jueves, 18 de mayo de 2023

Lecturas encadenadas. Abril

Pues ya: cuando todo el mundo lo daba por perdido y ya nadie lo esperaba, por fin he conseguido sacar un rato, mientras mis hijas se duchan y se preparan para hacerme la cena, para escribir el post de lecturas encadenadas de abril. He estado tentada de dejarlo pasar y de esperar a junio para unir las lecturas de abril y mayo, pero no me parece bien. Escribir cada mes sobre lo que he leído, estos posts, son un poco como los círculos concéntricos de los árboles que marcan su edad. Cuando los releo, estos posts me sirven para ver cuánto leía en diferentes épocas de mi vida, según lo que me estuviera pasando o la vida que llevara. ¿Le importa a alguien? A mí. 


Al lío. 


Hace muchísimos años, quince más o menos, en el mundo de los blogs éramos muchos pero estábamos organizados en círculos de intereses. En uno de esos círculos, sobre libros, yo leía Notas para lectores curiosos, que escribía una misteriosa Elena Rius. Años después esa misteriosa Elena Rius me contactó para ser menos misteriosa y para ofrecerse a ayudarme a intentar publicar un primer libro con las entradas que yo escribía sobre mis hijas, sobre mi faceta como madre desnaturalizada. Con Elena aprendí muchísimo del libro editorial (y publiqué mi libro) y nos hicimos amigas. Nos vemos cada vez que una de las dos visita la ciudad de la otra y nos escribimos con pistas sobre viajes o arte. 


Vidas paralelas. Cinco matrimonios victorianos, de Phyllis Rose, es el libro que me regaló Elena cuando vino a Madrid en marzo. Se publicó en los años 80 y ella lo ha traducido ahora para Gatopardo. «Te va a gustar, es interesante, entretenido y a Nora Ephron le encantaba», me dijo mientras nos tomábamos una caña. Ella siempre escribe sobre lo peligroso que es recomendar libros y lo poco que le gusta, pero conmigo siempre acierta. 


A pesar de que, como he dicho, Vidas paralelas se publicó en 1983 (hace 40 años), lo que cuenta está más vigente que nunca. Phyllis Rose desgrana la vida y milagros de cinco matrimonios (más o menos célebres dependiendo de cómo estés de puesto en literatura inglesa) y abarca el periodo que va de 1821 hasta 1878. Jane y Thomas Carlyle, John Ruskin y Effie Grey, Harriet Taylor y John Stuart Mill, Catherine Hogarth y Charles Dickens y George Elliot y George Henry son las cinco parejas protagonistas del libro, con los Carlyle como eje de todos porque cada capítulo comienza con una anécdota que une a los Carlyle con el resto. De los cinco, el único feliz es el que no se casó, lo que supuso un gran escándalo en la época: el de Geroge Elliot y George Henry, que permanecieron juntos más de veinte años porque él, por ley, no podía divorciarse a pesar de la continuada y demostrada infidelidad de su mujer que, campeona, tuvo seis hijos, de los cuales tres eran del bueno de Henry y tres del amante y esto era conocido por todo el mundo. Eso sí es poliamor... 


El de John Ruskin y Effie Grey es de no creérselo y de sentir mucha pena por la buena de Effie, que se casó enamoradísima con un tipo apegado a sus padres como un koala y que en la noche de bodas pensó que el cuerpo de una mujer no era exactamente lo que él pensaba, así que de follar ni hablamos. Tras muchos años de aguantar a sus suegros dando la turra y no llevarse ni media alegría al cuerpo, ella consiguió divorciarse porque demostró que no habían consumado y fue feliz con otro al que su cuerpo sí debía gustarle porque tuvieron seis hijos. No quiero contar mucho más de los demás, pero diré que la historia del matrimonio Dickens es tristísima y ha hecho que él me caiga fatal. 

«Lo que me gustaría es que estas historias les hiciesen cuestionarse de qué manera la presunción del matrimonio, la ficción del matrimonio, ha influido sobre sus vidas, ya que estoy convencida de que el matrimonio, no importa si lo consideramos una relación psicológica o política, ha determinado la historias de nuestras vidas en mayor medida de lo que solemos admitir».

Vidas paralelas es una lectura fantástica, erudita sin ser pedante ni cargante, entretenida y divertida. Es interesante ver cómo lo que nos pasa a nosotros, a nuestros matrimonios, ya pasaba hace 150 años: las ilusiones, las expectativas, el roce en el día a día, las diferentes velocidades en la relación, las crisis, la falsa ilusión de que fuera se está mejor, la tristeza por el fracaso, la búsqueda de culpables de ese fracaso. En lo que hemos cambiado un poco, pero tampoco nada espectacular, es en el papel que las mujeres tenemos. Ahora podemos divorciarnos, tenemos propiedades, los niños son tan nuestros como de ellos y si peleamos podemos tener una carrera profesional tan importante o más que la de ellos. Podemos, además, tener sexo antes de casarnos y ¡tenemos anticonceptivos!


«Jung, teniendo en cuenta la monumental tarea de reeducación a la que debe enfrentarse la psique en la edad madura, lamenta que no existan universidades para cuarentones, que les preparen para la segunda mitad de la vida. “Totalmente desprevenidos, nos internamos en el atardecer de la vida, peor aún, damos ese paseo creyendo erróneamente que nuestras verdades e ideas siguen siendo válidas como hasta ahora. Pero no podemos vivir el atardecer de la vida siguiendo el programa de la mañana; pues lo que era importante por la mañana será difícil por la tarde, y lo que por la mañana era cierto, por la tarde se habrá convertido en una mentira”».

¿Cómo es cuando aprendes esto que dice Jung? 

Mi siguiente lectura del mes, Life among the savages, de Shirley Jackson, también me llegó por Elena. Hace mil quinientos años lo recomendó en su blog y yo, muy disciplinada, lo apunté en mi lista de pendientes. Lo encontré en Shakespeare & Co, en París y me lo traje, claro. Me lo he pasado tan bien, me ha gustado tanto… En este libro encuentras un aspecto de Shirley Jackson que no te imaginas si solo has leído sus cuentos o sus novelas de “terror”, como Siempre hemos vivido en un castillo. Este libro es una crónica de su vida familiar con los Savage, que son su marido y sus hijos porque ese era su apellido. Poco después de nacer su hija se marchan a vivir a las afueras a una gran casa y allí Shirley tiene que pelear con su incapacidad para las tareas del hogar y para elegir a una persona que la ayude; lidia también con su marido, con la necesidad de sacarse el carnet de conducir y los mil y un problemas que tener un coche le acarrea y con el nacimiento de dos hijos más. Es una narración divertida, ingeniosa e irónica de una mujer desbordada, encantada, agotada y sorprendida por quiénes y cómo son sus hijos. No se parece nada, por cierto, al biopic que se estrenó hace un par de años con Elisabeth Moss haciendo de Shirley: esto es mucho más ligero con un toque Mad Men. Eso sí, no está editado en castellano. En cualquier caso, hay que leer a Shirley. 

Mi siguiente lectura del mes fue Cauterio, de Lucía Lijtmaer. Confieso que soy muy fan de Deforme Semanal (aunque últimamente me he desenganchado bastante) y que Lucía me cae fenomenal. Creo que es una mente brillante, muy inteligente, y que tiene un gran bagaje cultural con muchísimos referentes que las dos compartimos, aunque yo no sepa usarlos para teorizar como lo hace ella. Creo, además, que sabe escribir. Pero la novela no me ha gustado. Me encantaría poder decir que me encantó, que la encontré interesantísima, me encantaría poder mentir pero no puedo. ¿Es esto una tara? Pues a lo mejor. A mi madre la miento sin miramientos pero con los libros no me sale.

Cauterio se estructura en torno a la vida de dos mujeres, una sin nombre que vive en nuestra época sufriendo muchísimo de desamor y depresión; y otra, Deborah, llegada a las colonias americanas con los puritanos británicos. No me he creído ninguna de las dos historias ni he conseguido que me interesaran lo más mínimo, a pesar de tener la mejor de las intenciones y poner mucho esfuerzo en ello. Quería que me gustara pero no ha habido manera. 

Con esta frase que dice la protagonista sin nombre, «En su lugar, me voy a vivir a Madrid, que es algo bastante parecido a la muerte», sí que conecté: es mi día a día. 

Mi última lectura del mes tampoco fue un éxito. Después de lo mucho que me había divertido con Los millones, de Santiago Lorenzo, mi hermano me dejó su aclamadísima novela Los asquerosos, que ha vendido tropecientos mil ejemplares y ganado mil quinientos premios. Bien, pues me aburrí también. Todo lo que en Los millones me creí, me divirtió, me pareció tierno y bien construído, aquí me suena a copia estilizada para vender. De hecho, y no sé si esto lo ha dicho alguien porque no leo críticas de libros, Los asquerosos es una copia de Los millones, es la misma situación trasplantada de La Ventilla a un pueblo perdido en no se sabe dónde pero carece de la chispa, de la inocencia, del tono esperpéntico de la primera novela. En su defensa solo puedo decir que se lee como pipas, pero poco más. Si alguien quiere leer a Lorenzo, que lea Los Millones

Termino de escribir esta entrada después de haber cenado espaguetis carbonara preparados por mis hijas. La primera vez en su vida que me hacen la cena. No sé si contar que lo han hecho por la culpabilidad que sintieron ayer cuando yo preparé tortilla de patata y ensalada y no aparecieron a cenar. Yo, como Shirley Jackson también podría escribir una crónica familiar... sin el toque Mad Men, claro. 

Y con esto y un bizcocho hasta los encadenados de mayo… que a este paso serán solo un encadenado. 

*Sobre el matrimonio y el amor este mes también leí este artículo de una filósofa que reflexiona sobre el tema a partir de sus relaciones. Me pareció interesante pero un poco de estar flipándose mucho y querer descubrir la pólvora. (En uno de esos casos de serendipia que me encantan, en el artículo aparece mencionado Vidas paralelas)


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domingo, 14 de mayo de 2023

130 metros

Otra de las cosas con respecto a tener hijos en las que no piensas hasta que te pasan es que, en algún momento, vas a liberarte del colegio por segunda vez. Yo me he liberado esta semana: ¡adiós, au revoir, arrivederci, bye, auf Wiedersehen, colegio! ¡Qué gusto! En mi caso empecé a desentenderme del colegio en septiembre, cuando decidí que no pensaba ir a ninguna reunión. En enero o así fue la última vez que miré la aplicación esa del demonio por la que te comunican las veces que tu hija ha llegado tarde o si se ha portado mal o si ha hecho los deberes. Me liberé aún más cuando vi que Clara tenía el curso encarrilado y que segundo de bachillerato estaba hecho; pero el otro día, el viernes, mientras asistía a la ceremonia de graduación, pensé: no más colegio, no más libros de texto, no más circulares, ni charlas, ni extraescolares, ni nada de nada. 


¡Adiós, au revoir, arrivederci, bye, auf Wiedersehen, colegio! 


No soy una gran fan de los colegios. Pero hay un escenario aún más terrorífico que un colegio y es eso que llaman homeschooling: antes me tiro por un puente o me hago del grupo religioso de Tamara Falcó que enseñar a mis hijas en casa. Al colegio hay que ir y es necesario, pero cuando me refiero a que no soy una gran fan es que no he desarrollado por los dos más presentes en mi vida, el mío y el de mis hijas, el más mínimo sentimiento de cariño o pertenencia. Durante doce años asistí al colegio al que me mandaron mis padres: de monjas, solo niñas y concertado, lo que se hacía en la época. No lo pasé ni especialmente bien ni especialmente mal. Como decía Bartleby, la mayor parte de los días “preferiría no haber ido”. No he vuelto más que por un par de compromisos familiares; y cuando me persiguieron por todas las redes sociales para algún tipo de conmemoración de la promoción contesté que no por tierra, mar y aire. ¿Hice amigas? Sí. ¿Me divertí con ellas? Sí. ¿Mantuve la amistad? Más o menos hasta hace ocho años, momento en el que les deseé a todas la mejor de las suertes y me despedí para siempre sin rencor, sin amargura y sin dolor. Como escribí entonces: 


«Seamos sinceras. Si no existiera whatsapp hace tiempo que nos hubiéramos perdido la pista completamente. Las niñas que fuimos compartían colegio, rutinas, preocupaciones, cambios hormonales, opiniones e ideas que ni siquiera eran propias, sino del grupo. Las mujeres que somos no compartimos nada; ni espacio físico, ni rutina, ni opiniones y, lo que es peor o para mí lo es y me ha llevado a dar este paso: no compartimos inquietudes ni intereses. De hecho, hemos tensado tanto la cuerda que sé que mis inquietudes os parecen ciencia ficción o directamente locuras, y yo ni siquiera creo que vosotras tengáis inquietudes. No, lo peor no es eso. Lo peor es que nos juzgamos mutuamente. Nada de lo que yo hago, digo o pienso os parece bien y, a mí, casi cualquier cosa que hacéis, decís o pensáis me saca de mis casillas. Esto no tiene sentido. Me siento como si hubiéramos tomado caminos opuestos desde un mismo cruce. Vosotras vais en una dirección y yo en otra. Nos gritamos cosas para no perdernos de vista pero cuanto más nos gritamos para no perder el contacto, más nos alejamos y más nos encabronamos. ¿Qué sentido tiene? Ninguno. Dejemos de fingir. Hoy es el día en que dejo de mirar en vuestra dirección, dejo de gritar, dejo de juzgar y de sentirme juzgada. El otro día me hubiera hecho falta un icono de portazo en el whatsapp; hoy ya solo digo "Os deseo lo mejor. Hasta la vista".»


A 130 metros del portal de mi casa está el colegio de mis hijas. Recuerdo cómo, en una de las primeras visitas al barrio, aquella Ana jovenzuela fantaseó con que sus hijas fueran al colegio ahí, pegado a casa, si es que comprábamos aquel piso que íbamos a ver.  Al final esa fantasía se cumplió. Pero ayer, mientras escuchaba halagos de padres, profesores y alumnos hacia el colegio, pensaba que yo no estaba especialmente orgullosa de la elección. ¿Qué ha sido lo mejor de este colegio? Esos 130 metros. Cuando alguien me pregunta cuál es el mejor colegio para sus hijos siempre digo lo mismo: el que esté más cerca. Así elegí yo, por proximidad y por necesidad. Hace 17 años, cuando María entró en el colegio y era una caja de alergias explosiva (breve enumeración de todo lo que no podía comer: huevo, ternera, garbanzos, pescado, patata, frutos secos, melocotón, lentejas y alguna cosa más que ya he olvidado, a lo que luego sumó celiaquía) no había tres millones de menús adaptados en los colegios, así que la única opción era que comiera en casa y, por tanto, el mejor colegio era el que estuviera más cerca. 


¿Me gustaban más cosas del colegio? Sí: el uniforme. ¿Me gustaba que fuera de monjas? No. ¿Soy una persona religiosa? Nada. ¿Creo que estudiar religión es malo? No. ¿Coincido con el ideario del colegio? Tampoco. ¿Eso me parece pertinente? Pues tengo la opinión de que en el colegio se enseña y en casa se educa, así que me da un poco igual. Mis hijas tienen ideas políticas, sociales y culturales nada alineadas con el colegio y eso me parece requetebién. Han estado expuestas a esas ideas y no les han gustado, no las comparten. Bien por ellas. ¿Recomendaría el colegio? Pues solo si vives en un radio de 500 metros. ¿Les ha dado una buena enseñanza? Pues bueno, es un colegio bastante mejor en infantil y primaria que en la ESO, que es un desastre. A mis hijas les pilló un bachillerato pandémico y postpandémico que ha interferido en los estudios, pero las dos han salido bien. ¿Tendría que haber elegido otro? Pues a lo mejor, pero ya está hecho.  No pretendo que nadie comparta mis ideas con respecto al colegio y la educación, pero necesitaba hacer esta reflexión: reconocer que ese colegio a mí como madre no me ha aportado ninguna satisfacción. Tampoco sé si debía hacerlo, la verdad, y que quizá podría haberlo hecho mejor. Pero ya está. Ya ha terminado para siempre. 


No sé qué relación van a tener mis hijas con su colegio ni con los amigos que han hecho en estos años. Ahora mismo, ellas están todavía en el rebufo de sus años escolares, el peso de lo que han significado para ellas es todavía muy determinante y esos 130 metros les impiden coger distancia. Cuando has vivido tan cerca del colegio toda tu vida se desarrolla en tu barrio, todos tus amigos, o la mayoría, son de la zona y quizás por eso ellas mantengan siempre una relación especial con su colegio y con las amistades que han hecho. O a lo mejor no, a lo mejor dentro de unos años cuando hayan conocido otras calles, otras distancias, otros amigos, soltarán esas amistades y el anclaje al barrio y soltarán esos 130 metros y lo que significan. ¿Tendrán nostalgia? No lo sé. Puede que mi incapacidad para amar o coger cariño a los colegios no tenga por qué ser hereditaria. 


Adiós colegio. Estuvo bien mientras duró, quizás no eras la mejor elección pero esos 130 metros siempre te hicieron atractivo ¿Cuántos madrugones se han ahorrado mis hijas? 


Hasta siempre.


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miércoles, 10 de mayo de 2023

Podcasts encadenados: de hijas de Stalin, hermanas, chatbots y Dios salve al rey


Si rebusco en mi memoria, sabía desde hace mucho tiempo (quizá desde que leí Tierras de Sangre, de Timothy Snider, o Stalingrado, de Anthony Beevor en mi época de friki enloquecida de la II Guerra Mundial) que Stalin tenía una hija. Que se llama Svetlana es algo que seguro no sabía. Ahora lo sé todo de ella; y su vida y milagros me han tenido enganchada durante buena parte de los dos últimos meses. No sé cómo llegué a Svetlana! Svetlana!, un nuevo podcast de IHeart Media presentado por Dan Kitrosser, pero me lo he pasado en grande escuchándolo. La vida de Svetlana Stalin es increíble: su trayectoria vital, los viajes, las relaciones, sus reacciones son tan descabelladas que si te las presentaran en un guión de cine dirías: «¡anda ya!». Hay un enamoramiento en un espectáculo de ballet, una madrastra tan madrastra que no sé cómo Disney no le ha hecho una película y el propio Kitrosser canta la sintonía. Una fantasía. 


Dan Kitrosser es dramaturgo y llegó a la historia de Svetlana a partir de un libro que cayó en sus manos y que trataba de la vida dentro del grupo Taliesin Fellowship ¿Qué es esto? Una especie de comuna, reunión u organización que se organizó en torno a Frank Lloyd Wright. ¿Qué tiene que ver Svetlana con esto? Pues es que no os lo puedo contar porque os reventaría la historia, pero a partir de ahí Kitrosser reconstruye toda la vida de la llamada «princesa soviética», desde su tierna infancia en Moscú hasta su muerte en 2011 a los 85 años de edad. Kitrosser, para que os hagáis una idea, es una especie de Boris Izaguirre: es inteligente, divertido, ingenioso, con un sentido del humor muy punzante y una fantástica ironía. Es también un poco histriónico y creo que su tono es el contrapunto perfecto para la historia de Svetlana. Son 10 episodios de unos 30 minutos y, aunque es verdad que los dos últimos podrían haberse resumido en uno solo, para cuando llegas allí ya le tienes tanto cariño a los dos (al host y a la protagonista de la historia) que te quedas hasta el final. Por si alguno no lo sabe, IHeart es siempre sinónimo de calidad y de originalidad en los podcasts


De otra compañía que es sinónimo de calidad, The Heart, de Kaitlin Prest, he escuchado Sisters. Los podcasts que hace Kaitlin siempre son un pelín experimentales y no se parecen a nada que puedas escuchar en otro sitio. Su enfoque siempre está pensando para que al escucharlo el oyente piense: «qué diferente». Hace mucho tiempo escuché otro de sus proyectos, The Shadows: una historia de amor mitad ficción, mitad realidad, muy interesante en su concepción y en su visión de la pareja desde dentro de la misma. Recuerdo con especial cariño un episodio contado desde el punto de vista de un jersey; uno de esos jerseys de lana gordos, amorosos y grandes que te pones porque es una prenda de tu pareja y cuyo sentido va más allá de dar calor. Os recomiendo The Shadows si queréis ir un poquito más allá en vuestra escucha, salir de la zona de confort del narrativo de no ficción lineal (y estupendo) y pasar a algo más emocional, más de piel. 


En Sisters, Kaitlin cuenta su historia con su hermana Natalie. La relación entre hermanas puede ser espantosa o maravillosa y entre esos dos estados se puede viajar a lo largo del tiempo para bien o para mal. Yo tengo una hermana increíble, Elena, con la que mantengo una relación de amistad, complicidad, cariño no comparable a ninguna otra, pero no siempre fue así: hasta bien entrada la veintena de las dos (nos llevamos tres años) nuestro contacto se basaba en la pelea constante, la rabia, la envidia, las discusiones. ¿Cómo hemos evolucionado a donde estamos ahora? No lo sé y no lo puedo explicar. Kaitlin y Natalie intentan hacer ese ejercicio de entendimiento en seis episodios desde que eran niñas hasta la actualidad en la que trabajan juntas. El podcast es interesante por la estructura y el reflejo que puede tener en cualquiera que sea hermana, pero pero pero… a partir del episodio cuatro es un poco coñazo. Mi consejo es escuchar los tres primeros o por lo menos el primero. Puede ser una buena manera de acercarse al trabajo de Kaitlin que, como digo, es un paso más allá en el mundo del podcast


¿Qué más tengo para recomendar? Pues confieso que Bot Love, de Radiotopia: otra gran compañía independiente de podcasts que siempre hace cosas interesantes, diferentes. En esta serie de seis episodios de veinte minutos de duración exploran el mundo de la inteligencia artificial y las relaciones que la gente que las usa establece con ellas. ¿Como en la película Her? No, como en la película no. Empiezo por el principio: justo unos días antes de llegar a este podcast me encontré con este artículo en The New Yorker sobre apps que, con inteligencia artificial, sirven a mucha gente para hacer algún tipo de terapia; y aprendí muchísimo sobre este mundo porque a mí, en principio, lo de la IA no me llama nada la atención. Aprendí, por ejemplo, que la primera IA que interactuaba contigo la creó, en los años sesenta, un científico del MIT que se llamaba Joseph Weizenbaum, imitando un tipo de terapia que se hacía por entonces, en el que el paciente hablaba y el terapeuta repetía la información en forma de pregunta. Llamó Eliza a ese programa informático y se quedó horrorizado cuando se dió cuenta de que lo que él había creado como una sátira le parecía a mucha gente útil y se enganchaban a «hablar» con Eliza. Incluso su propia secretaria, que había trabajado en codificar el programa, le pidió un día que, por favor, se marchara de la habitación porque estaba hablando con ella. Es decir, ya desde los años sesenta los seres humanos nos hemos enganchado con las máquinas. Volviendo al podcast, en Bot Love conocemos a muchas personas, estadounidenses todos, que han establecido algún tipo de relación con aplicaciones de IA que les acompañan, les ayudan en su día a día, les sirven para hacer terapia con alguien o algo que les escucha y les da cierto feedback o les hace sentir menos solas. Muchos establecen relaciones con un chatbot que tú puedes configurar a tu antojo: edad, aspecto físico, altura, raza, etc. Julie, por ejemplo, se crea a Navi, que le acompaña en sus días solitarios; y Suzy, sin embargo, crea a Freddy, un cantante de rock más joven que ella con el que imagina vivir en un mundo paralelo en el que recorren el planeta dando conciertos. Antes de que alguien piense que «la gente está chalada», nadie de los que aparecen en el podcast piensa que esos chatbots o las apps sean reales: todos son conscientes de que no hay nadie ahí detrás, que todo son 0 y 1 y no hay sentimientos, pero todos se sienten mejor con esas interacciones. 


¿Recomiendo Bot Love? Sí, rotundamente sí. Es un podcast estupendo, aprendes toda la historia de la inteligencia artificial, cómo hemos llegado a ChatGPT y entiendes sin juzgar. Es, además, emocionante y divertido. 


Para terminar las recomendaciones en inglés tengo un par de cosas: 


  • Menos que de Inteligencia Artificial sé de ballet. No sé absolutamente nada y, lo que es peor, cuando pienso en ballet lo primero que me viene a la mente es la imagen de los bailarines con gran paquete en una escena de Top Secret. Luego ya aparece Mijaíl Baryshnikov y el documental The dancer que, si no habéis visto, os recomiendo muchísimo*. Bueno, pues con ese bagaje me puse a escuchar On point, un episodio de Articles of interest dedicado a las zapatillas de punta de las bailarinas y he descubierto un mundo inmenso de detalles y matices que me ha dejado fascinada. Es de Avery Trufelman, que es una genia del podcasting y a la que le rindo idolatría, pero no lo recomiendo por eso: es que es estupendo.  Recomendadísimo. 


  • La semana pasada, para ambientarme para la coronación de Carlos III, me empapé los cinco episodios que, con el título The cost of the crown, le dedicó el Today in focus del periódico The Guardian. Saber cuanto cuesta la corona les ha resultado imposible de averiguar al equipo de investigación del periódico, pero todas las pesquisas, los informes y todos los datos que sacan a la luz son un escándalo. Que la familia real británica tenga, por ejemplo, una colección de sellos valorada en 100 millones de libras o que decidan según les apetece si un regalo de estado es de estado o prefieren quedárselo es escandaloso, pero lo más indignante es la respuesta permanente de palacio contestando que «es información que no dan». De la escucha de esta miniserie sales gritando de indignación aunque, a veces, solo puedes reir por la desfachatez de esa familia y su institución. En el primer episodio, por ejemplo, intentan saber qué actividades realizaron durante un año los once miembros de la familia real a los que el gobierno británico paga una cantidad de millones de libras por sus compromisos oficiales. Resulta que no hay un registro oficial y «palacio» no facilita esta información. La única manera de saberlo es consultando el registro que un hombre de 91 años lleva haciendo setenta años, recopilando la información que aparece en The Times. El hombre cuenta en el podcast que una vez le mandaron una carta para invitarle a palacio donde amablemente le dijeron que dejara de hacer ese registro. Si escuchando esto uno no se hace antimonárquico o, por lo menos reconoce que su admiración por la monarquía es un vicio ridículo, yo ya no sé. 


Y ahora, si habéis llegado hasta aquí, llegan las recomendaciones en español que, no me escondo, son dos producciones en las que yo he participado activamente. Mujeres que corren, de Cristina Mitre, es un podcast en el que llevo trabajando desde antes de dejarme el pelo blanco, así que eso son más de tres años.  No voy a descubrirle a nadie quién es Cristina, pero sí esta nueva faceta suya haciendo un podcast narrativo de no ficción que le ha costado la vida escribir y locutar, porque no tiene nada que ver con lo que hace habitualmente. Mujeres que corren es un podcast para rescatar las historias que hay detrás del running femenino. Desde las motivaciones de las primeras mujeres que pelearon para correr maratones hasta la invención del sujetador deportivo, pasando por la increíble vida de las atletas españolas de la Segunda República. Todo, además, acompañado por las anécdotas vitales de Cristina que trufan los episodios para darle su sello inconfundible. Son seis episodios y ya tenéis varios disponibles. 


Hay proyectos que llegan a tu mesa un poco de carambola y sin que sepas muy bien qué esperar de ellos. Cuando me reuní hace muchos meses con Nieves Egea y Esther Luque, de Ser Málaga, no sabía qué me iba a encontrar. El proyecto consistía en hacer seis episodios sobre la vida de Picasso antes de que fuera Picasso, cuando era Pablo Ruiz y vivía en Málaga, A Coruña, Madrid, Barcelona y después París (hay dos episodios ambientados en Barcelona). Nieves y Esther nunca habían hecho podcast, son periodistas de radio a muerte y no sabían cómo enfrentarse a este reto. Hice de Mamá Osa y las animé y acompañé en toda la escritura, edición, producción y diseño hasta terminar. Lo más importante de todo esto es animar porque en todo proyecto de podcast hay un momento en el que quieres abandonar, dejarlo porque, total, ¿qué más da? Me alegro de haberlas empujado porque ha quedado un podcast fantástico, narrado a dos voces, lleno de anécdotas muy desconocidas de Picasso, de su familia, sus amigos, sus travesuras de niño, sus enamoramientos, las tragedias que marcaron sus primeros años. La narración de Nieves y Esther se acompaña del testimonio de expertos y familiares del pintor y cameos de grandes figuras como Antonio Banderas, José Sacristán, Luz Casal o José Coronado. Un lujo haber participado en Picasso, la forja del genio.


Y, para terminar, algo inesperado: varias personas me han pedido recomendaciones de podcast en francés, idioma que no domino tanto como para escuchar con soltura, pero mi compañero Manuel Tomillo no tiene este problema y también le encantan los podcasts le pedí varias recomendaciones que dejo aquí para los francófilos. 




Pues con esto ya estaría. Como siempre, si escucháis algo, venid a contármelo: me hará muchísima ilusión. 



*Escribí sobre él aquí. 



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domingo, 7 de mayo de 2023

Nuestras voces

 


“We all have three voices: the one we think with, the one we speak with, and the one we write with. When you stutter, two of those are always at war.”

«Todos tenemos tres voces: con la que pensamos, con la que hablamos y con la que escribimos. Cuando tartamudeas, dos de ellas están peleando».

Me encontré esta frase hace un tiempo, no sé si meses o semanas porque desde que me he organizado y trato de guardar las cosas que me llaman la atención mi Notion es un mar de ideas desordenadas. Me llamó la atención lo de la voz con la que pensamos y la voz con la que hablamos pero lo que más me gustó fue lo de la voz con la que escribimos. ¿Qué pasa si no escribes? ¿No tienes esa voz? ¿O, como ahora vivimos en la era del mensaje, esa voz de escribir también está en los mails y en los mensajes? ¿Tengo yo la misma voz cuando escribo aquí, o en mi cuaderno, que cuando escribo mails de trabajo o mensajes del tipo «sacad la basura», «tended la lavadora» o «los episodios están mal numerados»? Si no es la misma voz, entonces serían cuatro. Multitud casi al borde de la personalidad múltiple. Cacofonía cerebral*.

¿Cómo es la voz con la que pienso?

Pues depende. Veo mucho por ahí lo de la importancia de que te trates bien, que no te dirijas a ti misma con una dureza sin sentido y te hables como hablarías a alguien que quieres. A mi esto siempre me ha sonado muy marciano porque aunque, por supuesto, muchas veces me haya dicho a mí misma, con voz muy seria: «Ana, eres gilipollas y has hecho el ridículo», «Ana no tienes ni idea, mejor calladita» o «Ana, escribes fatal»; después hay otra voz (y creo que la tenemos todos) que te dice que eres tan gilipollas como los demás y que, total, nadie se acuerda de lo que dijiste y, además, si lo dijiste fue por algo. Confieso que yo tengo una voz que con bastante frecuencia y convicción me dice: «teníamos razón». A pesar de regañarme o ser un poco engreída, a veces la voz con la que pienso es bastante más brillante que aquella con la que hablo. Es más ocurrente, más calmada, más medida y cero impulsiva. Me imagino a esa voz, la de pensar, paseando por mi cabeza con las manos a la espalda, quizás llevando un batín, dando vueltas y meditando, parándose a contemplar un punto perdido en el horizonte de mi cavidad craneal, analizando mi realidad y tratando de darme buenas ideas o herramientas para que la voz con la que hablo, chillona, a veces infantil y siempre demasiado impulsiva, no la cague demasiado. La voz con la que pienso, cuando nos despertamos por la noche, siempre me dice lo mismo: «a ver si mañana intentamos hablar menos». Otra cosa no, pero la voz con la que pienso tiene muchísima paciencia conmigo.

La voz con la que hablo es una cabra montesa, un saltamontes, un colibrí. Es de colores estridentes y va vestida como una mamarracha. A veces es amarilla yema de huevo o azul «marica ilusión»** o verde «ser feliz». Otras es marrón brillante, como de zapatos de colegio recién untados de betún y cepillados a conciencia un domingo por la noche, o negro áspero. Va como pollo sin cabeza y, muchas veces, se me descontrola. A veces no es grave porque dice cosas interesantes, ingeniosas, divertidas; o profiere improperios estilosos y certeros. Pero cuando se desmanda es terrible. Brinca, salta y hace mortales mientras la voz en batín de mi cabeza se escabulle a sus aposentos y dice «vamos a no pensarlo ahora». ¿Estamos todos continuamente escuchando a la voz con la que pensamos decir «no, no, no... ¿pero qué cojones estás diciendo?» mientras la voz con la que hablamos se dispara sin control? Creo que solo unos pocos deben estar libres de este diálogo continuo y agotador. Los niños quizá lo experimenten con menos intensidad y en la vejez supongo que esa tensión tiene menos interés: te la pela todo. Abres la boca y sueltas lo que sea porque además siempre puedes alegar que no te acuerdas.

La voz con la que escribo lleva gafas, tiene un escritorio mal iluminado y cuando va a beber algo de la taza que tiene a su lado siempre está vacía. No sé como es. Estoy ahora mismo utilizándola y no la veo: es más como verme a mí misma o la imagen idealizada de mí o la proyección de lo que me gustaría ser. La voz con la que escribo no es lo que soy sino lo que me gustaría ser. A veces, cuando releo algo de lo que he escrito, me sorprendo: «¿Esto lo escribí yo?».  Casi nunca me avergüenza (como la voz con la que hablo) sino que me admira. A veces tanto que, si no fuera porque sé que nadie se tomaría la molestia de escribir por mí, pensaría de verdad que alguien me está suplantando. La voz con la que escribo a veces va de la mano de la voz con la que pienso pero su relación es un poco como la de Lady Halcón y Etienne de Navarre: se aman y se necesitan pero solo consiguen estar juntas unos breves momentos. Es una voz jodida, porque siempre suena mejor en mi cabeza, siempre aspira a más y nunca llegamos. La voz con la que escribo es envidiosa, quisiera ser como otras, como la de Richard Ford o Shirley Jackson o Natalia Ginzburg o Amos Oz o tantos otros. Es una voz que, en presencia de esas otras, se achanta, se sienta en una esquina y me dice: «Ana, coño, no tenemos vergüenza». Creo que mi voz de escribir se parece a Peggy Olson, de Mad Men.

La cuarta en discordia sería la que uso cuando escribo mails y mensajes. Suena como una máquina de escribir, es automática y poco interesante, es una voz de utilidad, casi nunca se divierte y refunfuña muchísimo.

¿Algo de esto tiene sentido? Ni el más mínimo.

Mi voz de pensar se ha retirado a sus aposentos murmurando.

Mi voz de hablar acaba de gritar «por fin hemos terminado el post, ya podemos ponernos a leer!».

La de escribir se plantea empezar a fumar.


*Tengo pendiente de ver Las tres caras de Eva, una película sobre personalidades múltiples que la madre de mi amigo Juan me recomendó hace mil años, concretamente 8, cuando paseábamos por un pueblito de La Provenza. ¿Cómo llegamos a esa conversación? Ni idea, pero esto me ha quedado muy Isabel Coixet.

**Sé que esta expresión ha sorprendido. Viene de una anécdota de mi familia materna que no tiene que ver, para nada, con la homosexualidad sino con una lavadora portátil, la mili del hermano más joven de mi madre y Mallorca. Es una definición de color que, sinceramente, me parece bastante más descriptiva que azul normando o verde provenza.


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