jueves, 19 de noviembre de 2020

De paseo

Mi perro, Turbón, es muy pesado. Es el perro más pesado del planeta. En realidad tampoco es mi perro, es el de todos los que vivimos en este casa y es un poco más de mi madre, de mi hermano Borja y de mis hijas y mis sobrinos. Los dos perros son un poco más de todos ellos pero, este año, como llevo viviendo aquí tanto tiempo son también un poco míos. Turbón es uno de los perros más guapos del planeta pero es un brasas. Sacarlo de paseo es ir arrastrando una mole de 55 kilos que va oliendo absolutamente todo: cada planta, cada roca, cada esquina, cada grieta, cada tapia, cada recodo. ¿Puedes con él? te preguntan cuando te ven caminando con él pensando que si tira fuerte de la correa, saldrás disparada. Turbón no corre jamás, soy yo la que tengo que arrastrarle para que deje de frotar el morro contra todo. A veces creo que está haciendo una cata olfativa de cada pis que otros perros, caballos, gatos o humanos han hecho en el campo. 

Antes de ayer salimos de paseo, Juan y yo, con los perros. Nunca habíamos salido de paseo con ellos, pensé que era bonito que después de tantos años de amistad nos queden cosas por hacer por primera vez. Salimos sin rumbo fijo, con Juan llevando a Tuca en un agradable trotecillo a su lado y yo arrastrando a Turbón que permanece siempre imperturbable a mis gritos de "Turbón, no seas pesado". Bordeamos el río, vigilamos las obras de casas de amigos, vimos vacas a las que, por supuesto, los perros no hicieron ni caso, desechamos casas que quizás pueda comprarme en algún momento porque están muy cerca de la carretera o porque son muy feas o porque sospechamos que tienen vecinos gritones. Soltamos a los perros un rato para que corretearan y hablamos de Trump y de cotilleos de Los Molinos y de impuestos. Se fue haciendo de noche mientras bajábamos por el pinar y bordeábamos la cuadra de Juan, un prado con una construcción de piedra antigua a la que íbamos de pequeños a merendar y a pasar la tarde. Era ya casi de noche pero ver la cuadra, el prado,  era casi como atisbarnos hace treinta años, llenos de hormonas y de adolescencia intentando gustarnos unos a otros porque eso es lo que se hace de adolescente, buscar que alguien te guste y gustar a alguien entre la gente que conoces. Rara vez funciona bien pero claro, eso también hay que aprenderlo. Pensé que, con suerte, dentro de treinta años seguiremos paseando por aquí, con otros perros o sin perros y que tenemos mucha suerte. Llegamos al borde de la  civilización de noche cerrada y por las calles desiertas alumbradas por farolas escasas seguimos comentando las casas, los planes que tenemos para cuando me encuentre mejor y las desacertadas decisiones estéticas y constructivas de todo aquel que pone una baranda de escayola en su terraza. 

Al llegar a casa, Turbón estaba exhausto pero supongo que con su olfato colmado de nuevos aromas y Tuca iba con la lengua fuera. Invité a Juan a un trozo de bizcocho. Él ha vuelto a meterme en la lista de gente que puede despertarle de la siesta y yo pensé que había sido una buena tarde. 


jueves, 12 de noviembre de 2020

Back in Los días iguales

Ha ganado Kamala y ha ganado Biden. Leo por ahí en un hilo indignado de alguien que da la turra. Por cierto, el otro día vi Cuento de otoño de Eric Rohmer y no puedo creer que no haya por ahí un artículo, video o tesis doctoral que comente como las heroínas jóvenes y plastísimas de Rohmer son las predecesoras de las turreras en twitter. Son el mismo perfil: cansinas hasta el infinito y encantadísimas de haberse conocido. A lo que iba, que me disperso, leo por ahí que a los dos nuevos cargos de Estados Unidos habría que llamarlos  Kamala y Joe o Harris y Biden. Ni me había parado a pensarlo, ¿qué más da? ¿En serio esto es importante? Sentí tanto alivio cuando por fin se confirmó que habían ganado, que no íbamos a tener que seguir, otros cuatro años, conteniendo la respiración cada mañana al levantarnos, pensando en que nueva estupidez, maldad o crimen iba a realizar Trump que me da igual como les llamen y me juego una mano que a ella, a Kamala se la chufla. A mí me da igual si me llaman Ana, Ribera, Molinos, Riberita o AnaRibera todo seguido como si no supieran darle a la barra espaciadora. 

El triunfo de los demócratas ha sido la única buena noticia en una semana espantosa, una de esas en las que cae un torpedo en la línea de flotación y parece hundir hasta el fondo la zona de impacto y levantar grandes olas que acabarán con cualquier cosa que sobreviva a la explosión.  Yo ya sabía que había peligro de minas, pero pensé que me las saltaría, que llegaría al otro lado del campo quizá con astillas en la cara, con heridas en la rodilla o con alguna amputación. Desde la trinchera he escrito en mi cuaderno renglones apresurados, de letra diminuta y frases entrecortadas para que no se me olvidara nada, para recordar como había llegado allí. Carreras en tinta verde para intentar ordenarme antes de desbordarme, para hacerme un escudo antes del impacto, pero no lo he conseguido. El torpedo llegó, me desbordé y ahora, hoy, después de quince días de dormir hora y media cada noche, he dormido seis horas gracias a una pastilla de esas que te "funde a negro". Después de días de disfrutar de más viajes de los que quisiera en el Dragon KHan de la ansiedad, de haber perdido 4 kilos en una semana y de haber vuelto al 16, hoy me siento como El Nota. Las pastillas han vuelto a mi vida y me lo tomo todo de otra manera, amortiguado, con calma. Me he pasado un mes siendo el Coyote perseguido por el Correcaminos, Hansel y Gretel aterrorizados por la Bruja, los tres cerditos huyendo del Lobo, los adolescentes americanos huyendo de Jason y Blancanieves corriendo por el bosque mientras creía que todos los árboles querían matarla. Y no he corrido lo suficiente o me he cansado antes de tiempo o qué más da. Back to the pills y al 16. 

Mientras tanto el otoño está precioso, ya tengo el pelo blanco por completo, mis amigos han hecho el círculo de seguridad, los audios de wasap son fabulosos para retransmitir crisis de llanto y ansiedad, salgo a pasear por la tarde y a espiar casas que por ahora no puedo comprarme y tengo proyectos. para el futuro y experiencia en esto. Como soy una chica con suerte sé que voy a estar bien. Para estos días iguales no sé si comprarme un albornoz como El Nota y Tony Soprano. ¿Acaso no soy como ellos, una referencia de la depresión? 

martes, 3 de noviembre de 2020

Lecturas encadenadas. Octubre

No tengo mucho que contar como introducción a este post. Por la ventana veo el otoño y fantaseo con jubilarme. Una jubilación dedicada sencillamente a leer, con un tiempo para leer todo lo que me gustaría y con una impresora. En mi brujuleo diario por la red y en las (demasiadas) newsletter interesantísimas que recibo, encuentro cada día artículos que  me gustaría leer, pero no sirvo para leer en pantalla. Quiero un despacho, un sitio fijo para trabajar y una impresora para, cada vez que encuentro uno de esos artículos, darle a imprimir, coger esas hojas todavía calientes y dejarlas en una bandeja que ponga "para leer". Sé que así, en papel, los leería y aprendería y quién sabe, quizá me hicieran más sabia. 

Al lío. 

Empecé el mes yendo a la exposición de Delibes en la Biblioteca Nacional, un plan que recomiendo mucho porque además de ser preciosa y muy emocionante es un sitio muy seguro a efectos de pandemia: hay poquísima gente. En una de las vitrinas de la exposición estaba el manuscrito de Viejas historias de Castilla-La Vieja y una primera edición que Delibes dedica a su mujer y sus hijos y en la que dice que es su libro favorito. Al salir de la exposición, allí mismo, compré un ejemplar. ¿Qué nos cuenta aquí Delibes? Las viejas historias a las que hace mención el título son las historias, llenas de recuerdos y personajes,  que Isidoro se cuenta a sí mismo mientras vuelve a su pueblo cuarenta años después de salir de él. Se marchó porque no quería ni estudiar ni trabajar en el campo y ahora vuelve completando el círculo de la vida y siendo recibido por el mismo personaje, Aniano, y teniendo casi la misma conversación que tuvo hace cuarenta años. Este círculo es la metáfora perfecta de lo que para Delibes significa la vida rural: aunque todo cambie, aunque los pueblos se vacíen o se modernicen, en ellos tú siempre eres el mismo y las sensaciones que te provocan son siempre iguales. 

Viejas historias de Castilla-La Vieja es un libro sencillo, lleno de campo, de pueblo, de lugares seguros aunque sean áridos y para el ajeno puedan parecer incluso hostiles. El libro destila el mismo amor de siempre por el campo y leyéndolo tenía ganas de huir a Soria, a Valladolid, a Zamora y caminar por el páramo con el viento frío en la cara bajo un cielo inmenso sabiendo que siempre puedes volver a casa.

«Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí ni uno solo testigo de nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas del futuro.» 

Yo no soy de pueblo pero para mí, La Peñota, Siete Picos, El Pico de la Golondrina, Puente Verde, El Roto, Montón de trigo son referencia que se mantienen intactas, como algunas casas, como las historias que contamos sobre nuestra infancia y la de nuestros padres y nuestros abuelos antes que nosotros. 

En el mismo volumen aparece también un relato corto sobre caza, en el que un trasunto de Delibes, El cazador charla con El Barbas sobre las vicisitudes de la caza de la perdiz roja. Un diálogo lleno de sencillez que huele a campo, a tomillo y salvia.   

«—Antaño las perdices se cazaban con las piernas, ¿es cierto esto, jefe o no es cierto?
—Cierto, Barbas.
—Hoy basta con aguardar.
—¿Y sabe quién tuvo la culpa de todo?
—¿Quién, Barbas?
—Las máquinas. 
—¿Las máquinas?
—Atienda, jefe, las máquinas nos acostumbrado a tener lo que queremos en el momento en el que lo queremos. Los hombres ya no sabemos aguardar. 
—Puede ser.
—¿Puede ser? El hombre de hoy ni espera ni suda. No sabe aguardar ni sabe sudar. ¿Por qué cree usted que va hoy tanta gente al fútbol ese?
El Cazador se encoge de hombros. 
—Porque en la pradera hay veintidós muchachos que sudan por ellos. El que los ve, con el cigarro en la boca, se piensa que él también hace un ejercicio saludable. ¿Es cierto o no es cierto?
—No lo sé, Barbas.»

Leed a Delibes, os sentiréis mejor. 

Llevaba meses pensando en releer Los anillos de Saturno de W.G. Sebald. Era uno de esos libros de los que tenía más que un recuerdo, la sensación de haberlo disfrutado mucho. Sabía que en su día me había sorprendido como un libro diferente, con muchas capas, con una manera de narrar que no se parecía a nada de lo que hasta entonces yo había conocido. Llegó este octubre raro y con él, el momento de reencontrarme con estos anillos. Al abrirlo encontré la fecha "Agosto de 2001", yo tenía otra vida que estaba a punto de abandonar al casarme, era otra persona muchísimo más joven y era otra lectora, muchísimo más inexperta y con muchos territorios aún sin explorar. 

Recordaba que Sebald caminaba por una zona de Inglaterra, que ha resultado ser Suffolk, y contaba historias. Tenía un vago recuerdo de alguna de ellas, como la visita a la mansión señorial venida a menos de la familia Fitzgerald y alguna cosa más. Como he dicho antes, yo era joven y ahora lo he leído mejor porque algunas de las referencias, personajes o acontecimientos han llegado a mi vida entre aquel lejano 2001 y el año de la pandemia y ese conocimiento me ha hecho apreciar mejor este ensayo de un paseo. Además, el libro está cargado de una nostalgia por un pasado que ya no volverá y que creo que es imposible de apreciar y medir cuándo tienes veintiocho años. Sebald en sus paseos nos lleva a Suffolk pero también nos traslada al pasado de la mano de personajes que recuerda y con los que se funde, dejando que ellos hablen por él. De ahí la sensación que yo recordaba haber tenido de que este libro era un viaje más imaginario que real, no sabía entonces que llega un momento en la vida en que tus recuerdos, las cosas que has aprendido, los libros que has leído, las películas que has visto, la música que has escuchado, los cuadros que te han emocionado,  te acompañan como compañeros reales haciéndose un hueco mental en tus recuerdos y en tu manera de pensar. El viaje de Sebald no era imaginario, era y es un viaje por su cabeza. 

«Y ahora nada más y nadie, ningún jefe de estación con gorra de uniforme reluciente, ningún empleado, ningún carruaje, ningún huésped, ninguna partida de caza, ni caballeros en tweed indestructible, ni damas en elegantes trajes de viaje. Una décima de segundo, pienso a menudo, y se ha acabado toda una época.»

Me temo que eso nos está pasando a nosotros y todavía no nos hemos dado cuenta.  

No digas nada de Patrick Radden Keefe es un librazo. Ya con esto debería bastar para animaros a leerlo pero por si acaso, aquí va alguna razón más. No digas nada cuenta la historia de los Troubles en Irlanda del Norte que, por si alguien no lo sabe, es el conflicto terrorista que arrasó esa zona y especialmente la ciudad de Belfast durante veinte años. Radden Keefe es periodista del New Yorker, autor del fabuloso podcast Wind of change y un fantástico escritor. Es ameno, interesante, serio, cualidades todas ellas indispensables para hablar de un tema como este, el terrorismo nacionalista. 

Me gustaría aclarar que esto no es un libro de historia, que nadie piense encontrar aquí un desarrollo pormenorizado de la historia de un conflicto, con unos antecedentes históricos y todo eso. Radden Keefe nos planta a bocajarro en 1972, la noche en que Jane McConville, madre de diez hijos, desapareció de su casa arrastrada por una banda de hombres y mujeres que entraron, la cogieron y se la llevaron. ¿Quién era ella? ¿Qué pasaba en Belfast? Radden Keffe nos lleva de la mano por las calles de Belfast presentándonos a víctimas y terroristas, sobre todo terroristas, no para que les entendamos sino para que les conozcamos, para poner delante de nuestros ojos la realidad del terrorismo para los que asesinan, matan, secuestran, ponen bombas. Alguno puede pensar que hacer eso es darle credibilidad, darle sentido a lo que hacen pero nada más lejos de la realidad en este caso. Radden Keffe no justifica en ningún caso lo que estos hombres y mujeres, porque las hay, hicieron, cuenta cómo lo veían ellos, cómo lo hicieron y lo que les ocurrió después. 

No digas nada se lee con la dedicación de un thriller y el horror con el que nos enfrentamos a la crónica periodística de un conflicto, de una tragedia. Algunas de las historias me sonaban vagamente, algunas historias las conocía pero de entre todas ellas, me ha horrorizado sobre todo el retrato de Gerry Adams (doy por hecho que el lector medio de estos posts sabe quién es Adams). Adams se negó a ser entrevistado para esta libro, y todo lo que se cuenta está basado en lo que ha dicho en entrevistas ahora y hace treinta años, en testimonios ante la policía, en sus discursos, en sus memorias y en los testimonios de gente que le conoció muy bien. Es un retrato preciso del cinismo y la hipocresía más absoluta y es terrorífico. Del resto de personajes, lo que más aterra como siempre que te enfrentas a conocer de cerca a alguien capaz de hacer algo que tú te crees a salvo de hacer, es como esas personas no son seres caídos de un planeta lejano, ni enfermos ni nada por el estilo. Esos terroristas tienen madre, padre, hermanos, amigos y creen en sus ideales con la misma fe que podemos tener los demás en otras cosas. No queremos verlos como iguales porque es más fácil vivir al otro lado de la línea que nos separa a nosotros y nuestra infinita bondad de ellos, los malos. 

Como dice Claude Lévi-Strauss en una cita que recoge Radden Keefe en el libro «para la mayoría de la especie humana y durance decenas de millares de años, la idea de que la humanidad incluye a todo ser humano sobre la faz de la tierra no existe en absoluto. La designación pierde sentido más allá de los límites de cada tribu o de cada grupo lingüístico, a veces incluso de una simple aldea.»

El tebeo del mes ha sido La levedad de Catherine Meurisse y me ha gustado sin entusiasmarme. Chaterine Meurisse era dibujante de Charlie Heddo y se libró de morir en el atentado del 7 de enero de 2015 porque, ese día, llegó tarde a trabajar. Se había pasado la noche en vela dándole vueltas a la absurda relación que mantenía con un hombre casado. Tras el shock inicial, Catherine (igual que Philippe Laçon) pasó a vivir con guardaespaldas, sufrió estrés post traumático y un síndrome de disociación brutal. Se veía a sí misma desde fuera y era incapaz de recordar, de sentir, de concentrarse, de centrarse en nada. En este tebeo cuenta ese "no estar" y el camino que recorre para volver a la superficie, a ser. Es un camino que recorre fijándose en la belleza a su alrededor, que le sirve para dejar de no ser y vuelve a anclarla la realidad. Esa belleza está a su alrededor pero también, y sobre todo, en el arte. Digo que el tebeo me ha gustado regular porque así como la primera parte es fantástica y Meurisse consigue a través de un dibujo muy ligero y evocador meter al lector en ese estado de levedad, de flotar por encima de la realidad, en la segunda parte creo que no sabe como contarlo y se enreda  y se embarulla y se pierde el tono. A pesar de esto conviene echarle un vistazo y es un perfecto complemento para El colgajo de Philippe Laçon (que resulta que leí hace justo un año)  

«Tenemos el arte para no morir de la verdad» Nietzsche

Casi olvido comentar que entre Delibes y Sebald intenté leer Una habitación propia de Virginia Wolf pero no fui capaz. Después de cuarenta páginas de idas y venidas sobre la idea de que la mujer tiene que ser independiente y tener su propio espacio me cansé y me aburrí. Entiendo que hace cien años esta idea fuera revolucionaria y entiendo, incluso, que lo sea para muchos ahora mismo pero es que yo ya me lo sé, yo ya vivo así. Lo siento, Virginia yo lo que necesito ahora es tiempo y una impresora.  

Y con esto y viendo llover por la ventana, hasta los encadenados de noviembre. 

Todos los enlaces a los libros os llevaran a todostuslibros.com una nueva web que reúne a todas las librerías de España (o casi) y en la que podéis pedir lo que queráis y os llegará a casa desde la librería más cercana. Si no pedís libros es porque no queréis, porque no puede ser más fácil.  


martes, 27 de octubre de 2020

Los yo nunca

Me encantaría acordarme del momento de este fin de semana en que se me ocurrió escribir sobre la ligereza con que soltamos los Yo nunca al aire. No sé en qué contexto fue, ni en qué andaba metida para que se me ocurriera pero llevo un par de días dándole vueltas y acordándome de las madres de Ucrania que durante la gran hambruna de Stalin acabaron comiéndose a sus hijos. 

Cuando eres pequeño, joven, maduro pero poco, los yo nunca salen de tu boca constantemente, se te van cayendo cada dos pasos y cada tres opiniones. Tienes yo nunca para cualquier tema: yo nunca votaré a este partido, yo nunca dejaré esta ciudad, yo nunca tendré hijos, yo nunca me casaré, yo nunca trabajaré en algo que no me guste, yo nunca me llevaré mal con mi madre, yo nunca le haría eso a mi hermano, yo nunca traicionaría a un amigo, yo nunca mentiría para conseguir un trabajo, yo nunca comeré carne, yo nunca llevaría pantalones pitillo, yo nunca me pondré vestidos de tirantes, yo nunca llevaré traje, yo nunca me pondré zapatos de cordones de pijo. No tienes medida ni control. Ni lo piensas medio segundo. Repartes yo nunca para todo y para todos y para ocasiones especiales tenemos guardado el top de la gama: el famoso yo jamás. Yo jamás haría algo así.  

Cuando caminas un poco por la vida, avanzas, dejas de mirarte el ombligo y la vida comienza a reirse de ti en tu cara te encuentras de repente tragándote muchos de los yo nunca que  tan alegremente habías ido soltando en los años anteriores. Los lanzaste y ahora vuelven a ti como un boomerang, golpeándote con toda su fuerza entre ceja y ceja. Si eran de los discretos, de los que nadie se acuerda, de los poco importantes, recoges esos yo nunca de tu pasado y discretamente, casi sin que nadie te vea, a escondidas, los tiras a la basura, miras a los lados y piensas: bueno, no es grave, nadie se ha dado cuenta. Y te pones los pantalones pitillo, los vestidos de tirantes o empiezas a beber cerveza.

Hay otros yo nunca que al golpearte te dejan brecha y resulta que como en su día no te contentaste solo con decirlos, con gritarlos sino que los enarbolaste como tu estandarte, como tu lema de vida, la discreción para recogerlos no está a tu alcance. Alguien, un amigo al que golpeaste con ese yo nunca, o un familiar o tu yo del pasado desde algún cuaderno, un mail o un viejo audio te mirará con cara de "Pero ¿tú no decías que tú nunca?" Y entonces, como no quieres aún reconocer que te equivocaste, que aquello fue una estupidez, elucubras una excusa para justificarte. «A ver yo dije que nunca tendría hijos pero a Pedro le hace ilusión» «Yo dije que nunca me casaría pero lo hago por mi madre» «Dije que yo nunca llevaría pantalones de tiro bajo pero es que ahora no hay otra cosa» A nadie le importa que no hayas cumplido tus yo nunca pero cuesta mucho bajarse del pedestal de sabiduría al que tan alegremente nos subimos. Todo se ve claro, cristalino y fácil desde el pedestal de las opiniones absolutas. Por último están los yo nunca que al volver te dejan tirado en el suelo, con conmoción cerebral. Son los yo nunca que vienen a revolcarte en tu vida, a demostrarte que, en realidad, no tienes ni idea ni de lo que eres capaz de hacer para lo bueno ni de la capacidad que tienes para sufrir, ni de la que tienes para ser cruel, para mentir, para defraudar, para aguantar, para sufrir o para dejarte llevar. Son los yo nunca que frente a ti te dicen: qué fácil era tenerlo todo claro cuando no estabas aquí, ¿verdad?  

Estos yo nunca te los tragas como puedes. Los digieres y si has aprendido la lección aprendes a manejar los yo nunca como si fueran nitroglicerina. Con mimo, con cuidado, midiéndolos con precisión milimétrica y rodeándolos de señales de precaución como "yo creo que yo nunca", "ahora mismo creo que yo nunca pero en realidad nunca se sabe". Cuando un par de estos te estallan también la cara decides prescindir por completo de ellos, y los cambias por el siempre socorrido y casi nunca bien apreciado: "pues, sinceramente, no lo sé". 

Este arduo camino plagado de brechas, golpes, conmociones hasta alcanzar el momento en el que dices nunca más un yo nunca no lo recorre todo el mundo. Hay muchísima gente aferrada a sus yo nunca como si tuvieran algún valor, como si sirvieran para algo. Aferrados a ellos aunque les hagan sufrir. Aferrados a ellos por el que dirán si los sueltan. Y luego están los otros, los que de verdad se creen los yo nunca. Y últimamente estamos rodeados de ellos, por todas partes. 

Los chinos dicen no sé qué de no desear algo. Yo solo te deseo, deseo que a todo el mundo la vida le ponga en una situación en la que al tragarse un yo nunca se de cuenta de que hasta que no estás ahí, hasta que no lo estás viviendo (lo que sea) en realidad no tienes ni idea de qué harías. Y por eso, la mejor opción siempre, es que te guardes tus juicios sobre los que está pasando otra persona y que si quieres decir algo digas: pues, yo no sé que hubiera hecho.