miércoles, 7 de diciembre de 2022

Cuánto hemos cambiado. O no.



«Try to remember life as you lived it years ago, on a typical day in the fall. Back then, you cared deeply about certain things (a girlfriend? Depeche Mode?) but were oblivious of others (your political commitments? your children?). Certain key events—college? war? marriage? Alcoholics Anonymous?—hadn’t yet occurred. Does the self you remember feel like you, or like a stranger? Do you seem to be remembering yesterday, or reading a novel about a fictional character?»



«Intenta recordar tu vida como la vivías hace unos años, en un típico día de otoño. Entonces, te preocupaban alguna cosas (un novio, un grupo musical) pero te eran indiferentes otras (tus ideas políticas, tus futuros hijos). Algunos eventos fundamentales en tu vida, como la universidad, una guerra, el matrimonio, entrar en Alcohólicos Anónimos no habían ocurrido todavía. ¿Lo que recuerdas te es conocido o te parece algo ajeno a ti? ¿Te parece que estás recordando o que estás leyendo una novela con un personaje de ficción?» (Traducción libre) 


Leo este artículo tumbada en el sofá de Cicely en un día de invierno. Joshua Rothman reflexiona sobre si somos los mismos siempre o vamos cambiando según vamos viviendo. La respuesta obvia es que depende: para algunas cosas cambiamos y para otras no. O eso queremos creer, pero el párrafo anterior, el que he traducido libremente, lleva ese pensamiento más allá y el lugar en el que lo leo es perfecto para pensar en esto. Hace veintitrés años que vengo a Cicely y para mí eso es casi media vida. Puedo hacer el ejercicio de recordarme casi en cada ocasión que he venido y, de hecho, es algo que hago casi siempre. La primera vez que viene hicimos el viaje en el Patrol del Ingeniero, lleno hasta los topes de las cosas de la mudanza. Puedo recordarme cuando empecé a venir siendo novia de El Ingeniero; cuando venía con mis amigos y todos éramos jóvenes y no teníamos hijos;  puedo recordarme cuando las niñas eran pequeñas y todo era agotador y divertidísimo; y puedo recordarme en la boda de mi hermana. Recuerdo cuando vine sola, a olvidarme de todo, a perderme y la primera Nochevieja que pasé aquí justo después de divorciarme. Recuerdo venir con A para enseñárselo todo como si fuera la primera vez; y así hasta este viaje, otra vez con mis mejores amigos. ¿Soy la misma persona que la primera vez que vine en noviembre de 1999? ¿Me preocupan las mismas cosas? ¿Se parecen mis preocupaciones a las que tenía? ¿Me reconozco en quién era o no? ¿Me reconozco en la persona que era antes de ser Molinos y escribir aquí? 


Les pregunto a mis amigos y, tras mirarme con cara de «no nos hagas esto», todos nos reconocemos en algo de cuando éramos jóvenes. ¿Cuánto de jóvenes? No lo sabemos. En el artículo también se habla de los primeros recuerdos y el autor comenta algo que yo también pensé cuando mis hijas eran pequeñas. Mi recuerdo más antiguo es de cuando tenía tres años y me escondí debajo de una mesa en la boda de uno de mis tíos. Es un recuerdo aleatorio, sin mayor importancia, pero por alguna razón se quedó grabado. Cuando mis hijas eran pequeñas, cuando tenían cuatro, cinco años, a veces me sorprendía pensando que con bastante probabilidad esa gran tarde que habíamos pasado jugando, haciendo galletas, en el teatro o haciendo una excursión no dejaría ningún recuerdo en ellas. ¿Lo habían pasado bien? Sí, fenomenal, pero no lo recordarían jamás. (Por eso me hace mucha gracia la gente que dice «hay que viajar con bebés y niños pequeños, algo les queda». No, no les queda nada. Viaja con ellos porque a ti te apetece pero no te montes pelis). Por eso, porque no nos recordamos de pequeños, ¿es real lo que recordamos de nosotros mismos o es un algo que nos montamos para que ese pasado no choque con lo que somos ahora? Si nos pensamos hacia atrás, si lo hago yo que para algo esto es mi blog, pienso que siempre me gustó leer; que siempre he sido muy impulsiva para enfadarme y responder y muy poco para, digamos, ser audaz; que siempre he protestado muchísimo; que soy muy rencorosa y que soy fiel a mis amigos. Hago este ejercicio justo antes de llegar a esto que dice el autor: “Asked to describe ourselves, we might tend to talk in general terms, finding the details of our lives somehow embarrassing. But a friend delivering a eulogy would do well to note that we played guitar, collected antique telephones, and loved Agatha Christie and the Mets. Each assemblage of details is like a fingerprint. Some of us have had the same prints throughout our lives; others have had a few sets”.


«Si nos piden que nos describamos, todos tendemos a hablar en términos muy generales porque nos parece que los detalles son embarazosos. Pero si nos morimos y, en nuestro funeral, uno de nuestros amigos hace un discurso hablará de que tocábamos la guitarra, nos encantaba Agatha Christie y los Mets. Esos detalles son los que nos hacen nosotros, nuestra huella dactilar. Algunos mantienen esa huella dactilar toda la vida, otros no». (Traducción libre)


¿Es bueno ser diferente o es mejor mantenerse igual? Supongo que todos creemos que lo que se mantiene igual en nuestra personalidad o carácter es bueno: si lo hemos mantenido y nos hace ser quienes somos ahora mismo, será por algo. Pero, en realidad, todos hemos cambiado. Tiene que ser así. La vida que hemos vivido, las circunstancias que hemos atravesado, las amistades que hemos mantenido y las parejas que hemos tenido nos hacen cambiar. Es imposible no hacerlo. ¿Cuánto cambiamos? Hay gente que se reinventa todo el tiempo, todos conocemos a alguien que parece haber vivido treinta y siete vidas diferentes pero ¿y si ese rasgo es algo que mantienes siempre? Buscar el cambio permanentemente también puede ser algo que mantengas toda tu vida. 


Al terminar el artículo llego a ninguna conclusión. Quiero creer, como todo el mundo, que en lo que he cambiado es porque he aprendido algo, que he mejorado. Y en lo que no, como en mi amor al invierno, es un buen rasgo, algo que es mi huella dactilar, como cuando alguien el otro día me dijo que cuando amanece un día nublado, frío y lluvioso piensa: «Hace un día muy Molinos».


Me quedo con este poema de James Fenton, “The Ideal”, que copio en mi cuaderno como recuerdo de estos días que han sido muy invierno, muy Molinos.


This is where I came from.

I passed this way.

This should not be shameful

Or hard to say.


A self is a self.

It is not a screen.

A person should respect

What he has been.


This is my past

Which I shall not discard.

This is the ideal.

This is hard.



viernes, 2 de diciembre de 2022

Yo fui repelente ¿y tú?

Ayer escribí una carta. Iba a especificar que a mano pero no hace falta, las cartas ya son siempre a mano, lo demás son correos o mensajes. Escribí y después, rellené los espacios en blanco encima de algunas palabras y los márgenes con dibujos de colores. Pinté flores, estrellas, ondas marinas y patrones geométricos, las mismas flores, estrellas, ondas y líneas que llevo dibujando toda mi vida cuando me estoy aburriendo o cuando estoy muy concentrada. Lo mismo que dibujo mientras edito episodios en audio, me ayuda a concentrarme.  Si alguien está pensando «qué mona ,también sabe dibujar» que se apee de esa idea ahora mismo: no sé dibujar ni pintar ni tengo ningún tipo de gusto para combinar colores. Si dibujé todas esas cosas (también pinté corazones y tetas, acabo de acordarme) fue porque estaba replicando las cartas que me escribía con una amiga cuando teníamos trece, catorce, quince años.  Escribir a mano es diferente, muy diferente. Mi cabeza funciona de otra manera mientras deslizo la pluma y mientras escribía y dibujaba me transporté a esa edad, a nuestra amistad de entonces y a las cosas que hacíamos. Y, de repente, solté una carcajada: yo era repelente. 

Voy a acotar. Creo que no era repelente todo el tiempo, solo de vez en cuando. Como hacemos todos en el pozo del olvido he ido tirando todos esos recuerdos de uno mismo de los que, de alguna manera, se arrepiente: palabras que no querrías haber pronunciado, caídas estrepitosas de hacer mucho el ridículo, equivocaciones garrafales, declaraciones de amor patéticas, borracheras vergonzantes, etc*. El pozo del olvido como todos sabemos tiene al fondo una cama elástica y cuando tiras algo ahí, rebota siempre, vuelve y te golpea en la frente en el peor momento. Pues algo así me pasó cuando solté la carcajada, un recuerdo repelente apareció en mi cabeza. 

Cuando teníamos trece o catorce años, de vez en cuando, en Los Molinos conseguíamos convencer a nuestros padres para dormir varias amigas en casa de alguna. Era el planazo, cenar guarradas y hartarnos a charlar como si no nos lo hubiéramos dicho todo ya. Casi siempre dormíamos en la misma casa porque era la que tenía más espacio. Cenábamos, charlábamos y cuando nos encerrábamos en el dormitorio, en algún momento yo inventé un juego que consistía en que, por turnos, íbamos leyendo hasta que nos equivocábamos en una palabra, confundíamos una letra o algo así y entonces pasaba el turno. Ayer entre flor y flor, entre corazón y corazón, tuve un flash de ese dormitorio, de la luz, casi del olor a leonera con cuatro o cinco protoadolescentes encerradas en él y de todas amontonadas en torno a un libro mientras una de nosotras leía. Todas al acecho del error. «¡Ya! ¡Me toca! ¡Te has equivocado!». Sentí a la vez ternura y ganas de abofetear a mí yo adolescente. ¿Cómo se me ocurrió aquello? ¿Cómo demonios me inventé un juego tan horrible? ¿Cómo es posible que mis amigas aceptaran participar? Con esos años no tenía nada con lo que destacar: no era guapa, ni estilosa, ni jugaba bien al fútbol, ni corría, ni era buena al futbolín y, además de esa carencia de atractivos, tenía que estar en casa a las nueve y media de la noche. Recordemos que mi madre no me dejó ver Verano Azul cuando se puso en TVE porque «esos niños son maleducados, dicen palabrotas y faltan al respeto a sus padres» y que, a pesar de esta laguna emocional y sentimental y de no tener conversación con mis amigos durante un verano entero, conseguí llegar a la edad adulta. ¿Qué era en lo único que destacaba? En ser una friki de la lectura. Ahora que lo pienso supongo que mis amigas aceptaban jugar por amor, porque era lo único que se me daba bien y en lo que podía incluso destacar y "arrasarlas", cuando me tocaba a mí el turno, leía durante veinte páginas sin equivocarme. El juego, entonces, se acababa porque o bien se aburrían o bien se dormían. No sé porque mis amigas jugaban conmigo a eso.   Puede que fuera por pena, pero hoy voy a creer que fue por amor y que se merecen que pase una tarde dibujando corazones, flores, tetas y estrellas con rotuladores de colores y recordando que tengo un pasado repelente. 

Que levante la mano el que no lo tenga. Sabremos quién miente. 

*Que el pozo del olvido es una fuente inagotable de recursos sobre los que escribir lo sabemos todos los que escribimos. Con el tiempo, ademas, aprendes a que escribir sobre esos momentos, los desactiva. 


Podcasts encadenados

Como me arrasa la vida y no tengo tiempo para escribir un post en condiciones, he pensado en añadir una coda final con recomendaciones puntuales de podcasts. Hoy recomiendo este episodio de Death, sex and Money con Fran Lebowitz. Lo escuché ayer mientras iba por la calle, de camino al trabajo, y me iba riendo a carcajadas. De nada. 

domingo, 27 de noviembre de 2022

No merece la pena

He estado leyendo historias de madres. Han aparecido en mis lecturas sin buscarlas porque a mí, en general, las historias de madres me dan mucha pereza. Todo el mundo cree que su madre es especialísima y, en realidad, todas nos parecemos muchísimo. Los libros de madres me dan pereza y cuando hablo de este tema siempre recuerdo el único que realmente me pareció diferente, la única madre de la que al leer sobre su historia pensé: «joder, esta sí que es la pera». El libro se llama Fugitiva y reina de Violaine Huissman y hablé de él aquí. A lo que iba: leer historias de madres siempre lleva a historias de familias. Aunque tu madre haya sido muy especial, te criara sola y te mudaras a la otra punta del mundo, todos venimos de algún sitio, de una familia, y a casi todo el mundo le interesa saber algo de ese pasado. 

Libro de familia fue un regalo de mi hija María por mi cumpleaños. No lo eligió ella pero eso no importa; es un regalo de una hija a su madre, dato este que tampoco importa nada. En este libro autobiográfico Galder Reguera cuenta la historia de su madre, de su familia. No destripo nada al que no lo haya leído si cuento que el día que su madre le comunicó a su padre por teléfono que estaba embarazada de lo que luego sería Galder el padre murió en un accidente de coche. Era 31 de diciembre de 1974 y Galder nació en agosto de 1975. Entre otras muchas cosas que no me interesa comentar ahora, Galder habla de su incapacidad para comprender por qué la familia de su padre pasó de ellos tras su muerte. No tuvo contacto con ellos durante 32 años y cuando hubo alguno esporádico siempre fue desagradable. Incluso escribiendo el libro la situación es más o menos así. Él se pregunta cómo es posible, por qué son así. 

Y esta parte me ha recordado a mi relación con mi familia paterna. Inexistente. Sé que existen, de hecho tienen una casa muy cerca de la nuestra y cuando paso por delante de su jardín veo a mis primos charlando en el porche. Antes veía a mis tíos y a mi abuela pero murieron hace años. Nadie nos avisó de sus muertes pero nos echaron en cara no haber estado aunque, cuando murió mi abuela, mi tía me dijo: “no os hemos avisado porque no sois de la misma sangre”. Ajá. Que yo sepa mi padre era su hermano, hijo de mi abuela, pero ese día, en aquella llamada le dije: “¿Qué te crees? ¿De la Mafia? No puedes ser más ruin”. Y colgué. Nunca más. Esa tía, y su marido, estuvieron sentados en la mesa de honor en mi boda y cuando lo pienso ahora (bueno, ahora no lo pienso porque es como si no existieran; de hecho no existen) creo que durante mi infancia y juventud, mi madre se pasó la vida intentando que la familia de mi padre la quisiera, la aceptara, la admitiera. Yo por entonces no lo veía, claro. Adoraba a mi abuela que me hacía montañas de patatas fritas, cocinaba maravillosamente bien, me regalaba cosas, me daba dinero y parecía quererme. No fue hasta muchos años después cuando fui consciente de los desplantes, los rechazos, la mala educación. Mi padre sí debió verlo, por supuesto. Siempre me llamó la atención que prefiriera estar con todos los hermanos de mi madre que con los suyos propios. Cualquier fiesta u ocasión prefería celebrarla con su familia política. Con la suya siempre era algo mínimo y ahora sé que era por compromiso. Cuando murió mi padre seguimos esforzándonos para no perder el contacto, para seguir unidos a esa "familia". Nos costaba, pero ahí estábamos: los invité a mi boda, los senté en mi mesa, cuando nació María me acercaba a su casa con el bebé, me esforcé hasta que un día se acabó. 

Recuerdo el día. Fui con mi madre a la residencia donde estaba mi abuela. Llevábamos a María que debía de tener un año más o menos. María tiene los ojos azules de mi padre. Mi abuela, perfectamente lúcida y con toda la mala leche que con los años es capaz de saltar cualquier muro de contención, acusó a mi madre de ser la culpable de la muerte de mi padre y empezó a decir todo tipo de crueldades. Me puse de pie (no la pegué de milagro), cogí a María y le dije a mi abuela: “mira a tu bisnieta porque es la última vez que vas a verla”. Arrastré a mi madre, que no paraba de llorar, y nos marchamos. 

Nunca más. 

Mi madre no es tan radical como yo ni mucho menos. Ella siguió llamando a mis tíos, interesándose por ellos, manteniendo el contacto. Un buen día, un par de años después, el día de su cumpleaños (aniversario de la muerte de mi padre) la llamaron porque tenía que firmar unos papeles de algo. En la conversación, mi madre preguntó por mi abuela y le dijeron: “Ah, se murió hace 4 meses, no os avisamos porque no sabíamos si os iba a importar”. La calaña de gente que te llama para que firmes papeles que les interesa pero no para decirte que la abuela de tus cuatro hijos ha muerto.

Me llamó llorando y yo llamé a mi tía. «No eres sangre de la sangre». Lo pienso y me hierve esa misma sangre que no compartía con ella en su versión. Luego se murió esa tía y su marido (mi padrino de boda) y el otro hermano de mi padre y su mujer... nunca nos avisaron. Del hermano de mi padre sí nos enteramos porque vimos la ambulancia en la puerta de su casa y mi madre se empeñó en subir a ver qué había pasado. Nos recibieron como si fuéramos los del gas. Preguntamos por el tanatorio y nos dijeron: «no hace falta que vengáis». Con todo esto quiero contar que sí, que se puede tener una familia que no quiere nada contigo. Que puede machacarte, insultarte, despreciarte hasta que tienes que marchar por tu propia dignidad. ¿Por qué le decimos a alguien que no aguante a una pareja que la trata mal y con la familia siempre es "es que son familia"? Yo no tengo familia paterna. Me importan un pimiento. Los que quedan vivos, mis primos, siguen haciéndole feos a mi madre que sigue, como la madre de Galder, disculpándoles. De mi boca pueden salir los peores improperios sobre ellos; de la de mi madre, nunca. 

Ahora entiendo a mi padre. Tenía una familia de mierda y encontró en la de mi madre a gente maravillosa que lo quiso como no lo querían ni su madre ni sus hermanos, gente que le trataba bien, que quería a sus hijos, gente generosa que no le hacía desprecios ni le dejaba de lado. Gente que lloró en su entierro como no lloró su familia. Gente que todavía, ahora, le recuerdan en el chat familiar y en las conversaciones. No hay que empeñarse en seguir al lado del que no te quiere. No hay que perder ni un segundo pensando en por qué no te quiere. No hay que desesperarse pensando en por qué no se molesta en conocerte y saber que no tienes nada contra él. No merece la pena. No hay tiempo. No hay que ponerse a su altura. No todos somos buenos, hay gente muy ruin y miserable y pueden ser tu familia por apellido pero nada más. 

No merece la pena. 

PS: en la foto, mi padre es el que está encima del burro. El señor con la escopeta es mi abuelo Gonzalo que murió poco después cuando mi padre tenía 14 años. Me hubiera gustado conocerle. 


Recordatorio de que aquí os podéis suscribir para que las entradas os lleguen al buzón.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Enamorarse con 23, enamorarse con 49

El sábado fui al concierto de Laufey. Hasta hace un mes no sabía quién era, pero ya tengo una edad en la que mis hijas me descubren nuevos cantantes y nuevas músicas. Ya tengo, también, una edad en la que ellas aceptan mis recomendaciones y, a veces, reconocen que les gustan.

Laufey tiene veintitrés años, es islandesa con ascendencia mongola, es menuda, tiene los ojos un poco rasgados y todavía no sabe bien qué hacer con su pelo. Salió al escenario del Teatro Pavón con un top verde asimétrico, una faldita que parecía de uniforme y unos mocasines oscuros con los que yo hubiera podido ir al colegio hace treinta y cinco años. Saludó nada más salir.  Al escucharla contar su emoción por estar en Madrid, en su único concierto en España, cerrando su gira, me recordó al cuento de La Reina de las Nieves de Andersen. Habla un inglés limpio y cristalino, casi brillante, con filo. Pensé en copos de nieve.

No soy una gran melómana y así como soy capaz de concentrarme en una sala de cine o en un teatro, con la música me distraigo enseguida. Me gusta, a veces me emociona y otras me divierte, pero me cuesta concentrarme. Laufey fue presentando cada canción con una pequeña introducción, unas las tocaba acompañada de una guitarra y otras tocando un impresionante piano de cola: «Esta canción la compuse cuando me rompieron el corazón». « La siguiente canción la compuse cuando me enamoré de un chico muy guapo en el metro de Londres». «Esta la escribí cuando vivía en Los Ángeles y me dejaron y fue terrible».  Su voz y su manera de cantar me recuerdan a Barbra Streisand aunque cuando hace standard de jazz se puede parecer a Nina Simone, salvando las distancias. Es increíble cómo esa voz cantarina se transforma en un instrumento cargado de sentimiento y profundidad.

Antes de que se apagaran las luces, antes de empezar, me dediqué con mi hija a repasar el público de la sala. Por lo que vimos, Laufey es como el monopoly: apta para público de todas las edades, allí había gente con diecisiete y también con más de setenta. ¿Son los aficionados al jazz permeables a los nuevos artistas? Ya he dicho que no soy una gran melómana, ni siquiera mediana, puede que ni pequeña, si acaso de primer curso, pero me pareció un concierto estupendo, disfrutable. El señor que estaba a mi lado, que había ido solo y tenía 15 o 20 años más que yo, aplaudió y gritó “bravo”.

Musicalmente Laufey conectó con el público pero ¿y temáticamente? Con cada presentación yo pensaba: «Pero Laufey, querida, no te han podido romper el corazón todas estas veces. ¡Solo tienes 23 años!» Me odié a mí misma por tener ese pensamiento y me obligué a recordar que, con esa edad, con 23 años lo más importante que te pasa es el amor: tenerlo, no tenerlo, desearlo, no encontrarlo, encontrarlo, no saber cómo vivirlo, que te lo quiten, dejarlo tú, creer que es el amor de tu vida, creer que no, soñar con un futuro juntos, pensar que eres ridícula, pensar que eres madura. Yo era así con veintitrés años mientras agonizaba en una relación absurda con mi primer novio. Tras reconciliarme con el monotema de Laufey pensé en que hay pocas canciones que hablen del amor a los cincuenta (cuarenta y nueve). Creo, la verdad es que no lo sé. No he hecho un estudio pero estoy bastante convencida de que esto tiene que ser así. ¿Por qué? Pues porque así como cuanto mayor eres menos pudor físico tienes, a esa edad el pudor emocional se eleva en la misma proporción. No sé si esto es bueno pero es así, nos volvemos más cínicos, más realistas, menos inocentes. ¿Sufrir por amor todo el tiempo, a todas horas? ¿Hacer grandes promesas al tercer día? ¿Soñar con "para toda la vida"? No, no y no. Hasta qué punto esto es por miedo o por conocimiento es ir demasiado lejos en un pensamiento de concierto pero ahí lo dejo.

¿Alguien conoce una canción que exalte el amor pasados los cuarenta? No hablo de canciones del tipo "oh, cariño, llevamos toda la vida juntos", sino de canciones de enamorarse cuando ya no tienes veintitrés, cuando ya no crees que por ahí haya un alma gemela, cuando de ninguna manera quieres una relación que sea un continuo sobresalto. Una canción que se parezca a este poema:

Me gusta que no estás loco por mí, por Marina Tsvetaeva

Me gusta que no estás loco por mí.
Me gusta que no estoy loca por ti.
Y que el pesado globo terráqueo
no se derrumbe bajo nuestros pies.
Me gusta que podamos ser divertidos
-licenciosos- sin jugar con las palabras,
sin sonrojarnos con esta ola sofocante
al rozar ligeramente nuestras mangas.

Me gusta además que estando frente a mí,
abraces tranquilamente a otra,
sin importarte que yo arda en el fuego
del infierno, por no besarme contigo.
Y que no pronuncies mi dulce nombre
en vano, cariño, ni de día ni de noche…
Y que nunca en el silencio de una iglesia
sonará para nosotros la marcha nupcial.

Te doy las gracias con el corazón en la mano:
Por amarme tanto -sin saberlo tú siquiera-.
Por la quietud de mis noches en calma.
Por lo escaso de nuestros encuentros.
Por los paseos que no -bajo la luna-.
Por el sol que nunca -sobre nuestras cabezas-.
Por no estar loco -¡ay!- por mí.
Por no estar loca -¡ay!- por ti.


«Esta la escribí cuando pensé que, por ahí, en el mundo está mi alma gemela. La escribí para que cuando le conozca, él sepa que llevo años esperándolo y pensando en él»

Ahí quise decir: «Laufey, querida no se te ocurra hacer eso. Jamás» 



Si quieres recibir las entradas del blog en el buzón puedes suscribirte aquí. Gracias a los seiscientos que ya os habéis apuntado. Ahora solo falta que abráis los correos y los leáis. Confío en vosotros.