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domingo, 6 de agosto de 2023

El verano de 2023

«En momentos así siento una alegría infinita. Dicen que cada día hay un instante en que el diablo no tiene permiso para entrar: si pudiéramos meternos por completo en ese instante, la vida sería puro éxtasis.»(Yannick Haenel:
Que no te quiten la corona.)

Estoy de vacaciones. Creo, confío, deseo. Oficialmente mi descanso empezó el viernes a las 5 de la tarde, pero ya sé que es posible que la semana que viene tenga que hacer alguna cosa de trabajo por un tema importante que me caerá encima como un tsunami en cuanto vuelva a trabajar oficialmente. Ayer, un poco antes de cerrar el ordenador, recibí un mensaje de un compañero: «No te preocupes que ahora enseguida llegamos los refuerzos». Le contesté: «Por favor, no digas “ahora, enseguida” como si septiembre estuviera al caer. Necesito creer que septiembre es un momento lejano del que me separan océanos de tiempo, como decía el Drácula de Bram Stoker». 

Y es así. Necesito sentir que agosto va a durar al menos tanto como ha durado julio y que en las semanas que tengo, oficialmente, de vacaciones, el tiempo se dilatará y me permitirá desconectar, relajarme y aburrirme. Por ahora lo único que me aburre soberanamente es mi tabla diaria de ejercicios. Es algo soporífero (tal cual: a mí me da sueño) pero me lo tomo como una valla, un obstáculo que tengo que saltar al principio del día para luego disponer de horas de vagancia, lectura, sueño, regocijo y pereza laxa. 

Cuando llega junio vuelvo siempre a tener 10 años. Y siempre deseo lo mismo: ser capaz de crear una rutina lánguida que me lleve a los veranos de mi infancia. Pongo todo mi empeño en ello sabiendo que es imposible, porque para empezar ya no dispongo de tres meses de vacaciones. Ahora con suerte consigo unas semanas en las que, a lo mejor, conseguiré esa sensación en algunos momentos puntuales. Es por tanto un empeño destinado al fracaso desde el principio... pero no sé enfrentarme al verano de otra manera. 

Hace unas semanas, en el suplemento de The New York Times del que ya hablé la semana pasada, preguntaban a los lectores por sus intenciones para este verano. En la selección de respuestas que publicaron encontré ésta:

2023 will be the summer of making more gazpacho than enemies. — Lauren Oster, New York City

Me encantó. Me pareció un plan de verano sin fisuras. Fresco, fácil y sabroso. Ahora que lo pienso, quizá en Nueva York no sea tan fácil hacer gazpacho, pero seguro que Lauren lo consigue. Pensé entonces en cuáles podrían ser mis intenciones para mis semanas de vacaciones, intenciones con el subtítulo: «esta es la idea pero si luego no se hace no pasa absolutamente nada”» Intenciones sin corsé, sin obligación. Visualicé esas intenciones como un estanque de peces de colores en el que quizá me apetezca pescar o quizá no y me dedique solo a mirarlos. 

Aquí va mi lista sin orden ni concierto. Algunas de estas intenciones ocurrirán, otras no, otras a lo mejor las intento y las abandono por desinterés o cansancio o aburrimiento.

El verano del 2023 va a ser el verano de pasar ratos sin hacer nada, ni escuchar podcasts, ni leer, ni hablar y, si lo consigo, sin pensar. Esta misma tarde he pasado un rato mirando cómo la sombra avanzaba por el fondo del valle. Ha sido un rato corto porque, aunque no hacer nada pueda parecer sencillo, algo al alcance de todos, es algo que tiene su miga. Como dice Jerry Seinfeld: “Doing nothing is not as easy as it looks. You have to be careful. Because the idea of doing anything could easily lead to doing something, that would cut into your nothing, and that would force me to have to drop everything”. 

El verano del 2023 va a ser el de volver a Crimen y castigo. Llevo varios veranos pensando en releer esta novela que me encantó en COU, hace 32 años. Ahora va a ser el momento y además voy a releerla en el mismo libro de aquella primera vez, una edición granate de Círculo de Lectores que recogía las grandes obras de la Literatura Universal. En esa colección descubrí Los miserables, Guerra y paz, Cien años de soledad y muchos otros. El verano de 2023 va a ser el verano de escuchar música nueva, música que no conozco, seleccionada por otros, dejándome llevar por si descubro algo que me guste, algo que me haga decir «voy a poner esta canción otra vez». Va ser el verano de leer el periódico en papel todos los días y el de no mirar el reloj para saber si es la hora de comer o de cenar: comeré cuando tenga hambre o gula. El verano de 2023 va a ser el de ver El cazador, de Michael Cimino, una película que me persigue desde hace años pero de la que intento escapar porque dura tres horas. El verano de 2023 va a ser el verano de ponerme muchos vestidos, todos los que pueda; ya está bien de dejarlos para cuando haga algo especial. El verano de 2023 va a ser el verano de ver románico catalán y volver a la Provenza. Va a ser el verano de volver a ponerme un vestido blanco que me compré en 2014 en una tienda de segunda mano en Toulouse, descubrirles esa ciudad a mis hijas, volver a Avignon, comprar jabón de flor de naranja, ir en bici al Pont du Gard y preparar el desayuno cada mañana para tomarlo en el jardín sola mientras ellas duermen. Va a ser el verano de no leer The New Yorker porque ha habido un problema con mi suscripción y no me llegan las revistas desde hace un mes. Va a ser el verano de preparar el regalo de cumpleaños de Clara, celebrarlo e intentar cambiarme los pendientes cada día y empezar a usar champú sólido. El verano de 2023 va a ser el de visitar una excavación de una fosa de represaliados del franquismo y el de no entrar en discusiones ridículas. El verano de 2023 va a ser el de comer salmorejo, melocotones con yogur griego, trenza de Almudévar, salchichón francés, tortilla provenzal y todo el queso francés que pueda comer sin morir en el intento. El verano de 2023 va a ser el verano de subir al puerto de la Glera, ir a un concierto de viola de gamba y, a lo mejor, bañarme en La Camarga. El verano de 2023 va a ser el de escribir aquí sin plan, sin intención, puede que recuperando textos antiguos o solo unas breves líneas inspiradas por algo que pase cada día. 

Puede parecer un plan ambicioso, un plan que va contra el principio fundamental que rige mis fines de semana y mi tiempo de ocio: no hacer nada... pero no es así. Quiero tener todas esas intenciones para desechar la mayor parte de ellas y no sentirme culpable, dejarlas pasar a mi lado sin preocuparme, sin pensar que estoy perdiendo el tiempo porque el verano de 2023 también quiero que sea el de dejarme llevar. 

“To do nothing is to have yourself still so that you can perceive what is actually there”. Jenny Odell

Eso es. Esa es mi intención: concentrarme en notar cómo mis vacaciones suceden en mí, cómo resbalan por mis días. Y si puedo beber muchísimo gazpacho, pues mejor. Los enemigos me dan igual. 


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domingo, 18 de junio de 2023

Azul piscina

 

Tengo las manos, los dedos, las piernas, las uñas y supongo que la cara, los ojos y las pestañas llenas de pequeñas pintas azules. Es un azul clarito, lo que viene conociéndose como «azul piscina » que, por otro lado, se parece bastante al «azul marica ilusión»*. 


Uno de los rituales de comienzo de verano es la puesta en marcha de la piscina: vaciarla, limpiarla y (un año sí, un año no) pintarla. Esto es algo que, cuando era pequeña, me hacía casi tanta ilusión como mi cumpleaños o la Noche de Reyes. Cuando vivíamos en casa de mis abuelos, el día de limpiar la piscina suponía pasar tiempo con todos mis tíos, enfangados en el lodo verde y resbaladizo que se acumulaba al fondo de la parte que cubría, mientras intentábamos limpiar la suciedad incrustada a lo largo del año. Por supuesto, y como bien sabían los mayores, nuestro entusiasmo por el plan se consumía como la llama de una cerilla y, tras pasar tres o cuatro veces el estropajo por la pared y no apreciar ningún cambio, nos íbamos desinflando de la tarea. Nos entretenía entonces chapotear en el lodo verde mientras metíamos prisa a los mayores para que acabaran cuanto antes y empezara el mejor momento: el llenado. Con la apertura de la manguera y su chorro mínimo la excitación volvía a aumentar y rogábamos que nos dejaran ponernos los bañadores y tirarnos por la rampa con el mínimo de agua que corría por ella. Destrozábamos los bañadores, nos caíamos, nos salpicábamos y el agua estaba congelada; pero pocas diversiones hay en la vida como ésa: chapotear en una piscina que se está llenando. 


Cuando mis padres compraron esta casa el ritual seguía siendo el mismo pero con una piscina mucho más pequeña (creo que ya he contado que esta tiene forma de Barbapapá) y con mucha menos gente. Ya no éramos la troupe de tíos, abuelos y sobrinos; éramos solo nosotros pero la excitación era la misma, aunque la diversión fue diluyéndose con los años hasta desaparecer y convertirse en tarea pesada que ninguno queríamos hacer. Si yo fuera Matt Shirley haría un gráfico enseñando cómo es la curva de la limpieza y pintura de la piscina. Como ni lo soy ni voy a intentarlo, solo lo cuento: en tu tierna infancia (digamos hasta los diez años) la emoción y excitación es máxima; a partir de los once o doce la curva va cayendo en picado y se mantiene plana hasta aproximadamente los treinta años, edad a la que comprendes que o lo haces tú o no lo hace nadie y que es el peaje que hay que pasar para poder bañarte al llegar achicharrado de trabajar. Por supuesto, la línea ya no sube como una pendiente de montaña rusa, pero sube y se mantiene estable supongo que hasta que tienes edad de seguir ocupándote de ello. Mi madre tiene setenta y nueve años y ahí sigue; asi que, con suerte, calculo que me quedan treinta años de limpiar y pintar la piscina, si es que antes no se ha terminado el mundo, la extrema derecha me ha fusilado por roja o me muero, claro. 


Hoy me he pasado el día pintando y por eso estoy cubierta de manchas azules. Si alguien me está imaginando con uno de esos petos muy cuquis, con o sin camiseta, y un pañuelo en la cabeza como los que salen en los anuncios o en Instagram, que deseche esa imagen ahora mismo. Llevo un pantalón corto vaquero viejo y una camiseta llena de agujeros en la que pone «Prefiero el verano al invierno». «¿De dónde has sacado esa camiseta que te pega tan poco?», me ha preguntado A . 


Pintar cualquier cosa es siempre una experiencia bastante terapéutica: cargar el rodillo y repetir los mismos movimientos una y otra vez te sumerge en un estado de concentración en el que tus pensamientos van a su bola. Hoy, mientras iba y venía intentando que no quedaran marcas, pensaba en si alguna vez en mi vida me había sentido sola, en soledad total, sin nadie a quien recurrir, sin posibilidad de contacto físico o emocional con otra persona. Estoy leyendo The Lonely City, de Olivia Lang; un libro en el que la autora relata la inmenso desamparo que sintió cuando, poco después de llegar a Nueva York por una historia amorosa que se deshizo en nada, en vez de volver a Inglaterra decidió quedarse (no explica el porqué); y al sentir una soledad tan abrumadora y completa se observó a sí misma para estudiarse e intentar comprender por qué en la ciudad, rodeado de gente y de cosas que hacer, uno puede no sólo sentirse solo, sino vivir completamente apartado de todos. Ella se centra en varios artistas (Hopper, Warhol, Wojnarowicz, Valerie Salas) que crearon apartados del mundo aunque fueran exitosos y adorados y vivieran rodeados, en algunos momentos de su vida, de público, amigos y el apoyo de la crítica. ¿Cómo es sentirse solo? Llevo dándole vueltas muchos días intentando saber si yo me he sentido alguna vez así y lo más que me he acercado ha sido a mi época del colegio. Tenía amigas, lo pasé medianamente bien, sacaba buenas notas, pero siempre sentí que estaba interpretando un papel para encajar y que lo más quería era que mi tiempo allí se acabara para pasar a otra cosa. No recuerdo haber tenido esa sensación más adelante, ni en la universidad, ni en el trabajo, ni cuando tuve la depresión, ni en mi vida en general. 


«¿Qué quieres? Estoy en medio de estar sola». El otro día vi esta tira de Jon Adams y pensé: soy yo. A mí me gusta estar sola, me gusta hacer cosas sola y puedo sin problema pasarme un fin de semana sin ver ni hablar con nadie, en mi casa, entretenida con mis cosas y mis preocupaciones. Esto, por supuesto, no es soledad.


«Loneliness, in its quintessential form, is of a nature that is incommunicable by the one who suffers it».


En Astérix y los normandos, los terribles invasores del norte se pasan toda la aventura preguntando: «¿Qué es sentir miedo?» No saben lo que es y no son capaces de imaginarlo. Yo no sé qué es la soledad. ¿Cómo se siente sentirse solo? Hasta que me he sumergido en el libro de Lang no lo había pensado mucho, creía saber lo que era o, al menos, ser capaz de imaginarlo, de hacerme una idea. No es así, no lo sé. ¿Es una suerte? Sí, claro. No lo pongo en duda ni por un momento y sé, además, que no haber tenido nunca esa sensación de soledad abrumadora y aplastante no es mérito mío: es suerte. Suerte de tener una familia, de tener amigos, de haber nacido donde nací. 


Pensar en la carambola cósmica que me llevó a nacer donde nací y a estar en este momento pintando la piscina con un rodillo azul en la mano me ha dado vértigo cósmico y he tenido que parar para volver a anclarme al ahora. Al levantar la vista al cielo ha sido como volver de un viaje lisérgico: al salir del infinito azul en el que estaba sumergida los colores de la realidad exterior, más allá de las paredes de la piscina, eran diferentes: el cielo era morado, las nubes negras, los verdes eran casi rojos. 


¿Y si al salir fuera toda mi realidad hubiera cambiado y estuviera sola? 


No sé lo que es sentirse solo.


 Y no saberlo me provoca sorpresa, incredulidad, asombro, inquietud, algo de alivio y cierto temor. 




*Hace ocho años, el coche que tenía se paró en medio de una carretera y dijo: «ya no funciono más». No me enfadé porque tenía medio millón de kilómetros y entendí perfectamente que se rindiera. Cuando me puse a buscar coche en internet, encontré uno que me gustaba en Getafe, llamé a preguntar y el obsequioso vendedor me dijo: ¿el coche azul apolo? Ocho años llevo con ese coche y todavía no sé que es el azul apolo. 


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domingo, 11 de junio de 2023

Breve. Abrir ventanas, sacudir sábanas, un tiempo nuevo.

“I grew up in a house full of things, mum. Right, I grew up with you in a home where there are things everywhere in this house. Old things, everything has a story, that's what I value. My fear is that I wake up with all those beautiful stories around me and I don't have one of my own”. (Jason Reynolds en su podcast My mother made me).


Mayo y junio son, para mí, los peores meses del año: llega la primavera, los días son eternos, en Madrid suele hacer un calor insoportable y estoy tan cansada que solo quiero llorar mientras me enfrento a la ciudad. Esto es algo que me pasa desde siempre. De niña, en mayo empezaba a soñar con marcharnos y atosigaba a mi madre con preguntas: ¿Cuándo nos vamos a Los Molinos? ¿Nos vamos ya? ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo? Mi madre siempre decía que todavía no podíamos irnos, que había cosas que hacer: la renta, guardar la plata, recoger las alfombras y otra serie de tareas que a mí me parecían una tortura, obstáculos que había que sortear para conseguir salir de la ciudad y que no entendía que no acometíeramos en dos días para después poder salir huyendo. Cuando crecí, me fui de casa, la renta podía hacerse dando a “aceptar” y no tenía plata que guardar ni alfombras que limpiar, me acorralaba a mí misma: ¿Cuándo podemos irnos a Los Molinos? ¿Cuándo, cuándo, cuándo? Había que esperar a que las niñas terminaran el colegio, el campamento, cualquier otra cosa así. Más tortura. 


Este año ya llevo una semana aquí para pasar lo que un antiguo jefe llamaba mi “veraneo franquista” y para mí es sencillamente la vida que quiero llevar. Cada año las sensaciones son las mismas. Desembarco aquí con poca ropa (la de verano está toda en esta casa) pero con mil bolsas llenas de libros, cuadernos, zapatillas, más libros, mis plumas, el ordenador, todo lo que creo que voy a necesitar, todo lo que me vaya a hacer sentir bien. No quiero tener que pisar Madrid más que para ir a trabajar. Llego con todos mis trastos y me instalo. Siempre me imagino como en las películas de ricos cuando se trasladan a una casa de verano o las de americanos que llegan a la Provenza o la Toscana, abriendo ventanas, ventilando camas, admirando el paisaje. 


Para mí ni la casa ni el paisaje son nuevos: los conozco como la palma de mi mano. Pero cuando llego para instalarme, en esta época, quiero correr por toda ella, mirando en todos los cuartos, sorprendiéndome de que todo siga igual,  de que todo esté en su sitio, de que nada haya cambiado. Preparar el porche, colocar los muebles, los toldos, sacar los cojines, las butacas del jardín, las lámparas, preparar la mesa de la zona de la cocina para poder hacer todas las comidas fuera… todo ese ritual marca mi llegada a un tiempo nuevo, a una rutina diferente a la que llevo en Madrid, a una época mejor, a un tiempo nuevo, a meses por delante para estrenar, para llenar de calma. Desde que soy adulta nunca es así: el tiempo infinito ya no existe, siempre lo ves con un principio y un final; pero a pesar de ello recupero por unas horas lo que sentía de niña, cuando llegábamos y ante nosotros se extendía la eternidad de los meses de verano cuyo inicio se marcaba con la compra de los dos pares de zapatillas camping para pasar los interminables días de verano montando en bici por los caminos de tierra del pueblo. 


Mis veranos de infancia empezaban con el desayuno siempre a las 10 de la mañana. Mi madre tocaba una campana desde el pie de la escalera y nos obligaba a levantarnos. Después se abría el infinito de las horas antes de comer que había que llenar con amigos, paseos, piscina y aburrimiento. Tras la comida, siempre en el jardín, la pelea por el turno de recogida de mesa y cocina y luego la siesta eterna que no acababa nunca, que deseábamos que terminara cuanto antes para poder volver a los paseos, las bicis, las piscinas. De niños, muy niños, después nos cambiaban de ropa para que no fuéramos todo el día hechos unos pintas; luego ya eso se pasó y el traje de baño y una camiseta mugrienta era el uniforme día tras día. Si mi madre se descuidaba era siempre el mismo bañador y la misma camiseta. 


Hoy he ordenado mi mesa de trabajo aquí. Hemos hecho mudanza de cuartos y he podido montarme una mesa para mi ordenador, mis cuadernos y mis plumas. He cortado flores y las he puesto en tres pequeños jarrones en una esquina de la mesa. He colocado los libros que quiero leer y he sacado a los perros a dar un pequeño paseo. Peleo por esas rutinas, esas historias que cuelgan de los hábitos que mi madre nos creó cuando éramos pequeños y que intento transmitir a mis hijas. No lo consigo. Ellas adoran Madrid. Para ellas es la ciudad más maravillosa del mundo y ni el calor ni el asfalto ni la gente las empujan a salir de allí. 


Cada verano llego con esa ilusión: rescatar la rutina de mis veranos de infancia y adolescencia, recuperar todas esas sensaciones que no son ni nuevas ni emocionantes ni  especiales; son solo lo que necesito: tranquilidad, arraigo y soporte. Son casa. Cada año llego con la vaga ilusión, casi con el autoengaño, de creer que todos los compromisos, tropiezos, lastres que arrastro en Madrid han quedado atrás, en la autopista, justo a la salida de la ciudad, abandonados en un arcén. Abro la ventana de mi cuarto, veo el jardín, las montañas, escucho el silencio y creo que me he librado, que estoy liberada, que esta vez sí el verano será tranquilo, largo y, con suerte, aburrido; con cientos de horas para llenar con pereza y desgana, desde la tensión baja, los pies descalzos y el helado a deshoras. 


“My fear is that I wake up with all those beautiful stories around me and I don't have one of my own”. Mi miedo es que estas sensaciones de verano, de veraneo, de tiempo a estrenar, blanco, brillante y perezoso se pierdan. Me agobia pensar que no lo he hecho bien, que no he sido capaz de transmitirlo, pero cada año lo intento de nuevo. Quizá ocurra como con las verduras o el orden y, a fuerza de darles el coñazo, acaben descubriendo el lujo de este tiempo por delante, la seguridad de tener un lugar en el que todo sigue igual, en el que todo es seguro, confortable, conocido. Un sitio, un hogar lleno de objetos que cuentan una historia, la tuya y la de los que estuvieron antes, la tuya antes de que fueras el que eres ahora. 


Pienso todo mientras ordeno mis libros, coloco las flores en los jarrones, cargo las plumas y escucho los pájaros y el silencio del jardín. Abro el armario y saco mis birkenstock. Ahora mis veranos no empiezan comprando unas camping, pero las sensaciones son las mismas que entonces.

Hasta tengo el mismo número.


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domingo, 14 de mayo de 2023

130 metros

Otra de las cosas con respecto a tener hijos en las que no piensas hasta que te pasan es que, en algún momento, vas a liberarte del colegio por segunda vez. Yo me he liberado esta semana: ¡adiós, au revoir, arrivederci, bye, auf Wiedersehen, colegio! ¡Qué gusto! En mi caso empecé a desentenderme del colegio en septiembre, cuando decidí que no pensaba ir a ninguna reunión. En enero o así fue la última vez que miré la aplicación esa del demonio por la que te comunican las veces que tu hija ha llegado tarde o si se ha portado mal o si ha hecho los deberes. Me liberé aún más cuando vi que Clara tenía el curso encarrilado y que segundo de bachillerato estaba hecho; pero el otro día, el viernes, mientras asistía a la ceremonia de graduación, pensé: no más colegio, no más libros de texto, no más circulares, ni charlas, ni extraescolares, ni nada de nada. 


¡Adiós, au revoir, arrivederci, bye, auf Wiedersehen, colegio! 


No soy una gran fan de los colegios. Pero hay un escenario aún más terrorífico que un colegio y es eso que llaman homeschooling: antes me tiro por un puente o me hago del grupo religioso de Tamara Falcó que enseñar a mis hijas en casa. Al colegio hay que ir y es necesario, pero cuando me refiero a que no soy una gran fan es que no he desarrollado por los dos más presentes en mi vida, el mío y el de mis hijas, el más mínimo sentimiento de cariño o pertenencia. Durante doce años asistí al colegio al que me mandaron mis padres: de monjas, solo niñas y concertado, lo que se hacía en la época. No lo pasé ni especialmente bien ni especialmente mal. Como decía Bartleby, la mayor parte de los días “preferiría no haber ido”. No he vuelto más que por un par de compromisos familiares; y cuando me persiguieron por todas las redes sociales para algún tipo de conmemoración de la promoción contesté que no por tierra, mar y aire. ¿Hice amigas? Sí. ¿Me divertí con ellas? Sí. ¿Mantuve la amistad? Más o menos hasta hace ocho años, momento en el que les deseé a todas la mejor de las suertes y me despedí para siempre sin rencor, sin amargura y sin dolor. Como escribí entonces: 


«Seamos sinceras. Si no existiera whatsapp hace tiempo que nos hubiéramos perdido la pista completamente. Las niñas que fuimos compartían colegio, rutinas, preocupaciones, cambios hormonales, opiniones e ideas que ni siquiera eran propias, sino del grupo. Las mujeres que somos no compartimos nada; ni espacio físico, ni rutina, ni opiniones y, lo que es peor o para mí lo es y me ha llevado a dar este paso: no compartimos inquietudes ni intereses. De hecho, hemos tensado tanto la cuerda que sé que mis inquietudes os parecen ciencia ficción o directamente locuras, y yo ni siquiera creo que vosotras tengáis inquietudes. No, lo peor no es eso. Lo peor es que nos juzgamos mutuamente. Nada de lo que yo hago, digo o pienso os parece bien y, a mí, casi cualquier cosa que hacéis, decís o pensáis me saca de mis casillas. Esto no tiene sentido. Me siento como si hubiéramos tomado caminos opuestos desde un mismo cruce. Vosotras vais en una dirección y yo en otra. Nos gritamos cosas para no perdernos de vista pero cuanto más nos gritamos para no perder el contacto, más nos alejamos y más nos encabronamos. ¿Qué sentido tiene? Ninguno. Dejemos de fingir. Hoy es el día en que dejo de mirar en vuestra dirección, dejo de gritar, dejo de juzgar y de sentirme juzgada. El otro día me hubiera hecho falta un icono de portazo en el whatsapp; hoy ya solo digo "Os deseo lo mejor. Hasta la vista".»


A 130 metros del portal de mi casa está el colegio de mis hijas. Recuerdo cómo, en una de las primeras visitas al barrio, aquella Ana jovenzuela fantaseó con que sus hijas fueran al colegio ahí, pegado a casa, si es que comprábamos aquel piso que íbamos a ver.  Al final esa fantasía se cumplió. Pero ayer, mientras escuchaba halagos de padres, profesores y alumnos hacia el colegio, pensaba que yo no estaba especialmente orgullosa de la elección. ¿Qué ha sido lo mejor de este colegio? Esos 130 metros. Cuando alguien me pregunta cuál es el mejor colegio para sus hijos siempre digo lo mismo: el que esté más cerca. Así elegí yo, por proximidad y por necesidad. Hace 17 años, cuando María entró en el colegio y era una caja de alergias explosiva (breve enumeración de todo lo que no podía comer: huevo, ternera, garbanzos, pescado, patata, frutos secos, melocotón, lentejas y alguna cosa más que ya he olvidado, a lo que luego sumó celiaquía) no había tres millones de menús adaptados en los colegios, así que la única opción era que comiera en casa y, por tanto, el mejor colegio era el que estuviera más cerca. 


¿Me gustaban más cosas del colegio? Sí: el uniforme. ¿Me gustaba que fuera de monjas? No. ¿Soy una persona religiosa? Nada. ¿Creo que estudiar religión es malo? No. ¿Coincido con el ideario del colegio? Tampoco. ¿Eso me parece pertinente? Pues tengo la opinión de que en el colegio se enseña y en casa se educa, así que me da un poco igual. Mis hijas tienen ideas políticas, sociales y culturales nada alineadas con el colegio y eso me parece requetebién. Han estado expuestas a esas ideas y no les han gustado, no las comparten. Bien por ellas. ¿Recomendaría el colegio? Pues solo si vives en un radio de 500 metros. ¿Les ha dado una buena enseñanza? Pues bueno, es un colegio bastante mejor en infantil y primaria que en la ESO, que es un desastre. A mis hijas les pilló un bachillerato pandémico y postpandémico que ha interferido en los estudios, pero las dos han salido bien. ¿Tendría que haber elegido otro? Pues a lo mejor, pero ya está hecho.  No pretendo que nadie comparta mis ideas con respecto al colegio y la educación, pero necesitaba hacer esta reflexión: reconocer que ese colegio a mí como madre no me ha aportado ninguna satisfacción. Tampoco sé si debía hacerlo, la verdad, y que quizá podría haberlo hecho mejor. Pero ya está. Ya ha terminado para siempre. 


No sé qué relación van a tener mis hijas con su colegio ni con los amigos que han hecho en estos años. Ahora mismo, ellas están todavía en el rebufo de sus años escolares, el peso de lo que han significado para ellas es todavía muy determinante y esos 130 metros les impiden coger distancia. Cuando has vivido tan cerca del colegio toda tu vida se desarrolla en tu barrio, todos tus amigos, o la mayoría, son de la zona y quizás por eso ellas mantengan siempre una relación especial con su colegio y con las amistades que han hecho. O a lo mejor no, a lo mejor dentro de unos años cuando hayan conocido otras calles, otras distancias, otros amigos, soltarán esas amistades y el anclaje al barrio y soltarán esos 130 metros y lo que significan. ¿Tendrán nostalgia? No lo sé. Puede que mi incapacidad para amar o coger cariño a los colegios no tenga por qué ser hereditaria. 


Adiós colegio. Estuvo bien mientras duró, quizás no eras la mejor elección pero esos 130 metros siempre te hicieron atractivo ¿Cuántos madrugones se han ahorrado mis hijas? 


Hasta siempre.


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domingo, 9 de abril de 2023

Una semana más


Nos damos una semana de plazo y ya está. Yo no puedo más.


Tuve que girarme para ver quién estaba pronunciando esa frase que bien sabía no se refería a una reforma, ni a una discusión laboral ni siquiera de amistad o familiar. Era una frase de divorcio. Estaban sentados en un banco del parque, en el centro del pueblo, al caer la tarde, justo en ese intervalo entre el final de la siesta y el comienzo del “vamos a tomar algo” en el que la gente sale de casa por eso de no quedarse en ella. Me giré y casi vi la frase flotando entre ellos, como un bocadillo en un tebeo. Su significado llevaría, sin embargo, mucho tiempo entre ellos, metido en su cama, entre las sábanas, en sus «que tengas un buen día» y sus «¿qué tal hoy en el trabajo?», entre sus whatsapp de logística familiar, sus comidas en casa, con su hija, y sus planes de vacaciones. La niña corría por el parque, pegado al río, uno de los últimos lugares del pueblo en el que da el sol justo antes de esconderse detrás de las montañas. Fui rápida en el giro porque, a pesar de estar en medio del pueblo, era un momento de intimidad desbocada. Ella, morena, lloraba dándole la espalda a él. Él miraba al infinito como si la frase no fuera con él, como si le sorprendiera que ella se hubiera atrevido a poner palabras a la nube con la que él ya se había acostumbrado a vivir. ¿Por qué había tenido que darle volumen, presencia? ¿Por qué no la había dejado ahí, flotando, ignorándola, si ya se habían acostumbrado a vivir con ella? ¿Por qué ahora? ¿Por qué en vacaciones? ¿Y si la ignoraba? 


«A la gente le horroriza el cáncer, tan invisible y silencioso, y la ruptura de algunas parejas que nunca se han mostrado hostilidad públicamente. Parecían muy felices, dicen, porque la idea de que la muerte pueda no dar ninguna señal de que se está acercando nos hace sospechar que ya está aquí». 
(Despojos, Rachel Cusk)


Hasta que no te divorcias no sabes cómo se hace. Nadie sabe cómo se hace o cómo se llega a él hasta que está atravesando ese momento. «Fulanito y Menganita se divorcian». A los demás, a los externos, casi siempre les sorprende lo repentino de la decisión, se creen que ha sido un arrebato, una decisión repentina tomada sin pensar. Cuando eres tú el que estás ahí te das cuenta de que a la decisión de divorciarse se llega después de recorrer meses o años de dudas, inseguridades y autoengaño. El que ha pasado por ahí sabe de qué hablo. «Cuando tengamos casa será mejor». «Cuando los niños sean mayores irá mejor». «Nos adaptaremos». Y así un millón de hitos temporales más que, cuando llegan, no arreglan ni cambian nada. Entonces, con la seguridad de que no hay mejora posible, uno empieza a pensar en el mejor momento para hablarlo y descubre pronto que no hay un mejor momento, que todos son malos y que todos dan muchísimo miedo. ¿Qué le pasó a la pareja del banco? Que el mejor momento ya no podía esperar más y se manifestó en un parque, en un pueblo de montaña, en medio de las vacaciones mientras el sol les daba en la cara y les permitía esconder las lágrimas bajo las gafas de sol. 


«Como he dicho antes, el paso decisivo es el que media entre no imaginar algo en absoluto y considerarlo imposible. Una vez que lo has considerado imposible, solo hay un corto trecho hasta que te parece posible, luego probable, luego seguro». 
(Vidas paralelas. Cinco matrimonios victorianos. Phyllis Rose)


Me fui a comprar quesos y pan y al volver hacia el coche volví a verlos. Ella ya no le daba la espalda, le consolaba mientras la hija se acercaba a ellos sin saber qué ocurría pero sintiendo que algo estaba ocurriendo. Se abrazaron. Explotar la nube provoca ese efecto. La tensión acumulada se convierte, por un tiempo, en un coletazo de cariño retrospectivo porque la visión del abismo que abre la frase «Nos damos una semana de plazo y ya está. Yo no puedo más», hace que el pasado compartido se convierta en un lugar seguro. En la cabaña se estaba incómodo pero salir al bosque oscuro y desconocido es terrorífico. 


MIentras se consolaban con más cariño del que, seguramente, se habían manifestado en los últimos tiempos pensé que, a lo mejor, esa noche, hacían el amor de consolación, un polvo de consuelo en los rescoldos de la culpa, la pena y la culpabilidad por no haber sabido o no haber podido seguir adelante. A lo mejor en el calor de esas cenizas decidieron darse una última oportunidad, alguna semana más. No lo sé, no tengo ni idea; todo esto lo pensé mientras me alejaba hacia el coche, llegaba a casa y continuaba leyendo Vidas paralelas, la historia de cinco matrimonios victorianos escrita por Phyllis Rose. Cada uno de ellos tiene un problema, solo alguno es feliz, pero todos (excepto el de John Rushkin, que se negó a consumar porque el cuerpo de su mujer no era como lo había imaginado) se parecen a los matrimonios de ahora con sus miserias, sus enormes expectativas y los problemas para encajar la realidad del día a día en el ideal en que querríamos vivir. 


Hasta que te divorcias no sabes cómo duele. Tras pasar por ello eres capaz de ver su rastro en cualquier otra pareja. 


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jueves, 23 de marzo de 2023

Breve. Relojes en Ciudad de México


En mi reloj de pulsera (dios mío, esta expresión me ha hecho pensar en 1950 y en llevar guantes de cabritilla) son las cuatro menos cinco de la mañana. En el reloj de mi ordenador son casi las nueve de la noche. Intento mantenerme despierta mientras contestando mails de gente que ahora mismo está durmiendo y que me contestará cuando yo, ojalá, esté soñando con vacaciones o con la jubilación. Si hoy es miércoles (¿o ya es jueves?), esto es Ciudad de México y llevo aquí casi veinticuatro horas. Hace cuarenta y ocho estaba en París. 


Hace justo veinticinco años que viene a Ciudad de México por primera vez. Mi padre había muerto cinco meses antes y uno de sus mejores amigos, que vivía aquí y no había podido estar ni en el entierro ni en el funeral, no se muy bien cómo (todavía no me lo explico) convenció a mi madre para que, en aquel momento en que debía de estar enloquecida de dolor y de duelo, nos metiéramos los cinco en un avión y viniéramos a pasar la Semana Santa. Estábamos los cinco en nuestro año del pensamiento mágico, en ese limbo de vida  por la que transitas cuando sufres una pérdida cercana e inesperada que te deja en un estado de irrealidad. Te sorprende seguir vivo. Respiras, trabajas, estudias, te duchas, te vistes, sales, hablas, eres funcional pero te sientes transparente, ligero. Mejor dicho: te parece que estás interpretando un papel, que en algún momento podrás dejar de fingir y volver a la vida real, a esa en la que no te faltaba nada y todo era fácil y no dolía ninguna ausencia. Ayer cuando me recogieron en el aeropuerto era noche cerrada y viniendo al hotel casi no podía ver nada de la ciudad, pero me sorprendió la nitidez de mis recuerdos de aquel viaje. Nos podía ver llegando al aeropuerto, esperando las maletas, resignándonos al hecho de que la maleta de mi hermana se había perdido (apareció cuando estábamos de vuelta en Madrid), paseando por el Zócalo, yendo a un mercadillo tradicional, asustándonos por el tráfico, saliendo por la noche con otro amigo que teníamos aquí y con el que acabamos tomando tequila con unos mariachis que llevaban pistola… y otras muchas pinceladas así, como flashes. ¿Qué recuerdo del resto de aquel año? Borracheras y un cuaderno de tapas negras lleno de letra diminuta en el que escribía por las noches con desesperación. Aquel cuaderno es el germen de todo lo que he escrito después. Lo guardo pero nunca lo he releído. No creo que lo haga nunca. 


«A single sentence can trigger more memories of the day than what it says. Journals are like time machines, and I´d never have found it if it were on a floppy disc or  CD and I´d never have read it if it were in the cloud. What seems bland when you write it down "Dreary weather my feet froze, I got a flat a mile away adn walked home will seem epic in thirty years» Grant Petersen

«Ana, le he pedido a los Reyes un ticket para ir a París contigo». Mi sobrino es un demonio pero cuando quiere, como todos los demonios, es lo más adorable que te puedes encontrar. Es un truhán pelirrojo capaz de engatusar a cualquiera y claro, los Reyes le trajeron un ticket a París conmigo, sus primas y su madre (mi hermana). ¿Y qué tal París? Pues muy bien. Me he pasado años diciendo: «París es bonito pero a mí no me acaba de convencer» y llega París y me ha dicho: «A ver, listilla, ¿qué tonterías dices?» y claro, me he enamorado. No he visitado nada que no hubiera visto antes en mis muchas visitas anteriores, había protestas, mucha basura y trillones de turistas. ¿Qué ha pasado esta vez? Quizá ha sido por la compañía o por el asombro y el disfrute de mis hijas y mi sobrino al encontrarse la ciudad. A lo mejor ha sido la edad, la sensación, que ya comenté el verano pasado en el viaje a Washington, de «ya nunca más». Nunca más podré volver a París con mis hijas por primera vez, quizá no pueda volver nunca más con ellas porque sus vidas irán por otro lado, porque no conseguiremos cuadrar agendas o por cualquier otro motivo que ahora no soy capaz de imaginar. Caminando por la calles parisinas hablando de «La Nueve» o de Luis XVI o  sobre por qué preferiríamos vivir en el Barrio Latino a Montmartre, pensaba en la improbabilidad estadística que ese viaje, ese momento, era. He caminado más despacio que ellos, solo para poder verlos, para quedarme con su imagen. Ayer pensaba si ellas, si mi sobrino, se acordarán de esos días. Por si acaso, y como siempre en los últimos años, he escrito un diario de viaje para tenerlo ahí. Si hace cinco, diez o veinticinco años me hubieran dicho que iba a tener una hija cuyo máximo deseo en su primer viaje a París iba a ser visitar la tumba de Rousseau no me lo hubiera creído. Es más: me hubiera apostado una mano (o tres dedos, para no exagerar) a que eso era imposible. Otra cosa que he aprendido con la edad es a no apostar manos para nada. Ahora mismo mi respuesta más habitual a «no te vas a creer» es siempre: «me creo cualquier cosa». Hace unos años hubiera sido: «ni de coña». 

Hablando de manos y dedos cortados: En el avión ayer vi Almas en pena en Inisherin. No me gustó, me pareció incomprensible y no me creí nada. Dos amigos dejan de ser amigos porque uno de ellos decide que el otro le aburre. Hasta aquí todo bien, que levante la mano quien no tenga un amigo que le aburre o, si es muy valiente, que le aburrió en su día y decidió dejar de hablar con él. Todos hemos pasado por eso. Lo que no tiene ni pies ni cabeza es que el amigo que quiere dejar la amistad, ante la insistencia del otro para que le explique qué ha pasado, le diga: eres aburrido y como me vuelvas a hablar me corto los dedos de la mano. La idea es, ya de por sí, cuando menos risible; pero cuando, además, el tipo que con lo único que disfruta en la vida es tocando el violín es que ya no tiene ni pies ni cabeza. Entre eso y que es una película que transcurre en Irlanda y en la que solo llueve en dos escenas, no hay manera de creerse nada. Por cierto: con la visita guiada en París me enteré de que en la capital gala solo tienen 60 o 70 días al año de cielo azul. ¡Qué envidia me dan! 


Hoy he desayunado en el hotel un café infecto, un bol de fruta con yogur en el que he echado dos tipos de fruta que no he sido capaz de identificar y una tostada de pan de molde que picaba.  He comido sopa de tortilla y pollo con mole verde. Aquí hay pocas mujeres que se hayan dejado el pelo blanco. Las jacarandas ya están en flor y durante casi tres horas he perdido el móvil. 


Leo en una de las tropecientas newsletters que recibo que lo primero que hay que hacer para escribir una es tener un plan y un calendario fijado. He dejado de leer ahí. 

El reloj que me regaló mi padre cuando terminé la carrera y que llevo en la muñeca derecha suena cuando tecleo y golpea el mármol de la mesa de mi habitación. Marca las cinco de la mañana en Madrid. Son las diez de la noche en Ciudad de México, ya me puedo ir a dormir.

miércoles, 15 de marzo de 2023

Breve. De museos, pintores y perros

«Tenías razón, no sé como decirte esto pero te mereces estar con alguien que no sea un tonto como yo. XXX»
— Pues mira esa dedicatoria y en ese libro. Sea quien sea ella está mejor sin ese pazguato.
— Y te cuento que ayer vendí en 5 minutos un libro de recetas para perros. 5 €.
— ¿Recetas para perros? La gente es idiota. El otro día una policía local me contó que su marido estaba con una zoonosis.
— ¿Una qué?
— Una enfermedad de esas que coges de los animales. ¿Por qué? Porque la gente es imbécil y ahora resulta que a los animales hay que tratarlos como a personas. Yo qué sé: sentarlos a la mesa, que chupen tu plato… y claro, te pones malo.
Me hubiera quedado allí, haciendo como que ojeaba libros mientras escuchaba a los dos libreros de la Cuesta de Moyano compartir cotilleos y chascarrillos. Me marché y, lo que es más impresionante, recorrí todos los puestos sin comprar nada. Todo un logro, aunque claro, antes en el Thyssen había comprado Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, y en una tiendecita un par de pendientes. ¡Qué difícil es ahorrar!
En el desayuno del jueves terminé de leer el The New Yorker del 16 de enero. Al final de cada revista viene la crítica de arte, la de teatro y la de cine. La de arte antes la leía siempre porque Peter Schjeldahl, su mítico crítico, me encantaba; pero murió hace unos meses a los 80 años. En 2019 le diagnosticaron un cáncer de pulmón y le dieron un año de vida pero aguantó casi cuatro. Cuando se enteró de su enfermedad escribió The Art of Dying, un ensayo maravilloso sobre su vida y sobre cómo había llegado a escribir en The New Yorker. Una de esas vidas que yo creo que ya no ocurren.
«Twenty-some years ago, I got a Guggenheim grant to write a memoir. I ended up using most of the money to buy a garden tractor. I failed for a number of reasons.
I don’t feel interesting».
Me disperso. El otro día en el desayuno no leí la crítica de arte pero sí la de teatro porque hablaban de una obra basada en Mi vecino Totoro. Doblé una esquina con esta frase:
«Totoro message is "naps"; his message is "rain is wonderful"; his message is "cry a little"; his message is "fly"»
Maravilla.
En 1995 viajé a Nueva York por primera vez. Me llevó mi tío Ramón y nunca podré agradecérselo bastante. Aparte de todo lo obvio y de cosas que ya no se pueden hacer como volar en helicóptero entre las Torres Gemelas, recuerdo con especial cariño la visita a la Frick Collection en la Quinta Avenida. Por aquel entonces no sabía quién era Frick ni apenas nada de cómo los grandes magnates americanos de finales del siglo XIX se enamoraron del arte español y lo expoliaron para decorar sus mansiones. Años después leí Buscadores de belleza, un libro que siempre recomiendo para conocer la historia de estos coleccionistas, y en él conocí a Frick y se me quedó grabada en la memoria la trágica muerte de su hija Martha, que murió a los cinco años a causa de la infección provocada por un alfiler que se había tragado cuatro años antes. En 2002 volví a Nueva York y arrastré al Ingeniero a la Frick Collection. El paseo por el palacete de ricos admirando la impresionante colección de arte de los millonarios es una experiencia que recomiendo a todo el que viaje allí. Todo este preámbulo viene a cuento porque el Museo del Prado acaba de inaugurar una exposición (es sólo una sala) con nueve obras de la Frick Collection que exhiben emparejadas con otras obras del propio museo.

El sábado por la mañana, entre hordas de gente que van al Prado como el que va a tomarse el aperitivo y con un retumbar de voces insoportable, intenté concentrarme en los cuadros. Los que más me gustaron fueron el retrato de Felipe IV vestido de campaña, de Velázquez, y los retratos de Goya. Lo de vestido de campaña me encanta: el rey lleva una capa/casaca de un color rojizo con ornamentos plateados que deja cristalino que Felipe IV estaba tan cerca de la campaña como podría estarlo yo. Tiene la pinta de tu amigo que siempre dice «¿Arreglarme? Que va, me he puesto lo primero que he pillado». El retrato es impresionante y solo él merece la visita a la cámara de eco que es la sala del museo. De Goya me quedo con el retrato del Duque de Osuna, un tipo bonachón al que se nota que Goya tenía simpatía. Es tan rara la sensación de estar ante un retrato que Goya pintó sonriendo que me quedé un buen rato contemplándolo. Goya es un pintor al que reconozco el genio y la maestría pero no me gusta. Sus cuadros siempre me son antipáticos, hostiles; por eso este retrato, con un original tono azulado, me sorprendió tanto. Fue como descubrir que tu amigo el más cascarrabias de todos tiene un punto débil de ternura y cariño.

«Mira cómo molo, soy Murillo, ¿qué quieres que te pinte?». A mis cincuenta años descubro que Bartolomé Esteban Murillo no se parecía en nada a la imagen que yo tenía de él. Supongo que, basándome en sus beatíficas vírgenes y sus traviesos niños callejeros, me lo había imaginado como un amable señor, sonriente, complaciente, casi como un precursor de Papá Noel, una especie de Papá Pitufo del Barroco. Mi sorpresa al encontrarlo en el autorretrato de la Frick fue total: Murillo Rock Star. Posa apoyando el brazo derecho en un óvalo de piedra, melena larga, cejas perfectamente delineadas y mirada de «Soy Murillo, ¿qué pasa? ¿Qué quieres que te pinte?»

Paseando por el Prado, intentando huir de los gritos y las conversaciones de bar, llegamos a salas más vacías y allí me encuentro
Un chiquillo sentado, de Víctor Manzano. Me quedo un rato mirando su rostro. No sé si ese niño sabía leer, si es solo pose, si es un modelo o es imaginario, pero lo que el pintor ha clavado es la expresión de: «¿qué quieres? ¿no ves que estoy leyendo?». Me reconozco en esa mirada de hastío e impaciencia que quiere decir «termina ya que quiero seguir».
Al día siguiente fui al Thyssen, a la exposición de Lucien Freud. Mismas conversaciones en el mismo tono con el que se habla en una terraza con vistas a la Gran Vía. Me desespero. Fantaseo con el propio Freud paseando por la sala, como un gigante, exigiendo silencio reverencial jalonado solo de murmullos. No sé cuánto medía el bueno de Lucien pero es inevitable imaginártelo alto, muy alto. Puede ser que esta idea venga del punto de vista que usa en la mayoría de sus retratos, que es un punto de vista muy alto. En una de las paredes de la sala hay una cita que dice: «Habitación libre fue la última pintura en la que estaba sentado. Cuando me puse de pie, ya no volví a sentarme nunca más». En realidad en esa pintura él ya mira desde arriba, tanto como pintor como como personaje de la propia obra. En mi opinión de lega, creo que Freud estaba cómodo mirando desde arriba a todo el mundo. Sus retratos son siempre desde arriba, desde muy arriba aplastando a sus retratados tanto si eran amantes, amigos, hijos, magnates, poderosos de cualquier campo, oteando desde su atalaya de poder. Me gusta más Freud que Goya (perdón) pero los dos me caen fatal y me alegro de no haber coincidido con ellos en el espacio y el tiempo. Saliendo de la exposición me acuerdo de Murillo, y pienso que el británico va más a un “cómo molo: soy Freud, dime cómo quieres que te pinte y ya veré si me apetece hacerlo, si te concedo el honor”.

Vuelvo a casa caminando. En la puerta de una pastelería hay gente haciendo cola para comprar pan. En la puerta un perro pequeño, blanco, feísimo, con la misma cara de antipático que Freud pero al que yo miro desde arriba, llama mi atención. ¿Qué es eso que lleva en el cuello? ¡Un collar de perlas falsas! Busco a Paris Hilton pero no, el perro se sube al bolso pijo de un venerable señor con una barra de pan bajo el brazo. Quizás esta es la pinta que tiene alguien que compra un libro de recetas para perros.


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