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miércoles, 5 de julio de 2023

Lecturas encadenadas. Mayo y junio

Antes de nada: una lectora me dejó un comentario diciendo que echaba de menos mis lecturas encadenadas. En primer lugar: gracias, me hizo mucha ilusión. En segundo lugar: la explicación. En mayo no hice lecturas encadenadas porque solo leí un libro, Los silencios de la libertad, de Guillermo Altares, y dediqué un post entero, Testigos silenciosos, a las reflexiones que me había provocado. Pensé entonces: no hago lecturas encadenadas y, como seguro que en junio recupero ritmo, uno los dos meses. Para sorpresa de nadie, en junio he recuperado poco porque no sé qué me está pasando, pero no me cunde el tiempo de lectura y voy más despacio. No pasa nada, no hay prisa, disfruto lo que leo; pero no tiene sentido hacer un post de lecturas encadenadas si no hay nada que encadenar. ¿Cambiará esto en el verano? No lo sé, veremos. 


El post del que hablaba antes, Testigos silenciosos, lo escribí el 28 de mayo, el día antes de las elecciones. En tres semanas tenemos otras en las que nos jugamos muchos derechos y muchos logros conquistados que los fascistas quieren eliminar. «Eso no va a pasar», a lo mejor piensa alguien. Si ese alguien está leyendo esto, que se levante y se dé contra la pared, por idiota y crédulo, y que luego coja Los silencios de la libertad y lo lea con atención, porque ahí están todos los peligros, que no es que los enfrentamos sino que ya están aquí, ahí, llamando a nuestra puerta y queriendo tirarla abajo. 


«Muchas decisiones nos superan, a veces es imposible elegir, otras no se puede encontrar el valor suficiente. Pero la lucha por la democracia se compone de millones de pequeños actos individuales. Somos cada uno de nosotros los que podemos romper los silencios de la libertad».


Lee a Guillermo y no votes a fascistas ni a gente que vota con fascistas. Haz el favor.

Después de una lectura tan política pretendía leer algo más ligero, pero los caminos de las lecturas encadenadas son inescrutables y desde la estantería de los pendientes de leer me asaltó El bosque del odio, de Roman Gary. Creo que fue justo a Altares al que oí hablar de este libro hace mucho y lo compré de segunda o tercera mano en algún sitio que no recuerdo porque no lo apunté. («The biggest lie we tell ourselves is "I don´t need to write this down because I will remember it"». Kevin Kelly)

El bosque del odio es una novela publicada en 1945, nada más terminar la II Guerra Mundial, y cuenta la historia de los partisanos polacos que viven escondidos en los bosques cerca de Wilno. Viven escondidos en cuevas, en agujeros, escapando de los alemanes que han ocupado Polonia y que están asesinando a los hombres, violando a las mujeres, arrasando con todo. El personaje principal es un chavalín de 13 años, Janek, hijo del médico del pueblo, al que sus padres esconden en un agujero en el bosque para que esté a salvo. Su padre le dice “vendré cada noche y, si un día no vengo, corre a buscar a los partisanos”.  No destripo nada porque esto ocurre en las dos primeras páginas: Janek acaba viviendo con los partisanos y aprendiendo la realidad de la guerra y la crueldad de los hombres de primera mano. Es una novela que cuenta el final de la guerra, cuando a Polonia llegan noticias del frente de Stalingrado y empiezan a creer que quizá haya esperanza, que quizá los alemanes pierdan y ellos puedan volver a sus vidas o a lo que queda de ellas. Mientras tanto conviven con la miseria tanto física como moral, con la crueldad que ven y la que se dan cuenta que ellos son capaces de infligir, con el odio al otro, al alemán, más allá de cualquier razonamiento o consideración. 

Es una novela clásica, de guerra, llena de horror cotidiano, de las vidas transformadas por el mayor de los sufrimientos: crueldad hacia los demás, traición por comida, prostitución para sobrevivir. Personas normales con vidas normales llevadas al extremo y con la supervivencia como única meta. Personas que pensaron «eso no va pasar».


«Janek le dió la espalda. Empezó a caminar, luego echó a correr. No huía: tenía prisa por llegar. Quería volver bajo tierra, hundirse en su agujero, no volver a salir nunca más. Bajó al escondrijo y se echó sobre el jergón. No se sentía cansado. No tenía miedo. No tenía sed, ni sueño, ni hambre. No sentía nada, no pensaba nada. Permanecía tumbado, con la mirada vacía, en el frío, en las tinieblas. Solo cuando la noche estuvo ya mediada pensó que iba a morir. No sabía cómo se muere uno. Probablemente un hombre se muere cuando está listo para morir, y está listo cuando es demasiado desdichado. O bien, quizá, muere cuando ya no le queda nada que hacer. Es un camino que sigue cuando ya no tiene otro sitio a donde ir. Pero él no murió. Su corazón latía, seguía latiendo. Morir no era más fácil que vivir».

El bosque del odio fue un bestseller de posguerra y su autor, Roman Gary, es todo un personaje. Nació precisamente en Wilno (Polonia Oriental) y era judío. Su padre nunca le reconoció y, tras pasar unos años en Varsovia, llegó con su madre a Niza. Durante la guerra combatió con los franceses y fue condecorado cuando terminó. Intelectual, hablando varios idiomas, tuvo una carrera diplomática que le llevó a Estados Unidos donde, entre otras cosas, se casó con la actriz Jean Seberg. Escribió varias novelas con distintos pseudónimos y es el único escritor que ha ganado el Premio Goncourt dos veces, aunque con dos nombres distintos y algo de polémica. 


El bosque del odio es una buena novela. Es dura, se te agarra a las tripas y crees que no podrás soportarlo más y cuando la terminas, no te suelta. Es una historia que no olvidas. 


En un tiempo que parece muy lejano, pero que en realidad fue en marzo, estuve en París y en la librería Shakespeare & Co a la que llevé a mis hijas porque son devotas de la trilogía de Linklater Antes de (lo estoy haciendo fenomenal en cuanto a referencias culturales de mi descendencia). Allí compré el libro autobiográfico de Shirley Jackson que ya recomendé y mi siguiente lectura de estos meses: The Lonely City. Adventures in the art of being alone, de Olivia Laing. (Está traducida por Capitán Swing) ¿Dónde leí sobre este libro por primera vez? No lo sé, como no lo apunté («The biggest lie we tell ourselves is "I don´t need to write this down because I will remember it"» Kevin Kelly) lo olvidé. La cuestión es que tenía interés en él y, como me encantan las ediciones americanas en tapa blanda, lo compré en París. 


Es un texto de no ficción que mezcla las experiencias personales de la autora con la divulgación artística. Ahora que lo pienso, quizá se parezca en forma a El nervio óptico, de la argentina María Gainza (que estás tardando en leer y que recomendé aquí hace mil quinientos años). Olivia Laing llega a Nueva York por una relación amorosa que parece que va a concretarse en algo más tangible en la ciudad pero que se desvanece, sin que ella nos dé muchos detalles, poco tiempo después de su llegada. Olivia, que ha dejado atrás su vida en Gran Bretaña, vive por largas temporadas en Nueva York saltando de apartamento en apartamento, dependiendo de qué amigo se lo deje una temporada o se lo subarriende a buen precio. Allí reconoce sentirse más sola que en ningún otro sitio, más sola que nunca. Está viviendo en una ciudad superpoblada y llena de actividades, pero no consigue conectar con nadie (en esto también me ha recordado a algo que contaba Will McPhail en IN., un tebeo que también he recomendado y que es maravilloso). Olivia se refugia entonces en el Arte o, mejor dicho, en determinados artistas cuya obra ella cree que refleja o expresa la soledad. En esa lista de creadores están Edward Hopper, David Wojnarowicz, Henry Darger, Andy Warhol, Nan Goldin, Klaus Nomi y alguno más. Olivia Laing traza sus biografías centrándose sobre todo en su relación con la ciudad, con Nueva York concretamente; aunque en el caso de Darger esa ciudad es Chicago, donde fue portero en un hospital, solitario y desconocido, hasta que murió y en su habitación encontraron cientos de misteriosas pinturas que todavía están tratando de interpretar. 


Henry Darger

Las reflexiones sobre la soledad de la ciudad o de estos artistas a veces me han interesado y otras me han parecido cogidas un poco por los pelos, pero he aprendido mucho de algunos de esos personajes que no conocía más que muy vagamente. Con Wojnarowicz y su obra he hecho un viaje a los años de la epidemia de SIDA, algo que yo viví como adolescente española con muchísima distancia y que sin embargo ahora, con este libro y con el podcast Resurrection (del que ya hablaré), estoy viendo con muchísimo interés y horror porque fue algo terrorífico: la enfermedad y el rechazo a los homosexuales, su trato como apestados de la sociedad. 


Otro elemento interesante del libro de Laing es la descripción de la ciudad. Madrid no es Nueva York pero puedo identificar los procesos que ella describe también aquí: la desaparición de la vida «normal» en el centro, la homogeneización de las tiendas, los bares, los restaurantes, la imposibilidad de encontrar casa, lo que viene siendo la gentrificación de nuestros barrios que convierte la ciudad en un decorado sin alma. No es que yo sea fan del alma de Madrid, pero por lo menos tenía algo diferencial. 


¿Hay que leer The lonely city? Pues sí. Es un libro que va de menos a más y que conviene leer mirando de vez en cuando en Google alguna de las imágenes de las que habla (de esto tenemos que hablar: tengo la sensación de que los escritores se curran menos ahora las descripciones porque ya cuentan con que irás a buscarlo en internet y a mí NO ME GUSTA INTERRUMPIR LA LECTURA PARA ES, cuéntame cómo es, me lo imagino y, si lo que cuentas me ha interesado suficiente, cuando luego deje de leer y esté haciendo otra cosa iré a buscarlo). Se aprende mucho de Arte, se aprende a mirar el Arte y también a ver más allá de él a la persona que está detrás y que, muchas veces cuando no siempre, vuelca en sus obras una parte de su vida que no es capaz de expresar más que como artista. (Sobre esto creo que la interpretación de Hopper es la que está más traída por los pelos y la que menos encaja con el resto de artistas, pero entiendo que hablar de soledad y Nueva York y no hablar de Nighthawks era imposible). 

“Many marvelous things have emerged from the lonely city: things forged in loneliness but also things that function to redeem it”. 

Tres libros en dos meses sería una marca lamentable si estuviera tratando de competir con alguien. 


Lee a Guillermo, lee a Gary y a Olivia para aprender, pero sobre todo no votes a fascistas. Eso es lo más importante y con esto y la esperanza de retomar mi ritmo lector, hasta los encadenados de julio. 


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jueves, 18 de mayo de 2023

Lecturas encadenadas. Abril

Pues ya: cuando todo el mundo lo daba por perdido y ya nadie lo esperaba, por fin he conseguido sacar un rato, mientras mis hijas se duchan y se preparan para hacerme la cena, para escribir el post de lecturas encadenadas de abril. He estado tentada de dejarlo pasar y de esperar a junio para unir las lecturas de abril y mayo, pero no me parece bien. Escribir cada mes sobre lo que he leído, estos posts, son un poco como los círculos concéntricos de los árboles que marcan su edad. Cuando los releo, estos posts me sirven para ver cuánto leía en diferentes épocas de mi vida, según lo que me estuviera pasando o la vida que llevara. ¿Le importa a alguien? A mí. 


Al lío. 


Hace muchísimos años, quince más o menos, en el mundo de los blogs éramos muchos pero estábamos organizados en círculos de intereses. En uno de esos círculos, sobre libros, yo leía Notas para lectores curiosos, que escribía una misteriosa Elena Rius. Años después esa misteriosa Elena Rius me contactó para ser menos misteriosa y para ofrecerse a ayudarme a intentar publicar un primer libro con las entradas que yo escribía sobre mis hijas, sobre mi faceta como madre desnaturalizada. Con Elena aprendí muchísimo del libro editorial (y publiqué mi libro) y nos hicimos amigas. Nos vemos cada vez que una de las dos visita la ciudad de la otra y nos escribimos con pistas sobre viajes o arte. 


Vidas paralelas. Cinco matrimonios victorianos, de Phyllis Rose, es el libro que me regaló Elena cuando vino a Madrid en marzo. Se publicó en los años 80 y ella lo ha traducido ahora para Gatopardo. «Te va a gustar, es interesante, entretenido y a Nora Ephron le encantaba», me dijo mientras nos tomábamos una caña. Ella siempre escribe sobre lo peligroso que es recomendar libros y lo poco que le gusta, pero conmigo siempre acierta. 


A pesar de que, como he dicho, Vidas paralelas se publicó en 1983 (hace 40 años), lo que cuenta está más vigente que nunca. Phyllis Rose desgrana la vida y milagros de cinco matrimonios (más o menos célebres dependiendo de cómo estés de puesto en literatura inglesa) y abarca el periodo que va de 1821 hasta 1878. Jane y Thomas Carlyle, John Ruskin y Effie Grey, Harriet Taylor y John Stuart Mill, Catherine Hogarth y Charles Dickens y George Elliot y George Henry son las cinco parejas protagonistas del libro, con los Carlyle como eje de todos porque cada capítulo comienza con una anécdota que une a los Carlyle con el resto. De los cinco, el único feliz es el que no se casó, lo que supuso un gran escándalo en la época: el de Geroge Elliot y George Henry, que permanecieron juntos más de veinte años porque él, por ley, no podía divorciarse a pesar de la continuada y demostrada infidelidad de su mujer que, campeona, tuvo seis hijos, de los cuales tres eran del bueno de Henry y tres del amante y esto era conocido por todo el mundo. Eso sí es poliamor... 


El de John Ruskin y Effie Grey es de no creérselo y de sentir mucha pena por la buena de Effie, que se casó enamoradísima con un tipo apegado a sus padres como un koala y que en la noche de bodas pensó que el cuerpo de una mujer no era exactamente lo que él pensaba, así que de follar ni hablamos. Tras muchos años de aguantar a sus suegros dando la turra y no llevarse ni media alegría al cuerpo, ella consiguió divorciarse porque demostró que no habían consumado y fue feliz con otro al que su cuerpo sí debía gustarle porque tuvieron seis hijos. No quiero contar mucho más de los demás, pero diré que la historia del matrimonio Dickens es tristísima y ha hecho que él me caiga fatal. 

«Lo que me gustaría es que estas historias les hiciesen cuestionarse de qué manera la presunción del matrimonio, la ficción del matrimonio, ha influido sobre sus vidas, ya que estoy convencida de que el matrimonio, no importa si lo consideramos una relación psicológica o política, ha determinado la historias de nuestras vidas en mayor medida de lo que solemos admitir».

Vidas paralelas es una lectura fantástica, erudita sin ser pedante ni cargante, entretenida y divertida. Es interesante ver cómo lo que nos pasa a nosotros, a nuestros matrimonios, ya pasaba hace 150 años: las ilusiones, las expectativas, el roce en el día a día, las diferentes velocidades en la relación, las crisis, la falsa ilusión de que fuera se está mejor, la tristeza por el fracaso, la búsqueda de culpables de ese fracaso. En lo que hemos cambiado un poco, pero tampoco nada espectacular, es en el papel que las mujeres tenemos. Ahora podemos divorciarnos, tenemos propiedades, los niños son tan nuestros como de ellos y si peleamos podemos tener una carrera profesional tan importante o más que la de ellos. Podemos, además, tener sexo antes de casarnos y ¡tenemos anticonceptivos!


«Jung, teniendo en cuenta la monumental tarea de reeducación a la que debe enfrentarse la psique en la edad madura, lamenta que no existan universidades para cuarentones, que les preparen para la segunda mitad de la vida. “Totalmente desprevenidos, nos internamos en el atardecer de la vida, peor aún, damos ese paseo creyendo erróneamente que nuestras verdades e ideas siguen siendo válidas como hasta ahora. Pero no podemos vivir el atardecer de la vida siguiendo el programa de la mañana; pues lo que era importante por la mañana será difícil por la tarde, y lo que por la mañana era cierto, por la tarde se habrá convertido en una mentira”».

¿Cómo es cuando aprendes esto que dice Jung? 

Mi siguiente lectura del mes, Life among the savages, de Shirley Jackson, también me llegó por Elena. Hace mil quinientos años lo recomendó en su blog y yo, muy disciplinada, lo apunté en mi lista de pendientes. Lo encontré en Shakespeare & Co, en París y me lo traje, claro. Me lo he pasado tan bien, me ha gustado tanto… En este libro encuentras un aspecto de Shirley Jackson que no te imaginas si solo has leído sus cuentos o sus novelas de “terror”, como Siempre hemos vivido en un castillo. Este libro es una crónica de su vida familiar con los Savage, que son su marido y sus hijos porque ese era su apellido. Poco después de nacer su hija se marchan a vivir a las afueras a una gran casa y allí Shirley tiene que pelear con su incapacidad para las tareas del hogar y para elegir a una persona que la ayude; lidia también con su marido, con la necesidad de sacarse el carnet de conducir y los mil y un problemas que tener un coche le acarrea y con el nacimiento de dos hijos más. Es una narración divertida, ingeniosa e irónica de una mujer desbordada, encantada, agotada y sorprendida por quiénes y cómo son sus hijos. No se parece nada, por cierto, al biopic que se estrenó hace un par de años con Elisabeth Moss haciendo de Shirley: esto es mucho más ligero con un toque Mad Men. Eso sí, no está editado en castellano. En cualquier caso, hay que leer a Shirley. 

Mi siguiente lectura del mes fue Cauterio, de Lucía Lijtmaer. Confieso que soy muy fan de Deforme Semanal (aunque últimamente me he desenganchado bastante) y que Lucía me cae fenomenal. Creo que es una mente brillante, muy inteligente, y que tiene un gran bagaje cultural con muchísimos referentes que las dos compartimos, aunque yo no sepa usarlos para teorizar como lo hace ella. Creo, además, que sabe escribir. Pero la novela no me ha gustado. Me encantaría poder decir que me encantó, que la encontré interesantísima, me encantaría poder mentir pero no puedo. ¿Es esto una tara? Pues a lo mejor. A mi madre la miento sin miramientos pero con los libros no me sale.

Cauterio se estructura en torno a la vida de dos mujeres, una sin nombre que vive en nuestra época sufriendo muchísimo de desamor y depresión; y otra, Deborah, llegada a las colonias americanas con los puritanos británicos. No me he creído ninguna de las dos historias ni he conseguido que me interesaran lo más mínimo, a pesar de tener la mejor de las intenciones y poner mucho esfuerzo en ello. Quería que me gustara pero no ha habido manera. 

Con esta frase que dice la protagonista sin nombre, «En su lugar, me voy a vivir a Madrid, que es algo bastante parecido a la muerte», sí que conecté: es mi día a día. 

Mi última lectura del mes tampoco fue un éxito. Después de lo mucho que me había divertido con Los millones, de Santiago Lorenzo, mi hermano me dejó su aclamadísima novela Los asquerosos, que ha vendido tropecientos mil ejemplares y ganado mil quinientos premios. Bien, pues me aburrí también. Todo lo que en Los millones me creí, me divirtió, me pareció tierno y bien construído, aquí me suena a copia estilizada para vender. De hecho, y no sé si esto lo ha dicho alguien porque no leo críticas de libros, Los asquerosos es una copia de Los millones, es la misma situación trasplantada de La Ventilla a un pueblo perdido en no se sabe dónde pero carece de la chispa, de la inocencia, del tono esperpéntico de la primera novela. En su defensa solo puedo decir que se lee como pipas, pero poco más. Si alguien quiere leer a Lorenzo, que lea Los Millones

Termino de escribir esta entrada después de haber cenado espaguetis carbonara preparados por mis hijas. La primera vez en su vida que me hacen la cena. No sé si contar que lo han hecho por la culpabilidad que sintieron ayer cuando yo preparé tortilla de patata y ensalada y no aparecieron a cenar. Yo, como Shirley Jackson también podría escribir una crónica familiar... sin el toque Mad Men, claro. 

Y con esto y un bizcocho hasta los encadenados de mayo… que a este paso serán solo un encadenado. 

*Sobre el matrimonio y el amor este mes también leí este artículo de una filósofa que reflexiona sobre el tema a partir de sus relaciones. Me pareció interesante pero un poco de estar flipándose mucho y querer descubrir la pólvora. (En uno de esos casos de serendipia que me encantan, en el artículo aparece mencionado Vidas paralelas)


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lunes, 3 de abril de 2023

Lecturas encadenadas. Marzo

Marzo ha sido bastante desastroso en cuanto a lecturas. Tengo la desagradable sensación de llevar bastantes meses encadenando lecturas mediocres intercaladas con alguna maravilla (Invierno, de Rick Bass, me viene ahora mismo a la memoria) pero en general la decepción es la tónica general en mi lectura. A lo mejor estoy eligiendo mal, o no es el momento, o no estoy leyendo bien porque o bien estoy demasiado cansada para leer bien o tengo demasiada prisa. Esto último me preocupa. A veces, cuando me meto en la cama y me pongo a leer, me doy cuenta de que voy con prisa, como si estuviera en un concurso. Me obligo, entonces, a leer en voz alta para pararme, para dejar de correr y coger un ritmo de lectura con sentido, sin que parezca que alguien me persigue, que me azuza para llegar al final de la página.

Al lío.

Cuando A me dice «toma, lee este tebeo» no discuto, ni siquiera pregunto de qué va o por qué cree él que debo leerlo. En este tema (y en casi todos) me fio al 100% de él. En sus tebeos me sumerjo siempre sin preguntarme si el agua estará fría o si habrá algo en el fondo, si él cree que es para mí, casi siempre lo es. Hierba, de Keum Suk Gendry-Kim, es un tebeo de no ficción que cuenta la historia de Lee Ok-Sun, una anciana que la autora conoce en una residencia y la que somete a un interrogatorio/conversación para conocer su vida y contárnosla. Lee Ok-Sun es una mujer coreana utilizada por el ejército japonés como “mujer de consuelo”, que es un eufemismo para decir que formó parte del enorme grupo de mujeres coreanas convertidas en esclavas sexuales durante la Guerra del Pacífico*. Este hecho, ser prostituida a la fuerza durante años, ya sería lo bastante terrible como para destrozar la vida de Lee Ok-Sun pero es que se suma a una vida llena de penurias y tragedias que comienza en su más tierna infancia. Su familia sobrevive como puede, casi sin comer, y la única solución que tienen es vender a Lee Ok-Sun a un vecino, entregarla a cambio de dinero para mantener al resto de los hijos. Para convencerla de que se vaya con el vecino le dicen que si se va, que si no protesta, podrá ir a la escuela, que es su máximo anhelo. Se me rompía el corazón leyendo esas viñetas en las que la niña, con apenas 10 años, se marcha de su casa creyendo que va a cumplir su sueño. Todo lo que le ocurre a partir de entonces es espantoso, no hay respiro. La acumulación de horrores es tal que se podría pensar que el lector acabará desensibilizado, acostumbrado, pero no es así. Recorres las páginas casi sin respirar, al principio crees que en algún momento llegará la “rendición”, el final feliz, el respiro, pero no lo hay. De vez en cuando hay que apartar el tebeo y respirar, mirar fuera de sus páginas y darte cuenta de la suerte que tienes y de que hay vidas terribles.

Hierba es un tebeo tristísimo en el que el dibujo juega con el contraste permanente de la vida. Las viñetas con la historia son duras, angostas; los personajes casi feos, transmitiendo una sensación de estrechez, de estar encerrado, de no tener aire, ni luz, ni horizonte ni futuro. Por el contrario, en las páginas que comienzan y terminan capítulos no hay viñetas; el dibujo, los trazos se expanden con libertad hasta salirse de la página. Encontramos ahí el retrato de la naturaleza que, indiferente al sufrimiento y el dolor, sigue su ciclo. En esos dibujos sueltos, libres, expansivos, sentimos el aire en la cara, el sol sobre nosotros, escuchamos las ramas de los árboles mecerse y el susurro de las hojas con el viento, tocamos la hierba. No sé si Lee Ok-Sun tuvo esos respiros o son concesiones que la autora concede al lector y a sí misma para poder contar esta historia.

Sombras verdes, ballena blanca, de Ray Bradbury, lo compré en León en fin de año. Bradbury es una debilidad que tengo, como Richard Ford, Amos Oz, Steinbeck y algún otro autor que ahora mismo no soy capaz de recordar. (Escribo esto dopada de Couldina y en la cama, con un catarro monumental que me ha dejado como si fuera una heroína tísica del siglo XIX pero con pijama y sin camisón, y sin la tez de porcelana ni las manos finas). Las debilidades están muy bien pero lo que tiene, a veces, es que te obligan a poner a prueba tu amor incondicional por ellas y tienes que recurrir a ese amor para no abandonar la lectura.

En 1953 Bradbury desembarcó en Irlanda (resulta que el creador de los más increíbles viajes espaciales tenía miedo a volar) para pasar allí una temporada escribiendo, con John Huston, el guión que adaptaba Moby Dick, de Henry Melville. Inciso.- Yo no he leído Moby Dick porque me da muchísima pereza, pero mi relación con la película es estrecha debido a que durante tres veranos (1988,1989 y 1990) pasé largas temporadas en Youghal, un pequeño pueblo de la costa este de Irlanda en el que ¡sorpresa! se rodó la famosa película. Que Youghal fuera, además de eso, el lugar donde conseguí mis primeros éxitos en el mundo del ligue, convierte a ese pequeño pueblo en un sitio importante en el mundo o, al menos, en mi vida. .- Fin del inciso.

Bradbury se instala en un hotel en el centro de Dublín donde pasa las horas escribiendo y adaptando para, por las noches, ir a cenar a la casa que Huston ha alquilado junto con su mujer a las afueras de la ciudad. Bradbury trabajó muchísimo, sufrió con el guión y Huston era un tirano con él y con quien se le pusiera delante, especialmente con su mujer. Hay algunos pasajes del libro que retratan las cosas que le decía su mujer y dan ganas de pegarle. Los días que no cenaba con los Huston pasaba las horas en un pub con los parroquianos del lugar, bebiendo y escuchando historias interminables, anécdotas y chascarrillos. Todo esto, sobre el papel, parece estupendo para un libro de no ficción, una crónica de esos siete meses de purgatorio, pero a mí me ha parecido bastante aburrido y repetitivo. La parte que más me ha interesado ha sido la relación con Huston y los problemas con la película. La historia del pub y las peculiaridades de los irlandeses me ha aburrido bastante. Puede que haya sido porque las historias de borrachos, sean irlandeses, de Benidorm o de Avilés, son todas iguales: todos se creen especiales en sus bares y en sus relaciones y son todas iguales: soporíferas. También puede ser que el asombro que a Bradbury le causó Irlanda por sus diferencias con California, de donde él venía, no existen en el lector contemporáneo. A lo mejor simplemente tenía demasiadas expectativas.

«Me quedé mirando las calles de piedra gris y las nubes gris piedra, mirando a la gente helada que pasaba de largo y exhalaba grises penachos fúnebres por sus glaciales bocas. En días como estos, pensé, todas las cosas que no hiciste se ponen al corriente contigo, desatan tus cordones, te irritan la barba. Que Dios ayude al hombre que no haya pagado las deudas ese día».

De Bradbury, repito por enésima vez, leed Crónicas marcianas.

Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, lo compré en el Thyssen el día que fuimos a la exposición de Freud. Me hizo ilusión encontrarlo porque llevaba en mi lista desde que Isabel Calderón lo recomendó varias veces y porque descubrí que estaba editado por Navona, que me encanta. Al abrirlo, para empezar, me enteré de que Hardwick había escrito una biografía de Melville y me pareció una buena carambola cósmica.

Chasco total. Me he aburrido muchísimo y lo he terminado porque son apenas doscientas páginas. Nada me ha interesado, he deslizado la vista por los párrafos intentando encontrar algo en lo que engancharme, algo a lo que agarrarme para no perder por completo el interés, pero no ha habido manera. Se supone que Noches insomnes es una novela en la que la protagonista (¿la propia autora?) repasa retazos, recuerdos y personajes de su vida. Ninguno de esos recuerdos resulta interesante para el lector pero es que tengo la sensación de que tampoco lo es para la autora. He recorrido los párrafos, las páginas, los recuerdos esperando encontrar algo, un destello, que me congraciara con el libro porque de verdad quería que me gustara. Nada.

«A principios de junio hizo calor. Me fui de viaje y, naturalmente, de repente todo era nuevo. Cuando viajas, lo primero que descubres es que no existes».

A pesar de la decepción he doblado varias esquinas porque Hardwick era brillante.

«El anfitrión y la anfitriona eran de una inteligencia excepcional y, por tanto, se mostraron sucesivamente ansiosos, aburridos y complacidos». Perfecta descripción, yo conozco gente así.

«Divorcios y separaciones: así es como te prestan atención. Todo el mundo examina su estado y algunos dicen: “que raro, eran mucho más felices que nosotros”». Aquí hemos estado todos alguna vez.

«No se puede echar de menos durante mucho tiempo a quien no deja nada a su paso».

Noches insomnes fue un exitazo cuando se publicó. Dándole vueltas a ese éxito y a mi decepción con él creo que quizá fue rompedor en su momento y de ahí que se hablara mucho de él. Ahora ya no lo es y resulta anodino, pero no hay que despistar a Hardwick. A mí me encantó conocerla en este artículo en el que un joven escritor contaba cómo la conoció y su amistad con ella.


Ten cuidado de las cosas de la tierra

Haz algo, corta leña, labra la tierra,

planta nopales, planta magueyes

tendrás que beber, que comer, que vestir.

Con eso estarás en pie, serás verdadero

con eso andarás.

Con eso se hablará de ti, se te alabará,

Con eso te darás a conocer.

Huehuetlatolli

Esto lo leí en una pared del Museo de Arqueología de Ciudad de México y me gustó.

Ha sido un mal mes de lecturas. Veremos qué pasa en abril

*Hace años leí El holocausto asiático, de Laurence Rees, y me di cuenta entonces de que, con nuestro eurocentrismo, no tenemos ni idea de lo que ocurre en el otro lado del mundo. Los horrores que cometieron los japoneses durante la II Guerra Mundial contra los chinos son espeluznantes.

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domingo, 12 de marzo de 2023

Lecturas encadenadas. Febrero

Viví durante 26 años en la calle Vicente Gaceo nº 17, una calle redonda sin ningún sentido cuyo primer número era el nuestro, el 17. ¿Dónde estaban los anteriores? No lo supe nunca y jamás conocí a nadie que lo supiera. Nuestra casa daba justo a una frontera. Era, salvando la distancias, como vivir mirando al muro de Berlín. Si me asomaba a nuestra terraza, a mano izquierda, justo al otro lado de unos edificios estaba el Paseo de la Castellana, con casas de viviendas militares hasta la Plaza de Castilla. Enfrente estaba la calle San Aquilino, que hacía las veces de Muro de Berlín porque a su izquierda desde nuestra casa se abría La Ventilla, un barrio de casas bajas que era casi un pueblo. Mi casa, que estaba en medio de esos dos mundos, tenía en los bajos del edificio una peluquería de barrio con el frente forrado de azulejos rosas y el ultramarinos de Ángel que atendía el susodicho y su mujer. Era un local estrechísimo, forrado de estanterías hasta el techo, al que sólo bajábamos a comprar cuando a mi madre le faltaba algo: no hacíamos compra grande allí porque mi madre era «moderna» y hacía la compra para todo el mes en un hipermercado. Al otro lado del portal, a la izquierda (Ángel estaba a la derecha), había un bar. No recuerdo cómo se llamaba, pero lo atendía un matrimonio y él se llamaba Aníbal. Era un bar que a nosotros, a mis hermanos y a mí, nos daba pánico. No sabíamos, por entonces, qué era el hampa y seguro que allí todos eran trabajadores encantadores, pero el aspecto del bar nos daba miedo y nunca queríamos bajar a comprarle tabaco a mi padre. Un poco más allá estaba el bar La Fuentona. Este local ya daba al Paseo de la Castellana y tenía otra luz, otra amplitud: a ese lado todo era menos siniestro. 

Hasta mis diez o doce años, delante de nuestra casa hacia el lado de la Ventilla había un descampado; un descampado con sus trapicheos, sus yonkis de los 80 y el consejo de no acercarnos jamás por allí o, mejor dicho, pasar rápido porque era inevitable pasar. Más allá del descampado se abrían las callejuelas de la Ventilla, que eran territorio desconocido. ¿Qué había allí? No lo sabíamos. Con quince o dieciséis años recuerdo empezar a recorrer sus callejuelas porque había una buena frutería, una mercería de barrio, una ferretería y, cuando por fin tuve coche, allí estaba el taller de Luis y mi primer colegio electoral. A mis 20 años la Ventilla había empezado a cambiar, las casas bajas iban desapareciendo, algunas para hacer edificios de pisos, y otras no desaparecieron pero fueron compradas por gente de pasta que vio la oportunidad de tener una casa con patio y dos plantas en el centro de Madrid por tres duros. Ahora que lo pienso, quizá la gentrificación de Madrid empezó por ahí. 


Si alguno ha llegado hasta aquí estará pensando: «¿pero esto no era Lecturas encadenadas?». Lo es, pero es que uno de los libros del mes de febrero, Los millones, de Santiago Lorenzo, transcurre en La Ventilla. El protagonista de la novela, Francisco, forma parte de los GRAPO y vive en el barrio, en una casa mísera y mugrienta. Toda su rutina transcurre en esas callejuelas, desayuna en un bar que yo he visualizado con el de Aníbal, trabaja en una nave cosiendo etiquetas y pasear por Bravo Murillo le parece casi como estar en la 5ª Avenida. La trama de la novela es intrascendente, divertida y muy entretenida. A mí me ha hecho, además, volver a tener 12 años y pasear por aquel barrio casi salvaje que veía desde mi ventana y en el que me daba miedo adentrarme. Me he reído, he sentido compasión por las desdichas del pobre Francisco y he viajado al Madrid de mi infancia. No he leído Los asquerosos, el título más famoso de Lorenzo, pero este lo recomiendo sin duda. Ya se lo he pasado a mi madre, que también lo ha disfrutado, y ahora lo leerán mis hermanos. 


Empecé el mes con La mujer helada, de Annie Ernaux, que compré en la nueva librería de Cercedilla en enero. De Ernaux ya había leído La vergüenza y Una mujer, que me gustaron muchísimo. La mujer helada me ha hecho un poco de bola porque me he aburrido, sobre todo en la primera parte. ¿Por qué? Pues porque Ernaux escribe siempre el mismo libro. Esto no es, para nada, algo reprochable; pero, a veces, cuando tus lectores son muy fieles, puede llegar a provocar un poquito de hastío. En La mujer helada Ernaux recorre su infancia, adolescencia y juventud hasta poco después del nacimiento de su segundo hijo. La primera parte, la infancia y adolescencia, estaba mucho mejor contada en La vergüenza, donde, como escribí cuando lo leí, «retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza, vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien; pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento que te llega por comparación; empezamos a fijarnos en lo que hay más allá de nuestro entorno y, como siempre, la hierba es más verde al otro lado de la valla. ¿Quién no recuerda haber ido a casa de amigos suyos del colegio y pensar que en esa casa todo era más bonito, se comía mejor y eran más felices? Es un sentimiento estúpido pero inevitable. Arnaux lo reconstruye maravillosamente bien partiendo de un hecho que para ella marcó la llegada de la vergüenza a su vida, un momento con el que comienza el libro: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio. Fue a primera hora de la tarde”». 


De La mujer helada me ha interesado la parte que desconocía de su vida, cuando se marcha a estudiar a la universidad, sale de su casa y acaba casándose jovencísima con su primer novio para quedar atrapada en una relación de pareja en la que la igualdad desaparece si es que había existido alguna vez. Como siempre pasa con Ernaux te jode verte reflejada en lo que cuenta. En mi caso en la sensación de claustrofobia tras casarse, cuando te conviertes en algo que nunca has querido ser pero en lo que te acomodas porque, si no, no puedes sobrevivir. Los años en lo que todo es batalla, llegar al trabajo, los hijos, la pareja, tratando de seguir siendo tú hasta que dices: ya, hasta aquí. 


¿Recomiendo La mujer helada? Pues para empezar con Ernaux la verdad es que no. Hay que leer a esta escritora pero, si queréis un consejo, empezad por La vergüenza


El tercer libro del mes fue El mar, de John Banville, que compré en un puesto del Rastro. ¿Por qué? Pues sinceramente no lo sé. Banville es un autor que siempre ronda mi cabeza porque leo sus entrevistas, sé que con un pseudónimo escribe novela negra y es irlandés. Estaba a punto de escribir que hasta ahora no había leído nada él pero ¡tachán! he hecho una búsqueda en mi blog y he descubierto que he leído Imágenes de Praga, El intocable y Antigua Luz. Esto dice poquísimo de mi memoria (una de las consecuencias de la depresión es la pérdida de memoria) pero mucho del valor de mis posts de Lecturas encadenadas. Leyéndome sé que esos tres títulos me gustaron mucho, así que estupendo porque puedo releerlos sabiendo que encontraré algo que me gustó. 


El mar ganó el Premio Man Booker y es una novela compleja, una novela de duelo, y no es para todo el mundo. El protagonista, Max, que ha perdido a su mujer, Anna, tras una enfermedad que la ha matado en un año, vuelve al pueblo donde pasaba los veranos de su infancia. Es el lugar en el que conoció a los Grace.  La Sra. Grace levantó su primera pulsión sexual antes de que se enamorara de la hija de la familia, Claire. ¿Tiene algo que ver el pueblo con Anna y por eso se marcha allí? No. La novela cuenta dos historias: la infancia de Max y el duelo que sufre a pesar de que, por lo que nos cuenta, su matrimonio no fue especialmente feliz ni idílico. En cualquier caso, la muerte le sume en un desasosiego (eso nos pasa a todos) que requiere refugio, escape o quizá castigo volviendo al lugar en el que fue feliz. 


«Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quien pudiera ser él. Haber sido él»


No tengo muy claro por qué me ha gustado, creo que no es redonda y, en mi opinión, se pierde a veces, cuando podría centrarse en los temas principales con más concreción. Me resultó curioso cómo esa lectura se alineó con mis escuchas de podcasts sobre la memoria y mis propias dudas sobre mis recuerdos, porque Max también tiene esos pensamientos pero, en el fondo, ¿qué más da si tus recuerdos son fieles a la realidad que viviste o no, si son los que tienes? 


He doblado muchísimas esquinas y he copiado muchos párrafos para no olvidar que lo he leído. 


Me he identificado con esto: 


«En cualquier caso, a lo que hago tampoco lo llamaría crear. Crear es un término demasiado grande, demasiado serio. Los creadores crean. Los grandes crean. En cuanto a los que somos medianías, no existe palabra que resulte lo bastante modesta para describir lo que hacemos y cómo lo hacemos. No acepto diletancia. Los diletantes son aficionados, mientras que nosotros, la clase o género del que hablo no somos nada si no somos profesionales. [...] No somos gandules, no somos holgazanes. De hecho, somos frenéticamente enérgicos, a espasmos, pero estamos libres, fatalmente libres, de lo que podría llamarse la maldición de la perpetuación. Acabamos las cosas, mientras que para el creador de verdad, como el poeta Valéry, creo que fue él, la obra nunca se acaba, sino que se abandona».


Pues ya está. Con esto queda hecho el resumen de mis lecturas de febrero. Hasta los encadenados de marzo. Y si queréis que estas entradas os lleguen al correo podéis suscribiros aquí.