domingo, 3 de septiembre de 2023

Y, de repente, el último septiembre


Escribo esto sentada delante de la ventana de mi cuarto cuando ha dejado de llover hace rato. Me siento estafada y me pregunto: ¿por qué los anuncios de olas de calor terroríficas siempre se cumplen a rajatabla y, sin embargo, los avisos de lluvia continuada y tormentas interminables siempre defraudan? Me prometen cuarenta y dos grados y sé que me voy a ahogar en mi propio sudor. Me prometen lluvia, me ilusiono y después de cuatro horas ya no hay nada. ¡Hasta se ha secado el suelo! ¡Ni siquiera hay charcos! Eso sí, ayer pensé «tengo que guardar los cojines de la terraza» y, por supuesto, lo olvidé; así que ahora mismo están encharcados y destiñéndose de un bonito color azul que probablemente los haga inservibles para el próximo verano.  Pero ¿a quién le importa el próximo verano? 

Antes de sentarme a escribir o, mejor dicho, antes de ponerme a escribir he pasado un buen rato leyendo newsletters que tenía atrasadas por las vacaciones y algunas que han caído hoy en mi buzón. El tema en muchas, en las últimas en caer en mi buzón, es el final del verano. Y yo no quería escribir sobre el final del verano porque es un tema manido, con un tufillo a falsa nostalgia y que, además, resulta muy poco interesante. Leyendo las newsletters, sin embargo, he descubierto que se puede hablar de esta peculiar sensación que todos tenemos al poner un pie en septiembre. Es una especie de hormigueo, de cosquilleo, en mi caso una anticipación en la que se mezclan el miedo, la impaciencia, la ilusión y el deseo. Me enfrento a septiembre pensando: «Por fin». Por fin se acaba el verano, por fin se acaba el calor, por fin podré ponerme jersey, por fin podré dormir tapada, por fin se hará de noche pronto, por fin entraré en una rutina que es muy complicada pero que puedo manejar como un malabarista, manteniendo todas las bolas que la conforman en movimiento, sin que se me caiga ninguna, sabiendo qué paso dar, qué brazo mover. 

¿De dónde vienen estas sensaciones? ¿Por qué es en septiembre, en sus primeros días, cuando se acumulan? Tiene mucho que ver con el fin de agosto, ese mes en que todo se para casi por completo y el arranque de motores que llega ahora. Tiene que ver, también, con la época escolar. Puedes no tener hijos y no saber cuándo empiezan las clases (que sepas que la universidad ya no es lo que era, y en algunas ingenierías, por ejemplo, empiezan este año antes que los de infantil) pero tus muchos años de estudiante, sepultados bajo capas y capas de vidas, de trabajo, de experiencias, brotan estos días haciéndote sentir que sí, que se acaba el verano y que empieza algo.  Algo que, por alguna razón, te recuerda a lo que sentías cuando tenías que volver al colegio: No querías, pero algo (ver a tus amigos, estrenar cuadernos, pasar a otro curso de más mayores) te hacía algo de ilusión. Ahora sabes que esa ilusión es mentira y tratas de ahogarla, de convertirla en algo rutinario, pero el ancestral instinto escolar sigue ahí, soplando fuerte la llama de la falsa ilusión. 

Todas estas sensaciones, sin embargo, son superefímeras. Septiembre es anticipación que, en seguida, se diluye en normalidad. Es como la emoción navideña: enorme el 20 de diciembre y desaparecida el 26 o, como mucho, el 1 de enero. Un día te encuentras pensando «vaya, mañana ya es 1 de septiembre»; un par de días después «llega el otoño» (aunque queden casi tres semanas para que empiece oficialmente la estación) y no pasa ni una semana cuando descubres que ya no te apetece ponerte pantalón corto ni bañador. Sin darte cuenta estás ya sumergido en la ilusión de una rutina nueva, confortable, no tan fabulosa como las vacaciones pero una rutina que este año será diferente, en la que conseguirás ratos para ti y un raro y precario equilibrio entre trabajo y ocio. Piensas también, claro, en cambiar el armario, ordenar y planificar, pero en cuestión de días, de una semana como mucho, esas sensaciones se han esfumado y septiembre te parece ya un mes manido, más parecido a mayo que a octubre, un mes gastado. Se acabó el juguete. 

Echas la vista atrás y el verano parece haberse quedado rezagado, un abismo se abre entre el 20 de agosto y el 10 de septiembre, un abismo en el que cabe un pozo de tiempo inconmensurable, un abismo que se tragaría tu voz si gritaras. No puedes creer que hace tres semanas fuera verano y el tiempo de llevar sandalias fuera infinito, rebuscas en tu interior algo de esa falsa ilusión o emoción que tenías en los primeros días de septiembre y no las encuentras. A tu alrededor solo hay normalidad.  

Hoy he terminado de escribir el diario del viaje a Francia. Un diario de viaje es un compromiso que uno mismo adquiere. ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Leerá alguien algún día los recuerdos de este viaje? ¿Lo revisaré yo alguna vez? Apenas han pasado cuatro días desde que volví y ya me parece otra vida, otro verano, el verano de otra persona, no el mío. 

Septiembre marca el fin de mis planes de veraneo franquista y de verano. No hago planes para este mes que va a ser atropellado, impreciso, lleno de imprevistos y compromisos, poco práctico y agotador. Quiero pensar que no va a ser tan terrible como lo pienso ahora, que, como siempre, estoy poniéndome en lo peor y que todo irá bien. 

Es lo que dicen que hay que hacer. 

Yo no me lo creo mucho pero, como dicen los americanos: “fake it till you make it”. A final de mes veremos qué ha pasado. Termino de escribir esto pensando que igual que este mes abre un enorme abismo con agosto, al mismo tiempo se proyecta hacia el futuro como un mes interminable de días, como si fuera una chicle que va a estirarse sin fin. 

Vuelve a llover, se ha levantado viento y he recogido los cojines para que se sequen dentro. Quizá se salvan para el próximo verano. Ése para el que quedan aún dos o tres siglos.  

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domingo, 27 de agosto de 2023

Desde Francia con amor

 

Desde que me he levantado esta mañana, pensaba en empezar a escribir este post diciendo: «Escribo de noche mientras todos duermen y en la casa no se escucha más que el ruido de los ventiladores y mi teclado», pero, como la vida casi nunca es como te la imaginas, escribo este texto sentada en la mesa redonda de nuestra casa provenzal mientras mis hijas revisan sus teléfonos y se cuecen unas patatas para la cena de esta noche. 


Si fuera muy rica, además de alquilar una casa en la Provenza, contrataría a alguien que me preparara el desayuno cada mañana y me dejara la cena lista, solo para calentar, cada noche. Es agotador comer y cenar fuera todos los días y da muchísima pereza pensar en algo que cocinar que sea rápido, apetecible y no requiera mucho lío si alguna vez comes o cenas en casa. En esta casa maravillosa apetece un poco más cocinar, porque la cocina es inmensa, tiene una ventana de cuatro metros de altura con flores y plantas en el alféizar, puedes encontrar cualquier cacharro o utensilio que puedas necesitar y hay varias cuberterías, vajillas, cristalerías y mantelerías para elegir. Aún así, preferiría que al llegar de hacer turismo, de no parar en todo el día, pudiera tener algo en la nevera listo para calentar y preocuparme solo por poner una mesa bonita. 


Una mesa bonita es algo que, como las judías verdes, una cama bien hecha o una lavadora silenciosa, no se aprecia hasta que tienes una edad, bastante edad. Por eso hoy, cuando al entrar en una tienda en Arles mis hijas han admirado una mantelería y unos cuencos («mira, mamá, son preciosos»), me he sentido bastante orgullosa de ellas. No he comprado ni los manteles ni los cacharros porque tenían unos precios imposibles. No imposibles de no poder pagarlos pero imposibles de darme cargo de conciencia cuando hago cálculos mensuales cualquier noche de insomnio. Siempre pienso lo mismo: «algún día compraré estas cosas y las usaré a diario, para no dejarlas para una ocasión especial». Al salir de la tienda también he pensado que, en cuanto me toque vivir con mis hijas en octubre, pondré la mesa cada noche con la vajilla buena que me regalaron al casarme y que está ahí muerta de risa, esperando a algo, no se muy bien qué. Mientras tanto, mientras llega ese día, ponemos la mesa en esta maravillosa casa como si fuéramos a tener invitados y encendemos velas porque en el patio apenas hay luz. 


La casa está en la primera planta de un palacete del siglo XVII. Debió de ser de un mercader de los que venía a la feria anual de comercio que se celebró en este pueblo hasta la llegada del ferrocarril en el siglo XIX. ¿Cual es su historia? No lo sé. Los techos tienen cinco metros de alto, hay molduras, puertas enormes de madera que comunican todas las habitaciones y el suelo de cada sala es diferente. Hay estanterías llenas de libros hasta el techo y tres chimeneas. Hay un piano, tres ventiladores, alfombras en cada habitación, un diván y muchas mesas para sentarte a charlar, a escribir, a leer, o a pensar por qué no vivo en una casa así o, mejor dicho, por qué los franceses han sabido conservar estas casas y nosotros no. Este es un pensamiento recurrente cada vez que vuelvo a Francia junto con el de por qué son todos tan guapos (porque todos los hombres del mundo deberían aspirar a envejecer como señor mayor francés) y cómo es posible que sean tan silenciosos. Ayer por la noche fuimos a una fiesta del pueblo: en la plaza del ayuntamiento había programado un concierto. Allí nos fuimos y llegamos justo cuando el maestro de ceremonias de la orquesta presentaba el show diciendo que el espectáculo constaría de tres partes y que era para todos los públicos. No se oía una palabra, un aplauso, nada. Quinientos franceses sentados en sillas de plástico mirando el escenario y otros doscientos de pie y solo se nos oía a nosotros, que susurrábamos comentando la sorpresa de que nadie bailara, ni hablara, ni bebiera. Aguantamos media hora, la primera parte del show, con un, digamos, interesante uso del concepto «mezcla musical». Empezaron con Miley Cirus, dos temas de reggaeton en español, una versión del My way en francés tocada a trompeta por el maestro de ceremonias mientras se proyectaba un video con imágenes de su vida y de él mismo tocando ese instrumento en la orilla del mar, un tema francés bailongo y un mix de canciones de Bruno Mars. Todo esto con cinco músicos, tres cantantes titulares, cinco bailarinas y la acogida gélida de toda la plaza. «Me están dando muchísima pena», dijo María. Tras este primer segmento salió el alcalde a contar la agenda de eventos de aquí a noviembre y luego anunciaron con gran fanfarria que empezaba la actuación de Anggun, que fue acogida con la misma frialdad que todo lo anterior. Por si no lo sabéis, que no lo sabéis, Anggun representó a Francia en Eurovisión en 2012 y quedó en el puesto vigésimo segundo. «De Eurovisión a la plaza de este pueblo. Menudo bajón», dijo Clara. Menos mal que al ver su perfil en Wikipedia nos dimos cuenta de que podría con la noche:  


«Anggun posee no solamente una figura agraciada y particularmente femenina sino también un espíritu bien aguzado, puede ser tal vez, gracias a sus numerosas lecturas de la infancia, donde debía hacer cada semana un resumen a su papá y sobre todo un deseo de ser ella misma y de constantemente aprender y avanzar, progresar para mejor realizarse. Si Darto Singo, su padre, no hubiera soñado con la leyenda de la "gracia nacida de un sueño", quien sabe, el mundo seguramente hubiera sido afectado.»


Hoy hemos cenado en el patio, mantel de tela, servilletas, cubertería de alpaca y velas, rodeados de las flores y plantas que cada tarde tenemos que regar y una escultura de un angelote en un hueco que creemos que debió ser un antiguo horno. Me encantaría contar que hemos tenido una conversación sofisticada y muy francesa, pero la verdad es que nos hemos estado riendo mucho diciendo tonterías. Mientras comentábamos que los magnum de caja en Francia son mucho más grandes que en España, yo pensaba en que he vuelto aquí, a La Provenza, a otra casa fantástica y encima he traído a mis hijas. Es un pensamiento alegre, esperanzador casi, porque cuando viajo siempre pienso que nunca volveré a ese lugar, que no tendré tiempo, o la ocasión, o el dinero o la compañía; y verme aquí, de vuelta, envidiando todo lo francés me da esperanzas para poder regresar eternamente, quién sabe si para reencarnarme en señora francesa estilosa. 



PS: La conversación ha surgido de una premisa establecida por Clara: ¿Qué eliminarías del mundo si pudierais? María ha contestado que las religiones, Clara eliminaría a los hombres, yo he dicho que el patriarcado y Juan ha dicho que los mosquitos. Juan no sabe jugar a estas cosas: acaba con toda la magia. Ayer jugamos a nuestro top 3 de personas favoritas de la humanidad y él rompió el juego al elegir a Fritz Haber, un químico que desarrolló la síntesis del amoniaco y así mejoró los fertilizantes y blablablabla. Aburrido.


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sábado, 19 de agosto de 2023

Dieciocho años

 «It’s a thrill beyond imagination having a grown child emerged as a fully developed human being with their own ideas and their own radical Thinking. Seeing them challenging you it’s like the Aurora Borealis or something. It's like watching the sky shimer». Ethan Hawke.

Preparando tu regalo de hoy, las más de cuarenta cartas que te he escrito recuperando textos que te he dedicado en tus dieciocho años, me encontré con un montón de historias y anécdotas que no recordaba, como cuando me dijiste hace unos años: «Mamá, ¿te das cuenta de que porque hace unos años papá y tú os enamorasteis yo tengo que ir ahora todos los días al colegio? Me parece injustísimo». A mí también me lo parecía, puedo decírtelo, pero sobre todo es que estaba harta del colegio. Ha sido un año cansadísimo, agotador, pero ya, por fin, se acabó para siempre el colegio en nuestra familia. 

«Mamá, quiero ser una mujer culta». Éste era uno de tus propósitos al volver de Estados Unidos el año pasado y nos hemos empleado a fondo para conseguirlo. Hemos ido al teatro casi cada mes, exposiciones, espectáculos, documentales, charlas y Rousseau, sobre todo Rousseau. El pensador ginebrino es ahora una constante en nuestra vida: hablamos de él en el desayuno, en la comida, en la cena, y fue uno de tus objetivos cuando fuimos a París: ¡dos veces tuvimos que ir a su tumba! Además, te cayó en la EBAU porque, además de querer ser una mujer culta, este año has sido una mujer con mucha suerte. Quiero dejar escrito aquí, para que no se nos olvide, que aprobaste matemáticas en la EBAU a pesar de que tu respuesta a un problema del examen fue 248,5 buñuelos. Tu hermana María casi se ahoga de la risa en la cena cuando nos lo contaste. 

El año pasado empecé tu post diciendo que estabas feliz y que en algún momento no estarías feliz; pero no sabía, como tu siempre dices que no sabemos, que esos momentos tristes te llegarían poco después, muy poco después y que se me partiría el alma viéndote sufrir, sabiendo que se te pasaría pero siendo incapaz de transmitirte esa sabiduría, la tranquilidad que da saber que lo que te estaba pasando se terminaría más pronto de lo que creías. Me costó que creyeras que ese «vas a estar bien» era de verdad, que iba a ocurrir. No sé casi nada de tu futuro, pero esto sí lo sabía. 

Y ocurrió. Estás feliz, en breve empieza tu etapa universitaria y estás pasando el verano de tu vida. El caminito de recuerdos que he recorrido estos días preparando tu regalo me ha hecho darme cuenta, una vez más, de que lo que no se apunta se olvida; así que quiero dejar aquí apuntado que durante todo este año mantuviste el suspense sobre lo que ibas a estudiar. «No lo sé todavía, es un problema de Clara del mes de junio y estamos en febrero». «Que no lo sé. No lo he pensado. Es un problema de Clara del mes de junio y estamos en abril». «Que no lo sé. No lo he pensado. Es un problema de Clara del mes de junio y estamos en mayo». Ahí recuerdo que te dije: «Yo creo que ya va siendo hora de que le demos un empujón al tema para que Clara de junio no se encuentre con este problema de sopetón». 

«Mamá, desengáñate. No voy a estudiar Historia, Filosofía o Arte. Voy a matricularme en Gestión Aeronáutica». Otra sorpresa, otro fuego artificial, otra estrella fugaz, otro fuego fatuo que me pilló por sorpresa. ¿Qué es Gestión Aeronáutica? Lo descubriremos, supongo, en breve. 

En la cita que he puesto encabezando este escrito Ethan Hawke explica la increíble emoción que supone ver como tu hijo, tú en este caso, se convierte en un adulto con pensamientos, ideas y creencias propias. Así es: verte echar a andar, empezar a hablar, a leer, a escribir o a ir sola al colegio fueron grandes momentos, pero fueron algo puntual: un día no sabías andar y al día siguiente corrías. Lo de ahora es diferente: has llegado a los 18 años y cada día contigo es un aliciente. Nunca dejas de sorprenderme y tienes el mismo efecto en tu hermana, en tu padre, en tu familia y amigos. No te acabas nunca y, como dice Ethan, es como ver la aurora boreal o una lluvia de estrellas fugaces. Estar contigo me enfrenta a lo incomprensible, a lo inconmensurable de tener un hijo. Os lo he explicado a ti y a María varias veces pero lo repito: cuando uno tiene un hijo cree que sabe cómo será, cree que podrá moldearlo, darle forma y sustancia y, después, aprende que estaba equivocadísimo, que eso no se puede hacer. Un hijo es una persona independiente al que podrás enseñarle algunas cosas (entre las más importantes: modales, educación y a saber que no se dice «delante nuestro») y otras no (a colocar el rollo del papel higiénico) y con el que podrás compartir con suerte algunos de tus gustos o aficiones, pero no todos. Aprendes también que el amor que se siente por un hijo, por ti hoy, crece con los años: cuanto más difícil es quererlos, más se les quiere. Esto no es una señal para que te aproveches y te vuelvas insoportable. 

«Se le pasa la fresa» cuando querías decir que a alguien «se le pasa el arroz». «Yo cocino y tú limpias mis ensucios». «Mamá, me ha encantado Barbie, he salido feliz de ser mujer y pensando que la vida es maravillosa y si a ti no te ha gustado es que no la has entendido». Frases, conversaciones, ideas, que me persigas por casa cuando te aburres para que te cuente cosas, tus «mamaaaaaaaa» en el whatsapp que sé que siempre vendrán seguidos de una petición. 

Me encanta estar contigo. He aprendido tantísimo viéndote crecer y acompañándote que no puedo esperar a ver que descubrimos este año juntas y cómo me asombras. 

Gracias por el asombro. 

Feliz cumpleaños, princesa pequeña. 


domingo, 13 de agosto de 2023

Pequeño paseo sin importancia

Escribo esto derrengada en el sofá, con los pies en alto y el ordenador en las rodillas mientras intento que no se me cierren los ojos y dormirme. Estoy reventada. Hoy hemos hecho una ruta de diecisiete kilómetros y, no voy a mentir, en algún rato he renegado de haber empezado. Las horas más duras han sido entre las dos y las cuatro de la tarde, por un sendero empinado que salvaba un desnivel de setecientos metros y un con un sol de justicia cayendo sobre nuestras cabezas. «A ver si vamos a ser nosotros los gilipollas que no hacen caso al consejo de “no realizar actividades de esfuerzo en las horas centrales del día” y aquí estamos, trepando en las horas centrales del día. Mira que como me dé un golpe de calor o, peor, un infarto... ¿Cómo llevo las pulsaciones? ¿Me siento acelerada? Papá tenía 52 cuando le dió el infarto yendo por el monte y seguro que ni por un momento pensó en que le iba a dar un infarto y morirse. ¿Y si esto es un golpe de calor? ¿Cómo se siente un golpe de calor? Lo que te pasa es que estás encabronada, ya está. Venga a dar consejos para que no se salga de casa con calor y aquí estamos, pero bueno: es que hemos salido de casa cuando no lo hacía». A pesar de ir juntos, hemos caminado casi todo el recorrido sin hablarnos. A. se cansa menos, es más liebre y su ritmo de caminata es mucho más rápido que el mío. Yo suelo ir por detrás sumergida en mis pensamientos que, hoy me he dado cuenta, no tienen ni pies ni cabeza. Me he pasado un buen rato pensando en el perfil de Sarah Jessica Parker que había leído durante el desayuno. Resulta que SJP ha montado una zapatería en su barrio y trabaja allí un par de días por semana atendiendo a la gente que va a comprarse zapatos. Me he puesto a pensar si yo iría allí a comprarme zapatos, si tendrá algo que no sea de tacón imposible y con cero utilidad. La ropa en general no me llama la atención, pero reconozco que un par de zapatos buenos, de los buenos buenos de verdad, sí que es algo en lo que invertiría. ¿Cuánto? Pues en el artículo hablaban de unos 280 €. ¿Me gastaría ese dinero en unas botas buenas? Sí, sin duda. ¿Tendrá SJP botas así pero que no sean absurdas en su zapatería? No lo sé. Luego le he dado vueltas a la putada que SJP, sin querer creo, le hace a la periodista. Resulta que la invita al Lincoln Center al estreno de un ballet con ella, y la periodista, claro, sufre porque a ver qué te pones. Es que me la imagino abriendo su armario y pensando: «¿Qué se lleva al ballet?». Y luego: «No tengo nada». Al final se pone un vestido de cocktail azul con no sé qué joya que ahora no recuerdo... y cuando llega a la cita, SJP aparece en vaqueros y con una chaqueta de punto de su marido, Matthew Broderick. ¿Qué haces ahí aparte de cagarte en SJP y toda su familia? Pues nada, aguantar estoicamente que SJP te diga todo el rato que estás guapísima y que se siente fatal y que le han dado ganas de ir a casa a cambiarse y morirte de vergüenza. Conclusión: nunca hay que ir al ballet con SJP. De ahí he pasado a pensar, aunque a lo mejor no ha sido en ese momento sino en otro, en la serie And just like that... y el despropósito que es (de esto ya escribí). «Tengo que acordarme de escribir a la DGT para que vuelvan a poner los carteles de “Peatón, en carretera, circule por su izquierda”, porque es un conocimiento que se ha perdido. Es una frase que los mayores de 40 tenemos grabada en el cerebro, pero las nuevas generaciones no la conocen porque van todos mal caminando por el arcén derecho». Otro rato lo he dedicado a pensar en dinero, en la hipoteca, el coste de la universidad, la autoescuela y la academia para la ingeniería de María. Cuando hago números siempre acabo o bien acojonada o diciendo «bueno, mira, yo que sé, ya me preocuparé más adelante». El rato en la sombra, en el bosque, he vuelto a pensar en El cazador, que por fin vimos el otro día. Es una película fantástica, de esas que se te quedan dentro. Llevo días dándole vueltas a la tristeza inmensa que rezuma desde el primer minuto y para la que no hay ni un minuto de descanso. Es una tristeza acumulativa que suma y suma y suma y no termina cuando salen los créditos. Los personajes se quedan ahí en una vida que ya no ves pero que no puedes imaginar de otra manera que no sea triste. En el paseo había manzanos silvestres, muchos. Las ramas cargadas de manzanas silvestres han llevado a mi cerebro a pensar en Antonio, un lugareño de Cicely, que el otro día me contó que él de niño, en verano, robaba manzanas de un vecino, «dos o tres, las que nos cabían en los bolsillos». El vecino se lo contó a su padre y «esa noche me zurró pero bien. A mí solo, porque mi hermano, que era más listo, ese día no apareció por casa a dormir». Antonio tiene casi 70 años y ha vivido en Cicely toda la vida. El otro día nos contó cómo iba a la escuelita que había en el pueblo a la que subían algunos niños de otras aldeas. «La profesora se llamaba Josefina; era rubia y alta, no sé cómo llegó aquí, pero aquí no había ningún mozo, así que yo la sacaba a bailar en las fiestas. Ya ves tú, yo tenía once años. No sé qué sería de ella». Hoy en el paseo yo iba sin mochila, con bastón y unas zapatillas que tienen catorce años pero que son «de montaña». Mientras trepaba y trepaba, con el sol martilleándome la cabeza, también pensaba, como me pasa siempre aquí, en cuando estos caminos que ahora recorro por ocio se recorrían para ir a hacer recados. Bajar al pueblo a comprar o a ver al médico o a lo que fuera suponía horas de caminata en alpargatas o zapatos de cuero muy pesados y, muchas veces, implicaba acarrear peso de un lado para otro. ¿Cómo sería? «Yo no sería capaz de llevar ahora mismo una cesta con huevos o con verduras o lo que fuera». Sí, sí que sería capaz, claro que podría. Esta idea me ha lanzado a una reflexión sobre cómo utilizamos el «yo no puedo» cuando en realidad queremos decir «yo no quiero». Si tuvieras que cargar con tus hijos 20 km por un sendero de montaña por la razón que fuera podrías hacerlo; lo harías aunque obviamente prefieres no tener que hacerlo. En el paseo he perdido la gorra que me compré el año pasado en Mount Baker (que, por cierto, también sale en El cazador). A. ha vuelto atrás para ver si la encontraba y una pareja le ha dicho que la habían encontrado y la habían dejado en un puesto, que como luego volverían por el mismo sitio la recogerían y la dejarían en la gasolinera del valle. No sabía si eso ocurriría o no, así que también he pasado un buen rato pensando en el apego a los objetos. Me daba pena haber perdido la gorra, pero me decía a mí misma: «¿Qué más da? Es solo una gorra. Sí, pero es una gorra que te compraste en el viaje de tu vida, en un sitio al que puede que no vuelvas jamás y que te servía de recuerdo de esos días. Bueno, pero los recuerdos los tengo, no pasa nada. Es mejor no apegarse a las cosas. ¿A qué cosas tengo yo apego? A casi nada. Mentira, sí tengo apego a cosas. Por ejemplo a algunas casas: acuérdate que el otro día te despertaste sudando en una pesadilla porque la casa de Los Molinos se vendía sin darte oportunidad de comprarla ni de hacer nada con ella. Bueno, sí, pero esto es una gorra: no pasa nada». He dedicado un buen rato también al dilema de si cuando alguien se comporta como un completo cretino lo más inteligente es ignorarle o seguir tratándolo como si fuera un adulto funcional. No porque vaya a cambiar, sino porque exige menos esfuerzo. Caer en discutirle la cretinez es cansado y no funciona casi nunca. «¿Y la camisa que llevo? ¿Cuántos años tiene? ¿15? ¿Le gustará a María?». Hemos comido en una de las pocas sombras del camino y hemos bebido agua fresca en un par de fuentes y hemos hablado muy poco. A. me ha ido esperando todo el camino, a cada rato se paraba en una sombra para comprobar que yo seguía detrás, a mi ritmo. A lo mejor sus pensamientos han sido más interesantes que los míos. A lo mejor se paraba para comprobar que no me daba un infarto. «Menos mal que me he dado crema, al menos no me quemaré».

17 km. He sobrevivido y he recuperado mi gorra. Si internet hace su magia y la joven pareja lee esto que sepan que les estoy muy agradecida. 

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