domingo, 21 de mayo de 2023

Apuntes: si no cuentas tu historia la pierdes


“If you don’t tell your story you lose it—or, what might be worse, you get lost inside it. Telling is how we cement details, preserve continuity, stay sane. We say ourselves into being every day, or else”. 
J. R. Moehringer 


Esta semana he conseguido escribir una especie de recapitulación del día tres noches al acostarme. Desde hace años llevo una especie de diario, a veces consigo escribir cada día y, a veces, solo una vez a la semana. Siempre que cojo el cuaderno y quito el capuchón de la pluma pienso en Tina Brown. ¿Quién es Tina Brown? Pues una periodista británica que durante muchos años fue editora jefa de The New Yorker. La conocí hace unos años por un podcast, cómo no, que hizo de entrevistas. Pienso en ella porque en uno de los episodios, no recuerdo a quién entrevistaba, contó que cada noche escribía en su diario lo que había hecho cada día y la gente con la que se había encontrado. En ese momento pensé: «eso es porque hacía cosas interesantes y veía a gente interesante»; y entonces tenía sentido anotarlo todo. Estaba equivocada: el valor de escribir cada día, o una vez a la semana, está en recordar tu vida, en recordar los días, anodinos o no, que se convertirán en una pelota informe que llamamos «pasado» si no los anotas. Y cuando vuelvas a esa pelota solo podrás rascar un poco en su superficie o fijarte en los trozos brillantes que, por alguna razón, se pegaron a esa masa y ahora te llaman la atención sobre un instante concreto. Es estupendo tener recuerdos brillantes de grandes días u ocasiones, pero la mayor parte de nuestro pasado está formado por momentos que transcurrieron sin pena ni gloria, aunque entonces nos pesaron, alegraron o preocuparon. El cuaderno rojo en el que escribo ahora lo empecé en enero de 2022 y, de vez en cuando, vuelvo atrás para ver qué me preocupaba hace un año. Nada de lo que entonces consumía mi energía importa ahora, un año después, sustituido por otras preocupaciones, otro estado de ánimo, otras ganas. Para eso sirve un diario: para recordar quién eras y saber que lo que eres ahora, a lo mejor, no existirá dentro de unos meses. 


En ese diario, la semana pasada, sobre mi visita a casa de las Maier para recoger una jarra que le había encargado a Ximena escribí «ha sido tan estupendo ir a a su casa que un lunes muy lunes se ha convertido en un jueves». Me encantó conocer su piso y charlar de la coronación de Carlos con unas anglófilas confesas y muy bien informadas. Aprendí, por ejemplo, que para poder llevar esa corona ridícula con algo de dignidad, Carlos se había pasado dos semanas ensayando, llevando un bombín cargado con dos kilos de harina para acostumbrarse al peso. Esto, por supuesto, nos llevó a una interesantísima conversación sobre lo inadecuado de usar harina para ese menester: hubiera sido muchísimo mejor arroz. En el caso de que la harina hubiera caído es más que probable que Carlos, en su magna coronación, hubiera ido dejando un reguero de polvo blanco que podría haberse confundido con otro tipo de sustancias. 


Todavía no he anotado en mi cuaderno los resultados del test de ADN que me regaló mi familia por mi cumpleaños. Llegaron ayer, un mes y medio después de haber enviado la muestra de saliva, y me lo estoy pasando en grande revisándolos. Hace poco, hablando con un amigo, éste me dijo: «Estoy harto de esos tests. El otro día en una cena se lo habían hecho varias personas y, a pesar de ser muy muy gallegos, estaban todos emocionados porque tenían un 0,5% de ADN de no sé dónde». Supongo que fantaseamos con descubrir que tienes ancestros exóticos de algún lugar inesperado por las risas, por la curiosidad. En mi caso resulta que soy muy española y mucho española, más bien muy y mucho de la Península Ibérica, con un 95,6 % de ADN de aquí. El resto se reparte en un 2,4% de ADN que viene de Gran Bretaña o Irlanda, un 1% de procedencia indígena americana y un 0,8% de subsahariano. ¿Tiene esto algo una explicación con la historia que conozco de mi familia? Pues elucubrando sin sentido, que es para lo que sirven estas cosas, puede que ese ancestro subsahariano (que, además, en el estudio me indican que nació entre 1730 y 1820) fuera un esclavo que llegó a Cuba y de ahí su ADN llegara a mi bisabuela Clara, que era cubana. El ancestro británico o irlandés es más difícil de cuadrar: nació entre 1700 y 1820 y, por fantasear, vamos a pensar que esa mezcla probablemente no consentida se dió en América. 


Aparte de datos sobre «¿de dónde vengo?», el informe que te envían ofrece mucha más información que da para pasar un buen rato. Los resultados incluyen también referencias a tu predisposición a tener ciertos rasgos o características, tanto físicas como de personalidad. Por ejemplo, mi predisposición genética a tener hoyuelos en las mejillas o en la barbilla es bajísima y no tengo ninguna de las dos cosas. Me ha alegrado saber que hay un 85% de posibilidades de que nunca tenga caspa y han acertado (93% de posibilidades me daban) sobre lo de tener cera en los oídos. (Justo el viernes fui al otorrino para quitarme unos tapones con los que llevo lidiando unos meses. El otorrino me preguntó a qué me dedicaba; y cuando le contesté me dijo: «¿Editora de podcast? No lo había oído en mi vida»). Además, el informe dice también que conservo un 2% de ADN Neanderthal, que tiendo a preferir el salado sobre el dulce, a tener el dedo gordo del pie más largo que el segundo y que soy bastante incapaz de tararear una canción. Todo verdad. Es todo diversión y tontería y me queda mucho todavía por revisar, pero mi dato favorito, porque está clavado, es este: 



¿A qué hora me he despertado hoy, sábado? A las 7:40. 



En el desayuno de hoy, en un pueblo de La Mancha Profunda, he estado leyendo panfletos electorales. No he leído los programas, claro, que eso no interesa a nadie, sino los perfiles de los candidatos. Entre estudios, trabajos, actividades y méritos alguien les ha indicado que digan algo personal, algo que los identifique; y se cuelan cosas como «Soy aficionado a la ópera, la caza y la tauromaquia», «disfruto de los paseos con mi familia y amigos» o «mis hobbies son la series, leer y el baloncesto», mezclados con declaraciones un poco más peculiares (pero sin pasarnos) del tipo «mi mayor afición es mi sobrino, que me ha hecho el tío más feliz del mundo» o «toco la guitarra y estoy aprendiendo solfeo». ¿Qué pondría yo? 


«Mis aficiones son leer, la soledad y el invierno». Perfecto.


– Mamá, este verano voy a leerme El Quijote, El manifiesto comunista y El contrato social. No intentes disuadirme. 


A lo mejor si me repongo de la sorpresa puedo hacer un comentario a este propósito de mi hija Clara que, una vez más, consigue que piense «no sé quién es», pero desde luego lo voy a apuntar en mi libreta. Algún día, cuando me muera y mis hijas hereden todos mis cuadernos, y si a Clara le apetece leerlos, se encontrará en ellos y tendrá la imagen de lo que para mí fue vivir con ella. 


Para eso sirven los diarios y un blog: para recordar, recordarte y que te recuerden.

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jueves, 18 de mayo de 2023

Lecturas encadenadas. Abril

Pues ya: cuando todo el mundo lo daba por perdido y ya nadie lo esperaba, por fin he conseguido sacar un rato, mientras mis hijas se duchan y se preparan para hacerme la cena, para escribir el post de lecturas encadenadas de abril. He estado tentada de dejarlo pasar y de esperar a junio para unir las lecturas de abril y mayo, pero no me parece bien. Escribir cada mes sobre lo que he leído, estos posts, son un poco como los círculos concéntricos de los árboles que marcan su edad. Cuando los releo, estos posts me sirven para ver cuánto leía en diferentes épocas de mi vida, según lo que me estuviera pasando o la vida que llevara. ¿Le importa a alguien? A mí. 


Al lío. 


Hace muchísimos años, quince más o menos, en el mundo de los blogs éramos muchos pero estábamos organizados en círculos de intereses. En uno de esos círculos, sobre libros, yo leía Notas para lectores curiosos, que escribía una misteriosa Elena Rius. Años después esa misteriosa Elena Rius me contactó para ser menos misteriosa y para ofrecerse a ayudarme a intentar publicar un primer libro con las entradas que yo escribía sobre mis hijas, sobre mi faceta como madre desnaturalizada. Con Elena aprendí muchísimo del libro editorial (y publiqué mi libro) y nos hicimos amigas. Nos vemos cada vez que una de las dos visita la ciudad de la otra y nos escribimos con pistas sobre viajes o arte. 


Vidas paralelas. Cinco matrimonios victorianos, de Phyllis Rose, es el libro que me regaló Elena cuando vino a Madrid en marzo. Se publicó en los años 80 y ella lo ha traducido ahora para Gatopardo. «Te va a gustar, es interesante, entretenido y a Nora Ephron le encantaba», me dijo mientras nos tomábamos una caña. Ella siempre escribe sobre lo peligroso que es recomendar libros y lo poco que le gusta, pero conmigo siempre acierta. 


A pesar de que, como he dicho, Vidas paralelas se publicó en 1983 (hace 40 años), lo que cuenta está más vigente que nunca. Phyllis Rose desgrana la vida y milagros de cinco matrimonios (más o menos célebres dependiendo de cómo estés de puesto en literatura inglesa) y abarca el periodo que va de 1821 hasta 1878. Jane y Thomas Carlyle, John Ruskin y Effie Grey, Harriet Taylor y John Stuart Mill, Catherine Hogarth y Charles Dickens y George Elliot y George Henry son las cinco parejas protagonistas del libro, con los Carlyle como eje de todos porque cada capítulo comienza con una anécdota que une a los Carlyle con el resto. De los cinco, el único feliz es el que no se casó, lo que supuso un gran escándalo en la época: el de Geroge Elliot y George Henry, que permanecieron juntos más de veinte años porque él, por ley, no podía divorciarse a pesar de la continuada y demostrada infidelidad de su mujer que, campeona, tuvo seis hijos, de los cuales tres eran del bueno de Henry y tres del amante y esto era conocido por todo el mundo. Eso sí es poliamor... 


El de John Ruskin y Effie Grey es de no creérselo y de sentir mucha pena por la buena de Effie, que se casó enamoradísima con un tipo apegado a sus padres como un koala y que en la noche de bodas pensó que el cuerpo de una mujer no era exactamente lo que él pensaba, así que de follar ni hablamos. Tras muchos años de aguantar a sus suegros dando la turra y no llevarse ni media alegría al cuerpo, ella consiguió divorciarse porque demostró que no habían consumado y fue feliz con otro al que su cuerpo sí debía gustarle porque tuvieron seis hijos. No quiero contar mucho más de los demás, pero diré que la historia del matrimonio Dickens es tristísima y ha hecho que él me caiga fatal. 

«Lo que me gustaría es que estas historias les hiciesen cuestionarse de qué manera la presunción del matrimonio, la ficción del matrimonio, ha influido sobre sus vidas, ya que estoy convencida de que el matrimonio, no importa si lo consideramos una relación psicológica o política, ha determinado la historias de nuestras vidas en mayor medida de lo que solemos admitir».

Vidas paralelas es una lectura fantástica, erudita sin ser pedante ni cargante, entretenida y divertida. Es interesante ver cómo lo que nos pasa a nosotros, a nuestros matrimonios, ya pasaba hace 150 años: las ilusiones, las expectativas, el roce en el día a día, las diferentes velocidades en la relación, las crisis, la falsa ilusión de que fuera se está mejor, la tristeza por el fracaso, la búsqueda de culpables de ese fracaso. En lo que hemos cambiado un poco, pero tampoco nada espectacular, es en el papel que las mujeres tenemos. Ahora podemos divorciarnos, tenemos propiedades, los niños son tan nuestros como de ellos y si peleamos podemos tener una carrera profesional tan importante o más que la de ellos. Podemos, además, tener sexo antes de casarnos y ¡tenemos anticonceptivos!


«Jung, teniendo en cuenta la monumental tarea de reeducación a la que debe enfrentarse la psique en la edad madura, lamenta que no existan universidades para cuarentones, que les preparen para la segunda mitad de la vida. “Totalmente desprevenidos, nos internamos en el atardecer de la vida, peor aún, damos ese paseo creyendo erróneamente que nuestras verdades e ideas siguen siendo válidas como hasta ahora. Pero no podemos vivir el atardecer de la vida siguiendo el programa de la mañana; pues lo que era importante por la mañana será difícil por la tarde, y lo que por la mañana era cierto, por la tarde se habrá convertido en una mentira”».

¿Cómo es cuando aprendes esto que dice Jung? 

Mi siguiente lectura del mes, Life among the savages, de Shirley Jackson, también me llegó por Elena. Hace mil quinientos años lo recomendó en su blog y yo, muy disciplinada, lo apunté en mi lista de pendientes. Lo encontré en Shakespeare & Co, en París y me lo traje, claro. Me lo he pasado tan bien, me ha gustado tanto… En este libro encuentras un aspecto de Shirley Jackson que no te imaginas si solo has leído sus cuentos o sus novelas de “terror”, como Siempre hemos vivido en un castillo. Este libro es una crónica de su vida familiar con los Savage, que son su marido y sus hijos porque ese era su apellido. Poco después de nacer su hija se marchan a vivir a las afueras a una gran casa y allí Shirley tiene que pelear con su incapacidad para las tareas del hogar y para elegir a una persona que la ayude; lidia también con su marido, con la necesidad de sacarse el carnet de conducir y los mil y un problemas que tener un coche le acarrea y con el nacimiento de dos hijos más. Es una narración divertida, ingeniosa e irónica de una mujer desbordada, encantada, agotada y sorprendida por quiénes y cómo son sus hijos. No se parece nada, por cierto, al biopic que se estrenó hace un par de años con Elisabeth Moss haciendo de Shirley: esto es mucho más ligero con un toque Mad Men. Eso sí, no está editado en castellano. En cualquier caso, hay que leer a Shirley. 

Mi siguiente lectura del mes fue Cauterio, de Lucía Lijtmaer. Confieso que soy muy fan de Deforme Semanal (aunque últimamente me he desenganchado bastante) y que Lucía me cae fenomenal. Creo que es una mente brillante, muy inteligente, y que tiene un gran bagaje cultural con muchísimos referentes que las dos compartimos, aunque yo no sepa usarlos para teorizar como lo hace ella. Creo, además, que sabe escribir. Pero la novela no me ha gustado. Me encantaría poder decir que me encantó, que la encontré interesantísima, me encantaría poder mentir pero no puedo. ¿Es esto una tara? Pues a lo mejor. A mi madre la miento sin miramientos pero con los libros no me sale.

Cauterio se estructura en torno a la vida de dos mujeres, una sin nombre que vive en nuestra época sufriendo muchísimo de desamor y depresión; y otra, Deborah, llegada a las colonias americanas con los puritanos británicos. No me he creído ninguna de las dos historias ni he conseguido que me interesaran lo más mínimo, a pesar de tener la mejor de las intenciones y poner mucho esfuerzo en ello. Quería que me gustara pero no ha habido manera. 

Con esta frase que dice la protagonista sin nombre, «En su lugar, me voy a vivir a Madrid, que es algo bastante parecido a la muerte», sí que conecté: es mi día a día. 

Mi última lectura del mes tampoco fue un éxito. Después de lo mucho que me había divertido con Los millones, de Santiago Lorenzo, mi hermano me dejó su aclamadísima novela Los asquerosos, que ha vendido tropecientos mil ejemplares y ganado mil quinientos premios. Bien, pues me aburrí también. Todo lo que en Los millones me creí, me divirtió, me pareció tierno y bien construído, aquí me suena a copia estilizada para vender. De hecho, y no sé si esto lo ha dicho alguien porque no leo críticas de libros, Los asquerosos es una copia de Los millones, es la misma situación trasplantada de La Ventilla a un pueblo perdido en no se sabe dónde pero carece de la chispa, de la inocencia, del tono esperpéntico de la primera novela. En su defensa solo puedo decir que se lee como pipas, pero poco más. Si alguien quiere leer a Lorenzo, que lea Los Millones

Termino de escribir esta entrada después de haber cenado espaguetis carbonara preparados por mis hijas. La primera vez en su vida que me hacen la cena. No sé si contar que lo han hecho por la culpabilidad que sintieron ayer cuando yo preparé tortilla de patata y ensalada y no aparecieron a cenar. Yo, como Shirley Jackson también podría escribir una crónica familiar... sin el toque Mad Men, claro. 

Y con esto y un bizcocho hasta los encadenados de mayo… que a este paso serán solo un encadenado. 

*Sobre el matrimonio y el amor este mes también leí este artículo de una filósofa que reflexiona sobre el tema a partir de sus relaciones. Me pareció interesante pero un poco de estar flipándose mucho y querer descubrir la pólvora. (En uno de esos casos de serendipia que me encantan, en el artículo aparece mencionado Vidas paralelas)


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domingo, 14 de mayo de 2023

130 metros

Otra de las cosas con respecto a tener hijos en las que no piensas hasta que te pasan es que, en algún momento, vas a liberarte del colegio por segunda vez. Yo me he liberado esta semana: ¡adiós, au revoir, arrivederci, bye, auf Wiedersehen, colegio! ¡Qué gusto! En mi caso empecé a desentenderme del colegio en septiembre, cuando decidí que no pensaba ir a ninguna reunión. En enero o así fue la última vez que miré la aplicación esa del demonio por la que te comunican las veces que tu hija ha llegado tarde o si se ha portado mal o si ha hecho los deberes. Me liberé aún más cuando vi que Clara tenía el curso encarrilado y que segundo de bachillerato estaba hecho; pero el otro día, el viernes, mientras asistía a la ceremonia de graduación, pensé: no más colegio, no más libros de texto, no más circulares, ni charlas, ni extraescolares, ni nada de nada. 


¡Adiós, au revoir, arrivederci, bye, auf Wiedersehen, colegio! 


No soy una gran fan de los colegios. Pero hay un escenario aún más terrorífico que un colegio y es eso que llaman homeschooling: antes me tiro por un puente o me hago del grupo religioso de Tamara Falcó que enseñar a mis hijas en casa. Al colegio hay que ir y es necesario, pero cuando me refiero a que no soy una gran fan es que no he desarrollado por los dos más presentes en mi vida, el mío y el de mis hijas, el más mínimo sentimiento de cariño o pertenencia. Durante doce años asistí al colegio al que me mandaron mis padres: de monjas, solo niñas y concertado, lo que se hacía en la época. No lo pasé ni especialmente bien ni especialmente mal. Como decía Bartleby, la mayor parte de los días “preferiría no haber ido”. No he vuelto más que por un par de compromisos familiares; y cuando me persiguieron por todas las redes sociales para algún tipo de conmemoración de la promoción contesté que no por tierra, mar y aire. ¿Hice amigas? Sí. ¿Me divertí con ellas? Sí. ¿Mantuve la amistad? Más o menos hasta hace ocho años, momento en el que les deseé a todas la mejor de las suertes y me despedí para siempre sin rencor, sin amargura y sin dolor. Como escribí entonces: 


«Seamos sinceras. Si no existiera whatsapp hace tiempo que nos hubiéramos perdido la pista completamente. Las niñas que fuimos compartían colegio, rutinas, preocupaciones, cambios hormonales, opiniones e ideas que ni siquiera eran propias, sino del grupo. Las mujeres que somos no compartimos nada; ni espacio físico, ni rutina, ni opiniones y, lo que es peor o para mí lo es y me ha llevado a dar este paso: no compartimos inquietudes ni intereses. De hecho, hemos tensado tanto la cuerda que sé que mis inquietudes os parecen ciencia ficción o directamente locuras, y yo ni siquiera creo que vosotras tengáis inquietudes. No, lo peor no es eso. Lo peor es que nos juzgamos mutuamente. Nada de lo que yo hago, digo o pienso os parece bien y, a mí, casi cualquier cosa que hacéis, decís o pensáis me saca de mis casillas. Esto no tiene sentido. Me siento como si hubiéramos tomado caminos opuestos desde un mismo cruce. Vosotras vais en una dirección y yo en otra. Nos gritamos cosas para no perdernos de vista pero cuanto más nos gritamos para no perder el contacto, más nos alejamos y más nos encabronamos. ¿Qué sentido tiene? Ninguno. Dejemos de fingir. Hoy es el día en que dejo de mirar en vuestra dirección, dejo de gritar, dejo de juzgar y de sentirme juzgada. El otro día me hubiera hecho falta un icono de portazo en el whatsapp; hoy ya solo digo "Os deseo lo mejor. Hasta la vista".»


A 130 metros del portal de mi casa está el colegio de mis hijas. Recuerdo cómo, en una de las primeras visitas al barrio, aquella Ana jovenzuela fantaseó con que sus hijas fueran al colegio ahí, pegado a casa, si es que comprábamos aquel piso que íbamos a ver.  Al final esa fantasía se cumplió. Pero ayer, mientras escuchaba halagos de padres, profesores y alumnos hacia el colegio, pensaba que yo no estaba especialmente orgullosa de la elección. ¿Qué ha sido lo mejor de este colegio? Esos 130 metros. Cuando alguien me pregunta cuál es el mejor colegio para sus hijos siempre digo lo mismo: el que esté más cerca. Así elegí yo, por proximidad y por necesidad. Hace 17 años, cuando María entró en el colegio y era una caja de alergias explosiva (breve enumeración de todo lo que no podía comer: huevo, ternera, garbanzos, pescado, patata, frutos secos, melocotón, lentejas y alguna cosa más que ya he olvidado, a lo que luego sumó celiaquía) no había tres millones de menús adaptados en los colegios, así que la única opción era que comiera en casa y, por tanto, el mejor colegio era el que estuviera más cerca. 


¿Me gustaban más cosas del colegio? Sí: el uniforme. ¿Me gustaba que fuera de monjas? No. ¿Soy una persona religiosa? Nada. ¿Creo que estudiar religión es malo? No. ¿Coincido con el ideario del colegio? Tampoco. ¿Eso me parece pertinente? Pues tengo la opinión de que en el colegio se enseña y en casa se educa, así que me da un poco igual. Mis hijas tienen ideas políticas, sociales y culturales nada alineadas con el colegio y eso me parece requetebién. Han estado expuestas a esas ideas y no les han gustado, no las comparten. Bien por ellas. ¿Recomendaría el colegio? Pues solo si vives en un radio de 500 metros. ¿Les ha dado una buena enseñanza? Pues bueno, es un colegio bastante mejor en infantil y primaria que en la ESO, que es un desastre. A mis hijas les pilló un bachillerato pandémico y postpandémico que ha interferido en los estudios, pero las dos han salido bien. ¿Tendría que haber elegido otro? Pues a lo mejor, pero ya está hecho.  No pretendo que nadie comparta mis ideas con respecto al colegio y la educación, pero necesitaba hacer esta reflexión: reconocer que ese colegio a mí como madre no me ha aportado ninguna satisfacción. Tampoco sé si debía hacerlo, la verdad, y que quizá podría haberlo hecho mejor. Pero ya está. Ya ha terminado para siempre. 


No sé qué relación van a tener mis hijas con su colegio ni con los amigos que han hecho en estos años. Ahora mismo, ellas están todavía en el rebufo de sus años escolares, el peso de lo que han significado para ellas es todavía muy determinante y esos 130 metros les impiden coger distancia. Cuando has vivido tan cerca del colegio toda tu vida se desarrolla en tu barrio, todos tus amigos, o la mayoría, son de la zona y quizás por eso ellas mantengan siempre una relación especial con su colegio y con las amistades que han hecho. O a lo mejor no, a lo mejor dentro de unos años cuando hayan conocido otras calles, otras distancias, otros amigos, soltarán esas amistades y el anclaje al barrio y soltarán esos 130 metros y lo que significan. ¿Tendrán nostalgia? No lo sé. Puede que mi incapacidad para amar o coger cariño a los colegios no tenga por qué ser hereditaria. 


Adiós colegio. Estuvo bien mientras duró, quizás no eras la mejor elección pero esos 130 metros siempre te hicieron atractivo ¿Cuántos madrugones se han ahorrado mis hijas? 


Hasta siempre.


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