viernes, 17 de diciembre de 2021

Dieciocho años


Ya está. Ya hemos llegado. ¿Y ahora qué? ¿Qué se hace con una hija de dieciocho años? ¿Qué te escribo? ¿Qué te digo? No me preocupa avergonzarte porque ya sé que no lo hago. ¿Te acuerdas de todas esas personas que me decían: «cuando sean mayores y vean lo que dices de ellas, ya verás»? No te acuerdas pero estaría genial decirles a todas: Ya son mayores y les encanta todo lo que he escrito de ellas. A lo que iba, que no sé que escribirte y el motivo no es la vergüenza ni el ridículo. La razón de mi parón creativo es que llevo dos semanas copiándote en un cuaderno todos los posts que te he escrito por tu cumpleaños durante catorce años y he descubierto, bueno, más bien he comprobado, que me repito. Me he propuesto en esta entrada no decir que tienes los ojos azules, ni que me encanta tu risa, ni lo orgullosa que estoy de ti, ni lo fuerte que eres, ni que eres la persona cuyo dolor me causa más tristeza ni la persona que más me conmueve. Vaya, ya lo he dicho. 

Dieciocho años. Uno detrás de otro. Tampoco puedo decir lo que he dicho siempre, que no se me ha pasado rápido. Eso también lo he repetido mil veces. Me gustaría viajar en el tiempo a diciembre de 2003 y a mi yo de aquel día, a mi yo que te había vestido con un pijamita blanco y un abriguito con capucha puntiaguado con el que parecías un gnomo, a mí yo que te miraba pensando "parece una estrella de cinco puntas". A ese yo, al que tenía 30 años y pensaba «¿cuando hará algo? ¿cuándo podré interactuar con ella?», me gustaría susurrarle «espera seis mil quinientos setenta días y verás». 

Acabo de caer en la cuenta de dos cosas: que nunca he contado que caminas con los pies a las dos menos diez y que ya sé lo que mi yo de 30 años pensaba cuando te miraba. Hasta hoy creía que suspiraba por verte crecer, porque hicieras algo. Ahora lo he visto claro, he tenido una epifanía, mi yo de 30 años quería saber quién eras, quién ibas a ser. 

Hoy, después de esos seis mil quinientos setenta días, ya sabemos quién eres.  Todos estos años han sido una especie de unboxing eterno, un desembalaje por adición y no por sustracción. De aquella pequeña estrella gritona de color gris (sí, cariño, cuando naciste eras gris) has ido creciendo y sumando experiencias y situaciones y vidas y dramas y alegrías y dolores y secretos y quiero creer que algo de lo que yo he hecho, hasta llegar a donde estás hoy, a lo que eres: una mujer increíble. 

Ya sabemos quién eres y estamos felices. En este año tan raro en el que nos hemos convertido en Las chicas Gilmore porque nos pasamos el día corriendo y reservándonos ratos, para estar solas, en los que no nos da tiempo a contarnos todo lo que queremos, vamos a disfrutar de haber llegado hasta aquí. Es impresionante verte, verte saber quien eres y disfrutarlo. Te aseguro que eso no le pasa todo el mundo. Has llegado a la Universidad y estás como si te hubieras quitado un peso de encima, como si hubieras alcanzado una meta, como si hubieras llegado a dónde querías. Es mágico verte tan contenta. A partir de ahora solo te queda ser cada vez más tú, cada vez más increíble y especial. Sé que vas a decir que eso lo dicen todas las madres pero también sé que sabes que eso da igual, lo importante es que te lo diga la tuya. 

Dieciocho años hasta aquí. Ha sido un camino chulísimo y lo he dejado lleno de miguitas de recuerdos y notas para que no se nos olvide nunca, para que puedas recordar siempre como llegaste a ser quien eres.

Felices dieciocho, princesa de los ojos azules. Creo que desde el año en que te regalamos un pijama de Spiderman ningún cumpleaños te ha hecho tantísima ilusión como este. Disfrútalo. Ya puedes hacer tu propios bizum.

¿Puedes empezar a cerrar la puerta del baño, por favor? Yo creo que como broma de la infancia ya es suficiente.

domingo, 12 de diciembre de 2021

Las habitaciones a las que no volverás

Estoy preparando un regalo muy especial y estoy repasando el blog desde el principio. Está siendo un viaje interesante, sorprendente y, sobre todo, un alivio. Yo nunca escribí pensando en la posteridad, en que quedara algo para alguien. Escribía para desahogarme, para contar historietas, para ordenarme y resulta que, casi quince años después, descubro que he creado un archivo. De nuestra vida, de la mía y la de mis hijas principalmente. 

En una entrevista al novelista Colm Tóibín que leía esta mañana, he encontrado esta frase: «The rooms you´ll never walk into again is something I think I know I am interested in». Las habitaciones a las que nunca volverás son las que me interesan. 

No lo sé. Detecto a mi alrededor y en los medios un canto a la nostalgia que nos inunda. Quizá es lo normal, es el canto que escuchas cuando tienes casi cincuenta, cuando pasas los cuarenta y cinco. Quizá la música de la nostalgia, los compases de que verde era mi pasado y qué feliz era yo hace veinte años suenan constantemente pero solo los oyes cuando alcanzas cierta edad. El otro día aprendí que según vamos creciendo y envejeciendo hay frecuencias sonoras que dejamos de escuchar, que los jóvenes escuchan más agudos. Según avanzas en la vida escuchas menos agudos, menos estridencia y empiezas a vivir en una constante cantinela nostálgica. Quizás sea otro descubrimiento de la vida, como el de aprender que tus padres no son infalibles, que ser adulto no es hacer lo que te da la gana todo el tiempo y que para cuando puedes salir toda la noche lo único que quieres es acostarte a las diez. Lecciones de vida, lo llaman. 

Releyendo, volviendo a abrir las puertas de esos cuartos que habitaba hace catorce, doce, diez años y me reencuentro con mí yo de entonces y con todo lo que escribía. Me estoy riendo mucho con las historias de mis hijas y me impresiona darme cuenta de que si no lo hubiera escrito, se habría olvidado. Algunas de las historias es como si no fueran mías, como si yo no hubiera estado ahí. Se las leo a mis hijas y se tronchan. Releo y pienso «qué monas eran» pero no querría volver ahí. Me releo, nos releo y vuelvo de visita a esas habitaciones como el que va de visita a la casa museo de Monet en Giverny. Vuelvo para recordar y me tranquiliza saber que lo que fuimos ha quedado guardado en esa memoria escrita. Cuando termino la visita, cuando acabo de leer, apago el ordenador y vuelvo al presente, a hoy, a ahora. 

Estamos bien y también quiero escribirlo para fijar esta habitación para nosotros, para nuestro recuerdo. 

PS: en la entrevista, Colm cuenta que juega al tenis con Almodovar y estoy todavía tratando de procesar esa información. No consigo imaginar la escena. «Es como un muro, las devuelve todas».

domingo, 5 de diciembre de 2021

Lecturas encadenadas. Noviembre


¿Qué mejor día para hablar de lecturas encadenadas que un domingo en medio del puente más largo del año? Ninguno. Es precisamente esa circunstancia, un domingo en medio de un puente, lo que me permite escribir con calma, tener tiempo para aposentarme en el sofá en pijama y dedicar un rato a este post. Ya es oficial, estoy leyendo poco y esto, me causa una gran zozofra. Si leo poco me parece que soy menos yo. Si leo menos se me ocurren menos libros para recomendar, menos cosas sobre las que escribir y evito las librerías porque no puedo comprar más libros mientras en mis estanterías se me acumulan los que compré pensando «volveré a coger ritmo y lo leeré todo». Por otro lado, que sea oficial que estoy leyendo menos, esto no quiere decir que vaya a ser irreversible, es una cuestión de organización en mi nueva vida. Todo llegará. Para empezar ya he conseguido reducir en un mes el retraso que llevo con los New Yorkers, ya estoy con el número final de septiembre, así que voy mejorando. 

Al lío. 

En una de mis últimas incursiones a comprar libros, en La cuesta Moyano, compré Antes de conocernos de Julian Barnes.  De Barnes lo compró todo, lo empiezo todo con emoción, me engancho al principio y pienso «que bueno es», empiezo a aburrirme hacia la mitad, me desinflo y para cuando llego a la última página ya me he olvidado del libro.  Creo que, además, a Barnes le pasa lo mismo. Sospecho que el bueno de Julian es como toda esa gente entusiasta y con ideas que uno conoce a lo largo de su vida. Tienen una idea, tienen energía, se ponen a trabajar en ella y, poco a poco pero bastante rápido, empiezan a perder interés, se desinflan y, si por ellos fuera, la dejarían a medias. Es sensación me transmiten casi todos los libros de Barnes. 

En esta breve novela se cuenta la historia de Graham, rutinariamente casado con Bárbara, con quien tiene una hija. En una fiesta conoce a Ann, se enamoran, se convierten en amantes y acaban casándose. Hasta aquí todo bien pero cuando Barnes aparece con el "conflicto", la novela empieza a hacer aguas por todas partes porque no te la crees. El conflicto consiste en que Bárbara engaña a Graham para que lleve a su hija al cine a ver una película que supuestamente tiene que ver por una tarea del colegio. En la película sale Ann que, antes de ser lo que sea que es ahora era actriz de segunda. A partir de aquí a Graham le surgen unos celos restrospectivos completamente absurdos y ridículos. Todo es ya un ir y venir entre los celos, lo que piensa Graham, lo que le aguanta Ann y las sospechas que terminan en un final que hubiera podido firmar Tarantino y que, sospecho, Barnes escribió con furia porque hasta él, le había cogido manía a la novela. 

Todas las esquinas que doblé están antes de la página treinta. 

«Lo que hacía a Graham sentirse casado era que no ocurría nada, nada que provocara miedo o desconfianza en la forma en que le trataba la vida. Así, sus sentimientos se hincharon gradualmente como un paracaídas; tras el alarmante descenso inicial, todo empezó a suceder más despacio y él colgaba allí, con el sol en la cara y el suelo acercándose muy lentamente. Pensaba no ya que Ann representaba la última oportunidad, sino que siempre había representado su primera y única oportunidad.»

La siguiente lectura fue una novedad que compré en Panta Rhei llevada por ese impulso que comentaba antes. Compré la nueva novela de Sigrid Nunez, Cual es tu tormento, porque la anterior El amigo me encantó.  Este no me ha gustado. 

Una amiga, la narradora, acompaña en sus últimos días a una amiga que se está muriendo de cáncer. Ju con este acompañamiento final nos encontramos con historias de la vida de la narradora, reflexiones sobre la vida, sobre la amistad, sobre envejecer, sobre la pareja. Todo esto, que podría ser interesantísimo y que es lo que hacía en El amigo, aquí está deslavazado y resulta frío, destartalado. Es como cuando entras en un puesto del rastro y hay muchas cosas chulas, algunos objetos que brillan y podrían interesarte pero, en conjunto, el puesto no te atrae y acabas marchándote rápido. 

Doblé la primera página con la cita de Simone Weil. 

«La plenitud del amor al prójimo 

estriba simplemente en ser capaz de preguntar ¿Cual es tu tormento?»

¿Lo recomiendo? Pues no. Mejor empezar por El amigo. 

No soy buena lectora de poesía. Me sobrepasa, me cuesta concentrarme en ella y donde todo el mundo encuentra consuelo, belleza y sentimiento yo me encuentro batallando con las palabras, los renglones y las estrofas intentando encontrar un sentido, un sentimiento. Para mí, leer poesía es enfrentarme a un idioma del que conozco las palabras pero con el que no consigo comunicarme. 

Memoria de la nieve de Julio Llamazares pululaba por las mesas de una sala que tenemos en mi trabajo en la que hay muchísimos más libros. Es un ejemplar precioso, en una edición maravillosa de Nórdica, y tras meses viéndolo ahí decidí traérmelo a casa y leerlo. La memoria de la nieve es un poemario publicado originalmente en 1982 que en 2019 Nórdica sacó en esta edición, con ilustraciones de Adolfo Serra, por empeño del fundador de la editorial. Lo he leído poco a poco, un par de poemas cada noche, antes de quedarme dormida. ¿Los he entendido todos? No lo sé. Lo que a mí me han contado estos poemas es el paso del tiempo, como lo que creemos que estará siempre desaparecerá casi sin que nos demos cuenta. El tiempo pasa y borra lo que había, lo que somos nosotros, lo que imaginábamos. Además, todo en este poemario huele a invierno, a viento frío, a nieve y crujir de pisadas, a briznas asomando bajo la capa de hielo y a ramas desnudas. Quizás me ha gustado porque el invierno es mi estación.  Las ilustraciones de Serra merecen comentario aparte porque son maravillosas y encajan perfectamente con los poemas y con el tono. Un libro precioso. 

«Todo lo que aprendí de quien nunca fue amado: la nieve y el silencio

y el grito de los bosques cuando muere el verano.

O aquella canción celta que Kerstin me cantaba:

¿Quién puede navegar sin velas? ¿Quién puede remar sin remos? ¿Quién puede despedirse de su amor sin llorar? 

Pero ahora ya la nieve sustenta mi memoria. Y el silencio se espesa

tras los bosques doloridod y profundos del invierno. 

Por eso puedo navegar sin velas. Por eso puedo remar sin remos. 

Por eso puedo despedirme de mi amor sin llorar.»

Y con este final triste o, mejor dicho, muy otoñal hasta los encadenados de diciembre. 

lunes, 29 de noviembre de 2021

El peso de un regalo

Llevo un par de semanas preparando una caja para enviar a Clara. «Mamá, mándame cosas que sepan a patria». Descartado lo que más sabe a patria: el jamón, el queso, la morcilla y el lomo por prohibiciones en los envíos, me he decantado por cosas como turrón, polvorones, aceitunas, pipas y chupachups. En el envío además hay pantalones, algunos regalitos y un manga. Es un envío ecléctico del que lo que más me preocupa, (después de que los polvores se desintegren, el polvillo escape el precinto y los de aduanas crean que es antrax) es lo que pesa. El peso marca la diferencia entre que sea caro o sea carísimo. ¿Cuánto pesa un regalo? Este pesa poco. 

Un regalo no pesa lo mismo si lo haces o si lo recibes. Tampoco pesa lo mismo en el momento en que se entrega o se recibe que en el momento en que se piensa o diez años después de recibirlo. No pesa igual si la otra persona ya no está que si sigue en tu vida. Un regalo, cualquiera, pesa por pensamiento, obra y omisión, como los pecados. 

A mí me gusta regalar y nunca lo hago al tuntún. No es una obligación jamás. Si no me apetece regalar a alguien no lo hago. Entiendo que no todo el mundo piensa o actúa así pero para mí, regalar sin ganas es perverso, es como llenar un cuento infantil de referencias sadomaso. Por supuesto, hay personas a las que me apetece mucho más regalar y en este caso el presente pesa más. Cualquier regalo a mis hijas lleva meses de pensamiento, de elucubrar ideas y maneras y lleva semanas de ejecución. Son regalos pesados tanto por la intención como por la esperanza depositadas en ellos: son regalos que quiero que les gusten y que quiero que recuerden. No soy tan inocente como para creer que María recordará su pijama de spiderman o su coche teledirigido cuanto tenga treinta años pero sé que durante sus siete, ocho, nueve, diez, once años...esos regalos fueron una presencia importante y con eso es suficiente. Por experiencia sé que no hay regalo que pese más que el mal regalo, el hecho sin pensar en la otra persona, realizado desde el utilitarismo o "esto es lo que toca". Esos regalos pesan tanto que no se olvidan nunca. Treinta años después todavía recuerdo el disgusto que me llevé cuando mi madre, por mi dieciocho cumpleaños, me regaló una bolsa de viaje de piel. ¿Era bonita? Sí. ¿La he usado mucho? Sí. ¿Era el regalo adecuado? No. ¿Era un regalo que decía esto es lo que quiero regalarte yo independientemente de lo que quieras tú? Sí. Eso pesa muchísimo. 

Lo que pese un regalo, en cualquier caso, no depende de su valor ni del tiempo que se haya dedicado a buscarlo. El peso de un regalo es intangible e inmensurable. Por eso el collar de macarrones del día de la madre de hace quince años pesa lo mismo que la pluma que me regalaron el año pasado. Por esa condición extraña cuesta más dar los libros que te regalaron aunque no te haya gustado que los libros que te gustaron pero que tu misma te compraste. Las manitas de mis hijas impresas en escayola pesan más que el David de Miguel Ángel. Una piedra de una playa, un marca páginas roñoso, una camisa antigua, tu anillo de boda, todos esos regalos pesan casi lo mismo, pesan una vida. 

Hay otros regalos que, sin embargo, parecían pesar una tonelada cuando te los regalaron. Parecía que iban a durar para siempre, que iban a ser necesarios todos los días de tu vida, venían cargados de intención y puede que de amor. Su peso, sin embargo, se convirtió en una losa cuando tu vida cambió y cuando, por fin, has conseguido librarte de ellos, cuando llega el día en el que te deshaces de ellos (es un momento que llega cuando tiene que llegar, que cuando llega parece que siempre estuvo ahí pero que sabes que nunca estuvo ahí hasta ese momento) te sientes como si te hubieras quitado una losa de encima. 

Hay otros regalos con tanto peso que aún perdidos, marchitados, tirados a la basura porque solo eran una sombra de lo que fueron o porque ya estaban en un estado incompatible con la salubridad, dejan hueco, sombra. Los recuerdas para siempre, no importa el tiempo que haya pasado: mi primera bicicleta roja, un forro polar azul marino con capucha y forro de rayas marineras que mi hija Clara perdió en el colegio, mi primer ejemplar de Cannery Row... ya no están, desaparecieron, pero queda su sombra y creo que quedará para siempre. 

Hoy mandaré el paquete a Clara. Será caro pero no pesado. Pesan más las cartas que le envío cada semana y sé que pesarán más dentro de diez años y dejarán sombra si alguna vez las pierde.