El plan para el día consistía en llegar al camping en el que íbamos a pasar dos noches. Queríamos llegar allí hacia las dos y media para instalarnos y pasar la tarde relajados y tranquilos. «Ana, hoy algo tranquilo. A lo loco, a lo mejor hasta podemos echarnos la siesta» me dijo Juan. Con esa idea salimos, con calma, del camping y enfilamos carretera. Paramos un momento a hacer, de nuevo, algo de compra para las dos noches: patatas, agua, fresas y marshmallows, con sus galletitas y su chocolate para nuestra hoguera nocturna. Claramente una compra de adultos saludables. Tras dos horas y media de carretera bajo un cielo azul radiante y bastante calor llegamos al Ohanapecos Visitor Center dentro del parque natural de Mont Rainier. Otro camping del estado, en medio de un bosque maravilloso y pegado a la ribera del Ohanpecosh. Allí habíamos quedado con Santi, el hermano americano de Clara, y su mejor amigo, Colton que se suponía que iban a llegar antes que nosotros. Por supuesto, no estaban.
Nos instalamos, preparamos unos sandwiches y nos sentamos a comer en la mesa de picnic de nuestra parcela de acampada. Era una mesa enorme, como para gigantes y las niñas y yo nos sentíamos un poco Ricitos de Oro. Santi y Colton aparecieron justo cuando estábamos terminando. Se habían perdido.
Juan y yo, tras saludar y recibirlos, decidimos que lo mejor que podíamos hacer era marcharnos a la orilla del río con nuestras sillas, nuestros libros y nuestras toallas para relajarnos y dejar a la chavalería montando la tienda en la que iban a dormir Santi y Colton aunque teníamos serias dudas de que fueran capaces. Las tres horas siguientes fueron la tarde más tranquila del viaje. Pasé un buen rato con los pies en remojo en el río, mi intención primera era bañarme pero el agua estaba demasiado fría para sumergirme más allá de las rodillas. Cuando más o menos me había acostumbrado a no sentir las piernas, aparecio una familia. Él era blanco de unos sesenta o sesenta y cinco años, su mujer era asiática, más o menos de la misma edad, y con ellos venía su hijo de unos veinticinco y otras dos mujeres, también asiáticas, que parecían amigas o familiares de la madre. Por como hablaban de esa pequeña playa del río me quedó claro que conocían este lugar, que ya habían pasado más veranos aquí. Una de las mujeres intentaba meterse en el río mientras gritaba como si la estuvieran asesinando «me va a dar un infarto. Creo que no me late el corazón de lo fría que está el agua». Por lo que gritaba casi parecía española. La madre le decía a sus amigas/familiares: «ahora no os metéis pero veréis mañana por la tarde cuando estéis sucias y pegajosas de sudor, os meteréis e incluso nadaréis». Mientras les escuchaba charlar pensaba si también nosotros, al día siguiente, correríamos alegremente a bañarnos en ese agua congelada que viene directamente de los glaciares de Mont Rainier. También me preguntaba qué pensarían de mi. Una señora de pelo blanco, leyendo un libro en español, sentada a la orilla del río con los pies en remojo. ¿Qué pensarían? ¿Qué elucubrarían sobre mi vida? ¿Qué hacía yo allí? ¿Era mi primera vez? ¿Estaba sola? ¿Era peligrosa o daba pena? Cuando juego a adivinar la vida de otras personas, de desconocidos con los que me cruzo, siempre pienso que para ellos mi vida es obvia, que seguro que acertarían a la primera porque no tengo un aspecto misterioso ni emocionante. En un momento dado, una de las amigas, la que chillaba mas, le dijo a las demas: «y mírala, ahí sentada leyendo, tan valiente, con las piernas en el agua como si nada» a lo que respondí levantando la vista del libro «después de un rato con los pies en remojo te acostumbras a no sentirlos, es una sensación curiosa». Cuando la familia se marchó seguí leyendo a Bruce Chatwin. Leí historias sobre Rusia, sobre China, sobre rodajes de películas con Herzog, sobre gente que colecciona arte y sobre la vida nómada. Pensé, sentada en aquella orilla, en lo enorme que es el mundo, en cuantas realidades distintas contiene y en lo difícil que nos resulta no solo imaginarlas sino pensar siquiera que existen desde la pequeñez de nuestras vidas diarias en las que solo vemos lo que conocemos y lo que elegimos ver. La vida nómada ¿qué se yo sobre ese estilo de vida? Nada. ¿Es mejor o peor que el mío? No lo sé, no puedo saberlo ni juzgarlo porque estoy a años luz de poder ni siquiera considerar esa realidad. Sentada a 9000 km de mi casa, de Madrid, pensé en que insignificantes son los problemas que me atosigan en Madrid en cuanto me alejo de ellos. De repente, la expresión «coger distancia» cobró todo el sentido. No se trata de ver las cosas con distancia, como si no fueran contigo, como si no te afectaran. Su verdadero sentido es verlas a distancia, alejarse físicamente lo suficiente como para ver lo poco importantes que son. Y qué pasarán. En estas cuestiones estaba sumida cuando el sol se ocultó detrás de las montañas y la tarde de lectura se terminó. La chavalería se había marchado a algún sitio así que Juan y yo decidimos ir a hacer una rutilla cercana al camping. Como en 50 kilómetros a la redonda no hay ningún tipo de cobertura, recurrimos a los métodos tradicionales y les dejamos una nota: NOS HEMOS IDO DE PASEO. VOLVEREMOS (O NO) La ruta salía del mismo camping y serpenteaba por el bosque hasta llegar, como primer hito, a unas fuentes termales que, sinceramente, fueron bastante decepcionantes y muy repugnantes. Unas fuentes termales que si no te dicen que lo son, te crees que son charcos de barro estancado. «Con razón en la guía decían que no te podías bañar» comentó Juan. Tras esta decepción seguimos adelante por el bosque. Voy a repetirme pero los árboles eran gigantescos, habíamos leído que tenían entre 200 y 500 años y, desde luego, parecían viejos. El bosque, además, se mantiene en un estado casi salvaje. Con esto quiero decir que cuando un árbol cae por un rayo, por un corrimiento de tierras o porque sus raíces quedan expuestas y pierde estabilidad, allí dónde cae, se queda. No importa si en su caída arrastra tres, cuatro o cinco más y se queda atravesado en la senda. Ahí se queda. (Había una sección de la ruta que no pudimos hacer porque la crecida primaveral del río la había arrasado y que llevaba a la Grove of the Patriarchs, una zona con árboles de mil años). La siguiente parada fueron las Laughing Water Falls, unas cataratas pequeñitas pero bastante pintonas que nos prepararon para el plato fuerte de la ruta, las Silver Falls. En estas, a pesar de llevar una cantidad obscena de agua y caer con una fuerza impresionante, no había ningún cartel de meter miedo como en las Nooksack Falls. (ir al tercer día del viaje)El río Ohanapecosh corre con muchísima fuerza y sus aguas van cambiando de color según la zona y la luz. En la Silver Falls se precipita como una masa plateada atronadora que a los pocos metros se transforma en una corriente salvaje de un intenso color azul. Una preciosidad en julio. En pleno deshielo tiene que ser un poquito intimidante. La ruta era circular y volvía por el otro lado del bosque cogiendo altura hasta elevarse bastante sobre el río. Hasta entonces habiamos ido solos durante todo el camino pero, de pronto, aparecieron delante de nosotros, una pareja de hombres enormes, gordos y con unos gemelos como mis muslos. A nuestro ritmo pronto llegamos a su altura y cuando fuimos a adelantarlos, nos oyeron llegar, se pararon y nos dejaron pasar saludándonos con una gran sonrisa.
—Ya. Pensé que eran mucho más viejos.
—Y más fieros.
—¿Serán pareja?
—Si lo son quiero ver su cama.
Santi (que llegará en unos días a España para estar con nosotros tres semanas) tenía mil quinientas preguntas. Hablamos sobre si es mejor que el colegio sea fácil, como en USA, o muy exigente como en España, de fútbol americano porque Santi y Colton se conocieron practicando ese deporte, de la percepción de los latinos en España, les explicamos para qué sirve una embajada y, después, jugamos a ¿Qué harías si esta noche te tocara muchísimo dinero en la lotería? Nosotros tenemos ese juego muy trillado porque hemos jugado mil veces y tenemos claro que haríamos. A Colton y Santi les costó entrar en el juego, les pilló de sorpresa y casi parecía que, de verdad, tenían ya el dinero y estaban abrumados por esa súbita riqueza y no sabían como aprovecharla. Cuando la oscuridad era ya total tocamos retirada y Juan y yo nos acostamos. La chavalada decidió ir a dar un paseo con un par de frontales y volvieron asustados por la densidad de la noche. «Mamá, nunca he visto una noche tan noche»Apagamos la luz de la caravana y nos dormimos con el rumor del río Ohanapecos guardando nuestro sueño.
Mañana más.
4 comentarios:
Como siempre, un peazo de blog! Me encantaaa
Gracias por compartir tu experiencia.
Me lo estoy pasando de aúpa con la crónica de tu viaje, tanto que debería estar trabajando sin obviar la mierda (perdón) de día que me espera y sin embargo, aquí estoy, imaginando inmensidades y distancias. No solo físicas, como dices.
Con ese 2% hacemos maravillas, si lo piensas detenidamente.
Va, lo subo a un 4 en mis saludos.
Marga
Las imágenes de cada entrada son una maravilla!
Si me toca la lotería esta noche, mañana me releo todas las entradas,voy tomando notra y organizo esa ruta como inicio de un viaje mayor, ah, y aviso a mi trabajo para que no me esperen.
Es un gustazo leerte, me estaba sintiendo como parte de esa cena, comiendo aceitunas y cerezas con vosotros.
Gracias por animarme la "rentrée".
Ah, y ahora me han dado muchas ganas de leer a Chatwin, a quien he descubierto recientemente.
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