sábado, 17 de diciembre de 2022

Diecinueve años




«Mamá, déjame ser irresponsable. Ya lloraré más adelante», me dijiste el otro día entre risas mientras cerrabas la puerta de tu cuarto para tirarte en la cama a ver TikTok hasta caerte dormida en una de tus interminables siestas. Salí de tu cuarto riéndome por la frase y decidí apuntarla, igual que hacía cuando eras pequeña, para que no se me olvidara. Pensé también que, como cuando eras pequeña, cuidarte, ser tu madre, consiste básicamente en enseñarte, darte consejos, advertirte para, después, dejar que hagas lo que quieras con esa información. Unas veces funciona y te sale bien, igual que cuando no te caías en el tobogán y, otras, sale mal y lloras como cuando perdiste el Apple Pen en el aeropuerto de Seattle. No lloraste de pena, ni por dolor, sino porque sabías que me tenías que haber hecho caso cuando te dije: «no lo abras hasta Madrid», pero tu pulsión tecnológica fue superior a ti y yo te dejé ser irresponsable. «Te lo dije» 

Confieso que dejarte ser irresponsable ahora es bastante más llevadero que cuando eras pequeña. Para empezar, ahora tus estudios son tu responsabilidad; tú te organizas, tú te lo guisas y tú te lo comes. No es que alguna vez hayan sido mi tarea, pero antes fingía que me preocupaba muchísimo que suspendieras y no te esforzaras. Ahora no sé ni qué asignaturas tienes y todo parece ir bien. Te veo estudiar, sales de casa con pinta de ir a la escuela y hasta he conocido a compañeros tuyos. Todo parece correcto y, aunque sé que así, sobre esa falsa confianza, es como se construyen las grandes historias sobre universitarios que pasan mil quinientos años estudiando sin que sus padres sepan que no aprueban nada, por ahora he decidido confiar en ti y creérmelo todo. También me he liberado del todo en cuanto a tu ropa, tu cuarto o tu caos. Sé que el poco control que ejerzo impide que te quedes sin ropa limpia en el armario, que cambies la sábanas de tu cama y que te alimentes de algo más que desayunos. Fantaseo a veces con dejarte completamente libre en ese aspecto y comprobar hasta dónde podrías llegar en esa espiral de dejadez absoluta. No todo el mundo sirve para eso ni para conseguir, como haces tú cada día, hacer la cama y que parezca siempre que sigues dentro durmiendo. Eso es un don. Me impresiona también que con diecinueve años no sepas cocinar nada. ¿Por mi culpa? No tengas la desvergüenza ni de mencionarlo. No cocinas porque eres una vaga y porque, como he dicho antes, solo comes desayunos si no te lo dan hecho. ¿Quieres que te recuerde cuando el otro día llegué a casa, te pregunté si querías comer, me dijiste que no y cuando yo estaba sentada, comiendo mis maravillosas judías pintas con arroz, viniste a husmear y acabaste comiendo directamente de mi plato? ¡Tu vaguería es tan extrema que no habías comido por la pereza de poner la comida en un plato y calentarlo en el microondas! 

Este año hemos vivido seis meses como si fueras hija única y, aunque no lo digas, sé que lo disfrutaste bastante. Fuimos a Berlín y, sin decírselo a nadie, me puse una medallita por haberte enseñado a viajar, a sentir curiosidad, a querer verlo todo y llegar a los hoteles cansada, hambrienta y con los pies destrozados pero feliz por haber aprovechado el día al máximo. Por mi cumpleaños me pusiste un caminito de chuches y me compraste regalos aunque luego te fuiste a esquiar y te perdiste mi celebración. Sigues jugando al fútbol, has empezado a jugar al rugby y has vuelto a nadar. Nos fuimos al otro lado del mundo, en el viaje de nuestras vidas, y disfrutamos como enanas. Hiciste mil quinientas fotos que TODAVÍA no has tenido tiempo de subir al álbum compartido de Google y grabaste mil vídeos porque ibas a hacer un montaje molón del viaje que ahora te da pereza hacer. “Luego”, “mañana”, “el lunes”, “la semana que viene” y “cuando acabe los exámenes” son tus respuestas para casi todo lo que te pido. “Ahora”, “ya”, “rápido”, “es urgente” y “mamaaaaaaa” son las palabras que más aparecen en los mensajes que me envías de manera espontánea, casualmente siempre para pedirme algo. Si son para responder a uno mío, lo más utilizado es: “sí”, “nada”, “bien”, “en casa” y “¿qué había de comer que no me acuerdo?” No quiero dejarme “no seas dramática”, que es lo que me dices cada vez de que me quejo por, según tú, tonterías. Tu mayor logro, aparte del de seguir acumulando records guiness en horas de sueño continuadas, ha sido sacarte el carnet de conducir. Te lo propusiste como meta para junio y ahí estabas, el 28 de junio aprobando a la primera el práctico. A pesar del respeto que te daba al principio, cuando te enseñé los rudimentos de la conducción el año pasado, te has convertido en una conductora bastante decente para llevar solo unos meses y, lo mejor, no te da miedo conducir por Madrid. Ahora solo falta que yo consiga relajarme del todo cuando voy de copiloto y dejaremos de gritarnos en el coche. 

Creo que todo va razonablemente bien.

Me exasperas a veces, yo te crispo otras, pero nos llevamos bien. El otro día me dijiste que no te conocía para nada y aunque te confieso que, en un primer momento, me sentó mal y a punto estuve de decirte «tú que sabes, niñata», más tarde pensé que, de alguna manera, podías tener razón. No es que no te conozca nada: sé como suena tu risa, como son tus pasos cuando estás cansada y sé solo con oír como metes la llave en la puerta si vienes con ganas de contarme cosas o te vas a ir directamente a la cama. Sé cuándo estás contenta y la temperatura que tienen tus manos cuando te levantas por la mañana. Sé cómo vas a colocar la comida en el plato y cuándo estás de mal humor y es mejor ni mirarte. Sé también cuándo algo que te voy a decir va a hacer que te hagas la digna y la ofendida. A pesar de todo eso hay mucho de ti que desconozco y me parece bien. Una de las cosas más absurdas de la vida es la idea de que las madres lo sabemos todo, poseemos una sabiduría ancestral, casi mágica que nos hace todopoderosas y tener respuesta para cualquier cosa. No es verdad. Como he dicho un millón de veces, en mi relación contigo todo es la primera que vez que me pasa, que nos pasa juntas y siempre estoy improvisando. Te conozco por los diecinueve años que llevamos juntas pero no sé que harás mañana, qué pensarás, qué vas a sentir, las opiniones que vas a desarrollar o las amistades que tendrás. Me parece bien no saberlo todo, saber que me queda mucho por descubrirte y que al revés funciona igual aunque tú, ahora mismo, no tengas la misma curiosidad. Todavía no, ya te llegará. 

Felices diecinueve, princesa de los ojos azules. A tus diecinueve años no les voy a pedir imposibles como que dejes de fingir que no sabes poner la lavadora y lleves al tinte ese abrigo que lleva un mes colgando en la puerta de tu armario . A tus diecinueve años y a ti solo os pido que nos hagamos más fotos juntas. A poder ser sin que hagas el tonto. Me gusta vernos juntas. 


miércoles, 14 de diciembre de 2022

Idiotas con ínfulas


Siento ser la que de este mala noticia pero alguien tiene que hacerlo. Es necesario, incluso imprescindible. Tenemos una tarea urgente que necesitamos afrontar para que nuestras vidas no se conviertan en un infierno. Tenemos que sentarnos, organizarnos y elaborar un censo de idiotas con ínfulas.

No podemos dejarlo más.

De que haya idiotas en el mundo nadie tiene la culpa. De que haya idiotas con ínfulas somos todos culpables. ¿Qué es un idiota con ínfulas? Pues un idiota que rueda por su vida teniéndolo todo fácil porque todos los demás, con tal de dejar de escucharle, de sufrirle, de aguantar su mala educación y sus faltas de respeto, le dejamos rodar y rodar hasta que se convierte en una bola insoportable de idiotez, prepotencia y mala educación.

Un idiota de cuarenta o cincuenta años ya era idiota con siete. No tengo dudas. Y lógicamente era muy querido por sus padres. Sus padres le querían, le aguantaban y le dejaban hacer porque la capacidad de resistencia de un ser humano es limitada pero la ceguera del amor por los hijos es infinita. Esto se traduce en que tu hijo es insoportable y todo el mundo lo sabe menos tú, y en que tú le aguantas y le consientes porque de otro modo tu vida se convertiría en un infierno. Con el tiempo ese niño idiota crece y se hace adulto y ese patrón de dejarle hacer para no oírle se mantiene. Todos somos culpables de haber dejado campo libre a idiotas en nuestra vida con la esperanza de que corrieran libres y, sobre todo, lejos de nosotros. El problema es que los idiotas con ínfulas no son una especie en extinción: hay sobreabundancia. Así que tu idiota con ínfulas al que dejas correr libre y lejos se cruza de vuelta con uno que pertenece a otro alguien, al que también han dejado correr para perderle de vista y que, de repente, entra en tu vida y se convierte en tu idiota con ínfulas. Y tienes que lidiar con él.

Da igual los años que tengas, el primer instinto del humano no idiota y sin ínfulas es dejar al idiota con ínfulas que haga lo que quiera, amansarlo dejándolo hacer para que, con un poco de suerte, corra libre y se pierda en el horizonte. Casi siempre funciona y por eso me imagino el mundo como una enorme mesa de ping-pong en la que todos golpeamos a nuestros idiotas esperando que se queden al otro lado de la red y sean el problema de otro. El problema es que a veces, para tu desgracia, un idiota con ínfulas concreto alcanza en tu ecosistema su máximo nivel y se enquista en tu entorno.  Es el momento de cambiar de estrategia.

La estrategia correcta y efectiva requiere plantar los pies en el suelo con firmeza, apretar los puños y, a veces, gritar. Es desagradable, como parar una pataleta de tu hijo. Es cansado como decirle a tu hijo veinticinco veces que no a algo, pero es necesario porque si dejas que el idiota con ínfulas se crezca estando en tu entorno más cercano intoxicará tu vida, tu grupo de amigos, tu trabajo, tu comunidad de vecinos, tu viaje,  lo que sea… y eso no lo puedes consentir. No se va a ir pero tú estabas antes, eres mejor y, sobre todo, cuando, alguna vez, te comportas como un idiota eres consciente de ello y no te crees  s el top de la creación, porque lo peor de un idiota con ínfulas son las ínfulas, la prepotencia, la mala educación extrema, ese creerse siempre en posesión de la verdad absoluta y estar tocado por un rayo divino que le pone a la altura de Einstein, Marie Curie, Rosalía o Picasso aunque luego no sepan ni adjuntar un archivo, ni hacer un bizum ni vestirse correctamente para acudir a una reunión, ni comportarse en un museo. No se mira a la cara a un idiota con ínfulas, no se le habla, se minimiza la interacción a lo mínimo que la cortesía obliga, es decir, a la misma relación que tendrías con alguien con quien te cruzas en el ascensor.

Necesitamos ese censo con urgencia. Imaginad que cada vez que fueras a interaccionar con alguien nuevo pudieras acudir a una lista, como las de morosos, a ver si esa persona es un idiota con ínfulas. «Ah, mira, Fulanita está en la lista». Podrías aplicar medidas preventivas desde el principio, aislarla y, además de ahorrarte tiempo y situaciones desagradables, dejaríamos de lanzarnos idiotas con ínfulas de un lado a otro como bolas de pinball. Con el tiempo y un poco de suerte ellos languidecerían, se ahogarían en sus ínfulas y se extinguirían.

Hagamos un censo.



Podcasts encadenados

Termina temporada de uno de mis podcasts favoritos, Arsénico Caviar, con Beatriz Serrano y Guillermo Alonso. La premisa del podcast es estar contra algo, una idea con la que me identifico bastante en mi día a día. Para cerrar la temporada, sin embargo, han decidido estar a favor de la Navidad que si lo piensas bien es también ir contra. Contra esa idea absurda de odiar la navidad. A mí me gusta. Y me gusta el podcast porque ellos son muy listos, nada idiotas y no tienen ínfulas. 



viernes, 9 de diciembre de 2022

Lecturas encadenadas. Noviembre

Por la presente, declaro noviembre de 2022 mi peor mes lector en quince años. Ha sido un completo desastre, una debacle, siniestro total. Ha sido tan catastrófico, tan terrible, que casi se me quitaron las ganas de leer. La última vez que me pasó algo así fue en 2005, en el otoño después de nacer Clara. Entonces elegí como lectura El siglo de las luces ,de Alejo Carpentier, y entre esa novela y yo se estableció una batalla, una lucha. La novela quería acabar con mi placer lector y yo quería acabar con la novela para sobrevivir y saltar a otra cosa. Por aquel entonces yo no abandonaba, perseveraba hasta el final. Fue un otoño agónico, me metía en la cama y en vez de encontrar placer al coger el libro y empezar a leer, encontraba trabajo, esfuerzo y tedio. Algo así me ha pasado en noviembre pero con tres libros diferentes. Esta vez no ha habido batalla, me he rendido. 

Los Apaches de Paris. Memorias de Casque d´Or , de Amélie Élie. Lo compré en la Feria del Libro. Este breve librito recoge las memorias de su autora, célebre prostituta parisina de finales del siglo XIX que fue musa de los apaches, bandas de jóvenes parisinos con el pelo largo que aterrorizaban a la ciudad. Algo así como las bandas urbanas actuales porque, como siempre se aprende cuando se lee, no hemos inventado nada. Amélie hace una enumeración ligera y frívola de su vida, desde su niñez, pasando de chulo en chulo, hasta el momento en el que es amante sucesiva de los dos líderes de las dos bandas principales de apaches de la ciudad. Lo que más llama la atención es el tono ligero y despreocupado de la escritura de Élie. Todo lo que cuenta es terrorífico, sórdido, terrible y casi escandaloso pero ella lo narra en el mismo tono con que otra mujer de la época nos contaría cómo cuida su ganado, acude a los bailes del pueblo o recoge castañas. He leído que en 1952 se hizo una película y tengo curiosidad por verla. El retrato del París de principios de siglo con sus cafés, sus calles adoquinadas, sus esquinas populosas y sus noches de canalleo es perfecto. Ahora que lo pienso, me ha recordado mucho a otro libro que leí hace poco, Mis amigos , de Emmanuel Bove, que me gustó muchísimo. 

Matadero 5 o La cruzada de los niños , de Kurt Vonnegut  en versión de Ryan North y Albert Monteys llevaba esperando en la estantería desde mi último cumpleaños. Hace muchos años, diez concretamente, leí la novela porque me la dejó mi amigo Pablo que también me regaló esta versión en cómic. Entonces escribí esto:  «Sí, más II Guerra Mundial, más muerte y más masacres. Vonnegut estaba como prisionero de guerra en Dresde la noche en que los americanos bombardearon la ciudad y mataron a cuarenta mil alemanes. Este libro es su intento por mostrar cómo toda la experiencia traumática, los recuerdos, el horror, marcaron su vida. Es un libro raro pero me ha gustado muchísimo. La historia es trágica y la manera de contarla introduciendo el elemento de ciencia ficción de la abducción extraterrestre es un intento, creo yo, de tomar distancia». Todo esto se mantiene en la versión cómic en la que, además, el dibujo de Monteys traslada de manera magistral el extrañamiento necesario para enfrentar el absurdo de la guerra, la enormidad de aquel bombardeo y el hecho de que vivir algo así te acompaña toda tu vida. La parte extraterrestre que en la novela funcionaba como un escape, en el tebeo me ha resultado más dolorosa; de una manera más visible he visto la inutilidad de ese intento de evasión de una realidad monstruosa que se acarrea toda la vida. 

El almohadón de plumas y otros relatos, de Horacio Quiroga, me lo regaló Antonio, en primavera, tras escuchar un episodio de Deforme Semanal en que le Lucía Litjmaer hablaba de este autor y de su vida. Este breve volumen de la colección Maestros del terror de El País contiene una serie de relatos a cual más desasosegante y terrorífico. En todos la muerte es un protagonista más, no como algo que ocurre inevitablemente sino como algo en lo que se vive. Se vive en la muerte bien porque se camina inexorablemente hacia ella, bien porque es ella la que va en busca de los personajes o bien porque ya están muertos y descubren en ella una nueva dimensión de angustia, tragedia o dolor. La sensación permanente mientras estaba leyendo los cuentos, una rarísima tarde de lluvia en Madrid, era de desasosiego tranquilo. Relato tras relato la muerte llega. Llegué a pensar que estos cuentos de Quiroga más que de terror son un intento por aprender a convivir con la muerte, de dejar de ignorarla, de dejar de vivir como si fuera algo que no tuviera nada que ver con nosotros. El paisaje de los cuentos también es importante, calor asfixiante, sol abrasador, selva, un paisaje en el que no hay horizonte, no hay dónde mirar, los personajes están atrapados. 

El primer cuento, El almohadón de plumas, empieza así: 

 «Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirara a la estatura de Jordan, mudo desde hacia una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer».

El vestido azul, de Michele Desbordes, fue otra compra en la Feria del Libro. Lo empecé con ganas pero a las cinco páginas sentí que no iba a funcionar, que aquello no era para mí. Perseveré porque hubo lectores que, cuando compartí en Instagram la lectura, me dijeron «me encantó», «maravilloso». Seguí intentándolo cada noche, unos días aburrida hasta quedarme dormida, otros días cabreada porque no podía más de tanta repetición, ni tanto cursilismo. Lo intenté hasta que decidí que no podía más, que no podía seguir sufriendo, y en la página 140 no pude más, tiré el libro al suelo y apagué la luz.  Lo único que me reprocho es no haberlo dejado antes. Además, creo que es una historia maravillosa muy mal contada, con un exceso de lirismo y artificio que solo consigue aburrir. Es un poco Seda de Baricco. 

El último fracaso del mes fue Provocación, de Stanislaw Lem. Otro que llevaba en mi estantería un año. No pasé de la página 30. Esta vez la culpa ha sido mía. No lo elegí bien, no era el momento. Decidí dejarlo pronto para no ensuciar nuestra relación por culpa de un mal comienzo. Volveré a él en otro momento y creo que funcionará. No hay prisa. 

Un mal mes lector. Pasa en las mejores casas, entre los mejores lectores. Podría no haberlo contado, haber obviado el desastre pero, como le dije una vez a Lorena, cuando comentas libros y tus habichuelas no dependen de ello, creo que lo más honesto es decir: esto me aburrió, esto no me gustó, esto es una basura que no debería haberse publicado nunca o esto me venció. 

En noviembre elegí mal, espero que los encadenados de diciembre vayan mejor.


miércoles, 7 de diciembre de 2022

Cuánto hemos cambiado. O no.



«Try to remember life as you lived it years ago, on a typical day in the fall. Back then, you cared deeply about certain things (a girlfriend? Depeche Mode?) but were oblivious of others (your political commitments? your children?). Certain key events—college? war? marriage? Alcoholics Anonymous?—hadn’t yet occurred. Does the self you remember feel like you, or like a stranger? Do you seem to be remembering yesterday, or reading a novel about a fictional character?»



«Intenta recordar tu vida como la vivías hace unos años, en un típico día de otoño. Entonces, te preocupaban alguna cosas (un novio, un grupo musical) pero te eran indiferentes otras (tus ideas políticas, tus futuros hijos). Algunos eventos fundamentales en tu vida, como la universidad, una guerra, el matrimonio, entrar en Alcohólicos Anónimos no habían ocurrido todavía. ¿Lo que recuerdas te es conocido o te parece algo ajeno a ti? ¿Te parece que estás recordando o que estás leyendo una novela con un personaje de ficción?» (Traducción libre) 


Leo este artículo tumbada en el sofá de Cicely en un día de invierno. Joshua Rothman reflexiona sobre si somos los mismos siempre o vamos cambiando según vamos viviendo. La respuesta obvia es que depende: para algunas cosas cambiamos y para otras no. O eso queremos creer, pero el párrafo anterior, el que he traducido libremente, lleva ese pensamiento más allá y el lugar en el que lo leo es perfecto para pensar en esto. Hace veintitrés años que vengo a Cicely y para mí eso es casi media vida. Puedo hacer el ejercicio de recordarme casi en cada ocasión que he venido y, de hecho, es algo que hago casi siempre. La primera vez que viene hicimos el viaje en el Patrol del Ingeniero, lleno hasta los topes de las cosas de la mudanza. Puedo recordarme cuando empecé a venir siendo novia de El Ingeniero; cuando venía con mis amigos y todos éramos jóvenes y no teníamos hijos;  puedo recordarme cuando las niñas eran pequeñas y todo era agotador y divertidísimo; y puedo recordarme en la boda de mi hermana. Recuerdo cuando vine sola, a olvidarme de todo, a perderme y la primera Nochevieja que pasé aquí justo después de divorciarme. Recuerdo venir con A para enseñárselo todo como si fuera la primera vez; y así hasta este viaje, otra vez con mis mejores amigos. ¿Soy la misma persona que la primera vez que vine en noviembre de 1999? ¿Me preocupan las mismas cosas? ¿Se parecen mis preocupaciones a las que tenía? ¿Me reconozco en quién era o no? ¿Me reconozco en la persona que era antes de ser Molinos y escribir aquí? 


Les pregunto a mis amigos y, tras mirarme con cara de «no nos hagas esto», todos nos reconocemos en algo de cuando éramos jóvenes. ¿Cuánto de jóvenes? No lo sabemos. En el artículo también se habla de los primeros recuerdos y el autor comenta algo que yo también pensé cuando mis hijas eran pequeñas. Mi recuerdo más antiguo es de cuando tenía tres años y me escondí debajo de una mesa en la boda de uno de mis tíos. Es un recuerdo aleatorio, sin mayor importancia, pero por alguna razón se quedó grabado. Cuando mis hijas eran pequeñas, cuando tenían cuatro, cinco años, a veces me sorprendía pensando que con bastante probabilidad esa gran tarde que habíamos pasado jugando, haciendo galletas, en el teatro o haciendo una excursión no dejaría ningún recuerdo en ellas. ¿Lo habían pasado bien? Sí, fenomenal, pero no lo recordarían jamás. (Por eso me hace mucha gracia la gente que dice «hay que viajar con bebés y niños pequeños, algo les queda». No, no les queda nada. Viaja con ellos porque a ti te apetece pero no te montes pelis). Por eso, porque no nos recordamos de pequeños, ¿es real lo que recordamos de nosotros mismos o es un algo que nos montamos para que ese pasado no choque con lo que somos ahora? Si nos pensamos hacia atrás, si lo hago yo que para algo esto es mi blog, pienso que siempre me gustó leer; que siempre he sido muy impulsiva para enfadarme y responder y muy poco para, digamos, ser audaz; que siempre he protestado muchísimo; que soy muy rencorosa y que soy fiel a mis amigos. Hago este ejercicio justo antes de llegar a esto que dice el autor: “Asked to describe ourselves, we might tend to talk in general terms, finding the details of our lives somehow embarrassing. But a friend delivering a eulogy would do well to note that we played guitar, collected antique telephones, and loved Agatha Christie and the Mets. Each assemblage of details is like a fingerprint. Some of us have had the same prints throughout our lives; others have had a few sets”.


«Si nos piden que nos describamos, todos tendemos a hablar en términos muy generales porque nos parece que los detalles son embarazosos. Pero si nos morimos y, en nuestro funeral, uno de nuestros amigos hace un discurso hablará de que tocábamos la guitarra, nos encantaba Agatha Christie y los Mets. Esos detalles son los que nos hacen nosotros, nuestra huella dactilar. Algunos mantienen esa huella dactilar toda la vida, otros no». (Traducción libre)


¿Es bueno ser diferente o es mejor mantenerse igual? Supongo que todos creemos que lo que se mantiene igual en nuestra personalidad o carácter es bueno: si lo hemos mantenido y nos hace ser quienes somos ahora mismo, será por algo. Pero, en realidad, todos hemos cambiado. Tiene que ser así. La vida que hemos vivido, las circunstancias que hemos atravesado, las amistades que hemos mantenido y las parejas que hemos tenido nos hacen cambiar. Es imposible no hacerlo. ¿Cuánto cambiamos? Hay gente que se reinventa todo el tiempo, todos conocemos a alguien que parece haber vivido treinta y siete vidas diferentes pero ¿y si ese rasgo es algo que mantienes siempre? Buscar el cambio permanentemente también puede ser algo que mantengas toda tu vida. 


Al terminar el artículo llego a ninguna conclusión. Quiero creer, como todo el mundo, que en lo que he cambiado es porque he aprendido algo, que he mejorado. Y en lo que no, como en mi amor al invierno, es un buen rasgo, algo que es mi huella dactilar, como cuando alguien el otro día me dijo que cuando amanece un día nublado, frío y lluvioso piensa: «Hace un día muy Molinos».


Me quedo con este poema de James Fenton, “The Ideal”, que copio en mi cuaderno como recuerdo de estos días que han sido muy invierno, muy Molinos.


This is where I came from.

I passed this way.

This should not be shameful

Or hard to say.


A self is a self.

It is not a screen.

A person should respect

What he has been.


This is my past

Which I shall not discard.

This is the ideal.

This is hard.