domingo, 18 de febrero de 2024

Podcasts encadenados: de pasos, novias y críticos




Escribo este texto el viernes a las nueve y media de la noche, con el ordenador en las rodillas, sentada enfrente de la chimenea mientras en la televisión, que tengo puesta para que haga de ruido de fondo y concentrarme, veo a Lee Marvin cantar I was born under a wandering star. Esta canción siempre me recuerda a mi madre porque es de sus favoritas. Ella está por ahí, con sus amigos, celebrando que alguno de ellos cumple ochenta años. ¿Por qué escribo ahora en vez de relajarme o acostarme después de una semana agotadora? Pues porque mañana celebro mi cumpleaños y va a ser un día completo: bajar a la compra a por los últimos detalles, cocinar lo que me falta, poner la mesa después de mil quinientas dudas sobre si la pongo dentro o fuera, preparar los aperitivos, volver a bajar a la compra a por lo que sea que se me ha olvidado y luego ya disfrutar con mis amigos que me exigieron que organizara comida que se prolongara hasta la merienda y la cena. En previsión de que mañana a estas horas esté o de juerga o destrozada de cansancio en el sofá jurando que es la última vez que celebro mi cumpleaños hasta los sesenta, escribo sobre los últimos podcasts que más me han gustado porque, para mí, este compromiso dominical es más importante que mi trabajo. 


Vamos a ello. 


The 13th Step aparecía en todas las listas de mejores podcasts de 2023, así que lo apunté para escucharlo en cuanto pudiera. Ese momento llegó en Navidad y con él me pasó lo que me pasa con los podcasts o los libros que me gustan mucho, que recuerdo perfectamente dónde estaba cuando lo estaba escuchando.


A lo mejor sabes, espero que por haberlo visto en muchas pelis y no por experiencia propia, cómo funcionan los grupos de Alcohólicos Anónimos con sus reuniones y su camino de 12 pasos que tienen que ir cumpliendo para conseguir superar la adicción. Se conoce como «el paso 13» al peaje que muchas mujeres, casi todas, pagan en estos grupos en forma de algún tipo de abuso/acoso sexual por parte de un hombre de ese grupo que puede ser incluso el sponsor o padrino. Por lo visto es muy habitual que se aprovechen de ellas contando con que están en una situación de vulnerabilidad física, mental y emocional. 


Lauren Chooljian es periodista y en 2020 publicó una noticia sobre un brote de covid en un centro de rehabilitación. Poco después recibió un correo diciéndole que eso no era lo peor que ocurría en esos centros y en otros del mismo dueño. Comienza a investigar, a tirar del hilo, y descubre una serie de alegaciones de abusos sexuales a expacientes por parte de Eric Spofford, un exadicto creador y dueño de todos esos centros en New Hampshire. El tipo se dedica a acosarlas cuando están a punto de salir del programa y deja un rastro de mensajes, fotopollas... El acoso se extiende también a empleadas. 


La publicación de las noticias, muy contrastadas e investigadas, desata una serie de consecuencias muy graves que, mientras lo escuchaba, me helaban la sangre. Chooljian es una periodista extrasolvente, con una gran capacidad para narrar todo el proceso de investigación y comprobación de fuentes sin que en ningún momento el oyente se aburra o se pierda. La narración funciona de manera excelente, el guión es estupendo y Lauren consigue un tono de cercanía y confianza que va creciendo según avanza la serie. Está muy bien dosificada toda la información, todas las veces que dice «luego lo explico», cómo mete el fact checking y las comprobaciones internas que el oyente, aunque no lo sabe, quiere escuchar. También la presentación de ambientes cada vez que cuenta dónde se entrevistó con alguien está muy bien hecha. Quiero detenerme en esto un segundo para explicarlo: Cuando estás escuchando un podcast, estás usando el oído pero al mismo tiempo estás viendo lo que te narran. Para que eso suceda, para que puedas verlo, necesitas que alguien te cuente si el entrevistado tiene 34 o 67 años, si es alto o bajo, si da la sensación de mantener la calma o tiene una risa explosiva. Necesitas saber, también, si la entrevista se ha hecho en un estudio o en la casa de la fuente o por Zoom o dentro de un coche. Esto, que parece de cajón, muchísimas veces se olvida confiando en que, como lo estás escuchando, no necesitas esas descripciones. Aquí, como he dicho, está muy bien hecho. Además, The 13th Step tiene música original compuesta especialmente para el podcast que a veces me recuerda a The Retrievals y a veces a Serial.


Por si todo esto fuera poco, si no hablas inglés estás de suerte porque tienes disponible las transcripciones de todos los episodios.


Es un podcast de la radio pública de New Hampshire, responsable también de Bear Brook (un true crime en un bosque del estado) y Patient Zero (sobre la enfermedad de Lyme) que me gustaron muchísimo. 


Con The Girlfriends me lo he pasado en grande. Lo cacé en otra lista con los mejores true crimes del 2023 pero no sé yo si lo calificaría así. Para que te hagas una idea: imagina una especie de crossover perfecto entre El club de las primeras esposas, Se ha escrito un crimen y Las chicas de oro. Una maravilla superentretenida. 


¿Qué cuenta The Girlfriends? Para empezar y marcar la diferencia, la narradora es Carole Fisher, una señora-señora, abuela, y esta es la primera vez que hace un podcast. ¿Y qué cuenta Carole? Pues se junta con sus amigas, que llevan juntas 40 años, para narrar la historia de Bob Bierenbaum, un cirujano plástico judío, joven y guapo que llega a Las Vegas en los 90 y se convierte en el soltero más solicitado de una ciudad donde hay pocos judíos, menos aún solteros y médicos. Allí sale con varias mujeres a las que comienza cortejando con citas de ensueño, vuelos en avioneta, viajes maravillosos, cenas, atenciones…, pero poco a poco todas se van dando cuenta de que hay algo raro en él: ataques furia, mentiras, acusaciones absurdas. Carole Fisher fue su novia por entonces, estaba en éxtasis con él, pero poco a poco se fue dando cuenta de que había algo raro. Cuando por fin lo deja, después de que él la acuse de haberle contagiado la sífilis, ella se reúne con amigas suyas que ya salieron con él y forman una especie de club en el que cotillean sobre Bob y empiezan a investigar.


No quiero destripar la trama porque es apasionante, como una peli de los 90 con cardados, excesos y brillos. 


The Girlfriends tiene cosas muy  buenas: la idea del club de mujeres contra el malvado, la estructura a partir del tercer episodio, la dosificación de la información y que Carole te cae bien como narradora porque es como tu abuela contándote una historia en la que ella es la protagonista. No tan bueno tiene que los dos primeros episodios están estructurados de manera algo regular y sobre todo la cantidad de publicidad que tiene: he contado hasta 3 y 4 cortes de más de 3 minutos con promo cruzada de otros podcasts que hacen la escucha un poco incómoda. A pesar de estas pegas lo recomiendo mucho porque tiene otros grandes aciertos como el personajazo que es la hermana (no te digo de quién para no reventarlo) y la música, con un coro femenino que resulta un grandísimo acierto, da esa idea de hermandad frente al peligro que acecha a las mujeres. Y si llegas al final... pelos de punta. 


Lamentablemente no tiene transcripciones.


Breves: 


En español, y como seguro que has visto La sociedad de la nieve, de la que por supuesto te sabías la historia porque aquí todos tenemos más años que un bosque, te recomiendo muchísimo Andes. 72 días en la montaña, un podcast uruguayo que se estrenó en 2022 para conmemorar los 50 años de la tragedia. Es estupendo, completísimo y aunque creas que ya lo sabes todo de aquel suceso en sus nueve episodios hay elementos nuevos. Si te animas, me gustaría que te fijaras en la manera en la que, en el primer episodio, nombran a todos los pasajeros del avión sin hacer una lista, sin que resulte aburrido, consiguen nombrarlos a todos, los 45, y perfilarlos como personas y no como nombres solo con un par de líneas sobre ellos. Es también muy interesante el episodio final que va más allá del rescate, la fama y la gloria y se centra en los aspectos no tan bonitos de la hazaña. 


Me encantó este episodio de The Ezra Klein Show: How to Discover Your Own Taste, con Kyle Chayka, un periodista de The New Yorker. Hablan sobre cómo construimos lo que nos gusta y lo que no. Este episodio me gustó tanto que me inspiró para escribir esto y esto


Por último, mi nueva adicción y por la que voy a hacer campaña hasta que consiga que te enganches, es Critics at Large de The New Yorker. Es una especie de La Cultureta en inglés con tres críticos de la revista: Vinson Cunningham, Naomi Fry y Alexandra Schwartz. Son tan listos, tan cultos, tan inteligentes y tan divertidos que, si no fuera porque además de todo eso tienen una química maravillosa, me darían muchísima rabia y puede que incluso los odiara. El caso es que me encantan: cada jueves, en cuanto el episodio nuevo cae corro a escucharlo. Para empezar te recomiendo éste: The Case for Criticism, en el que reflexionan sobre el papel del crítico cultural, cuáles deben ser sus características y si ahora tienen sentido o no. Me encantan. 


Te recuerdo que si quieres unirte al Club de Podcasts Encadenados, el próximo 3 de marzo haremos la primera sesión para comentar los dos primeros podcasts seleccionados y que puedes suscribirte para saber qué vamos a escuchar, participar en el chat en el que estamos ya comentando algunas cosas y saber cómo será nuestra primera videollamada. 


Suficiente por hoy. Si escuchas algo, por favor, ven a contármelo: me hará mucha ilusión.

lunes, 12 de febrero de 2024

12 de febrero. Cincuenta y un años

 

Hoy cumplo cincuenta y un años. Y lo siento como si el paso que doy hoy fuera a inclinar el balancín de mi existencia hacia abajo. De alguna manera en mi cabeza mi vida aparece ahora como uno de esos columpios en los parques que son una gran viga con asientos a los extremos. Un balancín en el que, al principio, tu padre o tu madre son los que se sientan en un extremo mientras que tú, gorjeando de excitación, con apenas un par de años, disfrutas de ese súbito impulso hacia arriba provocado por su peso y del salto que das al bajar. A ese columpio vuelves después a impulsarte tú solo, a hacer el cafre con tus amigos cuando todavía eres niña y, a veces, cuando te enamoras las primeras veces y te sientes tan ligero y tan seguro de la felicidad que estás sintiendo, vas con tu novio a sentarte en ese balancín y a reír y gorjear hasta que no puedes más y corres a morrearte como si no hubiera un mañana. Y no lo hay, no hay un mañana de sentirte así de ligero… pero todavía no lo sabes.  


En mi cabeza, estos últimos días y mientras pensaba en este día, veía mi vida como un caminar por ese balancín. Primero trepando, casi gateando para ir subiendo hasta que mi vida tuvo bastante peso como para mantener el equilibrio, a veces a duras penas, y avanzar, sin caerme, hasta llegar al centro de ese balancín. En el último año, el cincuenta, he estado plantada en el medio. Casi puedo verme con las piernas un poco separadas, las manos en jarras y la cabeza bien alta sintiendo: «Lo logré. Aquí estoy, en el punto medio. He aprendido lo que tenía que aprender. Está hecho». 


Y, de repente, tengo que dar el paso hacia los cincuenta y uno y la barra empieza a inclinarse hacia el otro lado, hacia abajo. Sé que es una tontería, que no es más que una proyección mental y que no tiene sentido, pero así lo siento. Cincuenta y uno es empezar a descender lentamente. Es una sensación rara porque al mismo tiempo me pasa que ocurre algo curioso, sobre todo en el trabajo. Voy a reuniones, a actos, a entrevistas y tengo que pararme y pensar conscientemente que soy la persona de mayor edad ahí. Todos los demás son más jóvenes y algunos ni siquiera habían nacido cuando yo ya sabía que la ligereza de los primeros enamoramientos se acaba. Hago un esfuerzo entonces por pensar en cómo me verán ellos. ¿Cómo veía yo a la gente de cincuenta años cuando tenía veinticinco, treinta o treinta y seis? No me acuerdo. ¿Es esto algo bueno? ¿No me acuerdo porque me parecían gente cabal, con las ideas claras y la vida más o menos entendida o no me acuerdo por que ni los veía? No lo sé. 


Me preocupan cosas como empezar a repetir las mismas historias una y otra vez, que se me olviden otras, empezar a decir «antes todo era mejor». ¿En qué momento dejé de saber qué música era la que más se escuchaba? ¿Es porque ahora hay demasiada o porque ya no me toca saberlo? Recuerdo perfectamente cuando mi madre cumplió cincuenta, mi padre todavía vivía y tiró la casa por la ventana. Le compró un Rolex de oro ,que era su gran ilusión, y un viaje a París a pesar de que a él no le gustaba viajar. Fuimos a El Escorial a comer y cuando le dimos el reloj mi madre se puso a llorar y no paró en toda la comida mientras nosotros cinco nos poníamos morados. Al llegar a casa, ellos dos salieron al jardín y al tiempo que nosotros cuatro les mirábamos desde la ventana mi padre le dijo que se iban a París. Más llorera sin fin por parte de mi madre que no se lo podía creer. Recuerdo cómo la veía entonces, cómo la sentía. ¿Cómo me ven ahora mis hijas? No puedo preguntárselo; eso no se pregunta porque, ahora mismo, no hay respuesta. La habrá dentro de veinte o treinta años, esté o no esté yo aquí. 


A lo mejor parece que me preocupa cómo me ven los demás, ahí subida en mitad del balancín con la cabeza erguida y los brazos en jarras, pero no es preocupación, es curiosidad. Muchas veces he leído o escuchado a gente mayor decir que cuando envejeces te miras en el espejo y piensas: no puedo ser esta persona, yo me siento igual que cuando tenía 15, 25 o 30. A mí no me pasa eso, más bien al contrario. Me parece increíble compararme con la persona que era antes. El otro día pensé que, pasado mañana, se cumplirán diez años desde que me divorcié. En estos diez años han pasado tantas cosas, buenas y malas, que sé que no soy ni de lejos la que era hace diez años. No soy mejor pero sí estoy mejor. 


Han dejado de preocuparme muchísimas cosas, casi todas de hecho. Me preocupa mi salud y la de mis hijas, me preocupa que se me pase la vida sin tener tiempo para todo lo que quiero hacer, leer, aprender, escribir, para ir a todos los lugares que me apetece visitar. Me preocupa que se me hagan muy largos los catorce años que me quedan para jubilarme y que, al pensarlo ahora, creo que marcarán el momento en que gorjearé feliz al tocar el suelo en el balancín. 


A partir de ese momento jugaré en la arena. 


Estoy mejor. 


Cincuenta y un años.


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miércoles, 7 de febrero de 2024

Lecturas encadenadas. Enero

Iba a empezar diciendo que, contra lo que parece ser una opinión generalizada, a mí enero no me ha parecido eterno y creo que para la mayoría de la gente, si se sienta a pensarlo despacio, tampoco ha sido así. ¿Cómo va a ser largo un mes que empieza el día 8? Pues iba a decir que no me ha parecido eterno, pero pero pero ha tenido que ser largo porque han caído cuatro lecturas encadenadas. 


Al lío. 


«Pienso que deberíamos bailar como si nadie nos mirara. Creo que también se aplica a la lectura».


La primera lectura del año fue Invernando. El poder del descanso y el refugio en tiempos difíciles, de Katherine May. No sé a quién le vi este libro o quién me lo recomendó pero lo encontré en julio en la librería de Cercedilla y lo compré esperando que llegara el invierno para cogerlo. A pesar de que el invierno ha llegado muy flojito, leí Invernando como se debe leer: con algo de frío fuera, sin prisa, en las tardes lentas de sofá, manta y chimenea y quedándome dormida a ratos de pura placidez, no de aburrimiento. 


Katherine May es inglesa y vive en un pueblecito de costa. Está casada, tiene un hijo de seis años y el libro comienza el día que ella cumple 40 y su marido tiene que ser hospitalizado por una mala apendicitis que se complica muchísimo y hace que toda su logística familiar, mental y sentimental se tambalee. Ella decide entonces dejar su trabajo porque no puede más y, a pesar de que no lo menciona en ningún momento, parece estar sufriendo una depresión. El libro se organiza en capítulos dedicados a los meses de invierno (y otoño) desde octubre a marzo y es un recorrido curativo por la necesidad de recogerse, de refugiarse, de quedarse en casa a salvo cuando estás tan frágil que todo te duele. Esto es algo que es mucho más fácil de hacer en invierno y que, para los que nos gusta, es a la vez que sanador muy placentero. 


Invernar como concepto, volverse hacia dentro, descansar, coger fuerzas, disfrutar de estar solo, de la oscuridad, del silencio. No quiero que pienses que es un libro sobre el invierno: es un libro sobre los procesos necesarios de invernación en los que todos vamos a estar en algún momento de nuestra vida. No se trata de luchar contra ellos, hay que pasarlos, atravesarlos y saber que forman parte de la vida. May lo explica muy bien. 


«Todo el mundo invierna en algún momento, los hay que inviernan una y otra vez. La invernación es una temporada en el frío. Un periodo de barbecho en la vida en el que estás desconectada del mundo, te sientes rechazada, incapaz de progresar u obligada a desempeñar el papel de extraña. Puede ser consecuencia de una enfermedad o de una experiencia vital, como la viudedad o la llegada de un hijo, puede deberse a una humillación o a un fracaso. Puede que te encuentres en un periodo de transición y hayas caído temporalmente entre dos mundos. Algunas invernaciones nos invaden más despacio, acompañando el largo final de una relación, las responsabilidades cada vez mayores de cuidar a nuestros padres según envejecen, el goteo de la confianza perdida. Algunas son espantosamente repentinas, como descubrir un día que tus capacidades se consideran obsoletas, que la empresa en la que trabajas está en bancarrota o que tu pareja se ha enamorado de otra persona. Llegue como llegue, la invernación suele ser involuntaria, solitaria y profundamente dolorosa».


Katherine habla de todas estas cosas relacionadas con las sensaciones y los sentimientos y también escribe sobre el invierno en Finlandia, sobre los renos, la cultura sami, los problemas por la falta de luz o de esos grupos de gente loca, a mi modo de ver, que se junta para bañarse en las aguas heladas del mar durante todo el año. Ella misma decide hacerlo y, claro, lo encuentra curativo. Me pregunto si lo hubiera contado en el libro de haberle parecido una chorrada o si no hubiera sido capaz más que de meter un pie antes de volverse a casa. 


«Un día de nieve es un día salvaje, unas vacaciones espontáneas en las que se invierten las tornas [...]. Parece que el invierno está lleno de esas invitaciones pasajeras a salirnos de lo ordinario. Puede que la nieve sea bella, pero también es una estafadora. Nos ofrece todo un mundo nuevo pero, en cuanto nos tiene convencidos, desaparece».


Invernando es un libro bonito, trata sobre la tristeza, la sensación de sentirte de porcelana, a punto de romperte y la necesidad de recogerte. Habla del frío, la nieve, el viento y la falta de luz y cómo puede llegar a ser reconfortante. May asocia el invierno con la depresión, dándole un poso de tristeza que yo no comparto para nada porque a mí lo que me hunde es la primavera pero, en resumen, sí lo recomiendo a pesar de esto y de que al final flojea. 


«Nosotros, que hemos invernado, hemos aprendido unas cuantas cosas. Ahora las contamos como aves. Dejamos que nuestras voces llenen el aire».



Los abandonos, de Russell Banks, fue mi siguiente lectura. A este autor llegué, cómo no, por Juan Tallón: «¿No has leído nada de Russell Banks?» «No, ¿por dónde empiezo?» Y entonces él me mandó un pantallazo con cuatro títulos señalados en amarillo. Esto debió de ser hace seis o siete meses, ya que a Juan, como él a mí, le hago caso siempre pero no muy deprisa, porque si no se crece y se viene arribísima. Y no hay nada peor que un amigo subido a la parra. Cuando conseguí éste, le mandé una foto y me dijo: «Yo no te recomendé ése». Menos mal que tenía la foto guardada. 


Me ha gustado bastante aunque al final naufraga un poco y da unas cuantas vueltas innecesarias a una novela que funciona como un tiro hasta ese momento. Leonard Fife (me encantaría saber en qué momento a Banks le pareció que este nombre funcionaba) es un director de cine canadiense que se está muriendo de un cáncer terminal. Uno de sus antiguos alumnos le ha convencido para una última grabación en la que quiere que hable de su vida, su trabajo como documentalista, sus influencias, … en resumen: de su arte, para hacer una película sobre él. Con ese propósito, un grupo de 4 personas (sonido, producción, dirección y luces) se reúnen en el piso de Leonard en el que también está Emma, su mujer, y la enfermera que lo cuida. Leonard sin embargo decide salirse de lo pactado y lo que hace, frente a la cámara, es repasar su vida sin mentir, quiere que su mujer sepa quién es él de verdad, cómo llegó a Canadá desde Estados Unidos y cómo era su vida. No voy a destripar la trama, pero es impresionante el manejo de los flashbacks y de la voz narrativa que tiene Banks. Cómo consigue llevarte a la vida de Leonard de joven, a sus pensamientos, sus sensaciones, su manera de ver el mundo para, al pasar la página, encontrarte de nuevo con el Leonard anciano y enfermo, en su salón con las cortinas echadas y el gotero de la morfina enganchado. 


Al terminarlo me pregunté si al hacernos viejos, si al sentir que se acerca la muerte, todos sentimos o sentiremos la necesidad de repasar nuestra vida, de recontárnosla para darle sentido a lo que hemos vivido, para cerrar ese círculo. 


«El final de la infancia no existe, le dice a Emma. Solo es la inocencia - la primera infancia - lo que en realidad termina. Entonces es cuando verdaderamente empieza la infancia, que es un territorio, no un límite. Y es enorme, llega hasta la vejez y la muerte».


En la Cuesta de Moyano compré un domingo De ratones y de hombres, de John Steinbeck, en una edición antigua de Edhasa en tapa dura. Tenía la vaga idea de que lo había leído en su día, cuando me dió por Steinbeck por primera vez, pero apenas lo recordaba. Cuando empecé a leerlo me venían flashes a la cabeza, así que con seguridad ya lo había leído pero da igual: Steinbeck siempre merece una relectura. 


Es un libro tristísimo, con una tristeza inexorable que te agarra desde las primeras líneas. Es una sensación de pena abrumadora de la que no puedes escapar. Me recordó a La lluvia amarilla, de Llamazares. Sabes que la desgracia será inevitable, que esos personajes solo quieren una vida mejor, no una vida grande ni lujosa ni diferente. Todos ellos lo único que ansían es una casa y gente que les quiera. Cosas que en su día tuvieron y que la vida les arrebató. Sueñan con lo mínimo y no van a tenerlo. El lector tiene un punto de vista omnisciente y lo sabe y aún a sabiendas de que no ocurrirá, lees esperando que se produzca el milagro, que todo acabe bien, que la desgracia no les alcance. Sobre De ratones y de hombres se dice que es una especie de ensayo de Las uvas de la ira (que es lectura imprescindible) pero creo que también lo es en cierto modo de Cannery Row, aunque en mi novela más favorita del mundo todo tiene un tono más luminoso, brillante, feliz casi. Aquí no, aquí solo hay una sensación de desamparo muy profunda que no hace más que acrecentarse según avanzas. No es la pobreza extrema de Las uvas de la ira (aquí los personajes comen) ni la soledad de La lluvia amarilla: no están solos pero caminan hacia un destino que sabes que no les dejará escapar. Que ese destino sea las malas artes de una mujer que ni siquiera tiene nombre resulta un poco escandaloso en 2024 pero, en realidad, la mujer no es más que un instrumento, sabes que ninguno de los dos protagonistas tendrá un final feliz. Sencillamente no les toca. 


¿Recomiendo De ratones y de hombres? Por supuesto que sí. De Steinbeck lo recomiendo todo menos La perla, que es insoportablemente cursi. 


La última lectura del mes también tiene que ver con el invierno, se titula Ventisca y es de la autora francesa Marie Vingtras. Tampoco recuerdo a quién se lo vi recomendar pero debió de ser a alguien de quién me fío porque lo pedí a los Reyes. Es una novelita bastante correcta ambientada en Alaska durante una terrible ventisca. Aquí el invierno y el frío no son los protagonistas, son más bien un escenario, un decorado para un thriller que se construye con capítulos muy breves protagonizados cada uno de ellos por un personaje: cinco hombres, una mujer y un sexto hombre del que nunca «escuchamos» sus palabras pero que es la razón última por la que todos están en ese día en medio del viento y la nieve. 


Es una pena que el personaje que debería tener más peso y ser más interesante, aquel sobre el que orbitan todos, se quede bastante pobre frente a otros que crecen demasiado, como el de la mujer o el del hombre negro (Freeman se llama, un poquito obvio). 


«Volveré a abrir esa puerta y volverá a ser demasiado tarde. Lo único que sé hacer es llegar siempre después, cuando lo peor ya ha pasado».


Como he dicho es correcta. Es aséptica. Se lee con facilidad, entretiene y tiene un giro final que, aunque previsible, le da cierta gracia. Acabará siendo una peli seguro. 


No ha sido un mal comienzo del año. Ahora mismo estoy leyendo sobre una isla griega pero de eso ya escribiré en febrero, cuando el invierno esté a punto de terminar. 


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domingo, 4 de febrero de 2024

Tinteros y loros

 

El otro día me puse los dedos perdidos de tinta negra al terminar las últimas escurriduras de un tintero que compré antes de la pandemia. No es que escriba poco a mano (llevo dos plumas siempre cargadas de tinta), es que un tintero es algo que dura muchísimo, mucho más de lo que esperas. El caso es que, mientras me resignaba a pasar el resto del día con los dedos como si fuera un periodista de principios del siglo XX con visera y tirantes, pensé en cómo la percepción del tiempo es elástica y variable. Me acordé entonces, mientras enjuagaba el tintero y el lavabo se ponía casi más negro, de que los loros viven 70 años. Este es un dato que mi cabeza almacena porque cuando lo conocí hace un par de años me pareció escandaloso. No por los loros, claro (me parece bien que sean animales longevos), sino por la gente que tiene loros en casa. ¿En qué estás pensando cuando te compras un animal que va a vivir más que tú? ¿Cuánto quieres a un animal para pensar que es buenísima idea que viva 60 años en una jaula encima de tu radiador? En cualquier caso, mientras por fin el lavabo volvía a estar limpio y yo decidía si el tintero debía ir al contenedor de vidrio, a la basura o tenía que aprovecharlo para algo, los 70 años de un loro y los cuatro años que me he tirado escribiendo con tinta negra grafito me parecieron periodos de tiempo similares. ¿En qué? En que realmente no sabes lo largos que se te van a hacer hasta que llegas al final. 


Un tintero dura muchísimo. A mí, que todos los días escribo a mano bastante, me ha llevado cuatro años terminarlo. Y confieso que ya estaba aburrida de ese tono. Llegué al grafito después de otros tantos años escribiendo con verde musgo y el cambio vino, claro, porque me aburrí de ese color. Podría comprarme varios tinteros con diferentes colores pero eso, lejos de solucionar el problema, lo multiplicaría: tendría varios tinteros abiertos y todos ellos, al no tener dedicación exclusiva, durarían no cuatro sino cinco, seis, siete o quizás, horror, una década. «Lo mismo se estropea». No, la tinta no se estropea y lo sé porque hace poco, para una pluma que utilizo solo en casa, abrí un tintero azul turquesa que me regalaron unas amigas cuando cumplí 40 años. Ahora me enfrento a un dilema. Tengo muchísimas ganas de correr a la papelería y pasar un buen rato eligiendo color. Me apetece mucho un azul oscuro que siga siendo azul y no parezca negro sobre el papel pero también tengo ganas de volver al verde o de retomar el rojo o el granate oscuro. Pero ¿queda serio, cuando escribo a mano en reuniones y demás, escribir en rojo sangre como si fuera una muchachita romántica y pasional o fingiera serlo? ¿Sigo con el negro que siempre otorga seriedad y peso a lo que escribes? Tengo ganas de eso pero, por otro lado, me puede la prisa por terminar el tintero azul turquesa. Pienso: si en vez de usarlo solo en casa, cargo también las dos plumas que uso para trabajar, puede que este tintero, en vez de durar cuatro años, dure 2 y entonces, libre del cargo de conciencia de tener tinteros sin terminar, podré elegir con libertad y tranquilidad un nuevo color para mis letras. 


Toda esta reflexión sobre loros y tintas se extendió a lo largo de toda mi jornada. En algunos momentos me parecía que si seguía ese hilo, a todas luces bastante estúpido, quizás llegaría a alguna conclusión brillante que me permitiera escribir algo decente. «Tiempo, tiempo, tiempo… » ¿Qué más me viene a la cabeza sobre esto? La percepción del tiempo, cómo las cosas se nos pasan volando o increíblemente lentas dependiendo de un montón de factores que no siempre tienen que ver con el famoso «si te lo estás pasando bien se pasa antes» y así, siguiendo ese caminito de absurdeces pensé en el día, hace un par de años, en el que un regidor de un concurso de televisión me dijo: «Hagas lo que hagas, no mires cuánto tiempo te queda en el marcador, concéntrate en responder las preguntas». Como la mujer de Lot, no le hice caso y no gané 30.000 €. ¿Por qué no le hice caso? Pues no lo sé, supongo que porque entré al plató convencida de que no iba a ganar y entonces ¿para qué no mirar si me quedaban 10 segundos o 14? ¿Cuánto duran 14 segundos? ¿De verdad se pueden ganar 30.000 € en ese tiempo? Lo que nunca hago, sin embargo, es mirar cuánto tiempo queda de una videoreunión. He descubierto, para mi regocijo, que los europeos con los que llevo trabajando desde junio cuando ponen una reunión de 30 minutos, tras esa media hora se despiden y terminan. Y lo mismo ocurre si duran una hora. Esto me ha pillado completamente por sorpresa porque llevo años teniendo videollamadas con españoles que o bien resultan interminables o bien acaban por el goteo de abandonos de sus participantes, cuando tras hora y media de cháchara absolutamente improductiva empiezan a decir «he de dejaros que tengo otra reunión». Con los europeos, mi táctica para no sentir el tiempo pasar tan despacio que casi me noto crecer el pelo, es no mirar nunca el reloj, mantener mi mirada lejos del reloj de la pantalla y concentrarme en cualquier otra cosa (preferiblemente el contenido de la reunión, pero esto no es siempre posible). Con esta táctica he descubierto que una hora, a veces, se me pasa en treinta y cinco minutos. La absurda sensación de ganar minutos que ya no existen me pone contenta. Las reuniones en persona desatan en mí otras sensaciones: pereza extrema minutos antes de empezar, deseo con todas mis fuerzas que el resto de participantes hayan caído presa de una virus estomacal, que me llame mi portero para explicarme que me he dejado un grifo abierto y estoy inundando al vecino o cualquier otro hecho fortuito que haga que esas horas que me esperan por delante no ocurran. Una vez que la desgracia es inevitable descubro, cada vez, que las reuniones en persona se me pasan más rápido que las videollamadas. Estoy, además, esforzándome por estar de verdad presente en ellas. Trato de no mirar el móvil, si puedo ni siquiera llevo el ordenador y me dedico solo a tomar notas si lo que se comenta es muy interesante o dibujar flores si me la sopla bastante pero quiero enterarme de lo que se cuece. He descubierto, además, que así como soy inmune a que la gente me preste atención si soy yo la que estoy hablando, lo paso mal si el que habla es otro y yo percibo que el resto de la gente está mirando instagram o contestando mails. ¿Por qué me pasa esto? No lo sé, supongo que es algún mal funcionamiento o extrafuncionamiento de mi empatía laboral. Últimamente me estoy concentrando, además, en mirar fijamente a la persona que está hablando y he descubierto que eso desconcierta muchísimo. Creo que estamos tan acostumbrados a que nadie nos preste atención de verdad, con todos los sentidos puestos en nosotros que, cuando alguien lo hace, empiezas a pensar ¿tendré una mancha? ¿Tengo un moco? ¿Se me ha desabrochado la camisa y se me ve el sujetador? ¿Va a regañarme? Prestar atención también hace que el tiempo corra más deprisa y las reuniones en persona vuelen. Eso sí, cuando salgo estoy para acostarme. 


Casi 11 años del tintero azul turquesa. Casi 10 años desde que me divorcié y 18 y medio viviendo en esta casa. Cada uno de esos plazos ha transcurrido de manera diferente a pesar de coincidir en el espacio y en mi tiempo, en mi vida. ¿Serán iguales los 60 años del loro encerrado en la jaula que los 60 del chaval que lo recibe por su comunión y convive con él hasta que se jubila? 


¿Para qué vive un loro 70 años? ¿Un loro vuela? ¿Merece la pena gastarme 25 euros en un tintero de calidad si me va a durar 4 años? ¿25 € de ilusión que sé que en algún momento me aburrirá y desearé que se termine cuanto antes? ¿Tendría más sentido que solo fueran 10 euros? Si empiezo a tomar notas y a dibujar flores en todas mis reuniones quizá los tinteros se acaben antes. ¿Y si dibujo loros?


A quién quiero engañar: ni en 70 años sería yo capaz de dibujar un loro.


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