Vuelvo a escribir desde mi sofá mientras, por fin, se hace de noche en Madrid. Llueve y casi parece octubre cuando los faros de los coches iluminan el asfalto mojado. No escucho el tráfico ni la lluvia. Si entrara un asesino, un ladrón para desvalijar la casa o un okupa (¡JA!) tampoco lo escucharía. Por mi cumpleaños mis amigos me regalaron unos auriculares de profesional y, aparte de para escuchar y editar podcasts, los uso para oir música y me he enganchado a este aislamiento temerario, casi suicida. Si tuviera alarma de incendios o alguien llamara a la puerta para decirme que mi piso está infestado de cucarachas tampoco me enteraría.
Intento escribir algo. Otra semana de mi vida se ha esfumado, ha quedado atrás y lo único que recuerdo de ella es que he encontrado la tapa de la tetera que desapareció hace mes y medio. Llevaba un mes buscándola. Bueno, en realidad, la busqué tres días. El primero, al no encontrarla en la encimera de la cocina ni en los armarios habituales, me rendí enseguida y pensé que era demasiado temprano para preocuparme por eso. El segundo, como se me había olvidado que la había perdido, volví a buscarla en los mismos sitios y me rendí porque no tenía tiempo. El tercero busqué en algún otro armario mientras blasfemaba contra mis hijas por no guardar las cosas en su sitio y en mi fuero interno temía que hubiera sido yo misma la que la hubiera tirado a la basura. No es la primera vez que soy la responsable de tirar el cuchillo favorito, el pelador perfecto o la única cuchara de palo que de verdad me gusta.
Durante unos días me dio rabia. Esa tetera es especial, es un regalo perfecto. Hace un par de años estaba al final del caminito de chuches que A me había preparado. Él sufre, cada año, por mi cumpleaños. Suda tinta china para encontrar qué regalarme, nada le parece suficiente, ni a la altura. Siempre acierta. Ese año, al final de su caminito había una tetera y cuatro tazas. Compartimos casi cumpleaños y nuestra afición al té. Cada mañana, cuando desayuno, recuerdo ese día y su alivio y nuestras risas al ver que nos habíamos regalado lo mismo.
Luego lo olvidé. Me acostumbré a la tetera sin tapa. Incluso pensé que, para alguien tan poco purista como yo, me daba igual que tuviera o no tapa. En estos casos, cuando me pillo en estos pensamientos tan de persona poco detallista, es cuando me doy cuenta de que soy una cutre. Ayer encontré la tapa de la tetera en el cajón donde guardamos la piedra de afilar los cuchillos buenos, el rollo de bramante para atar los solomillos de pavo y el redondo de ternera, los mondadientes, las pinzas de IKEA para cerrar las bolsas, los palillos del japo y la redecilla de cocer los garbanzos. Si ese cajón fuera un restaurante sería lo que llaman “cocina fusión internacional”, es decir: algo completamente sin sentido, donde va a caer lo que no encaja en ningún otro sitio. ¿La busqué ahí? No ¿Quién la metió ahí? No lo sé.
Tres párrafos sobre la tapa de mi tetera.
Cuando la encontré lo primero que pensé fue: de esto puedo escribir algo, a lo mejor puedo hacer un Tallón: dícese de la habilidad (magistral en su caso, simplemente graciosa en el mío) de, partiendo de la más absoluta nimiedad, hacer que el lector continúe leyendo creyendo que llegará a alguna parte, que al final habrá un giro, una conclusión, una chispa de inteligencia que le deje pensando o, al menos, sonriendo. Mientras me reencontraba con la tapa y le murmuraba «me alegro de verte, sin ti no era lo mismo» pensé en que mi cocina está llena de cosas que me recuerdan momentos y viajes y compras compulsivas que no resultaron ni mucho menos tan satisfactorias como pensaba. Cada vez que saco un cuenco y me toca uno de los «de Portugal» que compramos durante el viaje de «fin de novios» pienso en aquellos días de 2001, un mes después del 11S. ¿Qué me preocupaba entonces? Lo sé: me preocupaba saber si casarme había sido buena idea, si encajaría en un matrimonio, si sabría estar casada. Tengo también, en uno de esos cajones esquineros que parecen ingeniosos en la tienda de muebles de cocina pero que después no usas nunca, una huevera de alambre con forma de gallina. No sé de dónde ha salido. En los últimos dos meses he pensado alternativamente en empezar a usarla sacando los huevos del cartón donde pone que vienen de «gallinas criadas en suelo», aunque empiezo a pensar que no hay suelo suficiente para tantas gallinas, o tirarlo. No he hecho ninguna de esas dos cosas: cuando vuelva a vivir en esta casa dentro de cuatro meses retomaré esa disyuntiva. En mi cocina hay también una especie de cubitera gigante blanca en la que hace algunos años, cuando trabajaba en la televisión, me enviaron varias botellas de champán. ¿Por qué no la tiro? Porque ahí lavo las «converse», casi caben todos mis pares; bueno, la tercera parte de los que tengo. En el suelo negro de la cocina mis hijas culebreaban o brincaban o bailaban cuando jugábamos al circo para entretenerlas mientras les colaba fruta de merienda o de postre en la cena. Cuando desayuno, con tetera con o sin tapa, siempre tengo ese fogonazo: ellas pequeñas, con sus batitas verde musgo, gritando «¡el circo, el circo!».
Lo primero que escribí ayer en mi cuaderno rojo fue «he encontrado la tapa de la tetera». Luego, al terminar de apuntar lo poco destacable del día, fui a ver qué me preocupaba hace un año y resulta que tenía un dolor terrible de culo y de hombro y estaba completamente desfondada laboralmente. Nada de eso existe ya, no me duele nada y el curro va razonablemente bien e iría mejor si fuera un pulpo y tuviera 8 brazos y días de 26 horas en los que no me empeñara en escribir algo para lanzar al mundo. También escribí «me he aburrido como una ostra» y, al verlo en la página de mi cuaderno, pensé: ¿por qué como una ostra? ¿Por qué se aburren las ostras? Se pasan la vida mecidas por las olas dedicadas a su hobby favorito y cuando lo sacan (o se lo sacan ) a la luz todo el mundo lo admira. Las ostras viven jubiladas: mi sueño.
Estos auriculares son tan buenos que están consiguiendo que me reencuentre con la música. Son tan buenos que me hacen bailar. Es noche cerrada, suena Florence cantando al mes de junio y puede que los vecinos me estén viendo mientras aleteo arrítmicamente en el sofá.
Qué más da: he encontrado la tapa de la tetera. Espero no perder los cascos.
Y que Tallón me perdone.