lunes, 8 de enero de 2024

Despelleje: Globos de Oro 2024

Acabo de comprobarlo: Hace casi 3 años que no hago un despelleje. Llegó la pandemia, dejaron de hacerse saraos y después yo di mi triple mortal laboral que me dejó sin tiempo para empaparme de frivolidad y tontería. Hoy, en una carambola inesperada provocada por un insomnio rayando con el trasnochar, me he permitido volver a este género tan ridículo a la par que divertido. Muchas cosas han cambiado desde 2021: ahora Instagram está lleno de gente comentando los modelos con criterio, referencias y mucha intelectualidad. Aquí no hay nada de eso. Hago esto por las risas. A ver qué tal sale. 


Ayer se celebraron los Globos de Oro y ganaron muchos que me gustan, así que muy bien. También ganaron otros que no sé ni quienes son y otros que sí conozco y me caen mal. Lo que viene siendo un día cualquiera en la vida. Vamos a ello. 


Voy a empezar por alguien que necesita, con urgencia, una intervención de sus amigos. Tiene que llegar a casa y encontrarse a la gente que más la quiere en su salón, sentados muy serios y con una pancarta que diga: «Margot, te queremos muchísimo pero STOP creerte Barbie». El color del vestido me da ganas de mascar chicle de fresa ácida: ¿se siguen fabricando? 


Emma Stone camuflada y transparente. Elizabeth Debicki sigue la misma tendencia aunque con los brazos más largos que he visto en mi vida, qué envidia, seguro que no le pasa como a mí, que con cualquier chaqueta que me compro parezco el Espantapájaros de Oz. 


Si hablamos de ellos, digamos que Jeremy Allen White tiene el mismo problema que la mayoría de los tíos que conozco: no sabe llevar traje, se le pone cara de estar incómodo. Él no debía saberlo porque para sumar elementos a su incomodidad se ha puesto una camisa transparente que, lo siento, pero es un NO como una casa. Mejor así, aunque tenga pinta de no bajar la tapa: una cosa no quita la otra. Y ganó y yo me alegro porque The Bear es maravillosa. 


Precioso homenaje al Calippo.


¿De qué vas? De «desequilibrio». Prueba a mirar la foto y no sentir la tentación de girar la cabeza. Selena va escorada como el Titanic.


Transparenta que algo queda. Me hace gracia porque si miras muy fijamente su vestido se te pone exactamente la misma cara que tiene Sarah Snook en la foto. (Ganó por su papel de cabrona en Succession, bien por ella) 


Kevin también tiene mirada de «en qué coño estaba pensando cuando me dejé teñir el pelo de beige». Por lo demás va hecho un príncipe y hasta lleva reloj (si se hubiera quitado la pajarita aún mejor; pero, chico, viene de la época de El guardaespaldas, de lo más duro de los 90, no le vamos a pedir milagros). 


Kieran Culkin me hace muchísima gracia. Siempre parece enfurruñado, como si no supiera salir de su papel en Succession. Matthew tampoco ha sabido salir de su papel: el traje le está grande de hombros, va sin peinar y sin afeitar, pero lleva cara de decir: «¿Y qué si me he quedado con la empresa? Fuck off!».


Ayo Edebiri todo bien. El vestido es maravilloso, los zapatos perfectos y, sobre todo, ella va con la pinta que tendría alguien normal en esa tesitura: «no sé muy bien cómo he terminado aquí, a ver si no la pifio». No ha caído en la tentación de añadir mil quinientas joyas ni un peinado extravagante ni un bolso ridículo e inservible. De faltarle algo, le faltan bolsillos porque no sabe qué hacer con las manos. 


Muy bien Jodie (y su santa). Fatalísimo lo de sus zapatos. Creo firmemente que la moda del calzado con plataforma está durando demasiado. El traje de Alexandra me lo pido. No, mejor el de Annette. O los dos. 


También me pido el traje de lentejuelas de Meryl, aunque con ese modelo yo parecería una bolsa de basura. Me pregunto si Meryl lleva unas converse debajo de esa falda. También me pregunto qué temperatura hace en ese evento para que Meryl lleve dos cosas de manga larga y el resto vaya en tirantes. Como Meryl es siempre la mejor, voy a apostar por que hace un frío polar y ella es la más lista. Helen también lleva abrigo, así que definitivamente hace frío. Ojalá, en algún momento de mi vida, llevar un abrigo así de extravagante y absurdo... 


Con tirantes y tacones pero sin vestido, ni color, ni alegría de vivir. Elizabeth tampoco tiene alegría de vivir ni el coñ… para ruidos. No me extraña nada con ese despropósito de molde de escayola de clase de dibujo del colegio: «Hoy vamos a dibujar un capitel corintio». 


La diva más diva de la noche: Me fascina la de horas que es capaz de echar Jennifer para prepararse. Me pongo a llorar solo de la pereza que me da pensarlo, pero va divina. Frigo podía haber patrocinado la noche, me ha entrado nostalgia del Frigopié


Karen Gillan de mandala desenfocado pendiente de colorear. Me mareo. 


Tengo una foto en mi comunión llorando en la que tengo exactamente la misma cara que Natalie Portman en la alfombra roja. Cara de «no quiero estar aquí, me quiero ir a mi casa». El vestido es bastante chulo pero da la sensación de que va a deshacerse en cualquier momento, como pasaba con los padres de Michael J. Fox en la foto en Regreso al futuro


Cosas a las que hay que aprender a decir que no: los corsés en medio de un traje de muñequita. Más cosas a las que hay que decir que no: mucho encaje, mucha transparencia, zapatos de plataforma y un tocado con forma de manzana. He leído por aquí que es todo de muchísimo nivel y muy Dior y que, además, ella llevaba el tocado porque la semana pasada se cayó esquiando y se hizo muchas heridas (me lo creo regulinchi, aunque lo dejo pasar) pero no me gusta nada. Está a medio camino entre una diva de El crepúsculo de los dioses y una madame de burdel de una mala película del oeste.


Jennifer requetebién. Me chifla la falda. 

Dua Lipa requetemal. Parece un adorno navideño de la casa de José Luis Moreno. Algo que grita lujo y dinero pero que no quieres mirar. 


Este color nunca favorece a nadie. Jamás os compréis nada de este color. No os compréis nunca nada de un color del que tengáis dudas para nombrar. 


Lo que yo nunca seré: lánguida y traslúcida. 


Orlando ha esponjado. 


Carey como siempre con carita de pena. Es la tercera a la que veo con esa melenita que yo llevaba hasta el día antes de cumplir 24 años. Todo vuelve, incluídos los vestidos con los que no puedes caminar. 



Deshilacharse, deshacerse, desaparecer… seguramente arder en 3 segundos si le acercas una cerilla o le cae electricidad estática de alguno de los 300 vestidos de terciopelo. 


Super fan del vestido «atasco en la trituradora de dirección general» de Keri Rusell.


A la nieta de Elvis su decisión de ir vestida de velo de novia virginal no le convence para nada. (La serie Todos quieren a Daisy Jones está muy bien).


John, John, John... Ni Dwight se hubiera puesto eso. Emily lleva un collar maravilloso y esto es lo único bueno que puedo decir de ella. De Christina Ricci lo único bueno que puedo decir es: SU MARIDO.


Nicolas Cage. Otro con tinte equivocado homenajeando a Lauren Postigo. 


Lenny cree que está tan bueno que se puede permitir esto. Yo creo que no. 


Requetenó a Rachel. La Sra. Maisel estaría disgustadísima y a su madre le hubiera dado un ictus.


Fantasia Barrino no está convencida. Yo tampoco: la entiendo tanto... Te pruebas algo en la tienda, crees que sí, tienes dudas pero dices «tengo que arriesgarme, salir de mi zona de confort». Lo compras, llega tu día, te lo pones y piensas: ¿por qué cojones no le hice caso a mi instinto? Todas hemos sido Fantasia alguna vez. 


Todos en pie: Gillian Anderson maravillosa. He leído por ahí que el bordado del vestido son vulvas. Lo que queráis, como si llevara grabadas porterías de fútbol, me da igual. Ella está fantabulosa. Por ponerle una pega: Gillian, ¿para qué el bolsito ridículo? 


Brie Larson. Qué mona de embudo de esos que le pones a tu perro para que no se rasque cuando le han operado. Me encantaría que con ese vestido solo pudiera estar de pie, que no pudieras sentarte, como si fuera un vestido de Barbie. Perdón: de Margot. 


Heidi compite en otra liga. Qué cabrona. 


Ni una gala sin su representante de la tendencia «no quiero ser como la masa, quiero ser original, diferente, divertido, rompedor» y cagarla.


The mamarrachest. 


Ya estaba tardando en salir la malvada de Disney. ¿A quién se le ocurre llevar algo así? Te agachas y le sacas el ojo a alguien. O la gente se pasa la noche tirándote cosas a ver si aciertan a encestar. 


Issa Rae deslumbrante de El gran Gatsby.


Justin se suma a la tendencia de llevar reloj (algo que aplaudo muy fuertemente) pero no consigue compensar los 3000 puntos negativos por el traje color dulce de leche o virus estomacal de estos días en España. 


No sé quien es Rachel Smith pero me encanta su vestido de flores barrocas. Y a ella también. Y Matt Bomer también me encanta. 


Y chimpún. Ha sido divertido. Tengo que recuperar los despellejes. Por las risas y las tonterías.



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domingo, 7 de enero de 2024

Jeff y la vida deseada

Se terminan las vacaciones y puedo decir, con orgullo y un poco de asombro, que he hecho las vacaciones muy bien, fenomenal, de matrícula de honor. Si a mi alrededor hubiera jueces, como los que se sientan alrededor del tapiz en las pruebas de gimnasia o de una pista de hielo en los concursos de patinaje (únicos deportes que me interesan), me darían un 9.2 en ejecución y un 9.8 en dificultad y piruetas. Ha sido espectacular: sin prepararlo, sin comerlo ni beberlo, he tenido mis vacaciones ideales. Muchas veces leo artículos o newsletters de gente lamentándose de que en las vacaciones llevan las vidas que quisieran llevar, en sitios con vistas al mar o perdidos en el monte o en una playa en la que siempre hace calor y se puede ir todo el día descalzo o en París, Londres, Roma o Buenos Aires. A mí también me ha pasado. Quiero ser francesa o tener una cabaña en la península de Olympia o un chamizo en un lugar perdido de Grecia... pero en estas vacaciones he descubierto que yo donde quiero estar es en mi casa. 

He tenido dos semanas de vacaciones completas y se me han hecho eternas. No «eternas» de demasiado largas, ni aburridas, ni pesadas. Para nada. «Eternas» en el sentido de que cada día, al despertarme, pensaba: «Madre mía, pero si todavía es martes… Me quedan muchísimos días y me parece que llevo ya un mes». Los días han transcurrido a su debido ritmo, he experimentado cada una de sus veinticuatro horas deslizándose por mi vida despacio, con cada uno de sus sesenta minutos escurriéndose segundo a segundo hasta completar la vuelta entera y volver a empezar. Al principio fue raro; tan raro que estaba alerta, pensando que en algún momento se dispararía algún tipo de gatillo que me catapultaría de golpe al día de hoy, 7 de enero, y sin saber cómo mis vacaciones habrían transcurrido en un suspiro, sin enterarme, sin aprovecharlas y sin descansar. A partir del día 26 ya me relajé y, ahora mismo, el día 26 me parece casi tan lejano como octubre, como el primer día que me puse abrigo en ese otoño «aprimaverado» tan absurdo que tuvimos.

26, 27, 28, 29, 30, 31, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7: 13 días de vacaciones, un cambio de año, nueve horas de sueño cada día y dos o tres de lectura, paseos, películas, siestas a las cuatro de la tarde y a las siete y media, series después de comer y después de cenar, escribir a cualquier hora, ordenar, ordenarme, planificar, planear, comer roscón, compota de manzana con yogur y peladillas, escuchar podcasts a deshora y reorganizar la base de datos, desayunos tranquilos, silenciosos, tardes eternas de sofá, manta y libro, el móvil sin batería perdido por la casa. Llevar diez días los mismos vaqueros, repetir calcetines y sacar los jerseys del armario sin mirar porque me da igual de qué color sea. No he hecho nada que no quisiera hacer. No he ido a ningún sitio, ni al cine, ni al teatro, ni a cenar. No he visto a nadie que no quisiera, no he tenido ningún compromiso forzado.


«No me importa quedarme en casa. Entiendo que para mucha gente es una limitación brutal de su libertad, pero a mí me va de maravilla. El invierno es una casa tranquila a la luz de una lámpara, un paseo por el jardín para ver las estrellas brillando en una noche despejada, el rugido de la leña ardiendo en la chimenea y el olor a madera quemada [...]. Es leer tranquilamente y pasar el crepúsculo viendo películas, llevar calcetines gruesos y envolverme en una chaqueta de punto». (Invernando. El poder del descanso y el refugio en tiempos difíciles, de Katherine May)


En medio de esta relajación, casi lujuriosa por el placer infinito que me ha proporcionado, un buen día por casualidad me encontré en televisión con la película El amor tiene dos caras, de Barbra Streisand. Me tumbé en el sofá, me tapé con la manta y me puse a verla. Es una peli maravillosa en la que Jeff Bridges está guapísimo y Barbra está divina, COMO SIEMPRE. Jeff y Barbra se conocen porque él está harto de tener relaciones en las que todo se basa en el sexo y en la pasión arrolladora de las feronomas, esas en las que te pasas semanas, meses con la piel súper tersa y con el corazón en la boca todo el tiempo, en un continuo sobresalto de emoción y hormonas que luego se desinflan y te dejan en un sinvivir de angustia. ¿Quién no ha sido Jeff alguna vez? Él decide entonces poner un anuncio en el periódico buscando una pareja para una relación basada en la conversación, la complicidad… una relación para estar a gusto y tranquilo. ¿Quién no ha sido Jeff alguna vez y ha anhelado algo así? El caso es que, resumiendo mucho, la hermana de Barbra contesta por ella al anuncio y ellos acaban conociéndose y todo va fenomenal porque se lo pasan en grande juntos, les gustan las mismas cosas, charlan, charlan, charlan, se hacen compañía, se cuentan sus vidas sin la tensión del ¿le gustaré? ¿no le gustaré? ¿le pareceré un idiota? ¿le pareceré una merluza?... ¿Quién no ha sido alguna vez Jeff y Barbra? Y entonces, como están tan bien, hacen una cosa absurda que es casarse. ¿Quién no ha sido alguna vez estos dos? 


Después de casarse llega el follón, claro. Barbra está que se sube por las paredes de no consumar por fin y en una escena terrible, cuando ya están los dos metiéndose mano hasta los codos, Jeff en pleno caletón brutal la deja tirada en el suelo del cuarto porque le entra un agobio absurdísimo de que si tienen sexo se acabará esa complicidad que tienen. Jeff es memo. ¿Quién no ha sido Jeff alguna vez? Y está guapísimo pero no es idiota: tiene razón en querer mantener lo que tienen hasta ahora que es una relación estupenda, de complicidad, compañía y conversación en la que todo funciona. Que sí, que les falta el sexo que es fundamental y por eso Barbra está que se sube por las paredes, pero yo, desde mi sofá, entiendo a Jeff y su querencia por un amor tranquilo. Por supuesto, todo se resuelve bien, Barbra se marcha a casa de su madre, que la machaca (yo creo que el guionista se basó en Apegos feroces, de Vivian Gornick, para retratar esa relación, aunque también podría haberse inspirado en mí y en mi madre si me hubiera conocido) y decide no hablar más con Jeff mientras ella se somete a eso que ahora llaman un «cambio físico». Con ese cambio, mi Pepita Grillo feminista de 2023 se pone a gritar indignadísima: «¡Esto no podemos tolerarlo! ¡El patriarcado y la esclavitud de la imagen nos oprimen! ¡Esta peli es horrible!», pero de un manotazo ahogué a Pepita debajo de la manta porque no era el momento para ponerse reivindicativa. De acuerdo con que el cambio podría ser considerado poco feminista PERO Barbra al terminar se ve estupenda, le da calabazas a un Pierce Brosnan de 20 años y deja a Jeff plantado y con la boca abierta mientras ella se siente como una diosa. ¿Cómo va a ser malo algo que la hace sentir tan fabulosa? La peli acaba bien, evidentemente, con una escena maravillosa en una calle de Nueva York: él grita desde la calle, ella baja corriendo con un pijama divino, de raso, pero se pone encima su batamanta rosa guateada, de su época anterior, como diciendo «estoy divina, pero sigo siendo la misma». Ella dice «háblame» y él le dice «te quiero» y suena Turandot mientras se besan y bailan. 


Todo bien en la peli y todo bien en mis vacaciones. Han sido tan perfectas que, como Jeff Bridges, no quería que nada las enturbiara: cada mañana, al despertar, pensaba que no podía ser, que seguro que algo inesperado las chafaría. 


Mi vida ideal no está lejos, ni en el mar ni rodeada de lujo y caprichos. No quiero una vida diferente a la que tengo: lo que quiero es sumergirme en la que vivo, liberada de las obligaciones laborales y sociales. Yo quiero esta vida, tranquila y cómoda como la quiere Jeff y con batamanta como Barbra. 


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miércoles, 3 de enero de 2024

Lecturas encadenadas. Diciembre.

 

He terminado el año en un estado de placidez casi absoluto. Poco a poco he ido frenando el frenesí de los últimos meses hasta llegar casi a la inmovilidad. Los días han vuelto a tener 24 horas en las que puedo encajar todo lo que quiero hacer y no tengo prisa para nada. En este estado de paz y tranquilidad han encajado muy bien mis lecturas de diciembre. Ha sido un buen final de año lector.


Al lío:


En noviembre estuve en Milán trabajando. En el único momento de ocio que tuve paseé por la plaza del Duomo y por la Galleria Vittorio Emanuele II. Allí entré en la librería Rizzoli con la intención de ver que autores españoles tenían traducidos al italiano para poder recomendarlos a una de las personas con las que había ido a reunirme en Milán. No encontré nada interesante que recomendar (me niego a recomendar a Juan Gómez Jurado: tengo un prestigio que defender) pero, en la sección de libros en inglés, me di de bruces con la nueva novela de Paul Auster, Baumgartner. Con Paul he tenido una relación muy tumultuosa a lo largo de mi vida. Lo descubrí tarde, con treinta años, cuando mi amigo Fede me dijo: «¿No has leído a Paul Auster? Tienes que leer La música del azar». Lo compré y lo leí del tirón, me hipnotizó y hasta pasé miedo. De ahí, y como hacía en mis tiempos, me lancé a leer toda su producción. Me sumergí en la Trilogía de Nueva York, en Creía que mi padre era Dios, en Leviatán. Después llegaron La noche del oráculo, El libro de las ilusiones y Brooklyn Follies. Guardo un especial recuerdo para El Palacio de la Luna por la mejor descripción que he leído nunca sobre una buena conversación: 


«Poco a poco me fui relajando y entrando en la conversación. Kitty tenía un talento natural para hacer hablar a la gente y resultaba fácil charlar con ella, sentirse cómodo en su presencia. Como me había dicho el tío Victor hacía mucho tiempo, una conversación es como tener un peloteo con alguien. Un buen compañero te tiraba la pelota directamente al guante de modo que es casi imposible que se te escape: cuando es él quien recibe, coge todo lo que lanzas, incluso los tiros más erráticos e incompetentes. Esto es lo que hacía Kitty».


Y luego llegó el desamor. Paul escribió Invisible y yo, después de leerla, tuve que escribirle una carta diciéndole que lo nuestro se había acabado. Decidí que si quería que lo nuestro quedara por lo menos como un buen recuerdo no iba a leerle más. Pero, pero, pero… Paul publicó después el maravilloso Diario de invierno y volvió a enamorarme. No volvió a ser como antes pero, por lo menos, nos seguíamos gustando en la distancia. Ese gustarnos a distancia fue lo que me llevó a comprar Baumgartner y ha sido un reencuentro maravilloso. 


Baumgartner es el protagonista de la novela. Tiene unos 70 años, es profesor y escritor y vive solo desde que hace diez años se quedó viudo. En la novela no pasa nada más que el recuento de sus días llenos de nimiedades, pensamientos, deseos, recuerdos, ilusiones, pequeños problemas, indisposiciones físicas poco importantes pero molestas, recados y preocupaciones. Nada grave, nada especial pero todo importante porque esos pequeños detalles construyen quiénes somos, cómo somos y la vida que vivimos. La maestría de Auster está en saber contarlo y hacerlo interesante, casi apasionante. Justo ahora, mientras escribo esto, pienso que de alguna manera esta novela se parece a La luz difícil, que leí hace nada, por eso mismo, por la construcción de una vida a partir de detalles cotidianos. Las dos tienen ese peso casi táctil que hace que como lector veas las casas, sientas la luz que entra por la ventana o la temperatura del agua que sale del grifo de la cocina, escuches la tarima del suelo crujir. Los dos libros comparten también el tener como protagonista a hombres mayores con vidas llenas de ilusiones y proyectos que los mantienen pensando en el futuro, enfrentados a la idea generalizada que tenemos de la vejez los que aún no hemos llegado allí. Baumgartner está justo en ese momento, pero se da cuenta de que no es así: todo sigue importando. 


“Does an event have to be true in order to be accepted as true, or does belief in the truth of an event already make it true, even if the thing that supposedly happened did not happen?” 


Este año volveré a Auster. 


Un amor cualquiera, de Jane Smiley, llegó a mi casa por un envío de Sexto Piso Editorial. Después de lo muchísimo que me gustó La edad del desconsuelo quería reconciliarme con ella después de que Heredarás la tierra me gustara regular. 


Un amor cualquiera se encadena con Baumgartner en que aquí también nos encontramos con la narración de las menudencias del día a día, las pequeñas cosas que pasan en una vida y que para un observador externo no significan, pero que a cada uno, en su vida, le sirven para entender, entenderse y construir la convivencia con los demás. La protagonista de esta novela es Rachel, tiene 52 años y cinco hijos, dos de ellos gemelos. Hubo un tiempo en el que vivió alejada de ellos porque al confesarle a su marido una infidelidad él se los llevó a Inglaterra, lejos de ella. Los dos días que retrata la novela están llenos de las interpretaciones que Rachel hace de los gestos de sus hijos, de cómo ella sabe si están contentos, tristes, preocupados o a punto de saltar. Sabe lo que callan, o cree saberlo, y lo que calla ella por amor o para evitar un dolor o una discusión. Ese difícil equilibrio de comunicación entre madres e hijos, ese amor complejo, que oscila entre el infinito y el desprecio, ese saber y no poder decir, todo eso está muy bien descrito por Smiley. Y eso es lo que más me gusta de ella: que, en ninguna de sus novelas, se ahorra el asomarse a lo que más nos escondemos a nosotros mismos en nuestras relaciones con los que queremos: los momentos en los que no los queremos. 


«Tengo 52 años, que es la edad en la que, al parecer, tus hijos y los amigos de tus hijos de pronto quieren usurpar toda la sabiduría y experiencia que, en su día, no creyeron que tuvieras y que ahora les resulta de gran utilidad».


Leed a Smiley pero, repito, empezad por La edad del desconsuelo y luego éste. 


Terminé el mes y el año releyendo Winter, de Rick Bass, el libro que me hubiera gustado vivir y escribir. He vuelto al Valle del Yaak para encontrarme con el invierno que aquí no tenemos y que mi cuerpo pide a gritos. Las últimas tardes del año las pasé en ese valle, preparándome para el invierno y esperando la nieve. 


«I´ll never get used to snow —how slowly it comes down, how the world seems to slow down, how the world seems to slow down, how time slows, how age and sin and everything is buried. I don´t mind the cold. The beauty is worth it» 


Dicen las predicciones que el Día de Reyes nevará en Los Molinos, no quiero hacerme ilusiones. 


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