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domingo, 7 de abril de 2024

Lecturas encadenadas. Marzo


Bueno, bueno, bueno, qué ganas tenía de escribir esta entrega de Lecturas Encadenadas. Marzo fue un mes de lecturas fantabuloso. Leí mucho y muy bien. De cinco libros, cuatro fueron un completo éxito, una ristra de lecturas para recomendar sin parar y para todos los gustos. Hacía mucho tiempo que no tenía un mes tan estupléndido de lecturas. No sé como ha sucedido porque de los cinco libros, tres ni siquiera estaban en mis estanterías cuando empezó el mes. ¿Qué probabilidades había de que tres lecturas estupendas llegaran a mi vida a la vez y me encantaran? Muy pocas. 

Al lío. 

En febrero Tallón vino a Madrid a una presentación. «Vente». «Voy». «No puedo ir». «Pues vaya». Presentaba un libro de Sergi Pàmies y cuando le pregunté cómo había ido y si tenía que leer a Pàmies me dijo: «Por supuesto, busca por ahí de segunda mano sus primeros libros». Confío en Juan porque me ha descubierto grandes lecturas e incluso cuando no acierta me da tremendas alegrías, como cuando me recomendó el peor libro que he leído nunca y cuya lectura me permitió escribir un despelleje memorable. (Está muy mal autocitarse, pero como la falsa modestia no sirve para nada, aquí enlazo esa cumbre de mi prosa destructiva). 


Según terminamos de hablar, busqué y en Wallapop encontré Infección. Lo leí del tirón en el avión a Roma y lo disfruté tanto tanto... Me ha gustado muchísimo, me ha encantado. Creo que desde que leí Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlín, y Los cuentos escogidos de Shirley Jackson, no me habían gustado tanto unos cuentos. Los relatos de Pàmies son brillantes, agudos, divertidos, ingeniosos y están muy bien escritos. Sé que la expresión «muy bien escritos» puede parecer simplona, pero es que esto es algo que, ahora mismo, muy pocas veces se puede escribir así de rotundo sin mentir. Pàmies maneja el lenguaje como le da la gana y lo utiliza para llevarte a lugares que, antes de leer su cuento, nunca en tu vida habías imaginado. Parte de una situación normal, cotidiana, prosaica, algo incluso simplón y puede que hasta ridículo en su nimiedad, para de ahí, poco a poco, ir construyendo una ficción tan extrema y extraña que al salir del cuento dices: «Vaya viaje…», pero te descubres con una sonrisa en la cara y queriendo contárselo a alguien. Me ha recordado un poco a David Foster Wallace por ese uso de la cotidianeidad, de elementos conocidos como las calles, las personas, las situaciones, de una manera completamente nueva y diferente. Es como si al entrar en una habitación todo lo que hay en ella fuera conocido pero todo estuviera utilizado de una manera que jamás habías imaginado: sillas como tenedores, platos como alfombras, lámparas como sofás. ¿Extraño? Extrañísimo. ¿Interesante? Mucho. Si además todo presenta una armonía, en este caso de lenguaje, y una belleza inesperada... ¿Qué más le puedes pedir a un cuento? Ya te lo digo yo: nada. 


El otro día lo comentaba con una amiga: estoy harta de novelas de autoficción ancladas en una realidad a la que le falta ponerle el nombre y apellido del autor y de su novio, novia, ex marido, jefe o amante para saber que te están contando su vida. Me encanta la literatura basada en la vida de los escritores, adoro a Roth, a Richard Ford, a Auster, a Natalia Ginzburg, a Jean Paul Dubois y a muchos otros que usan su vida para construir literatura, pero no puedo más con gente que cree que su vida es literatura. Por eso me ha gustado Pàmies, porque ahí no hay nada de vida, todo es ficción llevada al extremo y, además de todo lo comentado, con un sentido del humor maravilloso. No puedo más tampoco con intensidades y el continuo «drama de vivir». No pido carcajadas y chiste fácil, pero quiero ironía e ingenio y sentido del humor, quiero que lo que leo me lleve a un sitio que no conozco, que no imagino, no a mi armario de los tuppers. No me había dado cuenta de que echaba tanto de menos el sentido del humor hasta que leí Infección y pensé: qué gusto. 


Contaba en los encadenados de febrero que en uno de los libros había una faja en la que Sergio del Molino comentaba algo como «desde la primera página sabía que era una obra maestra». Eso es lo que me pasó a mi con Infección; tras el primer relato, que se llama El alma de la lubina, pensé: «Joder, qué bueno es esto». 


«Cada vez que intenta escribir, dibuja. Se sienta, toma la estilográfica, piensa en la primera palabra para empezar un cuento, pero, cuando toca la hoja en blanco, la mano se le escapa». 

Aún así no me confié, porque con los relatos nunca sabes si han puesto el bueno al principio para engancharte y desde ahí todo va ir a peor. En Infección todos son buenos aunque, por supuesto, si tuviera que hacer un ranking tendría clara mis preferencias.  Podría seguir escribiendo sobre Infección pero no quiero extenderme más. Solo dejo aquí otra muestra de la maestría de Pàmies, en este caso con esta descripción que hace en el relato Fosforescencia de esos primeros besos que te das con alguien, cuando solo tocarte te provoca un millón de escalofríos. 

«Cuando dos lenguas se abrazan como si hiciese mucho tiempo que no se hubieran visto ¿cómo se dice?, se pregunta. Cuando las bocas, los cuerpos, son vestíbulos de hotel con millares de personas que corren, que reclaman, que se saludan, que pierden la maleta, que dejan mensajes en recepción, que celebran el nacimiento de un hijo, la victoria de un equipo, el regreso de un amigo, la llegada del primer hombre a la luna, ¿cómo se dice?»

Corred a Wallapop o la biblioteca y leed Infección


Mi amiga María Jesús me regaló Tengo algunas preguntas para usted, de Rebecca Makkai y la acompañé a la Fundación Telefónica cuando presentó junto con la autora esta novela que tiene todo para ser entretenida: un crimen, un podcast y un internado, pero que lo consigue solo a medias. La protagonista es una podcaster de éxito que veinte años después vuelve al colegio donde estuvo interna para dar un curso de creación de podcasts y se encuentra con que una de sus alumnas ha decidido que el tema de su proyecto será investigar la muerte de su compañera de cuarto, Thalia. 

¿Es la novela de tu vida? No, es regulera y se le ven todas las costuras. Es, como diría mi hija Clara, una novela «sin más». La primera parte con Bobby recordando cómo era su adolescencia, sus traumas y demás tiene un pase, aunque da mil quinientos rodeos para contar cualquier cosa. La segunda, centrada en un relato pormenorizado de un juicio, es un continuo ir y venir hasta llegar al TÍPICO giro de guión final de cualquier thriller: ¿Quién es el asesino? Si Makkai hubiera sido menos ambiciosa en su propósito de contar mil intensidades sin interés y se hubiera centrado en la trama «cluedo» sería una novela vacacional perfecta. 

«Nos abrazamos como viejos amigos, porque lo éramos. No hace falta haber sido amigo de alguien para ser viejos amigos después». 

Cuando le dije a Tallón que Infección me había gustado tantísimo me dijo. «Ja, ya tengo regalo por tu cumpleaños». (Breve inciso de contexto de estos regalos: Cuando Juan y yo empezamos a ser amigos no nos regalábamos nada porque no éramos amigos que se regalan cosas. Cuando llegamos a esa etapa, a ser amigos de los que se preguntan «¿dónde me recomiendas ir de viaje de novios?» o se piden favores como «necesito que cuando me veas en este acto se note muchísimo que somos muy amigos» empezamos a regalarnos libros. Al principio, intentábamos -yo más que él- regalarnos, si no el mismo día del cumple, por lo menos en febrero, porque los dos cumplimos en la misma semana. Según nuestra amistad fue estrechándose más, ese plazo fue dilatándose y, por ejemplo, el año pasado le envié su regalo en octubre. Por supuesto la gracia de ese retraso es poder, de vez en cuando, soltarnos pullas del tipo «¿y mi regalo?»). Este año, con mi entusiasmo por Pàmies se lo dejé facilísimo y un buen día abrí el buzón y ahí estaba: Debería caérsete la cara de vergüenza, el primer libro de Pàmies.  


Este volumen es también de relatos y, aunque también es fabuloso, le falta un pelín de la brillantez y madurez de Infección. Aún así, como digo, está lleno de hallazgos e ingenio. El relato que da nombre al libro es impresionante. No voy a contar más. No voy a repetir lo que ya he dicho antes de Pàmies, pero si quieres leer cuentos que te sorprendan y se queden contigo, es tu autor. Pero empieza por Infección


Dejo aquí esta perfecta definición del pre-divorcio: 

«Conclusión: llegados a este punto de mutua indiferencia era inútil soportarse eternamente»

También por mi cumpleaños, mi amigo Pablo me regaló El color de las cosas, de Martin Panchaud. Otro gran éxito lector, me gustó muchísimo y es, con mucha diferencia, el tebeo más original en su planteamiento formal que he leído nunca. Cada personaje está formado por dos círculos concéntricos de diferentes colores y todo se ve desde arriba, con una perspectiva extraña a la que crees que no vas a poder hacerte pero a la que te acostumbras y acomodas. A mi me dió la sensación de ir descubriendo poco a poco las claves para interpretar los dibujos y me sentí un poco como cuando aprendí a descifrar los jeroglíficos del periódico con mi abuela. Solo las partes más específicas cuentan con una perspectiva frontal, llamémosla normal. 

Aparte de la innovación formal, la historia está muy bien. Simón es un chaval de 14 años al que su madre, que se dedica a hacer tartas, le manda a entregar un pedido al vecindario. A partir de ahí, y por una serie de circunstancias fortuitas, se desencadenan una serie de acontecimientos que cambian la vida de Simon y también su manera de ser, de enfrentarse al mundo, de apreciar la realidad. Es un tebeo redondo en forma y fondo que te recomiendo muchísimo, sobre todo si ya eres lector de tebeos. Si es un formato que te resulta ajeno quizá no sea el mejor principio. Si vas a empezar con los tebeos, empieza por Maus, una obra maestra. 

La última lectura del mes también fue un regalo de cumpleaños: La casa de caramelo, de Jennifer Egan. De esta autora americana ya leí, hace unos años, su novela más famosa: El tiempo es un canalla, que me gustó mucho. Me lancé a leer La casa de caramelo, como hago siempre, sin leer la contraportada, sin buscar reseñas ni referencias, a cuerpo gentil, a ver qué me encontraba. Y lo que me encontré fue otra ficción original y diferente que me llevó, durante mis vacaciones en Cicely, desde los años sesenta hasta el 2035 a través de las vidas entrelazadas de sus personajes. No es una novela coral ni una saga familiar aunque sí lo es, no es ciencia ficción ni nos cuenta una distopía aunque sí lo es, y en ella se mezclan la primera persona, la tercera y hasta un capítulo narrado a través de unas instrucciones. Leyendo esta novela no paraba de pensar: ojalá ser tan lista y tan brillante como Jennifer Egan. No es envidia ni ambición, ni siquiera interés en intentarlo, es admiración. 

«Si un análisis acaba con un misterio, es que no era tal; sólo nuestra ignorancia hacía que pareciera misterioso. Igual que el relato de un crimen después de saber quién es el culpable. ¿Alguien relee una novela policiaca? El cosmos, en cambio, ha sido un misterio para el ser humano desde mucho antes de que supiéramos nada de astronomía o del espacio, y ahora que lo sabemos lo es aún más»

Es curioso que mi descubrimiento de los relatos de Pàmies, el tebeo de Panchaud y esta novela de Egan se hayan encadenado en mis lecturas. Los tres autores parten, como ya te he dicho antes, de la realidad más prosaica para, a partir de ella, crecer y crecer y crecer en fondo y forma para llevarme a lugares que desconocía y a los que he llegado gracias a su imaginación. Esa es la magia de la literatura. 

Ha quedado largo pero era necesario.

Lo he pasado tan bien, lo he disfrutado tanto, que me enfrento a los encadenados de abril sabiendo que la decepción me espera a la vuelta de la esquina. Hasta los encadenados de abril. 





domingo, 10 de marzo de 2024

Lecturas encadenadas. Febrero

 

Terminé mis encadenados de enero comentando que escribiría el resumen de mis lecturas de febrero cuando el invierno estuviera acabando. Ahora mismo, mientras escribo esto, veo la nieve en las montañas al tiempo que unas amenazadoras y preciosas nubes compactas avanzan por ellas cubriendo poco a poco todo el valle. Espero que en algún momento se ponga a nevar. Llevo dos jerseys de lana gordos, botas y tengo los pies cerca de la chimenea. Ojalá esto siguiera así hasta las elecciones europeas. Lo sé, no tienes ni idea de cuándo son: el 10 de junio. ¿No sería maravilloso? 


Al lío.


Nunca he estado en Grecia. En 2020 tenía billetes y casa reservada en Corfú para ir a pasar allí unas semanas recorriendo playas y pueblitos siguiendo las huellas de los Durrell pero, por razones obvias, no fuimos. Cada año pensamos: ¿Vamos éste? Pero mis hijas no son muy fanses de los planes con playa y año tras año seguimos retrasándolo. ¿Quiero ir a Grecia? Sí. ¿Cuándo? Ya veremos. Mi amiga Kar, sin embargo, encuentra casi cada año una excusa para viajar a Grecia y luego hace unas crónicas desternillantes de sus viajes con grandes momentos que siempre están relacionados con su manía por alquilar el coche más pequeño que encuentra y en el que ya no caben, su necesidad de sandía en cualquier comida, su pasión por hacer excursiones a las horas de máxima insolación que les dejan siempre al borde del golpe de calor y su continuo anhelo de quedarse a vivir para siempre allí y no tener que volver a Londres. Kar y yo hemos leído a la vez Cantos de sirena, de Charmian Clift. 


Charmian Clift y su marido, George Johnston, se marcharon a vivir a la isla de Kálimnos en 1954 con la intención de pasar allí una temporada mientras escribían un libro a cuatro manos. Ella era australiana, pero vivían en Londres y, tras escuchar en la radio a alguien contar las bondades de Grecia, decidieron marcharse para allá. Esto a alguien le puede parecer raro. A mí no. Hace 8 años unos amigos míos, tras pasar una noche de insomnio escuchando un programa de radio en el que se contaba lo estupendo que era vivir en Nueva Zelanda, se levantaron con la decisión tomada de emigrar. Al final acabaron en Australia porque el papeleo era más fácil y allí siguen. Vuelvo a Grecia. Charmian y George llegan a la islita y se instalan allí con sus dos hijos pequeños, Martin y Shane, y Cantos de sirena es la crónica de esa estancia. A mi me ha recordado, por supuesto, a las crónicas de Gerald Durrell con su familia en Corfú y a El antropólogo inocente, la crónica que Nigel Barley escribió sobre su convivencia con una tribu africana en Camerún (uno de los libros más divertidos que he leído nunca), pero Clift no tiene tanto sentido del humor. Esto no lo digo como una crítica: probablemente el lugar desde el que escribió Durrell años después de haber llegado a Corfú como un chaval al que se lo daban todo hecho y el lugar de Clift como madre, ama de casa y escritora son muy diferentes y en el de ella a lo mejor queda poco hueco para el humor. Clift anda liada la mayor parte del tiempo con logística familiar y con tratar de entender las costumbres de los habitantes de la isla, que para ella son muy exóticas. Recordemos que la distancia que había entre Londres y una pequeña isla griega en 1954 no sólo era física: era casi viajar en el tiempo. 


Charmian describe el pueblo minúsculo en el que viven, la belleza del mar, la dureza de la vida allí con los hombres embarcados durante meses como buzos de esponjas en travesías de las que muchos no vuelven o vuelven tullidos, la ausencia de comida, el peso de la religión y las costumbres, los bares con los marineros que ya no pueden faenar y, claro, también la picaresca de muchos de sus habitantes para con estos ingleses inocentes e ingenuos a los que es fácil parasitar o tratar de engañar de vez en cuando. A Clift le sorprende la luz en la calle en primavera, el hecho de vivir en comunión con las estaciones, con el mar y el cielo, la pobreza extrema de muchas familias, la situación de la mujer como esposa y como madre, etc. En este sentido, por supuesto, no puede evitar mirar de vez en cuando desde una situación de superioridad moral que es inevitable. 


Charmian Clift te traslada a la isla, sus descripciones son estupendas, llenas de color, detalles, sonidos, olores, sensasaciones. Es una crónica de lo que le sorprende que, ahora en 2024, se lee como una crónica de un mundo que ya no existe. Un mundo sin coches, sin internet, sin teléfono, un mundo con estaciones y rituales, sin turismo, y también con hombres que morían en el mar, niños desnutridos, mujeres encerradas en casa sin independencia de ningún tipo. Un mundo en el que, cuando viajabas, todo era distinto. No era un mundo mejor, era más lento. 


«Con todo me cuesta un poco entender que ahora no se espera nada de mí: ni planes especiales, ni esfuerzos extraordinarios ni promesas de mantener el control y sonreír durante los próximos tres meses. Para los niños esto se ha convertido en una especie de vacaciones sin fin junto al mar, y no necesito preocuparme de mucho más que de ir en su busca a las horas de comer y de acostarse. George, cuando da por terminado su trabajo de la mañana, puede sentarse y tomarse un vino al sol con sus largas piernas extendidas sobre la segunda silla, precisamente allí para ese propósito».


¿No es esto lo que buscamos todos en vacaciones?


Los Johnston fueron inspiración para Leonard Cohen, que llegó a visitarlos y se enamoró de Grecia y conoció a la famosa Marianne. Cohen contaba que nunca había conocido a nadie que bebiera tanto como Charmian y George y al mismo tiempo fuera capaz de escribir. Cuando se marcharon de la isla, primero estuvieron en Londres y luego volvieron a Australia, donde ella tuvo una exitosa carrera como columnista. Anhelaban volver a Grecia, pero tras el levantamiento de los coroneles que impuso una dictadura militar en el país no podían volver. Clift se suicidó poco después y al año siguiente George murió de tuberculosis. Shane, la niñita de 6 años que llegó a Kalimnos y acabó sintiéndose griega, también se suicidó años después cuando la familia de su novio griego le prohibió casarse con ella porque no era suficientemente griega. 


Bajo los guijarros, la playa, de Pascal Rabaté es el tebeo que mi dealer de comics me dijo que tenía que leer. Es en blanco y negro y transcurre en un pequeño pueblo de costa a principios de septiembre, al final de ese verano en el que entras siendo un colegial y sales siendo un universitario, creyéndote adulto. En este tebeo tres amigos se quedan en sus casas de verano mientras sus padres vuelven a la ciudad. ¿Sus planes? Vaguear, pasar tiempo juntos y beber. Me recordó tanto a mis veranos de los primeros veinte. Por supuesto, algo pasa que trastoca estos planes tan inocentes y llevan al lector a asistir al descubrimiento del primer amor y a la toma de una serie de decisiones alocadas y peligrosas que desembocan en una violencia desbordada y terrible. «Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué hacen esa estupidez?», pensaba mientras lo leía y al mismo tiempo recordaba que unos amigos míos se metieron con un coche por el túnel de una vía de tren. No sé si es un tebeo que recomendaría, pero me resultó muy interesante el planteamiento y darme cuenta de que, aunque quiera identificarme con los chavales, tengo la edad de los padres y de ser capaz de entender su actitud a pesar de no compartirla para nada. 



En racha con Rabaté, cogí Un gusano en la fruta. En la Francia profunda de los años 50, en un pueblo que vive de sus viñedos y su vino, se produce un enfrentamiento entre dos vecinos acaba en una muerte. Al pueblo llega destinado un joven cura que ve en este nuevo destino una oportunidad para ayudar a la comunidad y para huir de su madre, que es una presencia muy posesiva en su vida. Su afán por hacer el bien, por ayudar, por acompañar, provoca el peor de los finales, una tragedia tan inesperada en la que tú, como lector, te quedas mirando la página diciendo: «No puede ser. Lo estoy entendiendo mal». Es un tebeo tan oscuro en su planteamiento que me pregunto qué hay en la cabeza de Rabaté. En esta ocasión el tebeo es en blanco y negro con un dibujo muy realista, con personajes reconocibles e identificables que hacen que la violencia impacte aún más. 



La última lectura del mes ha sido una decepción. Tenía muchas ganas, había leído grandes recomendaciones y cuando lo puse en Instagram recibí muchos comentarios entusiastas. El libro en cuestión es Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur. Sintiéndolo mucho y, a pesar de que puse todo mi empeño, no me gustó nada, no me ha interesado en ningún momento y si hubiera sido un poco más largo lo hubiera abandonado. Dice Sergio del Molino en la faja que «supe que Delphine había escrito un libro extraordinario antes de terminar la primera página». Cuando me di cuenta de esto volví a la primera página, la releí y no vi nada de eso. Tampoco lo he visto en el resto del libro. A lo mejor el problema es mío, no lo descarto, pero me he aburrido muchísimo. 


Cuando tenía 11 años iba un buen día con mi hermano, que debía tener 10, caminando a casa de unos amigos, cuando de repente ,y sin saber a cuento de qué, me golpeó el pensamiento de que en algún momento yo me iba a morir y cuando eso pasara ya no habría nada más. Me moriría, la vida se terminaría y el universo seguiría existiendo durante millones de años sin que yo estuviera en él nunca más. En mi cabeza se abrió un infinito oscuro, negrísimo, de NADA que me provocó tal pánico y vértigo que salí corriendo. La conciencia del «nunca más» me dió tanto miedo que durante días procuré estar siempre ocupadísima para no pensar en eso. Así es como descubrí la muerte como algo que me pasaría a mí y sería algo para siempre. 


Esta anécdota personal viene a cuento porque Delphine es rabina en Francia y se dedica, entre otras cosas, a acompañar a gente que se está muriendo y a familias durante las horas y días posteriores al fallecimiento de sus seres queridos. 


«Y me vino a la memoria la perogrullada más famosa, la que para mí destaca como la verdad más grande jamás enunciado: “cinco minutos antes de morir, todavía estaba viva”. Decir esto, por obvio que resulte, es reconocer que hasta el último momento, incluso cuando la muerte resulta inevitable, la vida no se deja confiscar del todo. Se impone aún en el instante previo a nuestra desaparición y hasta el final parece decirle a lo macabro que hay modos de coexistir».


Horvilleur habla de cómo enfrentarnos a la muerte, cómo entenderla, cómo el hecho de ignorarla, algo ancestral y profundamente arraigado en nuestro subconsciente, no la hace desaparecer. Las letras de Delphine sirven, eso sí, para entender los rituales judíos en torno a la muerte, el entierro, el luto, que, bueno, puede tener su interés, pero que en el fondo es puro atrezzo porque el dolor por la pérdida de un ser querido es el mismo para cualquier persona. A partir del capítulo dedicado a la muerte de su amiga me interesó un poco más, siendo un poco más casi nada porque todo lo anterior, 107 páginas, fueron un mero pasar las hojas esperando llegar a eso que ha hecho que a mucha gente le haya encantado este libro. 


«Por más que cada uno de nosotros sepamos que vamos a morir, el hecho de ignorar el cuándo y el cómo lo cambia todo. La inmensidad de las posibilidades nos lleva a creer que aún podríamos librarnos».


Para mi Vivir con nuestros muertos ha sido un fracaso de lectura. Sobre la muerte no he descubierto nada nuevo y como retrato de la vida judía prefiero a Amos Oz en todas sus novelas y ensayos. 


Menos mal que marzo ha empezado muy bien con un libro de relatos maravilloso del que ya hablaré en el próximo Lecturas encadenadas




miércoles, 7 de febrero de 2024

Lecturas encadenadas. Enero

Iba a empezar diciendo que, contra lo que parece ser una opinión generalizada, a mí enero no me ha parecido eterno y creo que para la mayoría de la gente, si se sienta a pensarlo despacio, tampoco ha sido así. ¿Cómo va a ser largo un mes que empieza el día 8? Pues iba a decir que no me ha parecido eterno, pero pero pero ha tenido que ser largo porque han caído cuatro lecturas encadenadas. 


Al lío. 


«Pienso que deberíamos bailar como si nadie nos mirara. Creo que también se aplica a la lectura».


La primera lectura del año fue Invernando. El poder del descanso y el refugio en tiempos difíciles, de Katherine May. No sé a quién le vi este libro o quién me lo recomendó pero lo encontré en julio en la librería de Cercedilla y lo compré esperando que llegara el invierno para cogerlo. A pesar de que el invierno ha llegado muy flojito, leí Invernando como se debe leer: con algo de frío fuera, sin prisa, en las tardes lentas de sofá, manta y chimenea y quedándome dormida a ratos de pura placidez, no de aburrimiento. 


Katherine May es inglesa y vive en un pueblecito de costa. Está casada, tiene un hijo de seis años y el libro comienza el día que ella cumple 40 y su marido tiene que ser hospitalizado por una mala apendicitis que se complica muchísimo y hace que toda su logística familiar, mental y sentimental se tambalee. Ella decide entonces dejar su trabajo porque no puede más y, a pesar de que no lo menciona en ningún momento, parece estar sufriendo una depresión. El libro se organiza en capítulos dedicados a los meses de invierno (y otoño) desde octubre a marzo y es un recorrido curativo por la necesidad de recogerse, de refugiarse, de quedarse en casa a salvo cuando estás tan frágil que todo te duele. Esto es algo que es mucho más fácil de hacer en invierno y que, para los que nos gusta, es a la vez que sanador muy placentero. 


Invernar como concepto, volverse hacia dentro, descansar, coger fuerzas, disfrutar de estar solo, de la oscuridad, del silencio. No quiero que pienses que es un libro sobre el invierno: es un libro sobre los procesos necesarios de invernación en los que todos vamos a estar en algún momento de nuestra vida. No se trata de luchar contra ellos, hay que pasarlos, atravesarlos y saber que forman parte de la vida. May lo explica muy bien. 


«Todo el mundo invierna en algún momento, los hay que inviernan una y otra vez. La invernación es una temporada en el frío. Un periodo de barbecho en la vida en el que estás desconectada del mundo, te sientes rechazada, incapaz de progresar u obligada a desempeñar el papel de extraña. Puede ser consecuencia de una enfermedad o de una experiencia vital, como la viudedad o la llegada de un hijo, puede deberse a una humillación o a un fracaso. Puede que te encuentres en un periodo de transición y hayas caído temporalmente entre dos mundos. Algunas invernaciones nos invaden más despacio, acompañando el largo final de una relación, las responsabilidades cada vez mayores de cuidar a nuestros padres según envejecen, el goteo de la confianza perdida. Algunas son espantosamente repentinas, como descubrir un día que tus capacidades se consideran obsoletas, que la empresa en la que trabajas está en bancarrota o que tu pareja se ha enamorado de otra persona. Llegue como llegue, la invernación suele ser involuntaria, solitaria y profundamente dolorosa».


Katherine habla de todas estas cosas relacionadas con las sensaciones y los sentimientos y también escribe sobre el invierno en Finlandia, sobre los renos, la cultura sami, los problemas por la falta de luz o de esos grupos de gente loca, a mi modo de ver, que se junta para bañarse en las aguas heladas del mar durante todo el año. Ella misma decide hacerlo y, claro, lo encuentra curativo. Me pregunto si lo hubiera contado en el libro de haberle parecido una chorrada o si no hubiera sido capaz más que de meter un pie antes de volverse a casa. 


«Un día de nieve es un día salvaje, unas vacaciones espontáneas en las que se invierten las tornas [...]. Parece que el invierno está lleno de esas invitaciones pasajeras a salirnos de lo ordinario. Puede que la nieve sea bella, pero también es una estafadora. Nos ofrece todo un mundo nuevo pero, en cuanto nos tiene convencidos, desaparece».


Invernando es un libro bonito, trata sobre la tristeza, la sensación de sentirte de porcelana, a punto de romperte y la necesidad de recogerte. Habla del frío, la nieve, el viento y la falta de luz y cómo puede llegar a ser reconfortante. May asocia el invierno con la depresión, dándole un poso de tristeza que yo no comparto para nada porque a mí lo que me hunde es la primavera pero, en resumen, sí lo recomiendo a pesar de esto y de que al final flojea. 


«Nosotros, que hemos invernado, hemos aprendido unas cuantas cosas. Ahora las contamos como aves. Dejamos que nuestras voces llenen el aire».



Los abandonos, de Russell Banks, fue mi siguiente lectura. A este autor llegué, cómo no, por Juan Tallón: «¿No has leído nada de Russell Banks?» «No, ¿por dónde empiezo?» Y entonces él me mandó un pantallazo con cuatro títulos señalados en amarillo. Esto debió de ser hace seis o siete meses, ya que a Juan, como él a mí, le hago caso siempre pero no muy deprisa, porque si no se crece y se viene arribísima. Y no hay nada peor que un amigo subido a la parra. Cuando conseguí éste, le mandé una foto y me dijo: «Yo no te recomendé ése». Menos mal que tenía la foto guardada. 


Me ha gustado bastante aunque al final naufraga un poco y da unas cuantas vueltas innecesarias a una novela que funciona como un tiro hasta ese momento. Leonard Fife (me encantaría saber en qué momento a Banks le pareció que este nombre funcionaba) es un director de cine canadiense que se está muriendo de un cáncer terminal. Uno de sus antiguos alumnos le ha convencido para una última grabación en la que quiere que hable de su vida, su trabajo como documentalista, sus influencias, … en resumen: de su arte, para hacer una película sobre él. Con ese propósito, un grupo de 4 personas (sonido, producción, dirección y luces) se reúnen en el piso de Leonard en el que también está Emma, su mujer, y la enfermera que lo cuida. Leonard sin embargo decide salirse de lo pactado y lo que hace, frente a la cámara, es repasar su vida sin mentir, quiere que su mujer sepa quién es él de verdad, cómo llegó a Canadá desde Estados Unidos y cómo era su vida. No voy a destripar la trama, pero es impresionante el manejo de los flashbacks y de la voz narrativa que tiene Banks. Cómo consigue llevarte a la vida de Leonard de joven, a sus pensamientos, sus sensaciones, su manera de ver el mundo para, al pasar la página, encontrarte de nuevo con el Leonard anciano y enfermo, en su salón con las cortinas echadas y el gotero de la morfina enganchado. 


Al terminarlo me pregunté si al hacernos viejos, si al sentir que se acerca la muerte, todos sentimos o sentiremos la necesidad de repasar nuestra vida, de recontárnosla para darle sentido a lo que hemos vivido, para cerrar ese círculo. 


«El final de la infancia no existe, le dice a Emma. Solo es la inocencia - la primera infancia - lo que en realidad termina. Entonces es cuando verdaderamente empieza la infancia, que es un territorio, no un límite. Y es enorme, llega hasta la vejez y la muerte».


En la Cuesta de Moyano compré un domingo De ratones y de hombres, de John Steinbeck, en una edición antigua de Edhasa en tapa dura. Tenía la vaga idea de que lo había leído en su día, cuando me dió por Steinbeck por primera vez, pero apenas lo recordaba. Cuando empecé a leerlo me venían flashes a la cabeza, así que con seguridad ya lo había leído pero da igual: Steinbeck siempre merece una relectura. 


Es un libro tristísimo, con una tristeza inexorable que te agarra desde las primeras líneas. Es una sensación de pena abrumadora de la que no puedes escapar. Me recordó a La lluvia amarilla, de Llamazares. Sabes que la desgracia será inevitable, que esos personajes solo quieren una vida mejor, no una vida grande ni lujosa ni diferente. Todos ellos lo único que ansían es una casa y gente que les quiera. Cosas que en su día tuvieron y que la vida les arrebató. Sueñan con lo mínimo y no van a tenerlo. El lector tiene un punto de vista omnisciente y lo sabe y aún a sabiendas de que no ocurrirá, lees esperando que se produzca el milagro, que todo acabe bien, que la desgracia no les alcance. Sobre De ratones y de hombres se dice que es una especie de ensayo de Las uvas de la ira (que es lectura imprescindible) pero creo que también lo es en cierto modo de Cannery Row, aunque en mi novela más favorita del mundo todo tiene un tono más luminoso, brillante, feliz casi. Aquí no, aquí solo hay una sensación de desamparo muy profunda que no hace más que acrecentarse según avanzas. No es la pobreza extrema de Las uvas de la ira (aquí los personajes comen) ni la soledad de La lluvia amarilla: no están solos pero caminan hacia un destino que sabes que no les dejará escapar. Que ese destino sea las malas artes de una mujer que ni siquiera tiene nombre resulta un poco escandaloso en 2024 pero, en realidad, la mujer no es más que un instrumento, sabes que ninguno de los dos protagonistas tendrá un final feliz. Sencillamente no les toca. 


¿Recomiendo De ratones y de hombres? Por supuesto que sí. De Steinbeck lo recomiendo todo menos La perla, que es insoportablemente cursi. 


La última lectura del mes también tiene que ver con el invierno, se titula Ventisca y es de la autora francesa Marie Vingtras. Tampoco recuerdo a quién se lo vi recomendar pero debió de ser a alguien de quién me fío porque lo pedí a los Reyes. Es una novelita bastante correcta ambientada en Alaska durante una terrible ventisca. Aquí el invierno y el frío no son los protagonistas, son más bien un escenario, un decorado para un thriller que se construye con capítulos muy breves protagonizados cada uno de ellos por un personaje: cinco hombres, una mujer y un sexto hombre del que nunca «escuchamos» sus palabras pero que es la razón última por la que todos están en ese día en medio del viento y la nieve. 


Es una pena que el personaje que debería tener más peso y ser más interesante, aquel sobre el que orbitan todos, se quede bastante pobre frente a otros que crecen demasiado, como el de la mujer o el del hombre negro (Freeman se llama, un poquito obvio). 


«Volveré a abrir esa puerta y volverá a ser demasiado tarde. Lo único que sé hacer es llegar siempre después, cuando lo peor ya ha pasado».


Como he dicho es correcta. Es aséptica. Se lee con facilidad, entretiene y tiene un giro final que, aunque previsible, le da cierta gracia. Acabará siendo una peli seguro. 


No ha sido un mal comienzo del año. Ahora mismo estoy leyendo sobre una isla griega pero de eso ya escribiré en febrero, cuando el invierno esté a punto de terminar. 


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miércoles, 3 de enero de 2024

Lecturas encadenadas. Diciembre.

 

He terminado el año en un estado de placidez casi absoluto. Poco a poco he ido frenando el frenesí de los últimos meses hasta llegar casi a la inmovilidad. Los días han vuelto a tener 24 horas en las que puedo encajar todo lo que quiero hacer y no tengo prisa para nada. En este estado de paz y tranquilidad han encajado muy bien mis lecturas de diciembre. Ha sido un buen final de año lector.


Al lío:


En noviembre estuve en Milán trabajando. En el único momento de ocio que tuve paseé por la plaza del Duomo y por la Galleria Vittorio Emanuele II. Allí entré en la librería Rizzoli con la intención de ver que autores españoles tenían traducidos al italiano para poder recomendarlos a una de las personas con las que había ido a reunirme en Milán. No encontré nada interesante que recomendar (me niego a recomendar a Juan Gómez Jurado: tengo un prestigio que defender) pero, en la sección de libros en inglés, me di de bruces con la nueva novela de Paul Auster, Baumgartner. Con Paul he tenido una relación muy tumultuosa a lo largo de mi vida. Lo descubrí tarde, con treinta años, cuando mi amigo Fede me dijo: «¿No has leído a Paul Auster? Tienes que leer La música del azar». Lo compré y lo leí del tirón, me hipnotizó y hasta pasé miedo. De ahí, y como hacía en mis tiempos, me lancé a leer toda su producción. Me sumergí en la Trilogía de Nueva York, en Creía que mi padre era Dios, en Leviatán. Después llegaron La noche del oráculo, El libro de las ilusiones y Brooklyn Follies. Guardo un especial recuerdo para El Palacio de la Luna por la mejor descripción que he leído nunca sobre una buena conversación: 


«Poco a poco me fui relajando y entrando en la conversación. Kitty tenía un talento natural para hacer hablar a la gente y resultaba fácil charlar con ella, sentirse cómodo en su presencia. Como me había dicho el tío Victor hacía mucho tiempo, una conversación es como tener un peloteo con alguien. Un buen compañero te tiraba la pelota directamente al guante de modo que es casi imposible que se te escape: cuando es él quien recibe, coge todo lo que lanzas, incluso los tiros más erráticos e incompetentes. Esto es lo que hacía Kitty».


Y luego llegó el desamor. Paul escribió Invisible y yo, después de leerla, tuve que escribirle una carta diciéndole que lo nuestro se había acabado. Decidí que si quería que lo nuestro quedara por lo menos como un buen recuerdo no iba a leerle más. Pero, pero, pero… Paul publicó después el maravilloso Diario de invierno y volvió a enamorarme. No volvió a ser como antes pero, por lo menos, nos seguíamos gustando en la distancia. Ese gustarnos a distancia fue lo que me llevó a comprar Baumgartner y ha sido un reencuentro maravilloso. 


Baumgartner es el protagonista de la novela. Tiene unos 70 años, es profesor y escritor y vive solo desde que hace diez años se quedó viudo. En la novela no pasa nada más que el recuento de sus días llenos de nimiedades, pensamientos, deseos, recuerdos, ilusiones, pequeños problemas, indisposiciones físicas poco importantes pero molestas, recados y preocupaciones. Nada grave, nada especial pero todo importante porque esos pequeños detalles construyen quiénes somos, cómo somos y la vida que vivimos. La maestría de Auster está en saber contarlo y hacerlo interesante, casi apasionante. Justo ahora, mientras escribo esto, pienso que de alguna manera esta novela se parece a La luz difícil, que leí hace nada, por eso mismo, por la construcción de una vida a partir de detalles cotidianos. Las dos tienen ese peso casi táctil que hace que como lector veas las casas, sientas la luz que entra por la ventana o la temperatura del agua que sale del grifo de la cocina, escuches la tarima del suelo crujir. Los dos libros comparten también el tener como protagonista a hombres mayores con vidas llenas de ilusiones y proyectos que los mantienen pensando en el futuro, enfrentados a la idea generalizada que tenemos de la vejez los que aún no hemos llegado allí. Baumgartner está justo en ese momento, pero se da cuenta de que no es así: todo sigue importando. 


“Does an event have to be true in order to be accepted as true, or does belief in the truth of an event already make it true, even if the thing that supposedly happened did not happen?” 


Este año volveré a Auster. 


Un amor cualquiera, de Jane Smiley, llegó a mi casa por un envío de Sexto Piso Editorial. Después de lo muchísimo que me gustó La edad del desconsuelo quería reconciliarme con ella después de que Heredarás la tierra me gustara regular. 


Un amor cualquiera se encadena con Baumgartner en que aquí también nos encontramos con la narración de las menudencias del día a día, las pequeñas cosas que pasan en una vida y que para un observador externo no significan, pero que a cada uno, en su vida, le sirven para entender, entenderse y construir la convivencia con los demás. La protagonista de esta novela es Rachel, tiene 52 años y cinco hijos, dos de ellos gemelos. Hubo un tiempo en el que vivió alejada de ellos porque al confesarle a su marido una infidelidad él se los llevó a Inglaterra, lejos de ella. Los dos días que retrata la novela están llenos de las interpretaciones que Rachel hace de los gestos de sus hijos, de cómo ella sabe si están contentos, tristes, preocupados o a punto de saltar. Sabe lo que callan, o cree saberlo, y lo que calla ella por amor o para evitar un dolor o una discusión. Ese difícil equilibrio de comunicación entre madres e hijos, ese amor complejo, que oscila entre el infinito y el desprecio, ese saber y no poder decir, todo eso está muy bien descrito por Smiley. Y eso es lo que más me gusta de ella: que, en ninguna de sus novelas, se ahorra el asomarse a lo que más nos escondemos a nosotros mismos en nuestras relaciones con los que queremos: los momentos en los que no los queremos. 


«Tengo 52 años, que es la edad en la que, al parecer, tus hijos y los amigos de tus hijos de pronto quieren usurpar toda la sabiduría y experiencia que, en su día, no creyeron que tuvieras y que ahora les resulta de gran utilidad».


Leed a Smiley pero, repito, empezad por La edad del desconsuelo y luego éste. 


Terminé el mes y el año releyendo Winter, de Rick Bass, el libro que me hubiera gustado vivir y escribir. He vuelto al Valle del Yaak para encontrarme con el invierno que aquí no tenemos y que mi cuerpo pide a gritos. Las últimas tardes del año las pasé en ese valle, preparándome para el invierno y esperando la nieve. 


«I´ll never get used to snow —how slowly it comes down, how the world seems to slow down, how the world seems to slow down, how time slows, how age and sin and everything is buried. I don´t mind the cold. The beauty is worth it» 


Dicen las predicciones que el Día de Reyes nevará en Los Molinos, no quiero hacerme ilusiones. 


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