domingo, 10 de diciembre de 2023

Flujo de pensamientos inconexos (o no)

Baumgartner, el protagonista de la última novela de Paul Auster, hace una pausa en la escritura del libro que está terminando y baja a la cocina a por un zumo. Estando allí se da cuenta de que hace un día precioso de finales de septiembre y sale al jardín a sentarse y dejar que sus pensamientos pululen. Llevo tres días en Cicely haciendo eso: dejar que mi mente divague, pulule y salte de idea en idea para ver si se concretaba en algo. Me ha pasado como a Baumgartner, que mi cabeza ha picoteado ideas, recuerdos, preocupaciones y bobadas sin concretar nada. Me he encontrado pensando: ¿Y qué hago con esto? ¿Por qué le estoy dando vueltas a esta idea o volviendo a este recuerdo? No he sacado nada en claro, nada coherente, con sustancia, peso ni consistencia pero sí un montón de principios, o de finales, esbozos, esquemas, notas que, a lo mejor, en un futuro posible pero ni cercano ni lejano, tienen la posibilidad de crecer con un sentido o con un propósito. No esperes orden, ni concierto, ni sentido, ni chispazos de genialidad. A veces hay que desatascar el desagüe para que vuelva a fluir. 


En este planeta hay sitio para más población, más coches, más idiotas con ínfulas y, si me apuras, más plástico. Pero no cabe ni una sola receta de calabacín más.


Es facilísimo perder un calcetín y dificilísimo llegar al final de la vida útil de una pareja de calcetines completa. Si no se han separado durante el trayecto cuesta la vida llegar conscientemente al momento: estos calcetines a tirar. Siempre estás en un ciclo infinito con ellos, se empiezan a desgastar y cuando se rompen nunca te acuerdas de tirarlos; los echas a lavar, vuelven al cajón y cuando te los pones y te das cuenta de que están rotos es, casi siempre, cuando tienes más prisa y dices «bah, no importa». Yo tengo unos calcetines de Garfield que me regaló un ligue hace veinticinco años. Fue, además, el primer ligue que me acercó al mundo del acoso porque un buen día, en Los Molinos, al ir a coger mi coche al salir de un bar me encontré una cajetilla de Marlboro prendida en el limpiaparabrisas. La única persona que conocía que fumaba Marlboro era él. Cuando le llamé a preguntar me dijo: «fui hasta Los Molinos a ver qué hacías». Quizás debería tirar esos calcetines pero ya digo que no es fácil. 


Dejar las cosas a medias es un talento. No digo olvidarlas, digo estar a la mitad de algo y decir: hasta aquí, no merece la pena, me aburro, no quiero esforzarme más. Si tienes ese talento, cultívalo. 


No nieva, pero a cambio en la noche sin nubes se ven las estrellas con una nitidez que casi hace daño. 


Cada mañana al ir a ducharme me agarro a la barra de la ducha. Me da miedo caerme. ¿ A qué edad empiezas a pensar que puedes caerte, tropezar en cualquier momento? Es curioso cómo eres mucho más consciente del peligro de las caídas físicas pero sabes que no caerás en muchas de las trampas emocionales. No te librarás de todas, claro... pero sí de muchas, porque las verás venir y saltarás alegremente sobre ellas o las esquivarás con un elegante arabesco lateral o un «que te den por culo». A mi me compensa lo de tener que agarrarme a la barra de la ducha. 


El yogur de oveja es absurdamente caro. Y riquísimo.


Cuando alguien está cocinando, te está cocinando algo, no hay que acercarse a mirar fijamente para luego decir: ¿Lo vas a cortar así? ¿No vas a bajar el fuego? ¿No crees que hay que echarle más aceite? Eso no se hace. Es muy desagradable. Piensa: ¿Si estuviera fregando el baño también irías a corregir arriesgándote a que te dijera «toma, limpia tú»? No, ¿verdad? Pues eso. Si te cocinan, te sientas y haces compañía y te comes lo que te den, pero no corriges.


Enrostrar. Editando un podcast argentino he aprendido un montón de expresiones que me han encantado, pero mi favorita, sin duda, es «enrostrar». Nada de echar en cara: enrostrar. Me encanta. Estoy deseando poder enrostrar algo a alguien. En mi despacho tengo una figura de Obélix con un bocadillo de texto (en el original venía una frase en francés) en el que yo he puesto: «Yo tenía razón». Es un Obélix de enrostrar.


Las tiendas de bolsos, abanicos, gorras, carteras o cinturones de corcho son centros de blanqueo de capitales. Lo sabemos todos, ¿no? Igual que las tiendas con barriles gigantes, decoradas como barcos piratas, que venden chuches gigantes cero apetitosas. 


“She died on the cutting-room floor”. Aprendo esta expresión también en la novela de Auster. Es una expresión que se utiliza para explicar la desaparición de un personaje que, en una peli, grabó sus escenas pero luego no aparece en el montaje final de la película. También pasa en la vida real. ¿Cuánta gente que en tu vida tuvo un papel importante no aparece ya nunca en ninguno de tus pensamientos? ¿Cuánta de esa gente, si algún día alguien escribe la historia de tu vida, habrá desaparecido en el cuarto de montaje? 


«Me gano la vida viendo pelis. Es un poco más complicado pero es a lo que me dedico». Le he dicho a mi hija que esta era la frase que tenía en mi perfil en una app para ligar. He tenido que contárselo porque me ha preguntado si tenía puesto «Me gusta vivir la vida intensamente» y no podía permitirme que pensara que soy una cursi. 


“Porque no hay una forma adecuada de planificar la vida ni tampoco de vivirla: sólo un montón de formas inadecuadas” (Francamente Frank, Richard Ford)


No sé si pedirle a los reyes este artilugio. No me da miedo que no me guste, me da miedo que me guste demasiado y entonces dejar de escribir con pluma y tinta de colores. ¿Y si lo uso solo para trabajar?


Estoy en Cicely con mi madre y con mi hija, con la que hacía seis años que no venía por aquí. Mi madre compró esta casa cuando tenía más o menos mi edad actual. Dentro de esos mismos años habré cumplido 76. ¿Tendré ya mi propia casa? ¿Seremos aún los dueños de ésta? Se ha apagado la chimenea. No queda leña menuda así que tengo que salir a buscar alrededor del pueblo. Fantaseo con venirme aquí un mes, yo sola. Pienso que me levantaría y, antes de ponerme a trabajar (es una fantasía asequible de un mes de teletrabajo, no una fantasía loca de ganar la lotería y retirarme), salir a dar un paseo y admirar el paisaje. Volvería a salir al terminar, solo a recorrer el pueblo (que apenas tiene dos calles) antes de volver a encerrarme  y disfrutar del silencio. Estoy pensando que, a lo mejor, si hiciera eso, viviría en un estado de paz tan absoluta y tan fuera del mundo que no se me ocurriría nada para escribir. Nada de lo que pueda pasar en el futuro me desasosiega como lo hubiera hecho hace cinco, diez o quince años. Vuelvo continuamente a una frase que escuché en un podcast hace unos meses: “Life is really a series of random events. So, that's it. There's no point in worrying about it”.


No hay más por hoy. El desagüe ha quedado limpio, espero que vuelva a correr la inspiración. 


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miércoles, 6 de diciembre de 2023

Lecturas encadenadas. Noviembre

Paloma, la madre de mi amigo Juan, olvida todos los libros que lee. Tiene la casa forrada de estanterias, a veces con ejemplares comprados hasta tres veces. No es una cuestión de edad: le ha pasado siempre. Mis hermanos, más jóvenes que yo, tampoco recuerdan lo que han leído. Cuando les pregunto por alguna lectura me dicen: «recuérdame de qué iba». Hasta hace poco yo presumía de recordar todos los libros que he leído, pero en los últimos meses me he dado cuenta de que ya no es así. Se me olvidan las lecturas. No las que me han gustado mucho o las que leí hace veinte años, pero no consigo recordar la trama o la historia de novelas que, a lo mejor, leí hace cinco o seis años. ¿Por qué se me olvida lo que leo y no la frase, de la que todavía me avergüenzo, que dije en una reunión en octubre de 2016? No sé si es la edad, los efectos secundarios de la medicación que en su día tomé para la depresión o que acumulo tantísimas lecturas que mi cerebro tiene que hacer una selección y dejar espacio solo para lo que le parece memorable. Esto me asusta y me alegra a partes iguales. Me asusta que lo que leo no me deje huella y me alegra pensar que ahora mismo, por ejemplo, me puedo lanzar a releer todas las novelas de Patricia Highsmith, las de Amos Oz o Los gozos y las sombras,  que sé que en su día me deslumbraron. 


Volver la vista atrás, de Juan Gabriel Vásquez, se vino en mi maleta la última vez que estuve en casa de Tallón. En el fragor de la fiesta y mientras recorría sus estanterías a ver qué le robaba, me dijo: «¿Has leído éste? Llévatelo. Te va a encantar». No sabía si me lo decía para evitar un robo o porque en realidad lo pensaba, pero me lo traje y ya veré si se lo devuelvo. 


Me ha gustado muchísimo. A veces, cuando escribo estas frases tan sencillas y tan simples (que no es lo mismo) para dar mi opinión sobre un libro, pienso que debería sonar más sesuda, más profunda, más «inteligente»… pero esto no va de hacer crítica literaria de altura sino de dar mi opinión sobre lo que leo, así que lo repito: Volver la vista atrás me ha maravillado por lo que cuenta y cómo lo cuenta. 


Vásquez cuenta en esta ¿novela? la historia del director de cine Sergio Cabrera y su familia, especialmente la de su padre, Fausto Cabrera. El primer novio que tuve era muy cinéfilo, o se lo hacía, y por esa razón (y porque no teníamos a dónde ir a pasar las tardes aparte de mi coche y un parque) íbamos mucho al cine. La estrategia del caracol, la película de Cabrera más famosa, la vi con él y, al contrario de lo que me pasa con los libros, la recuerdo con detalle. Quizá fue porque me sorprendió muchísimo o porque fue una de las primeras películas que vi producidas en Latinoamérica.. 


La maestría de Vásquez es deslumbrante. Escribe como si no costara esfuerzo, como si el relato de esas vidas fuera sencillo de hilar, como si todo fluyera sin vueltas ni vericuetos. Si tuviera que ponerle una etiqueta a esta novela diría que Volver la vista atrás es una novela de aventuras: la infancia de Fausto, la Guerra Civil, Francia, Costa Rica, Venezuela, Colombia, China, París, de nuevo España. Familia, amor, traiciones, política, cine, televisión, odios, penas, injusticias, muerte, revolución… todo. Es una saga familiar llena de ideas y de amor por esas ideas, por unos ideales que se persiguen con ahínco y con pasión, que se pelean hasta donde hay que pelear por ellos, hasta el momento en que te das cuenta de que estaban equivocados o de que ya no te representan y te rindes. Hay más valor y más inteligencia en saber abandonar unos ideales que en perseguirlos hasta la muerte, creo yo. 

«Sergio se justificó: Si uno desprecia la política, acaba gobernado por lo que desprecia». 


«Volver la vista atrás es una obra de ficción, pero no hay en ella episodios imaginarios», dice Vásquez en la página 473. Me mareo solo de pensar en cómo afrontar la escritura de algo así, en cómo hacer de unas vidas reales una novela creíble, que funciona sin un pero, una historia que te atrapa y de la que no quieres salir. Quieres seguir con Sergio, acompañarle, ayudarle, espiar a toda la familia. Me parece tan impresionante que me dan ganas de llorar. 


Apunté este poema de Manuel Altolaguirre:


Hubiera preferido

ser huérfano en la muerte, 

que me faltas tú

allá, en lo misterioso, 

no aquí, en lo conocido. 


Hay que leer Volver la vista atrás. Ya. Hoy. Corre. 


Ahora que me siento a escribir me doy cuenta de que mi otra lectura del mes, Fragmentos, de Mara Mahía, es también una novela con un poso de realidad. ¿Cuánto? No lo sé. De Mara ya había leído Secretos y La dueña del Plaza, sus dos novelas anteriores que junto con Fragmentos conforman una trilogía que recorre, o no, partes de la vida y de los recuerdos de Mara.


Fragmentos recupera personajes de las novelas anteriores y está construída con parches, con trozos, con escenas y con muchos párrafos de 102 palabras porque este número obsesiona ¿a la narradora? ¿A Mara? Me pasé las primeras doscientas páginas intentando separar el grano de la paja, tratando de adivinar qué era verdad y qué era mentira, hasta que me di cuenta de que me estaba saboteando a mí misma y que ese detalle no era importante. Pensé entonces que cuando leí Secretos y La dueña del Plaza no conocía a Mara y no me importaba cuánto había de realidad y cuánto de ficción. Con Fragmentos lo que había cambiado es que ya conocía a Mara. Nos encontramos en persona en enero de 2022, cuando viajé a Berlín y la avisé. Me contestó: «Ana, me encantaría que nos viéramos pero no voy a engañarte: estoy pasando una época oscura y no puedo hacer planes». Le respondí que lo entendía perfectamente y que hiciera lo que le apeteciera. Le apeteció y encontró las fuerzas y nos abrazamos con ganas en una mañana de un domingo ventoso y gélido en una plaza berlinesa antes de irnos a comer a un vegetariano en el que no paramos de hablar. Por eso sé que a Mara, como a su protagonista, le apasiona nadar, pasear a su perro y que vivió en Nueva York... Lo demás da igual.


«Ya entendí que arrepentirse es una emoción pesarosa, sin más utilidad que hundirse un poco más».


Fragmentos suma historias de varias mujeres, porque las protagonistas de Mara siempre somos nosotras con nuestras complejidades, vericuetos y diferencias. Está ella o su alter ego, su madre, su abuela, Rosalinda (la dueña del Plaza), Juno, Marie y la tía Leonor. Lo que más me ha gustado, como en las anteriores, es el retrato de Nueva York en los noventa, cuando sé que Mara vivió allí. Esa mezcla de sorpresa, miedo y continuo descubrimiento que, poco a poco, se va transformando en rutina, en sentirte en casa y en descubrirte a ti mismo al mismo tiempo que las calles de la ciudad se van volviendo tu paisaje favorito, aquel que sientes más tuyo, más suyo en su caso. Llegar a un lugar, o a una edad, en el que descubres quién eres, qué quieres y a quién quieres querer. La parte que menos me ha gustado son las cartas de la tía Leonor: el género epistolar es complicado y es muy fácil deslizarse hacia lo obvio, hacia lo demasiado bonito para ser creíble. Ahora que lo pienso, puede que sea porque cuando escribimos cartas ordenamos nuestras vidas para hacerlas inteligibles al otro, al destinatario, y encajamos las piezas para que todo tenga sentido para un observador externo. No quiero decir que las cartas de Leonor no sean creíbles: la sensación que tuve fue la de haber atravesado una puerta y encontrarme en un mundo de fantasía expulsada con brusquedad de la parte más cruda, más real, del relato de Mara. 


Mi consejo es leer Fragmentos, pero antes ir a por Secretos y La dueña del Plaza y regocijarse en esta trilogía. 


No he leído nada más. Bueno sí, New Yorkers atrasados, ahora mismo estoy con el del 3 de octubre. Ahora que lo pienso ¿se me olvidarán los artículos que leo? ¿Me acordaré de estos dos libros dentro de seis meses? En cualquier caso, me alegro de llevar quince años escribiendo sobre lo que leo, quién sabe dónde estaría mi memoria si no hiciera estas lecturas encadenadas. 


domingo, 3 de diciembre de 2023

Una noche romana

Exterior noche. Una gran luna, aunque no llena, asomando entre nubes e iluminando el Coliseo y los enormes pinos romanos que hay por toda esa zona. Justo enfrente, en uno de los edificios con vistas al Coliseo, solo hay dos ventanas iluminadas. Dos grandes ventanales rasgados, sin cortinas, a través de los cuales se ven los altos techos de esa casa y las paredes cubiertas de librerías altísimas. «Por vivir en esa casa y poder leer con estas vistas me casaría con su dueño», dije en alto pillando por sorpresa a mis acompañantes. «No tengo pensado volver a casarme, pero por vivir ahí me caso».


«Parece que la ciudad está a punto de colapsar sobre sí misma, dejando entrever una ciudad anterior. Luego, otra ciudad más antigua que esa. El viejo Pórtico de los Argonautas, detrás del Altar de la Patria. El anfiteatro de Calígula, desaparecido durante siglos, en vez del Palazzo Borghese. Si la lluvia continuara, podríamos apostar a que los viejos dioses tomarían de nuevo posesión del lugar Pero el mensaje real es otro. Todas las ciudades, tarde o temprano, acabarán destruidas por la lluvia. Que no se engañen Londres o París. Llamadlo lluvia. Todo el mundo sabe que el fin del mundo llegará. Pero el saber, en el hombre es un recurso frágil. Los habitantes de Roma llevan en la sangre la conciencia de las últimas cosas, y está tan asimilado que ya no genera ningún razonamiento. Para los que viven aquí, el fin del mundo ya ha ocurrido, la lluvia solo tiene el molesto efecto de derramar de la copa un vino que en la ciudad se bebe sin parar». (La ciudad de los vivos, Nicola Lagioia)


Esta semana me he enamorado de Roma como no lo hice la primera vez que fui hace veintidós años, cuando pasé allí un fin de semana por el vigesimoquinto cumpleaños de mi hermana. De aquel viaje tengo un recuerdo de sol radiante cayendo a plomo en las calles, mi hermana y yo intentando saber cuánto eran 8.000 liras en pesetas para saber cuánto nos iba a costar una botella de agua a la entrada del Coliseo. Recuerdo no parar de caminar para intentar ver lo máximo posible. Nos tomamos un café en la plaza del Panteón de Agripa, entramos a ver el Moises de Miguel Ángel, el Coliseo, paseamos por Piazza Navona y nos encontramos, por casualidad, con nuestros tíos por la calle y nos invitaron a cenar. Cuando volvimos al hotel mi hermana se quedó dormida sentada en el váter, con los pies en remojo en el bidé mientras me contaba lo mucho que había disfrutado el día. Todo eso lo hicimos sin reservar entradas en ningún sitio, sin Google Maps y sin teléfono móvil. Aquella versión de nosotras mismas quizá sobreviviría a un apagón tecnológico ahora mismo. Sobre nuestra versión actual tengo serias dudas. 


Esta semana en Roma tampoco he usado Google Maps. Esta vez he ido a trabajar con gente que vive allí y por la que me he dejado guiar para todo. Por eso me he enamorado. Aparte de un par de vistazos rápidos y como de pasada al Coliseo y el inevitable encontronazo con iglesias en cada esquina, no he hecho nada turístico, es como si hubieran corrido un telón y hubiera podido vivir la versión secreta de la ciudad. Apenas han sido cuarenta y ocho horas pero ha sido suficiente para irme con tristeza y pensando en que tengo que volver; en que, si puedo, organizaré todas las reuniones de este proyecto en Roma, como cuando encontraba mil excusas para pasar por delante del tío que me gustaba aunque esas excusas tuvieran una lógica que solo existía en mi cabeza. Así va a ser. «- Hay que organizar una reunión para discutir propiedad intelectual. - Lo hacemos en Roma, que al final y al cabo todos venimos del Derecho Romano». «- Hay que discutir sobre el contenido del siguiente podcast entre franceses y polacos. - Fenomenal: en Roma, que así no discutimos porque alguno juega en casa». 


Estos días en Roma me han dejado un regusto diferente. A lo mejor ha sido por la época: a las cinco y media de la tarde es noche cerrada, mi momento favorito del año. A lo mejor ha sido pasear sin preocuparme por perderme o llegar tarde porque otros se encargaban de elegir dónde íbamos, dónde nos reuníamos, dónde cenábamos y hasta pedí consejo para pedir la cena. Caminar al otro lado de ese telón me ha dado la sensación de viajar en el tiempo. Es difícil de explicar, pero por la zona que me he movido, en la oscuridad de la noche o en las primeras luces del amanecer cuando me despertaba, me sentía como si en vez de 2023 estuviera quizás hace veintiún años, viviendo la ciudad secreta. Era como estar en otra época: los restaurantes con camareros muy mayores y que llevan chaleco, los cafés con gente gritando lo que quiere, las tazas pequeñas de loza blanca o doradas con filo rosa, los señores viejos enfadados apostados a la puerta de los bares charlando y fumando, los brocados granates de las cortinas de mi habitación y las tapicerías doradas de las sillas del salón del desayuno y el dueño de un garito que fumaba apoyado en la puerta y que parecía llevar allí desde 1997 saludando a todo el que pasaba por la calle porque conoce a todo el que pasa, siempre ha estado ahí. Por supuesto he visto patinetes, turistas en Termini y americanos en pantalón corto, pero no he visto franquicias: ni un Zara, ni un Mango, ni un Starbucks. No idealizo, sé que este enamoramiento viene del efecto «pensar en guiri», que consiste en imaginar siempre una vida mejor, más bonita en casi cualquier sitio que conoces y que te gusta. Viajé en metro y lo odié igual que odio el de Madrid, mi crush con la ciudad no ha sido tanto como para no pensar que si viviera ahí me compraría una moto antes que someterme a la decrepitud mugrienta del metro.


El jueves cenamos en un restaurante a prueba de turistas. No había ni una concesión al de fuera. Las mesas apiñadas, las camareras enfadadas (la que nos atendió a nosotros me recordaba a Chipolata de Astérix en Córcega), la carta mínima sin poke, salsa de soja ni pollo teriyaki; vino en frasca y el pan en una bolsa de papel. De antipasti tomamos acelgas rehogadas, romanesco e hígado con alcachofas. A la mesa, tres italianos, ninguno de Roma, dos españoles y un húngaro que a los diez años planificó su vida para llegar a ser profesor de Historia en un instituto sueco. Nos reímos pensando que esta cena romana era un extraño vericueto para lograr ese sueño, pero brindamos porque lo consiga en algún momento. Al salir, paseamos por las calles desiertas, espiando ventanas y elucubrando precios de alquiler en esa zona. Roma tiene ese caos de trastero en el que en cada esquina que doblas hay algo: una vista, una puerta, una ventana, una parra creciendo entre dos edificios, unas plantas en una ventana, un portal a través del que puedes ver un patio prometedor, en el que puede haber un tesoro o solo un trasto polvoriento y feo que alguien debería haber tirado pero que sigue ahí por costumbre, por pereza o porque es su lugar en el mundo: si no estuviera en Roma no existiría. Eso tiene esa ciudad que está llena, todo se amontona sobre lo inmediatamente anterior formando capas que se entrelazan y en las que se va asentando ese poso que la hace única, que enamora. Caminando llegamos a un bar pequeñísimo, un estrecho pasillo con una barra en el lado derecho y el espacio justo para pedir una copa y un par de banquetas en las que se sentaban dos hombres aburridos de vivir que nos miraron solo para saber si merecíamos la pena. El pasillo desembocaba en una habitación un poco más ancha con un par de gradas para sentarse seis personas y un mini escenario en el que se amontonaban un pianista, un contrabajista y un batería que improvisaban jazz. A ellos se sumaban alternativamente un trompetista, un saxofonista y un oboísta. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Al principio me dediqué a fijarme en cada detalle: la luz mínima, el cartel de una consumición obligatoria por cada sesión, intenté calcular la edad del batería y si sería, con suerte, un par de años mayor que María. Me fijé en los dedos del contrabajista, extrañamente romos como si el roce constante con las cuerdas de su instrumento le fueran limando las puntas y en algún momento fuera a perder la primera falange. Del pianista solo veía la espalda: tocaba como si le pesara el mundo, como si sus hombros quisieran, también, tocar las teclas y no limitarse a mover las manos. En algún momento de esa observación entré en una especie de trance del que salí, por sorpresa, cuando la música terminó y mis compañeros me tocaron el hombro y se levantaron porque ya nos íbamos. Fue casi un despertar, un «¿dónde estoy?» No dije nada pero volviendo al hotel me sentía como cuando regresaba a casa de madrugada y todo parecía diferente, como preparado para que al día siguiente algo hubiera cambiado.  Los adoquines brillantes, los coches aparcados en cualquier esquina, el musgo en algunas paredes, las sirenas estridentes de los coches de policía, en algunas ventanas luces de navidad que alguien había olvidado apagar al irse a dormir y mucho cielo, mucha noche. 


Me he enamorado de Roma. Quizá porque era lo único más viejo que yo con lo que me he relacionado en estos días. Para ella, soy una jovenzuela. A lo mejor le gusto. Tengo que volver para ver si lo nuestro va en serio o si me puedo casar con el dueño de la casa de la librería con ventanas al Coliseo. 


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domingo, 26 de noviembre de 2023

Elegía por la improvisación


Cada vez que uso la palabra elegía tengo otra vez catorce años, llevo una falda de tablas marrón, una camisa beis y un jersey de pico, también marrón. Estoy sentada en una clase de mi colegio y, fuera, el cielo es gris. ¡Qué tiempos aquellos en los que en Madrid había nubes como en los cuadros de Amalia Avia! No sé si le pasa a todo el mundo pero la palabra elegía me lleva a Jorge Manrique, la EGB, los anuncios de Tulipán que hacía Guillermo Fesser y las meriendas leyendo Astérix

Y pues vemos lo presente

cómo en un punto es ido

y acabado

si juzgamos sabiamente, 

daremos lo no venido por pasado.

No se engañe nadie, no, 

pensando que ha de durar

lo que espera

más que duró lo que vió

porque todo ha de pasar

por tal manera.


Como nunca había tenido cincuenta años hasta ahora, no sé si este lamento mío es algo que se arrastra por generaciones o es algo nuevo. En realidad, no importa. Cada generación, cada uno de nosotros, tiende a creer que lo que le pasa es nuevo o, al menos, diferente de lo que le ocurre a otros. No lo sé. No sé si hace treinta años mi madre, por ejemplo, empezó a pensar que ya nada se podía improvisar en su vida, que todo había que planearlo porque la improvisación, el «¿por qué no hacemos esto esta tarde, mañana, pasado?» era ya imposible. 


En Madrid, la ciudad en la que vivo, ya no se puede improvisar absolutamente nada. No puedes salir un sábado a dar un paseo pensando «ya comeré por ahí» a no ser que quieras que «por ahí» sea el Burger King después de haber hecho veinte minutos de cola (estoy a favor de comer hamburguesas industriales cuando te lo pida el cuerpo, pero ya me entiendes) o comprarte cualquier cosa en un supermercado que pilles abierto y sentarte en un banco a comer. Las palabras que más escuchas, ahora mismo, en un restaurante no son: «¿qué va a tomar» o «aquí tiene su cuenta». Son: «¿tiene reserva?» Todo hay que reservarlo: el restaurante, un museo, una exposición, el cine, el teatro, todo. No me ha pasado nunca pero supongo que ahora eso tan cinematográfico de llegar al aeropuerto o a la estación de tren y decir: deme un billete para el primer avión/tren que salga hacia París, son imposibles. Supongo que el encargado me diría: ¿ha hecho su reserva online?


No son solo los lugares los que no admiten la improvisación. También nos pasa a nosotros. Haz la prueba y llama a tres amigos, a dos, con uno basta, y dile que quedáis mañana a lo que sea, desayunar, comer, cenar, dar un paseo, ir al cine. «Puff, ¿mañana? imposible. Lo tengo todo ya ocupado». Y no es una cuestión de la inmediatez de mañana. Si propones algo la semana que viene, o incluso en los tres próximos fines de semana, es muy muy probable que también sea imposible. Todo el mundo, yo también, tiene su vida organizada con muchísima antelación. Me pasa con mis hijas, ya lo conté, pero ahora somos como las chicas Gilmore, para comer o para cenar, no digamos para pasar un fin de semana juntas, necesitamos planearlo y organizarlo porque de otra manera los planes de las tres chocan y colapsan cualquier intento de improvisación.


Además nos ocurre otra cosa. Nos da miedo molestar, nos parece que improvisar, que proponer algo de manera súbita, de repente, es de mala educación, intrusivo como dicen los cursis. ¡Si hasta nos parece agresivo llamar por teléfono! Cuando yo era joven (qué frase más horrible pero qué inevitable es) me presentaba en casa de mis amigos sin avisar, porque estaba por allí, porque me aburría o porque me apetecía verles. Unas veces estaban, otras no, unas veces era bien recibida y esa visita improvisada podía convertirse en horas de convivencia, en otras ocasiones sus padres podían estar en un estado de ánimo un poco hostil (quizá no les gustaba esa improvisación y yo no lo percibía) y tras un rato me marchaba. Asumía todas esas posibilidades pero nunca pensaba que mi amigo iba a sentirse atacado por esa improvisación, por esa visita inesperada. Ahora sí lo pienso. Es más, ni siquiera contemplo la posibilidad de, ahora mismo, cuando acabe de escribir esto, plantarme en casa de un amigo sin avisar. Lo que siento es un poco el síndrome del impostor de la amistad que no es exactamente del impostor pero se le parece, ese «joder, pero y si le molesto y piensa que soy una plasta», que no es real porque es mi amigo, me quiere y me acepta con todo, y un poco de «seguro que no está, que tiene planes» porque todos tenemos planes todo el rato. 


Es agotador este vivir en un continuo consultar la agenda y los compromisos para ver si puedes encajar algo. Es agotador tener que pensar con dos semanas de antelación a qué exposición te va a apetecer ir dentro de dos sábados y dónde querrás comer después porque todo hay que reservarlo. Para mí, que soy un tobogán emocional constante (hoy puedo estar eufórica y expansiva y mañana decidir que me cae mal el planeta y que no voy a salir de casa ni a tirar la basura), tener que planear todo me obliga a plegar mi estado de ánimo a lo que mi yo del pasado decidió hace dos semanas, un mes o cuatro o a hacer esos planes sin ganas. No sé por qué está todo lleno todo el tiempo. No quiero que se me entienda mal: me parece maravilloso que los restaurantes estén llenos, que vaya más gente a exposiciones y teatros, que cualquier evento triunfe… pero echo de menos improvisar. 


Esta semana he hecho, por sorpresa, cuatro planes improvisados que el domingo pasado no existían. Han sido cuatro planes APAM, Aquí te Pillo Aquí te Mato, y todos han sido geniales. Me he sentido bien improvisando en mis días programados y llenos, cenando en casa de amigos que no habían podido preparar nada o llevando yo misma la cena. Ha sido un continuo «vale». Mañana, pasado, el viernes a las siete y media. Ni siquiera están apuntados en mi agenda. 


Echo de menos cuando improvisábamos, cuando teníamos sorpresa, cuando acababa pasando la tarde con una amiga sin haberlo planeado o cenaba en un restaurante que simplemente me había llamado la atención. Cuando un viaje en viernes se planeaba un jueves, cuando un domingo por la mañana podía ir a visitar la exposición sobre la que había leído esa misma mañana en el periódico e íbamos a cenar a donde pilláramos porque nos apetecía salir. Cuando un amigo me decía: «¿Estás en casa? Voy para allá». No sabía que aquello podía acabarse, que se terminaría en algún momento. ¿Cuándo fue? No lo sé pero ahora parece una época pasada a la que es imposible volver.


Quiero improvisar. Quiero no volver a decir «si me hubieras avisado con tiempo».Quiero más planes APAM. Es un poco como volver a jugar, como volver a hacer los planes que hacía cuando iba de uniforme y los sábados, en Los Molinos, salía a hacer la ruta de las casas de mis amigos a ver quién había, a ver a cómo íbamos a pasar la tarde.


Improvisa. Atrévete.