miércoles, 5 de julio de 2023

Lecturas encadenadas. Mayo y junio

Antes de nada: una lectora me dejó un comentario diciendo que echaba de menos mis lecturas encadenadas. En primer lugar: gracias, me hizo mucha ilusión. En segundo lugar: la explicación. En mayo no hice lecturas encadenadas porque solo leí un libro, Los silencios de la libertad, de Guillermo Altares, y dediqué un post entero, Testigos silenciosos, a las reflexiones que me había provocado. Pensé entonces: no hago lecturas encadenadas y, como seguro que en junio recupero ritmo, uno los dos meses. Para sorpresa de nadie, en junio he recuperado poco porque no sé qué me está pasando, pero no me cunde el tiempo de lectura y voy más despacio. No pasa nada, no hay prisa, disfruto lo que leo; pero no tiene sentido hacer un post de lecturas encadenadas si no hay nada que encadenar. ¿Cambiará esto en el verano? No lo sé, veremos. 


El post del que hablaba antes, Testigos silenciosos, lo escribí el 28 de mayo, el día antes de las elecciones. En tres semanas tenemos otras en las que nos jugamos muchos derechos y muchos logros conquistados que los fascistas quieren eliminar. «Eso no va a pasar», a lo mejor piensa alguien. Si ese alguien está leyendo esto, que se levante y se dé contra la pared, por idiota y crédulo, y que luego coja Los silencios de la libertad y lo lea con atención, porque ahí están todos los peligros, que no es que los enfrentamos sino que ya están aquí, ahí, llamando a nuestra puerta y queriendo tirarla abajo. 


«Muchas decisiones nos superan, a veces es imposible elegir, otras no se puede encontrar el valor suficiente. Pero la lucha por la democracia se compone de millones de pequeños actos individuales. Somos cada uno de nosotros los que podemos romper los silencios de la libertad».


Lee a Guillermo y no votes a fascistas ni a gente que vota con fascistas. Haz el favor.

Después de una lectura tan política pretendía leer algo más ligero, pero los caminos de las lecturas encadenadas son inescrutables y desde la estantería de los pendientes de leer me asaltó El bosque del odio, de Roman Gary. Creo que fue justo a Altares al que oí hablar de este libro hace mucho y lo compré de segunda o tercera mano en algún sitio que no recuerdo porque no lo apunté. («The biggest lie we tell ourselves is "I don´t need to write this down because I will remember it"». Kevin Kelly)

El bosque del odio es una novela publicada en 1945, nada más terminar la II Guerra Mundial, y cuenta la historia de los partisanos polacos que viven escondidos en los bosques cerca de Wilno. Viven escondidos en cuevas, en agujeros, escapando de los alemanes que han ocupado Polonia y que están asesinando a los hombres, violando a las mujeres, arrasando con todo. El personaje principal es un chavalín de 13 años, Janek, hijo del médico del pueblo, al que sus padres esconden en un agujero en el bosque para que esté a salvo. Su padre le dice “vendré cada noche y, si un día no vengo, corre a buscar a los partisanos”.  No destripo nada porque esto ocurre en las dos primeras páginas: Janek acaba viviendo con los partisanos y aprendiendo la realidad de la guerra y la crueldad de los hombres de primera mano. Es una novela que cuenta el final de la guerra, cuando a Polonia llegan noticias del frente de Stalingrado y empiezan a creer que quizá haya esperanza, que quizá los alemanes pierdan y ellos puedan volver a sus vidas o a lo que queda de ellas. Mientras tanto conviven con la miseria tanto física como moral, con la crueldad que ven y la que se dan cuenta que ellos son capaces de infligir, con el odio al otro, al alemán, más allá de cualquier razonamiento o consideración. 

Es una novela clásica, de guerra, llena de horror cotidiano, de las vidas transformadas por el mayor de los sufrimientos: crueldad hacia los demás, traición por comida, prostitución para sobrevivir. Personas normales con vidas normales llevadas al extremo y con la supervivencia como única meta. Personas que pensaron «eso no va pasar».


«Janek le dió la espalda. Empezó a caminar, luego echó a correr. No huía: tenía prisa por llegar. Quería volver bajo tierra, hundirse en su agujero, no volver a salir nunca más. Bajó al escondrijo y se echó sobre el jergón. No se sentía cansado. No tenía miedo. No tenía sed, ni sueño, ni hambre. No sentía nada, no pensaba nada. Permanecía tumbado, con la mirada vacía, en el frío, en las tinieblas. Solo cuando la noche estuvo ya mediada pensó que iba a morir. No sabía cómo se muere uno. Probablemente un hombre se muere cuando está listo para morir, y está listo cuando es demasiado desdichado. O bien, quizá, muere cuando ya no le queda nada que hacer. Es un camino que sigue cuando ya no tiene otro sitio a donde ir. Pero él no murió. Su corazón latía, seguía latiendo. Morir no era más fácil que vivir».

El bosque del odio fue un bestseller de posguerra y su autor, Roman Gary, es todo un personaje. Nació precisamente en Wilno (Polonia Oriental) y era judío. Su padre nunca le reconoció y, tras pasar unos años en Varsovia, llegó con su madre a Niza. Durante la guerra combatió con los franceses y fue condecorado cuando terminó. Intelectual, hablando varios idiomas, tuvo una carrera diplomática que le llevó a Estados Unidos donde, entre otras cosas, se casó con la actriz Jean Seberg. Escribió varias novelas con distintos pseudónimos y es el único escritor que ha ganado el Premio Goncourt dos veces, aunque con dos nombres distintos y algo de polémica. 


El bosque del odio es una buena novela. Es dura, se te agarra a las tripas y crees que no podrás soportarlo más y cuando la terminas, no te suelta. Es una historia que no olvidas. 


En un tiempo que parece muy lejano, pero que en realidad fue en marzo, estuve en París y en la librería Shakespeare & Co a la que llevé a mis hijas porque son devotas de la trilogía de Linklater Antes de (lo estoy haciendo fenomenal en cuanto a referencias culturales de mi descendencia). Allí compré el libro autobiográfico de Shirley Jackson que ya recomendé y mi siguiente lectura de estos meses: The Lonely City. Adventures in the art of being alone, de Olivia Laing. (Está traducida por Capitán Swing) ¿Dónde leí sobre este libro por primera vez? No lo sé, como no lo apunté («The biggest lie we tell ourselves is "I don´t need to write this down because I will remember it"» Kevin Kelly) lo olvidé. La cuestión es que tenía interés en él y, como me encantan las ediciones americanas en tapa blanda, lo compré en París. 


Es un texto de no ficción que mezcla las experiencias personales de la autora con la divulgación artística. Ahora que lo pienso, quizá se parezca en forma a El nervio óptico, de la argentina María Gainza (que estás tardando en leer y que recomendé aquí hace mil quinientos años). Olivia Laing llega a Nueva York por una relación amorosa que parece que va a concretarse en algo más tangible en la ciudad pero que se desvanece, sin que ella nos dé muchos detalles, poco tiempo después de su llegada. Olivia, que ha dejado atrás su vida en Gran Bretaña, vive por largas temporadas en Nueva York saltando de apartamento en apartamento, dependiendo de qué amigo se lo deje una temporada o se lo subarriende a buen precio. Allí reconoce sentirse más sola que en ningún otro sitio, más sola que nunca. Está viviendo en una ciudad superpoblada y llena de actividades, pero no consigue conectar con nadie (en esto también me ha recordado a algo que contaba Will McPhail en IN., un tebeo que también he recomendado y que es maravilloso). Olivia se refugia entonces en el Arte o, mejor dicho, en determinados artistas cuya obra ella cree que refleja o expresa la soledad. En esa lista de creadores están Edward Hopper, David Wojnarowicz, Henry Darger, Andy Warhol, Nan Goldin, Klaus Nomi y alguno más. Olivia Laing traza sus biografías centrándose sobre todo en su relación con la ciudad, con Nueva York concretamente; aunque en el caso de Darger esa ciudad es Chicago, donde fue portero en un hospital, solitario y desconocido, hasta que murió y en su habitación encontraron cientos de misteriosas pinturas que todavía están tratando de interpretar. 


Henry Darger

Las reflexiones sobre la soledad de la ciudad o de estos artistas a veces me han interesado y otras me han parecido cogidas un poco por los pelos, pero he aprendido mucho de algunos de esos personajes que no conocía más que muy vagamente. Con Wojnarowicz y su obra he hecho un viaje a los años de la epidemia de SIDA, algo que yo viví como adolescente española con muchísima distancia y que sin embargo ahora, con este libro y con el podcast Resurrection (del que ya hablaré), estoy viendo con muchísimo interés y horror porque fue algo terrorífico: la enfermedad y el rechazo a los homosexuales, su trato como apestados de la sociedad. 


Otro elemento interesante del libro de Laing es la descripción de la ciudad. Madrid no es Nueva York pero puedo identificar los procesos que ella describe también aquí: la desaparición de la vida «normal» en el centro, la homogeneización de las tiendas, los bares, los restaurantes, la imposibilidad de encontrar casa, lo que viene siendo la gentrificación de nuestros barrios que convierte la ciudad en un decorado sin alma. No es que yo sea fan del alma de Madrid, pero por lo menos tenía algo diferencial. 


¿Hay que leer The lonely city? Pues sí. Es un libro que va de menos a más y que conviene leer mirando de vez en cuando en Google alguna de las imágenes de las que habla (de esto tenemos que hablar: tengo la sensación de que los escritores se curran menos ahora las descripciones porque ya cuentan con que irás a buscarlo en internet y a mí NO ME GUSTA INTERRUMPIR LA LECTURA PARA ES, cuéntame cómo es, me lo imagino y, si lo que cuentas me ha interesado suficiente, cuando luego deje de leer y esté haciendo otra cosa iré a buscarlo). Se aprende mucho de Arte, se aprende a mirar el Arte y también a ver más allá de él a la persona que está detrás y que, muchas veces cuando no siempre, vuelca en sus obras una parte de su vida que no es capaz de expresar más que como artista. (Sobre esto creo que la interpretación de Hopper es la que está más traída por los pelos y la que menos encaja con el resto de artistas, pero entiendo que hablar de soledad y Nueva York y no hablar de Nighthawks era imposible). 

“Many marvelous things have emerged from the lonely city: things forged in loneliness but also things that function to redeem it”. 

Tres libros en dos meses sería una marca lamentable si estuviera tratando de competir con alguien. 


Lee a Guillermo, lee a Gary y a Olivia para aprender, pero sobre todo no votes a fascistas. Eso es lo más importante y con esto y la esperanza de retomar mi ritmo lector, hasta los encadenados de julio. 


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domingo, 2 de julio de 2023

Tendría que haber


For years, Castaing-Taylor lived in a small house in the South of France, but he recently moved to another, in Catalonia, overlooking the Mediterranean. “I hope to die there,” he said. (New Yorker, 5 de mayo de 2023)


Castaing-Taylor es un director de películas documentales muy snob e intenso que quiere cambiar el modo en que se hacen los documentales para que no sean didácticos y las imágenes hablen por sí solas. No he visto ninguna de sus películas (la última se titula De Humani Corporis Fabrica y transcurre en hospitales de París dentro y fuera de los cuerpos de los pacientes) y no sé si las veré, pero tengo la ligera sospecha de que quizá sean un muchito intensitas y un poquito tostón. La cuestión es que da igual cómo sean sus películas o si yo estoy siendo prejuiciosa, que puede ser.  La cuestión es que, cuando leí esa frase sobre su vida, pensé: «joder, qué suerte, vive en el Sur de Francia y dice “voy a mudarme” y alehop, ahí está, queriendo morirse mirando el Mediterráneo». Seguí leyendo y el tipo, que nació en Liverpool (es decir: no es sospechoso de ser un americano con sus paparruchas del sueño americano), estudió primero Teología, pero cuando se dio cuenta de que no tenía fe saltó a la Antropología, se fue a viajar por África y acabó en Cambridge estudiando un doctorado; y cuando terminó pensó: «¿Qué hago ahora con mi vida?» Y se fue a hacer un máster en la Universidad del Sur de California. ¿A qué viene esta especie de resumen de LinkedIn de un tipo desconocido del que no me apetece ver sus películas? Pues a que cuando leo estas cosas siempre pienso: ¿Qué he hecho con mi vida? Y luego: ¿De qué pasta hay que estar hecho para tomar todas esas decisiones y esos giros radicales por los que cambias de país, de profesión, de trayectoria?


Hay que ser rico. Esa es la respuesta más obvia a esto, pero no es verdad. Obviamente, si eres rico y puedes dar esos saltos sin mucha preocupación porque sabes que siempre tendrás una red o una vuelta atrás, esos cambios son más fáciles; pero hay mucha gente rica que sencillamente nace, crece, se casa con alguien que podría ser su hermano o hermana, recrea una familia exactamente igual a la que creció, tiene un trabajo igual que el de sus padres, y se muere. Perfectamente respetable también, que conste; pero sin el más mínimo giro ni desvío. Una línea recta sin sobresaltos. 



Cuando leo la trayectoria de gente como Castaing-Taylor siempre me pregunto: ¿Qué me falta a mí para hacer algo así? ¿Valor? ¿Oportunidad? ¿Hueco? ¿Ganas? ¿Actitud? A lo mejor me falta todo eso y me sobra miedo, precaución y responsabilidades familiares. 


No es esto un texto motivacional que escribo pensando en que hay que perseguir tus sueños y creyendo que si tu no das el primer paso no hay nada que hacer para llegar a algo que anhelas; no se trata de eso. Cuando terminé de leer el perfil del director pensé en qué giro radical daría yo hoy si pudiera. Sabiendo, por supuesto, que de lo que uno imagina a la realidad la distancia que existe es similar a la que tendría que recorrer para decidirme por apostar por algo de lo que imagino. Fantaseo con comprarme una casa en un pueblo de Francia o, si eso es demasiado lejano, una casa en un pueblo del Pirineo para vivir todo el año. «Te aburrirías» es algo que mucha gente me dice cuando lo cuento. Ya me aburro en mi vida diaria, así que podría soportarlo. «La vida en un pueblo no es como te imaginas». Dejando de lado que nadie sabe cómo es aquello con lo que otro fantasea, la vida en Madrid me horroriza y creo que podría lidiar con otra que tampoco me gustara después de cincuenta años de experiencia en ello. ¿Por qué no hago nada de eso? Por pereza y acojone, claro. Tomar esa decisión implicaría vender mi casa de Madrid, probablemente cambiar de trabajo, y saltar de la comodidad de saber lo que creo que va a pasar mañana (aunque sea un conocimiento completamente falso) a la inquietud de «¿qué va a pasar ahora?» o la duda de «¿y si me he equivocado?» 


Tengo otros planes imaginarios menos radicales. Hoy se cumple un año del comienzo del viaje de mi vida: quince días en autocaravana por el estado de Washington. Escribo esto llena de nostalgia y añoranza por esos quince días, por los paisajes, por las sensaciones y por la persona que fui esas dos semanas. Recuerdo el día que llegamos a Lake Crescent y, emocionada por lo que veía, pensé: «volveré aquí, volveré aquí a pasar un mes, un verano, alquilando una casa y dedicándome a leer y a escribir». Fantaseo también con apuntarme a un curso de escritura creativa en un bosque perdido en los Adirondack o en la casa de Patrick Leigh Fermor en Kardamili. En estos planes, aparte de la decisión, me falla que creo que no sería buena estudiante de escritura creativa. Si te apuntas a algo así es para mejorar tu método, tu estilo, y porque tienes interés en aprender de lo que otros escriben. No cumplo ninguno de esos propósitos. Si hay algo que tengo aceptado de mí misma es que soy, en esencia, chapucera. Chapucera completista es mi perfecta definición. Ahora mismo escribo este texto sabiendo que si le dedicara una semana de mi tiempo seguramente sería mejor, pero en mi afán escritor pesan más las ganas de terminarlo, de sacarlo de mí, que de hacerlo mejor. Además, y sé que esto es terrible, la opinión que otros, mis supuestos compañeros de curso, pudieran tener sobre lo que escribo me daría exactamente igual y creo que mi interés por lo que ellos escribieran sería escaso. Lo estoy pensando: mejor que un curso de escritura creativa lo cambio por un curso de lectura crítica: menos trabajo y más interés. 


¿Por qué no hago nada de eso? Ni casa en Francia, ni Lake Crescent, ni cursos. 


«Más adelante», pienso. «Cuando las niñas vuelen, cuando ya no quieran pasar los veranos conmigo», me contesto a mí misma. Y cuando me visualizado veo que tendré sesenta años y quizá sea la vieja que ha alquilado una cabaña solitaria, o la más anciana del curso de literatura americana contemporánea o de diarios de viaje. Quizá mis vecinos y compañeros pensarán: «mírala, a su edad y cumpliendo sus sueños». ¿Qué pensaré yo? Pensaré que tendría que haberlo hecho antes, que por qué esperé tanto. Me bloquea saber que tener esa certeza no es suficiente como para liarme la manta a la cabeza y, por ejemplo, empezar a mirar algo así para el verano que viene.


¿Qué me falta? 

¿Por qué cuesta tanto moverse, saltar, ir a por algo que quieres?  

¿Qué puedo perder?


Ojalá tener la decisión de Castaing-Taylor. Cuando se lanzó a hacer documentales escuchó una historia sobre pastores nómadas en Montana que cada año recorren cientos de kilómetros pastoreando miles de ovejas. Cogió su cámara y se marchó a pastorear con ellos. Cuando, un año después, se estrenó Sweetgrass considerado una obra maestra, el pastoreo nómada en Montana había desaparecido. 


Suena a autoayuda, pero si no me decido, algo perderé. Lo que no sé es el qué y si me dolerá. Supongo que sí porque intuyo que será una ilusión, mi ilusión, y a cambio ganaré una certeza terrible, como son todas las que empiezan por «tendría que haber». 


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domingo, 25 de junio de 2023

Para ver se necesita tiempo


To see takes time. Esa frase en un página par del número de The New Yorker se me queda enganchada en la cabeza y me hace volver atrás. 


To see takes time es el título de la exposición sobre Georgia O´Keefe que se está celebrando en el MOMA. To see takes time. Mientras termino de comer pienso que en esa frase está resumida la sensación que yo tengo ahora mismo, con cincuenta años, de estar empezando a entender la vida en general y la mía concretamente, las cosas que valen la pena y aquellas que no merecen gastar ni medio minuto de tiempo o energía.


Son las cuatro y media de la tarde, la hora de la siesta de verano. Protegida del calor dentro de casa escucho a los perros roncar, el segundero de un reloj de pie y, muy muy lejano, a algunos niños gritando en una piscina. Gracias a Dios los vecinos de gusto musical más que cuestionable y muy irrespetuosos con la hora de la siesta no parecen estar, así que reina la calma, la paz.


Lleva tiempo aprender a valorar este tiempo de siesta, de parada en tu día. Cuando yo era pequeña, antes de que mis padres compraran esta casa, pasábamos el verano en casa de mis abuelos con todos mis tíos. Después de la multitudinaria comida en la que solíamos sentarnos a la mesa diez o doce personas, la siesta era obligatoria. Tenías que irte a tu cuarto y dormirte; y si no te dormías se esperaba de ti que durante dos horas vivieras en un silencio absoluto, monacal. Se te exigía pausar tu existencia hasta hacerla imperceptible para un observador externo. Era una tortura: dos horas en la cama. ¿Por qué los adultos eran tan crueles? Ahora, mientras escribo esto tumbada en el sofá, pienso en cuánto tardaré en terminar y poder coger el libro para fingir que leo hasta dormirme con él entre las manos. Las cosas cambian. 


No pensaba escribir de siestas ni de mis recuerdos de niñez porque siento que últimamente estoy demasiado nostálgica de un pasado remoto y feliz y, aunque es un sentimiento agradable y reconfortante (sobre todo porque mantengo muchas cosas de ese pasado), es un tema aburrido sobre el que escribir. Esta mañana, mientras barría y planchaba, estaba escuchando un episodio de Hotel Jorge Juan en el que Javier Aznar hablaba con Rafa Cabeleira. Rafa, un tipo maravilloso de esos que te hace la vida mejor cuando estás con él, tuvo un infarto muy serio hace unos meses. Se ha recuperado bien y está feliz, contento, mejor que nunca: él dice que está recomendando mucho tener un infarto porque tu vida cambia a mejor. To see takes time. La percepción sobre nuestra vida, sobre lo que nos rodea, lo que importa, la gente a la que queremos o la que no soportamos, lo que nos gustaría hacer o no, cambia solo con grandes estímulos: la cercanía a la muerte, el miedo o el paso del tiempo. Todo lo demás no funciona nunca. La experiencia o vivencias de otros, las lecturas, los razonamientos que te obligues a hacer… eso te sirve para saber que quizás no estás preparado para lo que puede venirte en la vida, pero la sabiduría suprema, la certeza última sobre qué es importante y qué no lo es solo se adquiere por esas tres cosas: muerte, miedo, el paso del tiempo. 


De las tres, la menos traumática por ser más gradual es el paso del tiempo, aunque desde mi experiencia debo decir que el salto de percepción entre los 40 y los 50 es radical. Es un cambio total de, como dirían los cursis, marco mental. Pensándolo bien, lo reduciría aún más: entre los 45 y los 50. A lo mejor es porque ya tienes claro que te queda menos por vivir que lo que has pasado o porque todo lo que has vivido se aposenta, se asienta en su correcto nivel geológico y se estabiliza permitiéndote tener una percepción más pausada de todo, menos impulsiva, más «bah, qué más da». Hace un par de años mi hija Clara me preguntó un día: «Mamá, ¿a qué edad te empiezan a interesar las plantas?», y no supe qué decirle porque a mí las plantas no me han interesado nunca, pero algo así me pasa ahora cuando miro hacia atrás. Ahora sé a qué edad te planteas la vida de otra manera. 


Vuelvo a la siesta. En aquellos veranos esperaba el momento en que pudiéramos volver a existir con impaciencia, no llegaba nunca y cuando por fin abrían la puerta y nos dejaban salir, corríamos a la piscina a bañarnos en el agua congelada, a gritar y saltar hasta que nos llamaran a merendar. Después nos obligaban a quitarnos el bañador y cambiarnos de ropa y volvíamos a jugar hasta la hora de la cena. A veces salíamos a dar un paseo. Las calles por las que paseábamos siguen igual, de tierra, con grandes baches provocados por las torrenteras que se forman cuando llueve y llenas de piedras y vegetación. Todo sigue igual. Me fijo en esos detalles cuando paseo ahora por el pueblo, cuando voy y vengo al autobús que me baja a Madrid a trabajar. Han desaparecido muchas cosas, otras se mantienen y otras están en un estado transitorio entre lo que fueron y dejar de existir. Uno de esos lugares es la zapatería. Hace un par de semanas conté cómo otro de esos rituales que marcaban el inicio del veraneo era bajar a la zapatería de Mari, «La zapatera prodigiosa» la llamaban en mi casa, a comprar dos pares de zapatillas camping para cada uno. Por entonces yo pensaba que esas zapatillas solo se podían comprar ahí, que era el único lugar del mundo en el que se vendían y me parecía bien, me parecía acertadísimo: tenían que venderse ahí para que a mí me las pudieran comprar en junio y así empezara el verano. La posibilidad de comprar esas zapatillas en otro sitio o de que un buen día Mari no las tuviera ni se me pasaba por la cabeza. La zapatera prodigiosa. ¿Con ese nombre cómo no íbamos a estar emocionados? A mí me fascinaban la zapatería y la zapatera prodigiosa. Me parecía una tienda encantadora. Pequeña, coqueta, con zapatos maravillosos ordenados en cajas perfectas que ella sacaba y volvía a colocar. La caja registradora, la vitrina que tenía dentro de la tienda, la magia de abrir el escaparate de la ventana porque la zapatilla que había expuesta era justo tu número. Era un sitio fabuloso.  Después crecí, crecimos. Cumplí 10 años. Abrieron grandes hipermercados donde vendían pares y más pares de zapatillas a precios ridículos. Crecí más, me hice mayor y los zapatos del escaparate de Mari dejaron de parecerme mágicos para hacerse primero invisibles y después tristes, muy tristes. 


La zapatera prodigiosa no desapareció. Ella también creció (debía ser joven en la época de aquellas excursiones aunque a mí me pareciera muy mayor). Durante mucho tiempo tuvo abierta la zapatería y al pasar por delante la veía sentada con su silla de tijera tomando el sol en la puerta de la tienda. Al principio con sus padres, después sola. En verano con su bandeja de la cena, sentada delante del escaparate con zapatos que llevan ahí 30 años. 


Mari pasea en invierno abrigada hasta las orejas con gorros de lana, bufandas multicolores, guantes y enormes abrigos de colores. En verano va en pantalón corto y camiseta se sienta al sol delante de su tienda en la que mantiene el escaparate y los zapatos qu estaban de moda hace treinta años. Cada día, cuando me bajo del autobús al volver de Madrid, paso por delante de la zapatería y pienso que debería comprarme una grabadora y entrevistar a Mari. Sentarnos las dos en su zapatería, dejar que me cuente su vida y grabarlo todo. ¿Para qué? No lo sé. Quizá para hacer un podcast, o para escribir su historia y a lo mejor la mía aquí. Hace unos años, cuando tuve la depresión, hice un curso de periodismo cultural y una de las tareas era pensar un tema para un documental y escribir una sinopsis y un guión. Escribí sobre mi relación con Los Molinos y mis recuerdos, sobre las sensaciones y algo sobre su historia, lo que sabía en aquel momento. A mi profesor le encantó la idea, me dijo: «me han dado ganas de conocerlo». No seguí con esa idea, tengo el documento por ahí.


Too see takes time.


A lo mejor debería hacer algo así. Hablar con Mari, grabarla y ver qué sale de ahí. A lo mejor ahora es el momento. 


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domingo, 18 de junio de 2023

Azul piscina

 

Tengo las manos, los dedos, las piernas, las uñas y supongo que la cara, los ojos y las pestañas llenas de pequeñas pintas azules. Es un azul clarito, lo que viene conociéndose como «azul piscina » que, por otro lado, se parece bastante al «azul marica ilusión»*. 


Uno de los rituales de comienzo de verano es la puesta en marcha de la piscina: vaciarla, limpiarla y (un año sí, un año no) pintarla. Esto es algo que, cuando era pequeña, me hacía casi tanta ilusión como mi cumpleaños o la Noche de Reyes. Cuando vivíamos en casa de mis abuelos, el día de limpiar la piscina suponía pasar tiempo con todos mis tíos, enfangados en el lodo verde y resbaladizo que se acumulaba al fondo de la parte que cubría, mientras intentábamos limpiar la suciedad incrustada a lo largo del año. Por supuesto, y como bien sabían los mayores, nuestro entusiasmo por el plan se consumía como la llama de una cerilla y, tras pasar tres o cuatro veces el estropajo por la pared y no apreciar ningún cambio, nos íbamos desinflando de la tarea. Nos entretenía entonces chapotear en el lodo verde mientras metíamos prisa a los mayores para que acabaran cuanto antes y empezara el mejor momento: el llenado. Con la apertura de la manguera y su chorro mínimo la excitación volvía a aumentar y rogábamos que nos dejaran ponernos los bañadores y tirarnos por la rampa con el mínimo de agua que corría por ella. Destrozábamos los bañadores, nos caíamos, nos salpicábamos y el agua estaba congelada; pero pocas diversiones hay en la vida como ésa: chapotear en una piscina que se está llenando. 


Cuando mis padres compraron esta casa el ritual seguía siendo el mismo pero con una piscina mucho más pequeña (creo que ya he contado que esta tiene forma de Barbapapá) y con mucha menos gente. Ya no éramos la troupe de tíos, abuelos y sobrinos; éramos solo nosotros pero la excitación era la misma, aunque la diversión fue diluyéndose con los años hasta desaparecer y convertirse en tarea pesada que ninguno queríamos hacer. Si yo fuera Matt Shirley haría un gráfico enseñando cómo es la curva de la limpieza y pintura de la piscina. Como ni lo soy ni voy a intentarlo, solo lo cuento: en tu tierna infancia (digamos hasta los diez años) la emoción y excitación es máxima; a partir de los once o doce la curva va cayendo en picado y se mantiene plana hasta aproximadamente los treinta años, edad a la que comprendes que o lo haces tú o no lo hace nadie y que es el peaje que hay que pasar para poder bañarte al llegar achicharrado de trabajar. Por supuesto, la línea ya no sube como una pendiente de montaña rusa, pero sube y se mantiene estable supongo que hasta que tienes edad de seguir ocupándote de ello. Mi madre tiene setenta y nueve años y ahí sigue; asi que, con suerte, calculo que me quedan treinta años de limpiar y pintar la piscina, si es que antes no se ha terminado el mundo, la extrema derecha me ha fusilado por roja o me muero, claro. 


Hoy me he pasado el día pintando y por eso estoy cubierta de manchas azules. Si alguien me está imaginando con uno de esos petos muy cuquis, con o sin camiseta, y un pañuelo en la cabeza como los que salen en los anuncios o en Instagram, que deseche esa imagen ahora mismo. Llevo un pantalón corto vaquero viejo y una camiseta llena de agujeros en la que pone «Prefiero el verano al invierno». «¿De dónde has sacado esa camiseta que te pega tan poco?», me ha preguntado A . 


Pintar cualquier cosa es siempre una experiencia bastante terapéutica: cargar el rodillo y repetir los mismos movimientos una y otra vez te sumerge en un estado de concentración en el que tus pensamientos van a su bola. Hoy, mientras iba y venía intentando que no quedaran marcas, pensaba en si alguna vez en mi vida me había sentido sola, en soledad total, sin nadie a quien recurrir, sin posibilidad de contacto físico o emocional con otra persona. Estoy leyendo The Lonely City, de Olivia Lang; un libro en el que la autora relata la inmenso desamparo que sintió cuando, poco después de llegar a Nueva York por una historia amorosa que se deshizo en nada, en vez de volver a Inglaterra decidió quedarse (no explica el porqué); y al sentir una soledad tan abrumadora y completa se observó a sí misma para estudiarse e intentar comprender por qué en la ciudad, rodeado de gente y de cosas que hacer, uno puede no sólo sentirse solo, sino vivir completamente apartado de todos. Ella se centra en varios artistas (Hopper, Warhol, Wojnarowicz, Valerie Salas) que crearon apartados del mundo aunque fueran exitosos y adorados y vivieran rodeados, en algunos momentos de su vida, de público, amigos y el apoyo de la crítica. ¿Cómo es sentirse solo? Llevo dándole vueltas muchos días intentando saber si yo me he sentido alguna vez así y lo más que me he acercado ha sido a mi época del colegio. Tenía amigas, lo pasé medianamente bien, sacaba buenas notas, pero siempre sentí que estaba interpretando un papel para encajar y que lo más quería era que mi tiempo allí se acabara para pasar a otra cosa. No recuerdo haber tenido esa sensación más adelante, ni en la universidad, ni en el trabajo, ni cuando tuve la depresión, ni en mi vida en general. 


«¿Qué quieres? Estoy en medio de estar sola». El otro día vi esta tira de Jon Adams y pensé: soy yo. A mí me gusta estar sola, me gusta hacer cosas sola y puedo sin problema pasarme un fin de semana sin ver ni hablar con nadie, en mi casa, entretenida con mis cosas y mis preocupaciones. Esto, por supuesto, no es soledad.


«Loneliness, in its quintessential form, is of a nature that is incommunicable by the one who suffers it».


En Astérix y los normandos, los terribles invasores del norte se pasan toda la aventura preguntando: «¿Qué es sentir miedo?» No saben lo que es y no son capaces de imaginarlo. Yo no sé qué es la soledad. ¿Cómo se siente sentirse solo? Hasta que me he sumergido en el libro de Lang no lo había pensado mucho, creía saber lo que era o, al menos, ser capaz de imaginarlo, de hacerme una idea. No es así, no lo sé. ¿Es una suerte? Sí, claro. No lo pongo en duda ni por un momento y sé, además, que no haber tenido nunca esa sensación de soledad abrumadora y aplastante no es mérito mío: es suerte. Suerte de tener una familia, de tener amigos, de haber nacido donde nací. 


Pensar en la carambola cósmica que me llevó a nacer donde nací y a estar en este momento pintando la piscina con un rodillo azul en la mano me ha dado vértigo cósmico y he tenido que parar para volver a anclarme al ahora. Al levantar la vista al cielo ha sido como volver de un viaje lisérgico: al salir del infinito azul en el que estaba sumergida los colores de la realidad exterior, más allá de las paredes de la piscina, eran diferentes: el cielo era morado, las nubes negras, los verdes eran casi rojos. 


¿Y si al salir fuera toda mi realidad hubiera cambiado y estuviera sola? 


No sé lo que es sentirse solo.


 Y no saberlo me provoca sorpresa, incredulidad, asombro, inquietud, algo de alivio y cierto temor. 




*Hace ocho años, el coche que tenía se paró en medio de una carretera y dijo: «ya no funciono más». No me enfadé porque tenía medio millón de kilómetros y entendí perfectamente que se rindiera. Cuando me puse a buscar coche en internet, encontré uno que me gustaba en Getafe, llamé a preguntar y el obsequioso vendedor me dijo: ¿el coche azul apolo? Ocho años llevo con ese coche y todavía no sé que es el azul apolo. 


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