viernes, 23 de diciembre de 2022

Domingo tarde de viernes


Caminando por Madrid he visto, a primera hora de la mañana, decenas de repartidores aparcando sus furgonetas en calles que durante el resto del día son peatonales. Llevaban chalecos sobre sus uniformes y descargaban carritos, cajas, muchas cajas, mercancía para las tiendas que empezaban a abrir sus persianas. He visto, también y como todos los días, a las cuatro personas que se colocan al comienzo de la calle con su atril para enseñar las verdaderas enseñanzas de la Biblia. El primer día que me los encontré iba dispuesta a darles esquinazo y ahora casi me ofende que nunca me asalten, que nunca quieran convencerme de seguir las enseñanzas de la Biblia. ¿No tengo aspecto de merecer esas enseñanzas? Me sorprende que siempre parecen alegres, convencidos de que les va a ir bien el día. Hoy he pensado, mientras pasaba a su lado, que casi me dan envidia: ojalá poder sonreír así a primera hora de la mañana.

Caminando por Madrid he visto casas en las que no vive nadie. Maldita nostalgia que me asalta siempre. Conozco poco el centro de Madrid, para mí no es un territorio conocido. Hasta los veintiocho años viví en la zona norte, no fuera de la M-30 pero tampoco en una zona céntrica. La Gran Vía y sus alrededores fueron para mi territorio ignoto hasta los treinta. Luego se convirtieron en una zona más habitual porque mi suegra vive ahí, pero después de casi cincuenta años sigo moviéndome por los alrededores de la Puerta del Sol como si viniera de fuera. Aun así, a pesar de no recordar la Puerta del Sol de hace treinta años, me come la nostalgia por una época en la que en los balcones bajo los que camino se sacudían sábanas, trapos o cojines. Echo de menos que haya tiendas para vivir y no tiendas para gastar. Echo de menos el barrio que nunca conocí y que ya nunca será.

Caminando por Madrid, por la tarde, he visto dos señores guapos de pelo blanco y barba más blanca aún que se reían mientras charlaban en una esquina. He visto dependientes ociosos en tiendas vacías que me han hecho pensar que esta tarde de viernes parecía un domingo. «Domingo tarde de viernes: qué buen título para una novela», he pensado. He visto un cielo gris que cubría todo Madrid y me reconcilia con la ciudad. He visto hojas amarillas de un otoño que continúa, que está ahora, el 23 de diciembre, en su máximo esplendor. ¿No sería fascinante que un efecto del calentamiento global fuera que las estaciones se movieran de meses? Que el invierno empezara en marzo, la primavera en junio, el verano en septiembre y el otoño en diciembre. Sería tan desconcertante como divertido.

Caminando por Madrid he visto una señora que parecía sacada de El crepúsculo de los dioses, pero de la película original. Mil quinientos años, el pelo rubio platino y un abrigo de piel sintética castaño claro que estuvo de moda, una tarde, en los años setenta. ¿A dónde iba? ¿De dónde venía? ¿Tiene familia? Cuando veo a alguien peculiar siempre pienso que no tiene familia, nadie que le diga que quizás ha llevado su peculiaridad un poco demasiado lejos, pero luego corrijo siempre esa idea. Quizás es la peculiar de su familia y sus muchos hijos, nietos y sobrinos presumen de ella: «Mi tía Carmen es de no creértela». ¡Bien por Carmen! 

«No me desheredes porque te he traído el chaleco». Por ir pensando en Carmen no he visto al joven que pronunciaba esta frase cuando se ha cruzado conmigo. No sé qué aspecto tenía, no he querido girarme para comprobarlo, pero creo que tenía barba. Ese dato no dice nada. Ahora todos tienen barba. Ojalá poder viajar en el tiempo al futuro en el que todos esos jóvenes que llevan barba tengan cincuenta años, vean sus fotos de juventud y piensen: «¿Por qué parezco más joven ahora?» Por la barba. A mí me encantan las barbas pero a lo mejor están demasiado de moda.

Caminando por Madrid he visto a un chico joven, gafitas de John Lennon y pelo largo, liso y lacio (LLL), con un gorro de piel rusa que ya hubiera querido Omar Shariff en Doctor Zhivago. Casi le abrazo. Un convencido del invierno, un devoto del frío, tan devoto que con 15 grados decide ponerse ese gorro pensado para las temperaturas de la estepa siberiana o, al menos, para un invierno en Huesca. En el fondo le entiendo: ha decidido ponérselo hoy por si mañana empieza la primavera.

Caminando por Madrid he visto una feria de artesanía que me ha hecho pensar en Obelix y compañía. Un puesto de bisutería, un puesto de cuero, un puesto de cerámica, un puesto de bisutería, otro de cuero, otro de cerámica. He visto artesanos con paciencia, artesanos con fe en su producto y artesanos mirando al infinito con la misma mirada con la que una vaca ve pasar el tren. Siempre me admiran estas ferias. ¿Cuántos pendientes hechos de flores de verdad hay que vender para poder vivir de esto? ¿Y paraguas pintados a mano? ¿Cuánta gente compra bolsos de ganchillos tejidos a mano? Ahí fuera, fuera de mis gustos, hay un mundo inmenso y me da un poco de miedo asomarme.

Caminando por Madrid he visto cola para entrar en el Prado y a una chica durmiendo sobre el hombro de su novio. Se parecía a mi amiga Rocío y dormía como yo nunca he sido capaz de dormir, desmadejada, tranquila, confiada y como un ceporro.

Caminando por Madrid he visto muchos tipos de luces de Navidad. Algunas me emocionan hasta las lágrimas y me llevan hasta el que, para mí, es el momento más navideño de mi vida, aquel al que siempre vuelvo con esas luces: la noche del 24, cuando arreglados y felices íbamos en coche a casa de mis abuelos, atravesando un Madrid desierto y descubriendo las luces de Navidad por primera vez. Nos esperaba el reencuentro con nuestros tíos, con nuestros primos, una gran cena y la emoción de acostarnos tarde. Hay luces de Navidad que siempre me llevan ahí, al asiento trasero del 131 de mi padre. Hay otras luces que me ponen contenta, me hacen sonreír y querer felicitar la Navidad a todo el mundo y hay otras que me provocan una tristeza enorme casi insoportable. Los árboles de Navidad que he visto encenderse en muchas ventanas según se apaga el día también me ponen contenta: ahí dentro hay alguien que no solo enciende luces de techo. Por lo que más queráis, tened luz de ambiente, muchas, en las mesas, en las estanterías.

Caminando por Madrid he llegado a casa, he encendido el ordenador y he leído esta preciosa historia del escritor Nicolas Butler. Se sentó en un bar, se puso a hacer un sudoku y se distrajo al escuchar una voz que decía: “I still dream about you. I dream about the mornings when we were lying in bed. I dream about kissing you. Can I kiss you?”. De aquello le surgió la inspiración para una novela.

Domingo tarde de viernes. He pensado que el título ya lo tengo.

Feliz Navidad


La foto del post es de John O. Holmes, un fotógrafo de Nueva York al que sigo desde hace muchos años.


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martes, 20 de diciembre de 2022

Irte a volar la cometa


«El verdadero mal de la clase obrera viene de la extraña locura que la pierde: la moribunda pasión por el trabajo» - El derecho a la pereza, de Paul Lafargue.

Leo en el periódico que Biden cumple 80 años, el primer presidente octogenario de Estados Unidos. En el mundo, muerta la reina Isabel II, solo hay tres dirigentes octogenarios: los de Camerún, Palestina y Arabia Saudí. Después de leer el artículo y mientras remuevo el sofrito pienso que esto habría que limitarlo. No tiene ningún sentido que un presidente del gobierno tenga 80 años, que se presente a unas elecciones, que haga campaña. ¿Es edadismo? No. Es absurdo. Pretender que alguien con 80 años aguante el ritmo que exige esa responsabilidad es ridículo. Igual que creer que con 80 años, y porque tienes mucha experiencia y blablabla, conoces la realidad de tu país. No tiene sentido. Si por mí fuera, a los 70, como muy tarde, todos a casa. Como no depende de mí seguirá presentándose a las elecciones gente muy mayor que, aunque tenga buena voluntad, no tendría que presentarse. Y cuando digo gente quiero decir señores.

De esta idea llego a la siguiente: ¿Por qué la gente sigue trabajando con 70 años? ¿Por qué pudiendo estar en tu casa, tranquilamente, disfrutando de lo que te queda de vida y llevando una vida de ocio y familia, decides machacarte en un puesto de responsabilidad?

Y lo sé.

«When you make money you feel smart. It’s as simple as that. It does short of justify who you are as a person» (esto lo leí en un artículo del New Yorker )

Vivimos en un momento (a lo mejor siempre fue así pero yo no estaba aquí para verlo y, además, como soy mujer ni siquiera hubiera tenido un trabajo hace doscientos años) en el que nos han hecho creer que tu trabajo te define. De esta mentira cuesta la vida salir porque lo primero que te preguntan es en qué trabajas. A mí me interesa más saber qué es lo último que ha leído alguien pero claro, si pregunto eso, me expongo a que me miren como si fuera un bicho raro. Los trabajos me dan igual; solo me impresionan si eres astronauta, por el pánico que me da; neurocirujano, por admiración; o librero, por la idealización. Todo lo demás me da igual, me impresiona cero y se me olvida. No todo el mundo es como yo, a la gente le impresionan los trabajos y a mucha gente le impresiona el suyo, le impresiona tanto que se aferra a él como un koala y no quiere soltarlo nunca. «Es mi deber». Normalmente esos koalas están siempre en puestos de responsabilidad y mucho dinero pero también los hay a otros niveles.

¿Por qué? Porque la sensación de creerse imprescindible les obnubila, es embriagadora. Y si hay algo en esta vida que sea una mentira absoluta es la sensación, que todos hemos sentido alguna vez, de creernos imprescindibles en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos, en cualquier ámbito. Si hay algo que ningún ser humano es, es ser imprescindible y sin embargo todos lo hemos creído alguna vez, todos hemos pensado «es que si no estoy yo…». Si no estás tú lo hará otro, o la circunstancia vital que sea se resolverá de otra manera y no pasará nada. (Solo en el caso de las criptomonedas y que tú solo tengas la clave de no se qué eres imprescindible para recuperarlas, pero mira: si tienes criptomonedas te mereces perderlas).

Todos somos prescindibles pero a mucha gente le cuesta verlo y por eso les cuesta irse de vacaciones, desconectar, delegar o jubilarse. Últimamente hablo mucho de mi mayor deseo en la vida. «¿Qué tal Ana?» «Pues nada, aquí, un día menos para jubilarme». Hablo con mis compañeros de trabajo, la mayoría mucho más jóvenes que yo, y les digo: «¿Sabéis qué? Dentro de 15 años estaré jubilada… Si llego hasta ahí, estaré en casa, disfrutando de mi ocio mientras que a vosotros todavía os quedarán 25 años de curro». Es un golpe bajo, lo sé, pero es así. Hay otra gente que cuando hablo de jubilarme como mi gran proyecto de vida me contesta: «¿Pero qué dices? Te vas a aburrir». Confieso que hubo un tiempo en el que era idiota y también pensaba eso, que sin trabajar te aburrías. Era idiota y joven. Concretamente tenía 24 o 25 años. Y fue cuando mi amigo Juan dejó de trabajar después de probarlo seis meses: «A mí esto no me gusta, así que lo dejo» Él no se aburre. No se ha aburrido nunca y yo sé ahora que tampoco me aburriría. Tendría, como él, mi tiempo libre muy ocupado con miles de cosas que quiero hacer o con mucho tiempo libre dedicado a no hacer nada. Sería maravilloso. Será maravilloso.

Admiro mucho a la gente que sueña con jubilarse y se marcha del trabajo, cuando le llega el momento, como si cruzara la pasarela de Lluvia de estrellas, saludando con la mano con una actitud que dice: «ahí os quedáis». Admiro a la gente que se jubila con reticencias, «no sé como lo voy a llevar», y a los dos días está feliz y te dice «es lo mejor que he hecho en la vida». Sospecho de todo aquel que no tiene este sueño, que te dice que su trabajo le encanta, que no podría vivir sin trabajar. Hay algo raro ahí; más que raro, algo que me entristece. Querer seguir trabajando es aferrarte a pensar que tu trabajo te define o al poder que ejerces (si es que eres muy jefe) o, como comentaba antes, a la sensación de sentirte imprescindible. Y es una sensación tan engañosa, tan falsa. Hay pocas cosas menos agradecidas que un trabajo: te vas y te olvidan, te jubilas y te sustituyen, te mueres y, con suerte, mandan una corona. A la semana, el hueco que creías haber dejado no es que esté ya ocupado, es que nadie se acuerda de que en algún momento existió.

Jubilarse es un verbo que no utilizas hasta que rozas los cincuenta. De repente se convierte en una meta, en un anhelo que comparte espacio mental con otros dos: que tus hijos se independicen y que te toque la lotería. Con esas tres bolas juegas a hacer malabarismos imaginarios para ver cómo podrían encajar y alcanzar la meta, el triunfo en el juego: vivir sin trabajar. Jubilarse suena a júbilo, a bullicio, a alegría, a levantarte cuando el sol ya te pega en la cara y a echarte la siesta sin remordimiento, suena a museos por la mañana y a coger aviones los martes o los jueves por la tarde, suena a ir al mercado a las 11, suena a no saberte el calendario laboral o si ese día es lunes o viernes. Suena aperitivo, merienda y hacer cola sin prisa. Suena a deber cumplido, a tocar la pared en el escondite inglés, a sonreír y descansar. Como dice el padre de G, cuando te jubilas, “te vas a volar la cometa”.

Si queréis algo que os haga feliz, y un poquito envidiosos, seguid a jubilados en redes sociales. Ellos sí que saben. 


sábado, 17 de diciembre de 2022

Diecinueve años




«Mamá, déjame ser irresponsable. Ya lloraré más adelante», me dijiste el otro día entre risas mientras cerrabas la puerta de tu cuarto para tirarte en la cama a ver TikTok hasta caerte dormida en una de tus interminables siestas. Salí de tu cuarto riéndome por la frase y decidí apuntarla, igual que hacía cuando eras pequeña, para que no se me olvidara. Pensé también que, como cuando eras pequeña, cuidarte, ser tu madre, consiste básicamente en enseñarte, darte consejos, advertirte para, después, dejar que hagas lo que quieras con esa información. Unas veces funciona y te sale bien, igual que cuando no te caías en el tobogán y, otras, sale mal y lloras como cuando perdiste el Apple Pen en el aeropuerto de Seattle. No lloraste de pena, ni por dolor, sino porque sabías que me tenías que haber hecho caso cuando te dije: «no lo abras hasta Madrid», pero tu pulsión tecnológica fue superior a ti y yo te dejé ser irresponsable. «Te lo dije» 

Confieso que dejarte ser irresponsable ahora es bastante más llevadero que cuando eras pequeña. Para empezar, ahora tus estudios son tu responsabilidad; tú te organizas, tú te lo guisas y tú te lo comes. No es que alguna vez hayan sido mi tarea, pero antes fingía que me preocupaba muchísimo que suspendieras y no te esforzaras. Ahora no sé ni qué asignaturas tienes y todo parece ir bien. Te veo estudiar, sales de casa con pinta de ir a la escuela y hasta he conocido a compañeros tuyos. Todo parece correcto y, aunque sé que así, sobre esa falsa confianza, es como se construyen las grandes historias sobre universitarios que pasan mil quinientos años estudiando sin que sus padres sepan que no aprueban nada, por ahora he decidido confiar en ti y creérmelo todo. También me he liberado del todo en cuanto a tu ropa, tu cuarto o tu caos. Sé que el poco control que ejerzo impide que te quedes sin ropa limpia en el armario, que cambies la sábanas de tu cama y que te alimentes de algo más que desayunos. Fantaseo a veces con dejarte completamente libre en ese aspecto y comprobar hasta dónde podrías llegar en esa espiral de dejadez absoluta. No todo el mundo sirve para eso ni para conseguir, como haces tú cada día, hacer la cama y que parezca siempre que sigues dentro durmiendo. Eso es un don. Me impresiona también que con diecinueve años no sepas cocinar nada. ¿Por mi culpa? No tengas la desvergüenza ni de mencionarlo. No cocinas porque eres una vaga y porque, como he dicho antes, solo comes desayunos si no te lo dan hecho. ¿Quieres que te recuerde cuando el otro día llegué a casa, te pregunté si querías comer, me dijiste que no y cuando yo estaba sentada, comiendo mis maravillosas judías pintas con arroz, viniste a husmear y acabaste comiendo directamente de mi plato? ¡Tu vaguería es tan extrema que no habías comido por la pereza de poner la comida en un plato y calentarlo en el microondas! 

Este año hemos vivido seis meses como si fueras hija única y, aunque no lo digas, sé que lo disfrutaste bastante. Fuimos a Berlín y, sin decírselo a nadie, me puse una medallita por haberte enseñado a viajar, a sentir curiosidad, a querer verlo todo y llegar a los hoteles cansada, hambrienta y con los pies destrozados pero feliz por haber aprovechado el día al máximo. Por mi cumpleaños me pusiste un caminito de chuches y me compraste regalos aunque luego te fuiste a esquiar y te perdiste mi celebración. Sigues jugando al fútbol, has empezado a jugar al rugby y has vuelto a nadar. Nos fuimos al otro lado del mundo, en el viaje de nuestras vidas, y disfrutamos como enanas. Hiciste mil quinientas fotos que TODAVÍA no has tenido tiempo de subir al álbum compartido de Google y grabaste mil vídeos porque ibas a hacer un montaje molón del viaje que ahora te da pereza hacer. “Luego”, “mañana”, “el lunes”, “la semana que viene” y “cuando acabe los exámenes” son tus respuestas para casi todo lo que te pido. “Ahora”, “ya”, “rápido”, “es urgente” y “mamaaaaaaa” son las palabras que más aparecen en los mensajes que me envías de manera espontánea, casualmente siempre para pedirme algo. Si son para responder a uno mío, lo más utilizado es: “sí”, “nada”, “bien”, “en casa” y “¿qué había de comer que no me acuerdo?” No quiero dejarme “no seas dramática”, que es lo que me dices cada vez de que me quejo por, según tú, tonterías. Tu mayor logro, aparte del de seguir acumulando records guiness en horas de sueño continuadas, ha sido sacarte el carnet de conducir. Te lo propusiste como meta para junio y ahí estabas, el 28 de junio aprobando a la primera el práctico. A pesar del respeto que te daba al principio, cuando te enseñé los rudimentos de la conducción el año pasado, te has convertido en una conductora bastante decente para llevar solo unos meses y, lo mejor, no te da miedo conducir por Madrid. Ahora solo falta que yo consiga relajarme del todo cuando voy de copiloto y dejaremos de gritarnos en el coche. 

Creo que todo va razonablemente bien.

Me exasperas a veces, yo te crispo otras, pero nos llevamos bien. El otro día me dijiste que no te conocía para nada y aunque te confieso que, en un primer momento, me sentó mal y a punto estuve de decirte «tú que sabes, niñata», más tarde pensé que, de alguna manera, podías tener razón. No es que no te conozca nada: sé como suena tu risa, como son tus pasos cuando estás cansada y sé solo con oír como metes la llave en la puerta si vienes con ganas de contarme cosas o te vas a ir directamente a la cama. Sé cuándo estás contenta y la temperatura que tienen tus manos cuando te levantas por la mañana. Sé cómo vas a colocar la comida en el plato y cuándo estás de mal humor y es mejor ni mirarte. Sé también cuándo algo que te voy a decir va a hacer que te hagas la digna y la ofendida. A pesar de todo eso hay mucho de ti que desconozco y me parece bien. Una de las cosas más absurdas de la vida es la idea de que las madres lo sabemos todo, poseemos una sabiduría ancestral, casi mágica que nos hace todopoderosas y tener respuesta para cualquier cosa. No es verdad. Como he dicho un millón de veces, en mi relación contigo todo es la primera que vez que me pasa, que nos pasa juntas y siempre estoy improvisando. Te conozco por los diecinueve años que llevamos juntas pero no sé que harás mañana, qué pensarás, qué vas a sentir, las opiniones que vas a desarrollar o las amistades que tendrás. Me parece bien no saberlo todo, saber que me queda mucho por descubrirte y que al revés funciona igual aunque tú, ahora mismo, no tengas la misma curiosidad. Todavía no, ya te llegará. 

Felices diecinueve, princesa de los ojos azules. A tus diecinueve años no les voy a pedir imposibles como que dejes de fingir que no sabes poner la lavadora y lleves al tinte ese abrigo que lleva un mes colgando en la puerta de tu armario . A tus diecinueve años y a ti solo os pido que nos hagamos más fotos juntas. A poder ser sin que hagas el tonto. Me gusta vernos juntas. 


miércoles, 14 de diciembre de 2022

Idiotas con ínfulas


Siento ser la que de este mala noticia pero alguien tiene que hacerlo. Es necesario, incluso imprescindible. Tenemos una tarea urgente que necesitamos afrontar para que nuestras vidas no se conviertan en un infierno. Tenemos que sentarnos, organizarnos y elaborar un censo de idiotas con ínfulas.

No podemos dejarlo más.

De que haya idiotas en el mundo nadie tiene la culpa. De que haya idiotas con ínfulas somos todos culpables. ¿Qué es un idiota con ínfulas? Pues un idiota que rueda por su vida teniéndolo todo fácil porque todos los demás, con tal de dejar de escucharle, de sufrirle, de aguantar su mala educación y sus faltas de respeto, le dejamos rodar y rodar hasta que se convierte en una bola insoportable de idiotez, prepotencia y mala educación.

Un idiota de cuarenta o cincuenta años ya era idiota con siete. No tengo dudas. Y lógicamente era muy querido por sus padres. Sus padres le querían, le aguantaban y le dejaban hacer porque la capacidad de resistencia de un ser humano es limitada pero la ceguera del amor por los hijos es infinita. Esto se traduce en que tu hijo es insoportable y todo el mundo lo sabe menos tú, y en que tú le aguantas y le consientes porque de otro modo tu vida se convertiría en un infierno. Con el tiempo ese niño idiota crece y se hace adulto y ese patrón de dejarle hacer para no oírle se mantiene. Todos somos culpables de haber dejado campo libre a idiotas en nuestra vida con la esperanza de que corrieran libres y, sobre todo, lejos de nosotros. El problema es que los idiotas con ínfulas no son una especie en extinción: hay sobreabundancia. Así que tu idiota con ínfulas al que dejas correr libre y lejos se cruza de vuelta con uno que pertenece a otro alguien, al que también han dejado correr para perderle de vista y que, de repente, entra en tu vida y se convierte en tu idiota con ínfulas. Y tienes que lidiar con él.

Da igual los años que tengas, el primer instinto del humano no idiota y sin ínfulas es dejar al idiota con ínfulas que haga lo que quiera, amansarlo dejándolo hacer para que, con un poco de suerte, corra libre y se pierda en el horizonte. Casi siempre funciona y por eso me imagino el mundo como una enorme mesa de ping-pong en la que todos golpeamos a nuestros idiotas esperando que se queden al otro lado de la red y sean el problema de otro. El problema es que a veces, para tu desgracia, un idiota con ínfulas concreto alcanza en tu ecosistema su máximo nivel y se enquista en tu entorno.  Es el momento de cambiar de estrategia.

La estrategia correcta y efectiva requiere plantar los pies en el suelo con firmeza, apretar los puños y, a veces, gritar. Es desagradable, como parar una pataleta de tu hijo. Es cansado como decirle a tu hijo veinticinco veces que no a algo, pero es necesario porque si dejas que el idiota con ínfulas se crezca estando en tu entorno más cercano intoxicará tu vida, tu grupo de amigos, tu trabajo, tu comunidad de vecinos, tu viaje,  lo que sea… y eso no lo puedes consentir. No se va a ir pero tú estabas antes, eres mejor y, sobre todo, cuando, alguna vez, te comportas como un idiota eres consciente de ello y no te crees  s el top de la creación, porque lo peor de un idiota con ínfulas son las ínfulas, la prepotencia, la mala educación extrema, ese creerse siempre en posesión de la verdad absoluta y estar tocado por un rayo divino que le pone a la altura de Einstein, Marie Curie, Rosalía o Picasso aunque luego no sepan ni adjuntar un archivo, ni hacer un bizum ni vestirse correctamente para acudir a una reunión, ni comportarse en un museo. No se mira a la cara a un idiota con ínfulas, no se le habla, se minimiza la interacción a lo mínimo que la cortesía obliga, es decir, a la misma relación que tendrías con alguien con quien te cruzas en el ascensor.

Necesitamos ese censo con urgencia. Imaginad que cada vez que fueras a interaccionar con alguien nuevo pudieras acudir a una lista, como las de morosos, a ver si esa persona es un idiota con ínfulas. «Ah, mira, Fulanita está en la lista». Podrías aplicar medidas preventivas desde el principio, aislarla y, además de ahorrarte tiempo y situaciones desagradables, dejaríamos de lanzarnos idiotas con ínfulas de un lado a otro como bolas de pinball. Con el tiempo y un poco de suerte ellos languidecerían, se ahogarían en sus ínfulas y se extinguirían.

Hagamos un censo.



Podcasts encadenados

Termina temporada de uno de mis podcasts favoritos, Arsénico Caviar, con Beatriz Serrano y Guillermo Alonso. La premisa del podcast es estar contra algo, una idea con la que me identifico bastante en mi día a día. Para cerrar la temporada, sin embargo, han decidido estar a favor de la Navidad que si lo piensas bien es también ir contra. Contra esa idea absurda de odiar la navidad. A mí me gusta. Y me gusta el podcast porque ellos son muy listos, nada idiotas y no tienen ínfulas.