domingo, 26 de noviembre de 2023

Elegía por la improvisación


Cada vez que uso la palabra elegía tengo otra vez catorce años, llevo una falda de tablas marrón, una camisa beis y un jersey de pico, también marrón. Estoy sentada en una clase de mi colegio y, fuera, el cielo es gris. ¡Qué tiempos aquellos en los que en Madrid había nubes como en los cuadros de Amalia Avia! No sé si le pasa a todo el mundo pero la palabra elegía me lleva a Jorge Manrique, la EGB, los anuncios de Tulipán que hacía Guillermo Fesser y las meriendas leyendo Astérix

Y pues vemos lo presente

cómo en un punto es ido

y acabado

si juzgamos sabiamente, 

daremos lo no venido por pasado.

No se engañe nadie, no, 

pensando que ha de durar

lo que espera

más que duró lo que vió

porque todo ha de pasar

por tal manera.


Como nunca había tenido cincuenta años hasta ahora, no sé si este lamento mío es algo que se arrastra por generaciones o es algo nuevo. En realidad, no importa. Cada generación, cada uno de nosotros, tiende a creer que lo que le pasa es nuevo o, al menos, diferente de lo que le ocurre a otros. No lo sé. No sé si hace treinta años mi madre, por ejemplo, empezó a pensar que ya nada se podía improvisar en su vida, que todo había que planearlo porque la improvisación, el «¿por qué no hacemos esto esta tarde, mañana, pasado?» era ya imposible. 


En Madrid, la ciudad en la que vivo, ya no se puede improvisar absolutamente nada. No puedes salir un sábado a dar un paseo pensando «ya comeré por ahí» a no ser que quieras que «por ahí» sea el Burger King después de haber hecho veinte minutos de cola (estoy a favor de comer hamburguesas industriales cuando te lo pida el cuerpo, pero ya me entiendes) o comprarte cualquier cosa en un supermercado que pilles abierto y sentarte en un banco a comer. Las palabras que más escuchas, ahora mismo, en un restaurante no son: «¿qué va a tomar» o «aquí tiene su cuenta». Son: «¿tiene reserva?» Todo hay que reservarlo: el restaurante, un museo, una exposición, el cine, el teatro, todo. No me ha pasado nunca pero supongo que ahora eso tan cinematográfico de llegar al aeropuerto o a la estación de tren y decir: deme un billete para el primer avión/tren que salga hacia París, son imposibles. Supongo que el encargado me diría: ¿ha hecho su reserva online?


No son solo los lugares los que no admiten la improvisación. También nos pasa a nosotros. Haz la prueba y llama a tres amigos, a dos, con uno basta, y dile que quedáis mañana a lo que sea, desayunar, comer, cenar, dar un paseo, ir al cine. «Puff, ¿mañana? imposible. Lo tengo todo ya ocupado». Y no es una cuestión de la inmediatez de mañana. Si propones algo la semana que viene, o incluso en los tres próximos fines de semana, es muy muy probable que también sea imposible. Todo el mundo, yo también, tiene su vida organizada con muchísima antelación. Me pasa con mis hijas, ya lo conté, pero ahora somos como las chicas Gilmore, para comer o para cenar, no digamos para pasar un fin de semana juntas, necesitamos planearlo y organizarlo porque de otra manera los planes de las tres chocan y colapsan cualquier intento de improvisación.


Además nos ocurre otra cosa. Nos da miedo molestar, nos parece que improvisar, que proponer algo de manera súbita, de repente, es de mala educación, intrusivo como dicen los cursis. ¡Si hasta nos parece agresivo llamar por teléfono! Cuando yo era joven (qué frase más horrible pero qué inevitable es) me presentaba en casa de mis amigos sin avisar, porque estaba por allí, porque me aburría o porque me apetecía verles. Unas veces estaban, otras no, unas veces era bien recibida y esa visita improvisada podía convertirse en horas de convivencia, en otras ocasiones sus padres podían estar en un estado de ánimo un poco hostil (quizá no les gustaba esa improvisación y yo no lo percibía) y tras un rato me marchaba. Asumía todas esas posibilidades pero nunca pensaba que mi amigo iba a sentirse atacado por esa improvisación, por esa visita inesperada. Ahora sí lo pienso. Es más, ni siquiera contemplo la posibilidad de, ahora mismo, cuando acabe de escribir esto, plantarme en casa de un amigo sin avisar. Lo que siento es un poco el síndrome del impostor de la amistad que no es exactamente del impostor pero se le parece, ese «joder, pero y si le molesto y piensa que soy una plasta», que no es real porque es mi amigo, me quiere y me acepta con todo, y un poco de «seguro que no está, que tiene planes» porque todos tenemos planes todo el rato. 


Es agotador este vivir en un continuo consultar la agenda y los compromisos para ver si puedes encajar algo. Es agotador tener que pensar con dos semanas de antelación a qué exposición te va a apetecer ir dentro de dos sábados y dónde querrás comer después porque todo hay que reservarlo. Para mí, que soy un tobogán emocional constante (hoy puedo estar eufórica y expansiva y mañana decidir que me cae mal el planeta y que no voy a salir de casa ni a tirar la basura), tener que planear todo me obliga a plegar mi estado de ánimo a lo que mi yo del pasado decidió hace dos semanas, un mes o cuatro o a hacer esos planes sin ganas. No sé por qué está todo lleno todo el tiempo. No quiero que se me entienda mal: me parece maravilloso que los restaurantes estén llenos, que vaya más gente a exposiciones y teatros, que cualquier evento triunfe… pero echo de menos improvisar. 


Esta semana he hecho, por sorpresa, cuatro planes improvisados que el domingo pasado no existían. Han sido cuatro planes APAM, Aquí te Pillo Aquí te Mato, y todos han sido geniales. Me he sentido bien improvisando en mis días programados y llenos, cenando en casa de amigos que no habían podido preparar nada o llevando yo misma la cena. Ha sido un continuo «vale». Mañana, pasado, el viernes a las siete y media. Ni siquiera están apuntados en mi agenda. 


Echo de menos cuando improvisábamos, cuando teníamos sorpresa, cuando acababa pasando la tarde con una amiga sin haberlo planeado o cenaba en un restaurante que simplemente me había llamado la atención. Cuando un viaje en viernes se planeaba un jueves, cuando un domingo por la mañana podía ir a visitar la exposición sobre la que había leído esa misma mañana en el periódico e íbamos a cenar a donde pilláramos porque nos apetecía salir. Cuando un amigo me decía: «¿Estás en casa? Voy para allá». No sabía que aquello podía acabarse, que se terminaría en algún momento. ¿Cuándo fue? No lo sé pero ahora parece una época pasada a la que es imposible volver.


Quiero improvisar. Quiero no volver a decir «si me hubieras avisado con tiempo».Quiero más planes APAM. Es un poco como volver a jugar, como volver a hacer los planes que hacía cuando iba de uniforme y los sábados, en Los Molinos, salía a hacer la ruta de las casas de mis amigos a ver quién había, a ver a cómo íbamos a pasar la tarde.


Improvisa. Atrévete.


domingo, 19 de noviembre de 2023

Podcasts encadenados: de fantasmas, silencios y tumbas



Bueno, bueno, hace dos meses que no escribo de podcasts por aquí*. Cuando, hace dos años,  me cambié de trabajo para dedicarme profesionalmente al mundo del podcast, mucha gente me dijo: «ya verás, le vas a perder el gusto a escucharlos por placer». Eso no ha ocurrido, al contrario, ahora disfruto mucho más de todo lo que escucho por gusto, sin relación con mi mundo laboral. He convertido esos momentos de escucha por placer en ocasiones especiales, los preparo casi como citas: «no, este episodio lo guardo para el viernes cuando tengo dos horas de coche en soledad» o «este para el avión, cuando esté sin cobertura y pueda disfrutarlo abstraída de todo». Escuchad por placer, os lo recomiendo. Hoy traigo unas cuantas recomendaciones para esos momentos. 


Cuando tenía 8 o 9 años pasé unos días durmiendo en casa de mi abuela paterna. No recuerdo el motivo. Por aquel entonces me gustaba mi abuela (porque no sabía que podía no gustarte) y pasar tiempo con ella. Me contaba historias y hacía las mejores patatas fritas del mundo. En su casa, yo dormía en un cuarto, al fondo del pasillo a la izquierda, en el que había una cama y muchos armarios. Una noche me desperté en mitad de la noche y sentí que había alguien allí. «¿Abuela?» dije. No era ella. A los pies de mi cama había alguien arrodillado,una especie de enano. No era  un enano como los de Tolkien, era más bien como un duende élfico, del tamaño de un niño de 10 o 12 años. Se recortaba contra la luz que entraba por la ventana. No sé cuánto tiempo estuve mirándolo. Pasé muchísimo miedo, tanto que todavía me acuerdo. ¿A qué viene esto ahora? te estarás preguntando. Pues viene a colación de que me lo he pasado en grande con Ghost Story de Wondery y Pineapple Street. De primeras me daba pereza, cualquier cosa que se estrene pegado a Halloween y tenga que ver con terror, fantasmas, miedo o fantasía me da casi tanta pereza como ver cantar a Rosalía. No puedo con ello. En este caso, le di al play porque mi amiga Meropi me dijo: «escucha el primer episodio que está muy bien, el segundo ya es aburrido y hay que dejarlo ahí». Le hice caso solo al 50%. Escuché el primer episodio pero no abandoné en el segundo, continué y continué porque me lo estaba pasando fenomenal. ¿De qué va Ghost Story? Pues el narrador, Tristan Redman, no cree en fantasmas, como yo, como (espero) tú y como cualquiera con dos dedos de frente pero recuerda que en la casa en la que vivió en Londres hace muchos años, en su habitación, pasaban cosas raras por las noches: las cosas se movían de sitio y él tenía siempre una sensación extraña. Un buen día, años después, cuando va a esa casa con su novia, ésta pregunta si puede invitar a su abuelo que está en la ciudad. Cuando el abuelo llega dice: «anda, qué curioso, nosotros vivíamos en la casa de al lado cuando yo era niño. En esa casa mi tío mató a mi madre y luego se suicidó cortándose el cuello» De todas las casualidades que te pueden ocurrir en la vida creo que ésta debería estar en el top 3. La cuestión es que años después, muchos, cuando Tristan lleva ya años casado con esa novia vuelve a esa historia porque se encuentra con un vecino que le comenta que otras familias que vivieron después en esa casa también le hablaron de experiencias extrañas en esa habitación. Con todo esto, Tristan decide investigar la historia de su familia política, saber qué ocurrió aquella noche de noviembre de 1937 cuando la bisabuela de su mujer fue asesinada de dos tiros en los ojos por su hermano, veterano de la I Guerra Mundial. 


El personaje fundamental de la historia es el viudo, John Dancy, conocido en la familia por el apodo de “Feyther” que es para toda la familia una especie de héroe inspirador y legendario. ¿Puede ser el asesino? El podcast se desarrolla en ocho episodios con constantes giros de guión que obligan al oyente, a ti, a cambiar de idea. Pasas de estar convencido de que es el asesino a pensar que no, que es imposible, admiras a Feyther para luego creer que a lo mejor oculta algo, tienes dudas, vas, vienes y, lo importante, por el camino estás entretenidisimo. Además, como buena serie poblada de personajes ingleses es fascinante ver cómo se aferran a las creencias ancestrales, a la tradición y para ellos es una debacle contemplar la posibilidad de que algo de su pasado no sea tal y como ellos creen. Recomendadísimo. 



Pasé doce años de mi vida en un colegio de monjas en Padre Damián. Doce años en los que cada día pasaba por delante de un enorme descampado. Al principio no me llamaba la atención pero cuando, más adelante, aprendí el valor del terreno en el centro de Madrid, muchas veces me preguntaba por qué no construían ahí un edificio de lujo. Otra vez te estarás preguntando a qué viene esto. Pues porque escuchando el primer episodio de la nueva temporada de (De eso no se habla)**  descubrí que en ese descampado se encontraba una de las residencias del Patronato de Protección a la Mujer, una institución creada durante la II República para proteger a las mujeres transformado durante el franquismo en un organismo para encerrar y “corregir” a mujeres descarriadas.


En (De eso no se habla), como su propio indica las historias que se cuentan tratan de silencio, de las cosas que no se dicen en voz alta pero que todo el mundo sabe que están ahí. En esta nueva entrega los episodios nos son autoconclusivos, se desarrollan en una cara A y una cara B que se complementan. En estos dos primeros episodios escuchamos a Consuelo y Dolores, que estuvieron bajo la tutela de ese Patronato y cuyas historias se clavan como agujas. Escuchando el de Dolores, sobre todo, la parte B, mientras cocinaba un sábado por la mañana hace unos días, solo podía pensar ¿cómo es posible? ¿cómo es posible? No puedo recomendaros más que os sumerjais en (De eso no se habla). Como siempre, las historias están contadas con el personal y reconocible estilo de este equipo. Con exquisita delicadeza, con un guión ajustado al máximo y con un diseño sonoro muy sobrio y elegante.  


También ha vuelto Heavyweight que es de mis podcasts más favoritos del mundo mundial y que he recomendado miles de veces pero me da igual. Lenny, el episodio con el que comienza la nueva temporada, es maravilloso. Es una historia personal del propio narrador del podcast, Jonathan Goldstein, un tío cuya voz  me pone muchísimo y con el que no voy a cometer el error que he cometido otras veces de buscarlo en internet a ver qué pinta tiene. Prefiero que en mi cabeza siga siendo atractivo y guapo y no lleve sudaderas. Lenny es amigo de la infancia de Jonathan, a los diez, once años eran inseparables, Lenny estaba presente en las primeras grabaciones de Jonathan, cuando empezó a descubrir el poder de la voz. Después se separaron, cada uno tomó un  camino y retoman el contacto porque los padres de ambos siguen siendo cercanos.  Ahora no tienen nada en común pero Jonathan siente una deuda con Lenny y quiere recuperar algo de lo que los hizo amigos, muy amigos, cuando eran niños. Se llaman por teléfono y se cuentan cosas y, al mismo tiempo, Goldstein reflexiona sobre su vida, sus decisiones, el peso de la infancia. Es un episodio precioso, duro y que hay que escuchar cuando tienes ya esa experiencia vital, la de dejar amigos atrás y al encontrarlos de nuevo hacer un ejercicio para recuperar aquello que te unió y si no lo encuentras ser capaz de valorar lo que esa amistad te dio en su momento y el peso que tiene en lo que eres ahora. En fin, recomiendo todo Heavyweight, de nuevo. Hazme caso para que no tenga que volver a repetirlo.


Me gustan los podcasts “pequeños”, los que parece que no van de nada, que son historias sin fuste. No son grandes investigaciones, ni desvelan crímenes, ni secretos ni sus protagonistas son famosos. Historias pequeñas, del día a día, que bien contadas me hacen pensar, fijarme en situaciones, ideas, sentimientos que no había contemplado. Recientemente he estado escuchando The unmarked graveyard en el feed de Radio Diaries. Este podcast, que lleva mil años, cuenta historias en primera persona, muchas veces le dan a alguien una grabadora para que registre su historia y luego los productores y el host, Joe Richman, hacen un trabajo alucinante de edición para que la historia se cuente casi sola, con una presencia mínima del narrador. En esta serie especial los protagonistas son personas enterradas en el mayor cementerio público de Estados Unidos, situado en Hart Island, una isla cerca de Nueva York. Todo surgió de esta web, The Hart Island project,  que te animo a explorar. Ahí puedes encontrar la tumbas y los nombres de muchas de las personas enterradas ahí, algunas en fosas comunes, otras en tumbas identificadas. En Radio Diaries decidieron buscar la historia de algunas de esas personas. ¿Quienes eran? ¿Qué vidas vivieron? ¿A quién han dejado atrás? ¿Alguien les recuerda? Los episodios son breves, unos quince minutos, y una vez que empiezas a escuchar el primero que empieza con una madre leyendo la carta que su hijo le escribió con once años, ya no puedes parar. 


“ My hero is my mom because she has always been there for me. She always brings me and my friends to Taco Bell and Pizza Hut. I remember when we didn’t have a home or any money, and we were living with my aunt. After a while, she got a job and we got a home. And that’s why my mom is my hero”.


Una historia pequeña pero no tanto es el eje de la nueva temporada de Las raras que también han vuelto. Se llama Te Busco y en ella, durante ocho episodios, Catalina May reconstruye la historia del atropello que sufrió hace veinte años en una avenida de Santiago de Chile. ¿Qué ocurrió exactamente? ¿Fue por su culpa? El Macguffin de la temporada es tratar de encontrar a la persona que la atropelló aquella noche dejándola malherida, casi al borde de la muerte. Durante veinte años Catalina no quiso saber nada de aquello pero cuando se pone a investigar, poco a poco va reconstruyendo aquella noche, hablando con sus amigos, su familia, testigos, peritos, investigadores tratando de comprender y de entender lo que ha significado en su vida y en quién es ella. Doy por supuesto que conoces Las raras pero si no es así, estás de suerte también porque tienes muchísimo para escuchar. 


Breves: 


  • Hoy se celebran elecciones en Argentina y, como sucede últimamente en muchos países, hay un hombre peligroso con posibilidades de ser elegido presidente. En El País Audio en colaboración con Anfibia Podcast hemos hecho Sin control. El Universo de Javier Milei, un documental sonoro para conocer la figura de MIlei, un desconocido economista estrella de la televisión por su histrionismo y sus opiniones polémicas que puede ser elegido para gobernar un país. Está a favor de acabar con el Banco Central, con el libre comercio de armas y órganos humanos, cree que es un enviado de Dios y, a través de una telépata de perros, habla con su mascota muerta hace siete años que le da indicaciones. No es porque yo haya trabajado en él pero está muy bien. 

  • Otra vez recomiendo un episodio de otro podcast de historias pequeñas: Susan on the tracks de Rumble Strip. 

  • Weight for it con Ronald Young Jr fue uno de los podcasts premiados en el Festival de Tribeca. ¿De qué va? De ser gordo, de vivir en una sociedad en la que existen un rechazo hacia las personas obesas que no se compensa con campañas como el body positive porque mucha veces el propio rechazo se instala en la cabeza de las personas con sobrepeso y se encuentran atrapadas en un laberinto mental difícil de gestionar. Ronald Young Jr cuenta su propia experiencia lidiando con esta situación y recomiendo especialmente el segundo episodio cuando cuenta cómo, en la universidad, se avergonzaba de salir con una chica gorda. La historia no va por donde crees y tiene un giro final interesante. 


Al empezar a escribir tenía la intención de ser breve, de terminar rápido. Ninguna de las dos cosas ha ocurrido. Como siempre, si escuchas algo, ven a contármelo. Me hará muchísima ilusión. 


Y te recuerdo que tienes todas mis recomendaciones en esta lista de Spotify, Podcasts encadenados. 



*Escribo cada semana en Sonograma, la newsletter de audio de El País. 


**Doy por hecho que ya escuchaste la primera temporada estrenada en 2020 pero si no es así, estás de suerte. Tienes un podcast maravilloso para descubrir. 

 
 


domingo, 12 de noviembre de 2023

¿Ha visto usted mis tetas? No, pero me gustaría verlas

"Dibujo mis propias debilidades". Sempé. 


Era una camiseta de color fucsia oscuro o un rosa oscuro que alejaba al color rosa de cualquier asociación con algo cursi. Además, a mí nunca me había gustado el color rosa y aquella camiseta me encantaba. Tenía un dibujo en la espalda de una especie de pato amarillo como de caricatura y alguna leyenda, pero no la recuerdo. Sí recuerdo que esa camiseta me pareció lo más maravilloso que había tenido nunca. Lo mejor que tenía no era el color, ni el pato, ni la leyenda: lo mejor es que era grande. Necesitaba ropa grande porque aquel verano, el de los doce años, de repente me habían crecido las tetas. Muchísimo. Aquello ya no eran pechitos de niña sino algo completamente fuera de lugar, gigante, que me convertía en una simple portadora de pechos. Era horrible. Espantoso. Me dolían, me picaban los pezones, me pesaban. Pero nada de eso era lo peor: lo peor era ver cómo mis amigos de toda la vida ya no podían apartar la mirada de esas cosas que me habían crecido de un verano para otro. 


La camiseta llegó para salvarme la vida y joderme la postura para siempre. Era grande, me quedaba holgada, así que si echaba los hombros hacia delante y el pecho para atrás, las descomunales protuberancias se disimulaban y estaba a salvo de las miradas penetrantes. Esto solucionó un problema y creó otro: mi madre se pasaba el día diciéndome «ponte derecha», «ponte derecha», «que te estires». Al final del verano comprendí que por mucho que llorara, por mucho que lo soñara, aquellas cosas no iban a desaparecer nunca y que tenía que aprender a vivir con ellas para siempre. Las odiaba. Aprendí a vivir con los hombros encorvados y un poquito de chepa. Aprendí que no podía comprarme ropa de tirante fino porque los sujetadores que yo necesitaba llevaban siempre unos tirantes de dos dedos de ancho; aprendí que cualquier ropa interior que se anunciara en televisión, marquesinas o revistas no era para mí, no había para mi talla. Aprendí que tenía que resignarme a bañadores o bikinis pensados para señoras de 60 años y que pesaran 30 kilos más que yo. «Ay, es que claro, con tanto pecho pareces muy grandota pero luego eres finita. No tenemos nada que te vaya bien».


Odiaba mis tetas.Tenía un complejo impresionante que pude más o menos sobrellevar gracias a que mi adolescencia transcurrió en la época en que las hombreras lo petaban y cuanto más grandes mejor. Hombreras y jerséis y camisas grandes. Le robaba la ropa a mi padre. «Vas siempre como si llevaras un saco». Surfeé el colegio; surfeé la vergüenza de los veranos con 14,15, 16, 17, 18, 19 y los bañadores de señora; surfeé no encontrar ropa. Operarse del pecho era algo que no hacía nadie, ni siquiera sabía cómo se hacía: tenía una ligera noción de que era algo que costaba mucho dinero e implicaba un cirujano estético. ¿Cómo se lo planteaba a mi madre? No hubiera sabido ni cómo decírselo. Después de las experiencias traumáticas yendo a comprar sujetadores con ella, estaba claro que entre mis tetas y mi madre tenía que mantener la mayor distancia posible. 

Los veinte fueron algo mejor. Supongo que me acostumbré o me resigné. Esto era lo que había y chimpún. Tuve novios, le di uso a mis tetas, las disfruté, me dejaron los novios, llegaron otros, y así hasta que me casé. Bueno, pues entonces, en algún momento esos cántaros gigantes iban a tener alguna utilidad. Me quedé embarazada y, cuando creía que aquello no podía ser más grande, descubrí que estaba equivocada. Aquello era inmanejable. Tengo marcado el día en que al mirarme al espejo me vi monstruosa y me puse a llorar. Llegó El Ingeniero y me encontró desconsolada. «No te preocupes. Cuando nazca el bebé, lo miramos y te operas». 

Nació María. Nació Clara. Y no me operé. Una conocida mía, vital, divertida, fantástica, había decidido operarse con tan mala suerte que en quirófano sufrió una parada cardíaca y murió 3 días después. ¿Cómo iba a operarme de algo que parecía frívolo y tonto solo para resolver un complejo, una inseguridad, cuando podía morir y dejar a mis hijas huérfanas? Eso sí que sería frívolo.. Me resigné otra vez. La ropa había mejorado un poco y, bueno, me hice mayor y me importaba menos. Nunca dejó de importarme pero ya no era algo traumático. Era molesto, incómodo, desagradable, feo… pero podía vivir con ello. Hasta que el año pasado pensé que ya no tenía que pedir permiso a nadie, no necesitaba justificarme y, sobre todo, tenía el dinero y el ánimo para hacerlo. 


Pregunté a mi ginecólogo, que me dijo: «Es buenísima idea. A tu edad, cuando te llegue la menopausia, crecerán aún más y se caerán más». Esos dos «más» me parecieron aterradores y físicamente imposibles, pero me convencieron aún «más» para seguir adelante. Me recomendó una cirujana y fui a verla. Le pedí a mi hermana que me acompañara. En cada paso del proceso estaba preparada para que algo me impidiera seguir adelante: «tus tetas no se pueden operar», «van a quedar mal»… cualquier cosa. Cuando la cirujana me preguntó cuándo había empezado a pensar en operarme, le contesté: «la mañana del día en que con 12 años me levanté y me di cuenta de que tenía unas tetas enormes». «Ah, eso es dismorfía primigenia», creo que dijo. «Se llama así cuando desde el primer momento no estás a gusto con tus pechos». Me contó todo el proceso y, después, me pidió que me desnudara. «Vaya, es que disimulas mucho, vestida no parece tanto». «38 años disimulando, soy casi como Mortadelo y sus disfraces. Si me empeño mucho te puedo hacer creer que tengo una 85B».


 «Opero lunes, miércoles y viernes, elige el día que quieras».

 

Elegí día y hace poco más de un año, exactamente un año y quince días, me quité tetas. 750 gramos fuera de mi cuerpo. Salí del hospital con dos drenajes, un vendaje, muchos puntos que no me veía y una sonrisa en la cara. Ha pasado un año y quince días y ya no tengo drenajes ni vendaje y las cicatrices han ido desapareciendo. Sigo sonriendo casi todo el tiempo. Me acuerdo muchísimo de la niña de la camiseta fucsia y de sus hombros caídos. Pienso en que tenía que haberlo hecho antes para luego darme cuenta de que antes no hubiera podido ser: fue cuando tocaba. También le doy vueltas a las veces que he dicho que la cirugía estética no me gusta y que nunca me pincharé bótox o me rellenaré los pómulos o los labios. No tengo planes de hacer ninguna de esas cosas porque no tengo problemas con mi cara. ¿Podría tener menos arrugas? Sí. ¿Me importa? No. A mí me importaban mis tetas. Sabía que estaría mejor con ellas más pequeñas. Lo supe desde aquel verano en que no me quité la camiseta fucsia. «Las que se ponen a veces se arrepienten. Las que se quitan no se arrepienten nunca», me dijo la doctora que me hizo las mamografías previas. No lo sé, no me importa nada lo que otras mujeres hagan o dejen de hacer. Yo sabía que no iba a arrepentirme. He tardado un año y quince días en escribir esto. No tenía por qué escribirlo, lo sé. Podía ser una de esas cosas que (me) pasan de las que no escribo nunca pero hoy, al releer mis cuadernos y encontrarme con esa cita de Sempé, he pensando: hoy es el día. 


Estoy en Cicely con mis amigos pasando unos días. «¿Qué haces? Escribir la newsletter. ¿De qué vas a escribir? De mis tetas. Por favor, por favor, escribe: “¿Ha visto usted mis tetas?" Aquí estoy con las mismas personas que estaban conmigo cuando cumplí 13 años y me cayó un complejo encima. Ahora me ven erguida, con camisetas estrechas y, si quiero, sin sujetador.

«Estás feliz».

Si quieres recibir las entradas en el correo, te puedes suscribir aquí. 

domingo, 5 de noviembre de 2023

Lecturas encadenadas. Octubre

 

El mes de octubre comenzó con un fin de semana de cumpleaños en una casa en los Montes de Toledo. Fue un fin de semana luminoso, de inesperados pantalones cortos en octubre, de vino, risas, pies en la piscina y muchísima comida. Fue un fin de semana en el que en algunos ratos parecíamos Los amigos de Peter, en otra una partida de colonos británicos en la sabana africana con nuestras mesas de picnic y nuestras copas de cava y, en otros, una discoteca de los noventa con coreografías imposibles y bocatas de calamares para matar el hambre que la diversión da. 


A la terraza de esa casa, inmensa y con vistas a los tejados del pueblo y al campo, asociaré para siempre la lectura de La luz difícil, de Tomás González. Me levantaba pronto y subía a la terraza a leer mientras disfrutaba de mi desayuno. Más pronto de lo que a mí me hubiera gustado los demás habitantes de la casa iban apareciendo, con lo que la lectura se hacía imposible; pero el hecho de estar desayunando con un libro entre las manos provocó miradas de curiosidad y preguntas. «¿Qué lees?» «¿De qué va?» «¿Qué tal está?» No me gusta nunca contar de qué va un libro porque me parece siempre una responsabilidad inmensa. En esas dos o tres frases te juegas el que la otra persona decida leerlo o, por lo menos, apuntárselo en el chat de whatsapp que tiene consigo mismo o que diga: «bah, a mí ese tema no me interesa». Si pienso en cualquiera de mis libros favoritos e intento responder a la pregunta «¿de qué va?» la respuesta que podría dar es tan pobre que creo que ni yo misma me animaría a leerlos. «Va de dos amigos que eran muy amigos y se enfadaron por una cuestión y se reencuentran cuando ya son ancianos». «Pues trata de un pueblo de California donde viven una serie de personajes desarrapados cada uno con sus peculiaridades, y en realidad no pasa nada». «Va de dos matrimonios neoyorkinos y cómo crecen según se van haciendo mayores con sus glorias y sus mierdas». «Va del último habitante de un pueblo pequeño del Pirineo aragonés». Yo nunca pregunto de qué va un libro, ni siquiera leo la contraportada. Llego a ellos por recomendaciones o preguntando a la persona a la que veo leyéndolo «¿por qué estás leyendo ese libro?» 


Dicho esto, La luz difícil llegó a mis manos porque me lo enviaron desde la editorial Sexto Piso. Contra lo que alguien pudiera creer a mí no me mandan muchos libros, casi ninguno de hecho, porque siempre advierto a las editoriales que si no me gusta lo diré. Entiendo que es un riesgo que no quieran correr y, además, yo prefiero comprarme lo que me apetece sin tener compromisos lectores. No sabía nada de Tomás González ni de su libro y lo primero que descubrí es que es una reedición: se publicó por primera vez en 2011. 


Me gustó muchísimo. Es un libro tristísimo, casi al nivel del que «va del último habitante de un pueblo pequeño del Pirineo aragonés». Los dos temas principales son el amor y la muerte pero, sobre todo, el amor: a una pareja, a los amigos, a los hijos; pero, sobre todo, al hecho de estar vivo. Tiene una intimidad casi táctil. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que cuando lo estás leyendo estás en la casa en la que transcurren unas horas agónicas que marcan la vida del protagonista, David. Hueles la comida que preparan, el jabón que usan para lavarse las manos, los cojines y las mantas del sofá donde se reúnen a charlar, los olores de una casa que los que viven en ella no detectan. Sientes el tacto de los muebles que han acumulado capas de vida familiar y ves cambiar la luz que entra por las ventanas que dan a un pequeño cementerio en Manhattan. La acción transcurre en dos lugares alejados entre sí: el presente del protagonista, David, que es un anciano viviendo en Colombia en una casa en el campo y en donde también sientes el verde de la vegetación, el eco de su vida solitaria, los sonidos de la lluvia tropical... y Nueva York, a donde nos lleva con lo que está escribiendo para recordar o, mejor dicho, para no olvidar. La luz difícil se lee con todos los sentidos alerta, esperando un momento que sabe que va a llegar pero que no sabes cuándo será. Sientes la misma anticipación agónica de los personajes. Quieres que pase cuanto antes para dejar de sufrir la espera y al mismo tiempo quieres que la espera no termine nunca. 


No quiero contar nada más sobre lo que ocurre porque creo que es un libro al que hay que entrar como se entra a casa de unos amigos queridos: abrir la puerta y encontrarte con ellos. Me ha gustado muchísimo pero cuando he vuelto a él a ver cuantas esquinas había doblado, he descubierto que ninguna y me ha parecido bien. No es un libro con frases relumbrantes que resuman en tres líneas una verdad vital. Su mayor logro, el mayor acierto de González es que leyendo La luz difícil se tiene la sensación de estar conociendo una vida que se está viviendo, paladeando, encajando y disfrutando y sufriendo a partes iguales, pero con la consciencia de lo increíble que es estar vivo. 


Salid ahora mismo a comprarlo o sacarlo de la biblioteca. 


Ahora viene la parte difícil. ¿Cómo le dices a alguien que te cae fenomenal, que te parece adorable y brillante, que su nueva novela te ha parecido espantosa? ¿No se lo dices? ¿Mientes? Llevo un mes pensándolo pero es que yo no sirvo para mentir (en esto) y además creo que mi opinión va a ser una gotita de agua en un mar de halagos, cumplidos y loas de gente que ha encontrado la novela maravillosa. Quién sabe, a lo mejor soy yo la equivocada. Lo mejor es hacerlo por carta. 


«Querido Manuel, 


Sabes que te aprecio. Nos conocemos por amigos comunes y todas las veces que hemos coincidido ha sido un placer charlar contigo, intercambiar algunas risas y una vez te libré de presentar un libro horrible. Podría decirte, como hacen los cursis y los cobardes, que esto me duele más a mí que a ti, pero no es verdad. Sinceramente creo que a ti tampoco te va a doler porque estás teniendo un éxito impresionante del que me alegro sobremanera y no creo que mi opinión sincera vaya a perturbarlo. Espero, además, que agradezcas mi sinceridad o que, por lo menos, la próxima vez que nos veamos no me escupas. 


Mirafiori no me ha gustado nada. Nada de nada. Me he enfadado muchísimo mientras la leía porque quería que me gustara, quería poner en Instagram que me había chiflado y recomendarla para que la gente corriera a comprarla, pero no ha habido manera. No me he creído nada, ni a él, ni a ella. Miento: el capítulo en el que él, loco de celos, entra en una espiral de espionaje en redes digna de Jason Bourne sí me lo creí. ¿Por qué? Porque todos hemos estado ahí, todos hemos hecho eso. Tú eres más joven, pero yo incluso hice algo así en un mundo pre redes sociales. Ese agujero negro de obsesión es uno de los lugares más terribles al que nos lleva el final de una relación y uno de los más vergonzosos. Que lo hayas dejado escrito en Mirafiori sabiendo que todo el mundo, o mucha gente, va a pensar que es algo en cierta manera autobiográfico es un mérito que te reconozco. ¿El resto? Para mí es terrible. No quiero ahondar en lo que menos me ha gustado (la escena en la catedral de Santiago, en fin) porque creo sinceramente que eres un tío con muchísimo talento.  A lo mejor alguien me acusa de tener favoritismos, de no recrearme en esta crítica como me recreé en otras. Y tendrán razón, no me recreo porque te aprecio y porque esto es mi newsletter y despellejo lo que quiero. Enhorabuena por tu éxito, me alegro muchísimo.  Siempre asociaré tu libro al aeropuerto de Barajas, sé que no es una asociación preciosa pero tiene su encanto.»


Con El violín de Lev, una aventura italiana, de Helena Atlee, terminé octubre. De esta historiadora inglesa leí hace unos años El país donde florece el limonero, un libro de viajes e historia por Italia para comprender el cultivo de cítricos, sus orígenes y su importancia histórica, social, económica y artística. En El violín de Lev Atlee nos lleva de nuevo al país transalpino pero esta vez vamos siguiendo la pista de un viejo violín. ¿Será un violín de los conocidos como «viejos italianos», fabricado en Cremona por Amati, Stradivari o Guarini del Gesú? Por supuesto yo no sabía absolutamente nada de violines, creo que ni siquiera soy capaz de distinguir un violín de un viola, y no había pensado que pudieras enamorarte del sonido de un violín, que no sonaran todos más o menos iguales (Ya he hablado alguna vez de mi completa ausencia de oído musical). Del libro de Atlee sales conociendo muchísimo de la historia de los violines, te lleva a los talleres, a los bosques en los que se talan los pinos con los que se fabrican, a conocer a los luthiers que los crean, los reparan y los miman; a los comerciantes que, en su día, los hicieron famosos fuera de Italia; a los expertos y hasta a los dendrocronólogos que los datan. Es una historia apasionante en la que al final te da igual si el violín de Lev es uno de esos viejos italianos o no, es la excusa para sumergirte con Atlee en un mundo desconocido lleno de pequeños detalles. ¿Lo recomiendo? Por supuesto que sí, es una delicia de viaje. Eso sí, creo que me gustó más el limonero.  


Han llegado las noches tempranas, a ver si consigo aprovecharlas para encerrarme en casa, no ver a nadie y leer muchísimo.  A ver si hay suerte. 


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