domingo, 24 de diciembre de 2023

La misma Nochebuena


«No obstante, cuando me siento en la cama y me quito las medias y masajeo mis pies de cincuenta y dos años, caigo en la cuenta de que yo también he hecho justo lo que menos quería hacer. Les he dado a mis hijos los dos regalos más crueles: la experiencia de una felicidad familiar perfecta y la absoluta certeza de que tarde o temprano se acaba» 

Un amor cualquiera. Jane Smiley. 

 La semana pasada terminé esta novela. Apunté esta frase que me ha estado rondando por la cabeza y que hoy, víspera de Navidad, resuena aún más. Llevo 50 años cenando en Nochebuena con la misma gente (menos los dos años de pandemia de los que ya nadie se acuerda), mi madre lleva 75 y mis hijas 18 y 20. Cuando yo era pequeña íbamos a cenar a casa de mis abuelos maternos. Todas las navidades, en algún momento especialmente emocional, vuelvo mentalmente a estar sentada en la parte trasera del «131» de mi padre, con un vestido a juego con el de mi hermana, atravesando Madrid mientras descubrimos las luces navideñas de camino a casa de mis abuelos. Recuerdo cómo me sentía, cómo pensaba que tenía muchísima suerte y que no había un sitio mejor en el mundo para estar en ese momento que ese coche, ese momento, esa familia. Cuando mis abuelos murieron, hace ya casi treinta y cinco años, mi madre y sus hermanos decidieron que seguiríamos cenando todos juntos en Nochebuena, pero cada año sería en casa de uno de ellos. 

 Este año toca aquí, en esta casa. Las mesas ya están colocadas por todo el salón; hay que sentar a 30 personas que hablan alto, que se quieren, que cuentan chistes y que, después de cenar, cantarán villancicos y competirán en juegos de ingenio con premios maravillosos como el panettone de 1 euro del AhorraMás. La casa huele a consomé, lombarda, tartaletas de manzana,  horno caliente; y suena a bandejas, copas y cubiertos chocando entre ellos mientras ponemos la mesa siguiendo las estrictas instrucciones de mi madre. Se queja todo el tiempo pero es incapaz de delegar. Mejor dicho: es incapaz de confiar. Ayer preparé una crema de pimientos, zanahoria y cebolla y me sentí más juzgada que si hubiera estado en Master Chef. Me quedan horas de cortar fruta, preparar aperitivos, colocar bandejas, preparar bebidas, ultimar adornos, aguantar reproches, esquivar discusiones y reírme a carcajadas con mis hermanos y mis hijas. Luego vendrá la hora valle, esas horas muy cortas que transcurren entre que todo esté preparado y empiecen a llegar los invitados. Entrarán todos por la puerta de la cocina, gritando que hace mucho frío, que dónde dejan los abrigos y protestarán cuando les hagamos sacar un número de una bolsa que se corresponderá con el sitio en el que les toca sentarse en la mesa. Mis hermanos y yo apenas cenaremos, nos levantaremos continuamente a la cocina retirando piezas de vajilla sucias, rellenando fuentes, trayendo el siguiente plato, buscando un poco más de pan, de vino, de salsa, quizás hasta un salero porque alguien habrá insinuado que la lombarda está sosa o que con la carne quiere un poco de pimienta. Al terminar la cena recogeremos las mesas, plegaremos algunas de las que nos han prestado y cantaremos villancicos. Siempre los mismos, los clásicos de siempre con incorporaciones que los más jóvenes aportan cada año. Mi sobrino Pablo, este año, ha aprendido “We wish you a merry Christmas” en lenguaje de signos y sospecho que lo interpretará como poco media docena de veces. Llegarán después los juegos. Este año, aparte de nuestros clásicos, he preparado uno especial. Hace un mes pedí a todos mis familiares que me enviaran historias propias que nadie conociera, ni sus parejas ni sus hijos. Hubo protestas en el chat familiar: «eso es imposible», «nos las sabemos todas», «no se me ocurre nada». No les hice ni caso y durante semanas he tenido un goteo continuo de historias a cual mejor. Las risas van a ser espectaculares y lo que es aún mejor, nos servirán para aumentar el acervo familiar de anécdotas. Historias recurrentes que añadiremos a la lista interminable que repetimos cada vez que nos juntamos. Tomaremos vino, cerveza, champán y alguna copa. Seguro que vodka: desde que mi prima María llegó de Krasnoyarsk hace ya 18 años, cada año hay chupitos de vodka y alguien pone la voz de Val Kilmer en El Santo: «Camaradas, compatriotas, rusos todos». Pasarán las horas, seguiremos charlando hasta que alguien anuncie que son las mil y empiece el desfile y entonces nos quedaremos los que vivimos aquí. Comenzará entonces el zafarrancho para intentar dejar todo lo más recogido posible porque somos de la filosofía de “mejor acostarte tarde y reventado pero con la casa recogida a irte a la cama y a la mañana siguiente levantarte y enfrentarte al caos”.

La certeza de que todo ocurrirá así me parece maravillosa. Como decía Robert Kincaid en «En un universo de ambigüedad, este tipo de certeza llega solo una vez y nunca más, sin importar cuántas vidas viva». Hace años pensaba en esta frase en relación a enamorarse pero la recordé ayer, unida a la frase de Jane Smiley. En las próximas horas mis hijas andarán intentando escaquearse de encargarse del turrón, las bebidas o el hielo; pasarán vergüenza ajena en algún momento y protestarán cuando les lance mi mirada de «haced el favor de levantaros a recoger». Se reirán, cantarán muy bajito porque les dará vergüenza, intentarán ganar al juego de los meses y los acontecimientos y cuando todo el mundo se marche dirán que están agotadas y subirán a acostarse. 

Dormirán hasta mañana pensando que esta Nochebuena ha sido como todas y darán por supuesto que la del año que viene y la siguiente y la siguiente y muchas otras después serán como ésta. Ojalá a ellas también esta Nochebuena les dure cincuenta años. Ojalá esa certeza permanezca. 

 Feliz Navidad.

1 comentarios:

Capitan Manchas dijo...

Muy bonito, como siempre.