero y el ánimo para hacerlo. 


Pregunté a mi ginecólogo, que me dijo: «Es buenísima idea. A tu edad, cuando te llegue la menopausia, crecerán aún más y se caerán más». Esos dos «más» me parecieron aterradores y físicamente imposibles, pero me convencieron aún «más» para seguir adelante. Me recomendó una cirujana y fui a verla. Le pedí a mi hermana que me acompañara. En cada paso del proceso estaba preparada para que algo me impidiera seguir adelante: «tus tetas no se pueden operar», «van a quedar mal»… cualquier cosa. Cuando la cirujana me preguntó cuándo había empezado a pensar en operarme, le contesté: «la mañana del día en que con 12 años me levanté y me di cuenta de que tenía unas tetas enormes». «Ah, eso es dismorfía primigenia», creo que dijo. «Se llama así cuando desde el primer momento no estás a gusto con tus pechos». Me contó todo el proceso y, después, me pidió que me desnudara. «Vaya, es que disimulas mucho, vestida no parece tanto». «38 años disimulando, soy casi como Mortadelo y sus disfraces. Si me empeño mucho te puedo hacer creer que tengo una 85B».


 «Opero lunes, miércoles y viernes, elige el día que quieras».

 

Elegí día y hace poco más de un año, exactamente un año y quince días, me quité tetas. 750 gramos fuera de mi cuerpo. Salí del hospital con dos drenajes, un vendaje, muchos puntos que no me veía y una sonrisa en la cara. Ha pasado un año y quince días y ya no tengo drenajes ni vendaje y las cicatrices han ido desapareciendo. Sigo sonriendo casi todo el tiempo. Me acuerdo muchísimo de la niña de la camiseta fucsia y de sus hombros caídos. Pienso en que tenía que haberlo hecho antes para luego darme cuenta de que antes no hubiera podido ser: fue cuando tocaba. También le doy vueltas a las veces que he dicho que la cirugía estética no me gusta y que nunca me pincharé bótox o me rellenaré los pómulos o los labios. No tengo planes de hacer ninguna de esas cosas porque no tengo problemas con mi cara. ¿Podría tener menos arrugas? Sí. ¿Me importa? No. A mí me importaban mis tetas. Sabía que estaría mejor con ellas más pequeñas. Lo supe desde aquel verano en que no me quité la camiseta fucsia. «Las que se ponen a veces se arrepienten. Las que se quitan no se arrepienten nunca», me dijo la doctora que me hizo las mamografías previas. No lo sé, no me importa nada lo que otras mujeres hagan o dejen de hacer. Yo sabía que no iba a arrepentirme. He tardado un año y quince días en escribir esto. No tenía por qué escribirlo, lo sé. Podía ser una de esas cosas que (me) pasan de las que no escribo nunca pero hoy, al releer mis cuadernos y encontrarme con esa cita de Sempé, he pensando: hoy es el día. 


Estoy en Cicely con mis amigos pasando unos días. «¿Qué haces? Escribir la newsletter. ¿De qué vas a escribir? De mis tetas. Por favor, por favor, escribe: “¿Ha visto usted mis tetas?" Aquí estoy con las mismas personas que estaban conmigo cuando cumplí 13 años y me cayó un complejo encima. Ahora me ven erguida, con camisetas estrechas y, si quiero, sin sujetador.

«Estás feliz».

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domingo, 29 de octubre de 2023

Banda sonora de una semana cualquiera de otoño

 
Autumn leaves are falling like the rain
And it falls on me, once again
Sylvie

El jueves descubrí esta canción en la newsletter de la cabaña de Eva Morell. La añadí automáticamente a mi lista de canciones que me gustan y que nunca encuentro el momento de volver a escuchar pero hoy, sábado, mientras in extremis escribo esto, me he acordado de ella y aquí ando, con mis súper auriculares, absorta en la canción y tratando de que la concentración no me abandone hasta llegar al final. 

Esta semana ha sido como otra cualquiera. El sábado pasado escuché un podcast sobre las razones por las que el tiempo pasa más rápido cuando te vas haciendo mayor y la periodista que lo contaba decía que ella tenía en la pared de su cuarto un calendario gigante formado por 90 líneas de 52 cuadrados cada una. Cada domingo tachaba uno de esos cuadrados: era una manera de ver su vida pasar, de ser consciente de que otra semana que nunca volvería a vivir acababa de terminar. Hablaba también de que para que el tiempo pase más despacio hay que ser consciente de lo que te pasa, hacer cosas distintas. 


Get away from me,

Just get away from me

This isn't gonna be easy

Counting Crows


Esta canción que suena ahora me duele como cuando me dolía el amor… esa angustia emocional en la que creías que te ibas a ahogar. No sé si esta semana he hecho cosas distintas, pero pensar en todo lo que (me) ha pasado me da la sensación de que ha sido provechosa o, al menos, aprovechada. 


Trying to make it real compared to what

President's got his war

Compared To What 


El jueves comprobé que el vino me emborracha más que cualquier otra cosa. Me encanta y me emborracha. Entre tres nos bebimos dos botellas, arreglamos el mundo y luego, como en los buenos tiempos, nos quedamos en el coche hablando hasta que se hizo indecentemente tarde, tan tarde que al acostarme solo pude pensar «menos mal que mañana teletrabajo». He ido en bici a trabajar cuatro días y ya me atrevo a ir hasta la puerta del curro subiendo por la Gran Vía. Me han regalado un casco para que me juegue un poquito menos la vida. Me encanta ir en bici atravesando El Retiro. Lo único malo es que no puedo escuchar podcasts. No entiendo a la gente que no ve lo peligrosísimo que es ir en bici por Madrid aislado acústicamente de todo lo que ocurre a tu alrededor. Otro efecto colateral de mi nueva faceta ciclista es que los bolsos han desparecido de mi vida: voy a todas partes con una mochila con la que, sin llegar al nivel de mochila del fin del mundo de Amaya Ascunce, podría sobrevivir una temporada: cuadernos, estuche, cartera, neceser, bolsa de táper, gafas, llaves, casco. Me falta una muda y casi parece que me he escapado de casa por amor. 


Me sigues gustando

Te sigo soñando

Es esta la forma 

que tengo, cariño,

de demostrarlo. 

Luz Casal & De Pedro


«Qué maravilla, qué trabajo más fino te han hecho», me dijo la enfermera que me revisó la cicatriz de la operación de la semana pasada. Debe de ser preciosa, una obra maestra, pero yo no la veo porque está en medio de la espalda y lo único que sé es que cuando me giro por las noches me tiran los puntos. He pasado ocho horas en un estudio de sonido montando episodios de podcasts con un hombre muy guapo, muy encantador y muy joven que se distrae con el vuelo de una mosca y al que llegó un momento en que le dije: «venga, chaval, que cuando terminemos te doy un gomet verde». Le pregunté a mis amigos del vino si era posible que un hombre mucho más joven (no es el técnico de sonido, no nos hagamos líos) que yo estuviera flirteando conmigo o eran imaginaciones mías. Me aseguraron que era muy posible. No sé muy bien qué hacer con esa información, la he dejado en un cajón. 


See this ancient riverbed

See where all my folly's led

Down by the water, and down by the old main drag

The Decemberists


He triunfado totalmente regalándole a un amigo un libro que  tiene en la cubierta la fotografía de dos famosos escritores en la playa, desnudos con las colas al aire. «El día que yo pueda poner una foto mía con la chorra a la vista en una portada será que el mundo ha vuelto a ser un lugar sensato, libre e inspirador». Le debía un regalo por su cumpleaños y él me lo estaba reprochando a pesar de que dice que no le gustan los cumpleaños, que le dan igual. Paseando por Bruselas encontré este libro que para mí tiene un significado muy especial y fue una de esas carambolas existenciales que justifican por qué le debía el regalo desde febrero. 


I only wanted to be some kind of friend, hey

Baby, I could never steal you from another

It's such a shame our friendship had to end

Purple rain, purple rain

Prince


Me he comprado un traje de chaqueta de cuadros azules y grises con el que espero que, cuando lo lleve, me digan «pareces un payaso». También me compré tres cuadernos finos de Muji para usar en el trabajo y tratar de aligerar la mochila. He comprado pan de centeno por primera vez en mi vida y flores para un amigo que ahora anda hecho un lío intentando encontrar un jarrón adecuado. He hecho ejercicio cinco mañanas antes de desayunar y sigo odiando las zancadas. Me he sorprendido a mí misma limpiando los rodapiés de mi casa y me he enfadado muchísimo, así que me he levantado y he dejado de hacerlo inmediatamente. ¿A quién le importan los rodapiés? 


Sometimes I feel like throwing my hands up in the air

I know I can count on you

Sometimes I feel like saying: “Lord, I just don't care”

Florence + The Machine


He hablado con gente que estaba en Chile, México, Italia y Argentina y el lunes me embarqué al llegar a trabajar en el increíble trabajo de preparar lasaña de calabaza, avellanas, pasas y bechamel de gorgonzola. Cuando llevaba una hora y media en la cocina pensé: «¿qué cojones estoy haciendo?» Pero, al contrario que los rodapiés, esto no podía dejarlo a la mitad y acabé tan agotada que no cené. «Está buena pero sabe dulce», me dijeron las brujas con las que vivo después de todo mi esfuerzo. He terminado la tercera temporada de Doctor en Alaska, que sigue siendo un lugar feliz, un sitio en el que quiero quedarme a vivir. He abierto una cuenta corriente remunerada y me he sentido casi tan adulta como la primera vez que fui al cajero a sacar dinero. He llevado a la tintorería una alfombra que, en teoría, tenía que haber llevado mi hija en junio. Algo que no ha sucedido porque «me da vergüenza ir por la calle con una alfombra». Estuve un rato esperando a que apareciera un italiano llamado Andrea que, cuando apareció, resultó ser una chica encantadora casi tan friki de los podcasts como yo y que al día siguiente me mandó un mail con uno de las cosas más bonitas que me han dicho nunca: «qué suerte tiene la gente que trabaja contigo». Creo que esto es lo que más ilusión me ha hecho de toda la semana, mucho más que salir en la lista de 500 mujeres más influyentes de España entre Ana Rosa Quintana y Nuria Roca. 


Ain't got no home, Ain't got no shoes,

Ain't got no money, Ain't got no class,

Ain't got no skirts, Ain't got no sweater,

Ain't got no perfume, Ain't got no love,

Ain't got no faith

Nina Simone


El miércoles Leontxo García me preguntó si estaba bien, si estaba feliz. Le sonreí y le dije: «Pues sí, Leontxo. Bastante». «Me alegro mucho», me contestó. 


Ha empezado el horario de invierno. Empieza mi mejor momento del año, las semanas que más me gustan. 


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domingo, 15 de octubre de 2023

Des colocada

¨Had it been punishment for a capital offence, it would still have been a cruel one¨. Me reí al leer estas palabras de Carl Linnaeus a la vuelta del único viaje de expedición que hizo en toda su vida. El padre del método para clasificar todas las especies del mundo natural viajó una sola vez a Laponia y al volver decidió que no estaba hecho para la vida de aventurero (De ese viaje volvió con un traje completo de lapón y se presentó con él a pedir la mano de la chica que le gustaba). Leer «Si hubiera sido un castigo por un delito capital, seguiría siendo cruel» mientras volvía de Bruselas embutida en el asiento central de un avión que me dejaría en Madrid a las doce de la noche después de un día eterno me hizo sentirme un poco menos agotada*. Estaba en ese momento justo del viaje en el que dices: ¿Por qué?


Ha sido una semana rarísima, como si alguien hubiera jugado a mover los días de lugar. El lunes fue miércoles, el martes fue jueves, el miércoles fue viernes al despertar y después se transformó en lunes para por la noche sentirse viernes otra vez y el jueves era viernes mientras que el viernes fue el sábado de la semana pasada. Este caos temporal ha descompuesto la alineación de mis pensamientos y he sido incapaz de centrarme en una sola idea sobre la que escribir esta semana. Mi cabeza ha andado dispersa aunque ofuscada en extremo por una novela horrorosa, terrible, que he leído esta semana y de la que no puedo libraros. Moriría si lo intento y mi aprecio por la buena literatura y por el buen uso de vuestro tiempo no está por encima de mi vida y menos ahora que, según Tuseguridadsocial.com, solo me quedan 14 años, 4 meses y 3 días para jubilarme. Ya casi está ahí. 


Bruselas en octubre parece Sevilla en marzo. Sol, calor, hordas de gente hablando por la calle y las terrazas llenas de parroquianos cenando en manga corta y bebiendo cerveza. Bruselas parece también la irreductible aldea gala. En el centro turístico los locales se suceden en una cadencia curiosa: una tienda de chocolates, una tienda vintage, una tienda de discos; chocolates, vintage, discos. De vez en cuando, salpicando esa sucesión aparece una tienda Magritte. Para que no te aburras con esta monotonía pasear por Bruselas es un poco como volver a 1990: Google Maps no funciona. Cuando lo usas, la flechita azul en la palma de tu mano se vuelve loca: no sabe ubicarse, desaparece, vuelve a aparecer en una posición que te hace sospechar si tendrás el poder de la bilocación y da igual el tiempo que camines en una dirección: siempre estás a 21 minutos de tu destino. A mí este desastre de geolocalización me encantó. Odio con toda mi alma Google Maps por varias razones. La primera de ellas es que para los que somos impuntuales pero vivimos con la ilusión de llegar a tiempo a nuestras citas que la puñetera máquina te diga: vas a tardar 14 minutos y vas a llegar a tu destino a las 20:12 es un mazazo de realidad muy desagradable. Yo siempre pienso: «eso lo dices tú, Google Maps, pero voy a correr y llegaré antes». Ni confirmo ni desmiento que, a veces, he llegado sudorosa y agotada solo por poder espetarle a la máquina: «Ja, son las 20:10». En segundo lugar, no me gusta Google Maps porque le quita emoción a la vida. No voy a decir esa cursilada de «me gusta perderme» porque no es verdad, pero encuentro que ir caminando mirando la palma de tu mano, siguiendo una ruta como un robot, avanzando como como si no pudieras fiarte de tu propio criterio, «dice que es por ahí», es terrorífico. (Yo estuve, una vez, a punto de matarme en La Palma por seguir uno de esos «dice que es por ahí»). Si yo fuera un malvado nivel extremo desconfiguraría por completo Google Maps. El mundo entero desorientado, perplejo, levantando la vista de la palma de su mano o del salpicadero del coche y dándose cuenta de que puedes orientarte con tan solo mirar un mapa y mirar alrededor. Lo emocionante que sería descubrir que has encontrado el camino más corto para ir a donde sea, solo a base de probar distintos itinerarios ¡Qué locura!



Breves apuntes de Bruselas: 


  • Me ha sorprendido que los belgas son más altos de lo que esperaba y, también, hablan mucho más alto de lo que me esperaba.

  • Cené sola en un restaurante muy conocido en el que los camareros eran encantadores y parecían de Portland (OR).

  • Un hombre me regaló un pequeño envoltorio con 3 bombones de un chocolate delicadísimo para agradecerme el que hubiera contestado a todas sus preguntas en una charla. No recuerdo la última vez que algo me sorprendió tanto.

  • Mis nuevos pantalones favoritos son los vaqueros he heredado de mi cuñado. Voy a ir a comprarme tres pares iguales. De hombre. 

  • En el evento en el que participé era la persona de más edad. 

  • He sufrido microinfartos cada pocos segundos. En la M11 a las 7 de la mañana casi infarto al pensar que me había dejado el DNI en casa y que perdería el vuelo; perdí las gafas de ver aproximadamente cada 4 minutos; el móvil 23 veces al día hasta que me di cuenta de que, en estos vaqueros heredados, los bolsillos son tan grandes que el móvil cabe ahí holgadamente. 


Lo mejor que he leído esta semana es un artículo sobre la industria de las devoluciones de las compras online: es interesante, divertido y confirma algo que todos sabemos: somos idiotas. Descubro que, en Estados Unidos, la mayoría de las devoluciones de compresores se deben a que “casi todos los que utilizan estas máquinas son hombres y no leen las instrucciones, así que los ponen en marcha sin conectarlos a la toma de agua y queman el motor”; y que las aspiradoras se devuelven porque cuando se paran a la mayoría de sus dueños no se les ocurre que hay que vaciarlas. ¿Cómo no nos va a volver idiotas Google Maps?


El artículo también explica que ya nadie arregla nada. Hace un tiempo dejamos de hacerlo porque “total, vale lo mismo uno nuevo”; pero, ahora, no arreglamos porque ya no queda casi nadie que sepa como hacerlo. Yo, por ejemplo, no sé arreglar nada pero he vivido rodeada de gente con ese don: mi hermano, mi madre, mi suegro. Arreglar cosas no es solo una habilidad, es un empeño emocional, una estrategia vital. Los pocos que quedan con ese don están impelidos por una fuerza superior que los empuja a no rendirse, a intentarlo hasta conseguirlo, siempre con unas gafas de ver de cerca en la punta de la nariz.


 ¿Por qué ya no arreglamos nada? 


Necesito más camisas negras pero hoy me he comprado un traje pantalón de cuadros azules. 


Odio a Juanes. 


domingo, 3 de septiembre de 2023

Y, de repente, el último septiembre


Escribo esto sentada delante de la ventana de mi cuarto cuando ha dejado de llover hace rato. Me siento estafada y me pregunto: ¿por qué los anuncios de olas de calor terroríficas siempre se cumplen a rajatabla y, sin embargo, los avisos de lluvia continuada y tormentas interminables siempre defraudan? Me prometen cuarenta y dos grados y sé que me voy a ahogar en mi propio sudor. Me prometen lluvia, me ilusiono y después de cuatro horas ya no hay nada. ¡Hasta se ha secado el suelo! ¡Ni siquiera hay charcos! Eso sí, ayer pensé «tengo que guardar los cojines de la terraza» y, por supuesto, lo olvidé; así que ahora mismo están encharcados y destiñéndose de un bonito color azul que probablemente los haga inservibles para el próximo verano.  Pero ¿a quién le importa el próximo verano? 

Antes de sentarme a escribir o, mejor dicho, antes de ponerme a escribir he pasado un buen rato leyendo newsletters que tenía atrasadas por las vacaciones y algunas que han caído hoy en mi buzón. El tema en muchas, en las últimas en caer en mi buzón, es el final del verano. Y yo no quería escribir sobre el final del verano porque es un tema manido, con un tufillo a falsa nostalgia y que, además, resulta muy poco interesante. Leyendo las newsletters, sin embargo, he descubierto que se puede hablar de esta peculiar sensación que todos tenemos al poner un pie en septiembre. Es una especie de hormigueo, de cosquilleo, en mi caso una anticipación en la que se mezclan el miedo, la impaciencia, la ilusión y el deseo. Me enfrento a septiembre pensando: «Por fin». Por fin se acaba el verano, por fin se acaba el calor, por fin podré ponerme jersey, por fin podré dormir tapada, por fin se hará de noche pronto, por fin entraré en una rutina que es muy complicada pero que puedo manejar como un malabarista, manteniendo todas las bolas que la conforman en movimiento, sin que se me caiga ninguna, sabiendo qué paso dar, qué brazo mover. 

¿De dónde vienen estas sensaciones? ¿Por qué es en septiembre, en sus primeros días, cuando se acumulan? Tiene mucho que ver con el fin de agosto, ese mes en que todo se para casi por completo y el arranque de motores que llega ahora. Tiene que ver, también, con la época escolar. Puedes no tener hijos y no saber cuándo empiezan las clases (que sepas que la universidad ya no es lo que era, y en algunas ingenierías, por ejemplo, empiezan este año antes que los de infantil) pero tus muchos años de estudiante, sepultados bajo capas y capas de vidas, de trabajo, de experiencias, brotan estos días haciéndote sentir que sí, que se acaba el verano y que empieza algo.  Algo que, por alguna razón, te recuerda a lo que sentías cuando tenías que volver al colegio: No querías, pero algo (ver a tus amigos, estrenar cuadernos, pasar a otro curso de más mayores) te hacía algo de ilusión. Ahora sabes que esa ilusión es mentira y tratas de ahogarla, de convertirla en algo rutinario, pero el ancestral instinto escolar sigue ahí, soplando fuerte la llama de la falsa ilusión. 

Todas estas sensaciones, sin embargo, son superefímeras. Septiembre es anticipación que, en seguida, se diluye en normalidad. Es como la emoción navideña: enorme el 20 de diciembre y desaparecida el 26 o, como mucho, el 1 de enero. Un día te encuentras pensando «vaya, mañana ya es 1 de septiembre»; un par de días después «llega el otoño» (aunque queden casi tres semanas para que empiece oficialmente la estación) y no pasa ni una semana cuando descubres que ya no te apetece ponerte pantalón corto ni bañador. Sin darte cuenta estás ya sumergido en la ilusión de una rutina nueva, confortable, no tan fabulosa como las vacaciones pero una rutina que este año será diferente, en la que conseguirás ratos para ti y un raro y precario equilibrio entre trabajo y ocio. Piensas también, claro, en cambiar el armario, ordenar y planificar, pero en cuestión de días, de una semana como mucho, esas sensaciones se han esfumado y septiembre te parece ya un mes manido, más parecido a mayo que a octubre, un mes gastado. Se acabó el juguete. 

Echas la vista atrás y el verano parece haberse quedado rezagado, un abismo se abre entre el 20 de agosto y el 10 de septiembre, un abismo en el que cabe un pozo de tiempo inconmensurable, un abismo que se tragaría tu voz si gritaras. No puedes creer que hace tres semanas fuera verano y el tiempo de llevar sandalias fuera infinito, rebuscas en tu interior algo de esa falsa ilusión o emoción que tenías en los primeros días de septiembre y no las encuentras. A tu alrededor solo hay normalidad.  

Hoy he terminado de escribir el diario del viaje a Francia. Un diario de viaje es un compromiso que uno mismo adquiere. ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Leerá alguien algún día los recuerdos de este viaje? ¿Lo revisaré yo alguna vez? Apenas han pasado cuatro días desde que volví y ya me parece otra vida, otro verano, el verano de otra persona, no el mío. 

Septiembre marca el fin de mis planes de veraneo franquista y de verano. No hago planes para este mes que va a ser atropellado, impreciso, lleno de imprevistos y compromisos, poco práctico y agotador. Quiero pensar que no va a ser tan terrible como lo pienso ahora, que, como siempre, estoy poniéndome en lo peor y que todo irá bien. 

Es lo que dicen que hay que hacer. 

Yo no me lo creo mucho pero, como dicen los americanos: “fake it till you make it”. A final de mes veremos qué ha pasado. Termino de escribir esto pensando que igual que este mes abre un enorme abismo con agosto, al mismo tiempo se proyecta hacia el futuro como un mes interminable de días, como si fuera una chicle que va a estirarse sin fin. 

Vuelve a llover, se ha levantado viento y he recogido los cojines para que se sequen dentro. Quizá se salvan para el próximo verano. Ése para el que quedan aún dos o tres siglos.  

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domingo, 27 de agosto de 2023

Desde Francia con amor

 

Desde que me he levantado esta mañana, pensaba en empezar a escribir este post diciendo: «Escribo de noche mientras todos duermen y en la casa no se escucha más que el ruido de los ventiladores y mi teclado», pero, como la vida casi nunca es como te la imaginas, escribo este texto sentada en la mesa redonda de nuestra casa provenzal mientras mis hijas revisan sus teléfonos y se cuecen unas patatas para la cena de esta noche. 


Si fuera muy rica, además de alquilar una casa en la Provenza, contrataría a alguien que me preparara el desayuno cada mañana y me dejara la cena lista, solo para calentar, cada noche. Es agotador comer y cenar fuera todos los días y da muchísima pereza pensar en algo que cocinar que sea rápido, apetecible y no requiera mucho lío si alguna vez comes o cenas en casa. En esta casa maravillosa apetece un poco más cocinar, porque la cocina es inmensa, tiene una ventana de cuatro metros de altura con flores y plantas en el alféizar, puedes encontrar cualquier cacharro o utensilio que puedas necesitar y hay varias cuberterías, vajillas, cristalerías y mantelerías para elegir. Aún así, preferiría que al llegar de hacer turismo, de no parar en todo el día, pudiera tener algo en la nevera listo para calentar y preocuparme solo por poner una mesa bonita. 


Una mesa bonita es algo que, como las judías verdes, una cama bien hecha o una lavadora silenciosa, no se aprecia hasta que tienes una edad, bastante edad. Por eso hoy, cuando al entrar en una tienda en Arles mis hijas han admirado una mantelería y unos cuencos («mira, mamá, son preciosos»), me he sentido bastante orgullosa de ellas. No he comprado ni los manteles ni los cacharros porque tenían unos precios imposibles. No imposibles de no poder pagarlos pero imposibles de darme cargo de conciencia cuando hago cálculos mensuales cualquier noche de insomnio. Siempre pienso lo mismo: «algún día compraré estas cosas y las usaré a diario, para no dejarlas para una ocasión especial». Al salir de la tienda también he pensado que, en cuanto me toque vivir con mis hijas en octubre, pondré la mesa cada noche con la vajilla buena que me regalaron al casarme y que está ahí muerta de risa, esperando a algo, no se muy bien qué. Mientras tanto, mientras llega ese día, ponemos la mesa en esta maravillosa casa como si fuéramos a tener invitados y encendemos velas porque en el patio apenas hay luz. 


La casa está en la primera planta de un palacete del siglo XVII. Debió de ser de un mercader de los que venía a la feria anual de comercio que se celebró en este pueblo hasta la llegada del ferrocarril en el siglo XIX. ¿Cual es su historia? No lo sé. Los techos tienen cinco metros de alto, hay molduras, puertas enormes de madera que comunican todas las habitaciones y el suelo de cada sala es diferente. Hay estanterías llenas de libros hasta el techo y tres chimeneas. Hay un piano, tres ventiladores, alfombras en cada habitación, un diván y muchas mesas para sentarte a charlar, a escribir, a leer, o a pensar por qué no vivo en una casa así o, mejor dicho, por qué los franceses han sabido conservar estas casas y nosotros no. Este es un pensamiento recurrente cada vez que vuelvo a Francia junto con el de por qué son todos tan guapos (porque todos los hombres del mundo deberían aspirar a envejecer como señor mayor francés) y cómo es posible que sean tan silenciosos. Ayer por la noche fuimos a una fiesta del pueblo: en la plaza del ayuntamiento había programado un concierto. Allí nos fuimos y llegamos justo cuando el maestro de ceremonias de la orquesta presentaba el show diciendo que el espectáculo constaría de tres partes y que era para todos los públicos. No se oía una palabra, un aplauso, nada. Quinientos franceses sentados en sillas de plástico mirando el escenario y otros doscientos de pie y solo se nos oía a nosotros, que susurrábamos comentando la sorpresa de que nadie bailara, ni hablara, ni bebiera. Aguantamos media hora, la primera parte del show, con un, digamos, interesante uso del concepto «mezcla musical». Empezaron con Miley Cirus, dos temas de reggaeton en español, una versión del My way en francés tocada a trompeta por el maestro de ceremonias mientras se proyectaba un video con imágenes de su vida y de él mismo tocando ese instrumento en la orilla del mar, un tema francés bailongo y un mix de canciones de Bruno Mars. Todo esto con cinco músicos, tres cantantes titulares, cinco bailarinas y la acogida gélida de toda la plaza. «Me están dando muchísima pena», dijo María. Tras este primer segmento salió el alcalde a contar la agenda de eventos de aquí a noviembre y luego anunciaron con gran fanfarria que empezaba la actuación de Anggun, que fue acogida con la misma frialdad que todo lo anterior. Por si no lo sabéis, que no lo sabéis, Anggun representó a Francia en Eurovisión en 2012 y quedó en el puesto vigésimo segundo. «De Eurovisión a la plaza de este pueblo. Menudo bajón», dijo Clara. Menos mal que al ver su perfil en Wikipedia nos dimos cuenta de que podría con la noche:  


«Anggun posee no solamente una figura agraciada y particularmente femenina sino también un espíritu bien aguzado, puede ser tal vez, gracias a sus numerosas lecturas de la infancia, donde debía hacer cada semana un resumen a su papá y sobre todo un deseo de ser ella misma y de constantemente aprender y avanzar, progresar para mejor realizarse. Si Darto Singo, su padre, no hubiera soñado con la leyenda de la "gracia nacida de un sueño", quien sabe, el mundo seguramente hubiera sido afectado.»


Hoy hemos cenado en el patio, mantel de tela, servilletas, cubertería de alpaca y velas, rodeados de las flores y plantas que cada tarde tenemos que regar y una escultura de un angelote en un hueco que creemos que debió ser un antiguo horno. Me encantaría contar que hemos tenido una conversación sofisticada y muy francesa, pero la verdad es que nos hemos estado riendo mucho diciendo tonterías. Mientras comentábamos que los magnum de caja en Francia son mucho más grandes que en España, yo pensaba en que he vuelto aquí, a La Provenza, a otra casa fantástica y encima he traído a mis hijas. Es un pensamiento alegre, esperanzador casi, porque cuando viajo siempre pienso que nunca volveré a ese lugar, que no tendré tiempo, o la ocasión, o el dinero o la compañía; y verme aquí, de vuelta, envidiando todo lo francés me da esperanzas para poder regresar eternamente, quién sabe si para reencarnarme en señora francesa estilosa. 



PS: La conversación ha surgido de una premisa establecida por Clara: ¿Qué eliminarías del mundo si pudierais? María ha contestado que las religiones, Clara eliminaría a los hombres, yo he dicho que el patriarcado y Juan ha dicho que los mosquitos. Juan no sabe jugar a estas cosas: acaba con toda la magia. Ayer jugamos a nuestro top 3 de personas favoritas de la humanidad y él rompió el juego al elegir a Fritz Haber, un químico que desarrolló la síntesis del amoniaco y así mejoró los fertilizantes y blablablabla. Aburrido.


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domingo, 13 de agosto de 2023

Pequeño paseo sin importancia

Escribo esto derrengada en el sofá, con los pies en alto y el ordenador en las rodillas mientras intento que no se me cierren los ojos y dormirme. Estoy reventada. Hoy hemos hecho una ruta de diecisiete kilómetros y, no voy a mentir, en algún rato he renegado de haber empezado. Las horas más duras han sido entre las dos y las cuatro de la tarde, por un sendero empinado que salvaba un desnivel de setecientos metros y un con un sol de justicia cayendo sobre nuestras cabezas. «A ver si vamos a ser nosotros los gilipollas que no hacen caso al consejo de “no realizar actividades de esfuerzo en las horas centrales del día” y aquí estamos, trepando en las horas centrales del día. Mira que como me dé un golpe de calor o, peor, un infarto... ¿Cómo llevo las pulsaciones? ¿Me siento acelerada? Papá tenía 52 cuando le dió el infarto yendo por el monte y seguro que ni por un momento pensó en que le iba a dar un infarto y morirse. ¿Y si esto es un golpe de calor? ¿Cómo se siente un golpe de calor? Lo que te pasa es que estás encabronada, ya está. Venga a dar consejos para que no se salga de casa con calor y aquí estamos, pero bueno: es que hemos salido de casa cuando no lo hacía». A pesar de ir juntos, hemos caminado casi todo el recorrido sin hablarnos. A. se cansa menos, es más liebre y su ritmo de caminata es mucho más rápido que el mío. Yo suelo ir por detrás sumergida en mis pensamientos que, hoy me he dado cuenta, no tienen ni pies ni cabeza. Me he pasado un buen rato pensando en el perfil de Sarah Jessica Parker que había leído durante el desayuno. Resulta que SJP ha montado una zapatería en su barrio y trabaja allí un par de días por semana atendiendo a la gente que va a comprarse zapatos. Me he puesto a pensar si yo iría allí a comprarme zapatos, si tendrá algo que no sea de tacón imposible y con cero utilidad. La ropa en general no me llama la atención, pero reconozco que un par de zapatos buenos, de los buenos buenos de verdad, sí que es algo en lo que invertiría. ¿Cuánto? Pues en el artículo hablaban de unos 280 €. ¿Me gastaría ese dinero en unas botas buenas? Sí, sin duda. ¿Tendrá SJP botas así pero que no sean absurdas en su zapatería? No lo sé. Luego le he dado vueltas a la putada que SJP, sin querer creo, le hace a la periodista. Resulta que la invita al Lincoln Center al estreno de un ballet con ella, y la periodista, claro, sufre porque a ver qué te pones. Es que me la imagino abriendo su armario y pensando: «¿Qué se lleva al ballet?». Y luego: «No tengo nada». Al final se pone un vestido de cocktail azul con no sé qué joya que ahora no recuerdo... y cuando llega a la cita, SJP aparece en vaqueros y con una chaqueta de punto de su marido, Matthew Broderick. ¿Qué haces ahí aparte de cagarte en SJP y toda su familia? Pues nada, aguantar estoicamente que SJP te diga todo el rato que estás guapísima y que se siente fatal y que le han dado ganas de ir a casa a cambiarse y morirte de vergüenza. Conclusión: nunca hay que ir al ballet con SJP. De ahí he pasado a pensar, aunque a lo mejor no ha sido en ese momento sino en otro, en la serie And just like that... y el despropósito que es (de esto ya escribí). «Tengo que acordarme de escribir a la DGT para que vuelvan a poner los carteles de “Peatón, en carretera, circule por su izquierda”, porque es un conocimiento que se ha perdido. Es una frase que los mayores de 40 tenemos grabada en el cerebro, pero las nuevas generaciones no la conocen porque van todos mal caminando por el arcén derecho». Otro rato lo he dedicado a pensar en dinero, en la hipoteca, el coste de la universidad, la autoescuela y la academia para la ingeniería de María. Cuando hago números siempre acabo o bien acojonada o diciendo «bueno, mira, yo que sé, ya me preocuparé más adelante». El rato en la sombra, en el bosque, he vuelto a pensar en El cazador, que por fin vimos el otro día. Es una película fantástica, de esas que se te quedan dentro. Llevo días dándole vueltas a la tristeza inmensa que rezuma desde el primer minuto y para la que no hay ni un minuto de descanso. Es una tristeza acumulativa que suma y suma y suma y no termina cuando salen los créditos. Los personajes se quedan ahí en una vida que ya no ves pero que no puedes imaginar de otra manera que no sea triste. En el paseo había manzanos silvestres, muchos. Las ramas cargadas de manzanas silvestres han llevado a mi cerebro a pensar en Antonio, un lugareño de Cicely, que el otro día me contó que él de niño, en verano, robaba manzanas de un vecino, «dos o tres, las que nos cabían en los bolsillos». El vecino se lo contó a su padre y «esa noche me zurró pero bien. A mí solo, porque mi hermano, que era más listo, ese día no apareció por casa a dormir». Antonio tiene casi 70 años y ha vivido en Cicely toda la vida. El otro día nos contó cómo iba a la escuelita que había en el pueblo a la que subían algunos niños de otras aldeas. «La profesora se llamaba Josefina; era rubia y alta, no sé cómo llegó aquí, pero aquí no había ningún mozo, así que yo la sacaba a bailar en las fiestas. Ya ves tú, yo tenía once años. No sé qué sería de ella». Hoy en el paseo yo iba sin mochila, con bastón y unas zapatillas que tienen catorce años pero que son «de montaña». Mientras trepaba y trepaba, con el sol martilleándome la cabeza, también pensaba, como me pasa siempre aquí, en cuando estos caminos que ahora recorro por ocio se recorrían para ir a hacer recados. Bajar al pueblo a comprar o a ver al médico o a lo que fuera suponía horas de caminata en alpargatas o zapatos de cuero muy pesados y, muchas veces, implicaba acarrear peso de un lado para otro. ¿Cómo sería? «Yo no sería capaz de llevar ahora mismo una cesta con huevos o con verduras o lo que fuera». Sí, sí que sería capaz, claro que podría. Esta idea me ha lanzado a una reflexión sobre cómo utilizamos el «yo no puedo» cuando en realidad queremos decir «yo no quiero». Si tuvieras que cargar con tus hijos 20 km por un sendero de montaña por la razón que fuera podrías hacerlo; lo harías aunque obviamente prefieres no tener que hacerlo. En el paseo he perdido la gorra que me compré el año pasado en Mount Baker (que, por cierto, también sale en El cazador). A. ha vuelto atrás para ver si la encontraba y una pareja le ha dicho que la habían encontrado y la habían dejado en un puesto, que como luego volverían por el mismo sitio la recogerían y la dejarían en la gasolinera del valle. No sabía si eso ocurriría o no, así que también he pasado un buen rato pensando en el apego a los objetos. Me daba pena haber perdido la gorra, pero me decía a mí misma: «¿Qué más da? Es solo una gorra. Sí, pero es una gorra que te compraste en el viaje de tu vida, en un sitio al que puede que no vuelvas jamás y que te servía de recuerdo de esos días. Bueno, pero los recuerdos los tengo, no pasa nada. Es mejor no apegarse a las cosas. ¿A qué cosas tengo yo apego? A casi nada. Mentira, sí tengo apego a cosas. Por ejemplo a algunas casas: acuérdate que el otro día te despertaste sudando en una pesadilla porque la casa de Los Molinos se vendía sin darte oportunidad de comprarla ni de hacer nada con ella. Bueno, sí, pero esto es una gorra: no pasa nada». He dedicado un buen rato también al dilema de si cuando alguien se comporta como un completo cretino lo más inteligente es ignorarle o seguir tratándolo como si fuera un adulto funcional. No porque vaya a cambiar, sino porque exige menos esfuerzo. Caer en discutirle la cretinez es cansado y no funciona casi nunca. «¿Y la camisa que llevo? ¿Cuántos años tiene? ¿15? ¿Le gustará a María?». Hemos comido en una de las pocas sombras del camino y hemos bebido agua fresca en un par de fuentes y hemos hablado muy poco. A. me ha ido esperando todo el camino, a cada rato se paraba en una sombra para comprobar que yo seguía detrás, a mi ritmo. A lo mejor sus pensamientos han sido más interesantes que los míos. A lo mejor se paraba para comprobar que no me daba un infarto. «Menos mal que me he dado crema, al menos no me quemaré».

17 km. He sobrevivido y he recuperado mi gorra. Si internet hace su magia y la joven pareja lee esto que sepan que les estoy muy agradecida. 

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