miércoles, 25 de abril de 2018

Los días iguales




El libro es, primero, una idea. Una idea sobre la que, cuando te la sugieren, piensas que «ni de coña». Después, cuando repentinamente piensas que quizás sí, que es una buena idea, el libro se transforma en un lugar idílico en el que todo será perfecto. Te pasas el día imaginando ese lugar idílico: tú, tu cuaderno, todas las ideas y párrafos perfectos que escribes en tu cabeza mientras conduces, te duchas, planchas o en el insomnio de las tres de la mañana. Ansías tiempo para poder viajar a ese paraíso, para disfrutar de esa situación idílica en la que todo será fácil y mágico porque eso es lo que quieres: sentarte a escribir. 

Más adelante el libro te acecha. Quiere que lo escribas y tú, por alguna razón que no comprendes, no consigues escribir. Estás deseando ponerte a ello pero a la hora de la verdad encuentras mil excusas: tienes que planchar, hacer la compra, presentar la renta, ordenar los armarios, hacer limpieza de primavera. Cuando todo lo pendiente ha terminado, das gracias a Dios por tener internet y poder seguir perdiendo el tiempo. Si hubieras nacido en 1940 probablemente hubieras cultivado rosas en tu jardín o coleccionado sellos con tal de no sentarte a escribir. ¿Por qué? No lo sabes pero es así. 

Cuando alcanzas el punto de no retorno, el «tengo que hacer esto y quitármelo de encima», el libro te tortura: nunca sabes qué vas a encontrarte. Hay momentos en los que todo fluye, se te ocurren las ideas, las frases van saliendo sin problemas y te confías, corres, disfrutas, odias a tu yo limpiador que te privó durante días de esta maravillosa sensación, porque esto es lo que quieres hacer: escribir. Luego pasas otros momentos, sobre todo si cometes el error de releerte mientras escribes, en que quieres meterte debajo de la mesa, llamar a tu editor y decirle que te lo has pensado mejor y que no, que no puedes, que no eres capaz. A trancas y barrancas, alternando la euforia con el desánimo, consigues llegar al final. A lo mejor lo que has escrito es una mierda, no vale nada, pero es tu mierda y la has terminado. Has puesto FIN. 

El libro pasa entonces a ser de tus primeros lectores. Lo que has escrito pasa a ser lo que se lee, lo que otros leen. Está fuera de tu control. Tú sabes o crees saber qué has escrito pero no puedes saber qué van a leer. Se lo das a leer a alguien o a varios alguien y esperas. ¿Has elegido bien a esos primeros lectores? ¿Te quieren demasiado o demasiado poco? ¿Serán sinceros o les darás pena? Tus primeros lectores te dan su opinión. Tu editor te lleva de la mano por el texto, otra vez, repasando, puliendo y corrigiendo. Y en ese proceso de dar a leer, de repasar y de releer, de repente el libro deja de ser tuyo. Ha salido de ti pero ya no es tuyo. Se parece, aunque sea un tópico, a lo que sientes cuando te dicen «es tu hijo» y tú piensas «¿seguro? no lo veo claro».

Hasta este momento el libro ha sido más texto que libro. Contenido sin continente al que ha llegado el momento de vestir de bonito, de darle apariencia. No puede tener cualquier pinta, hay que vestirse para la ocasión y, además, tiene que ser algo que pegue contigo. Cuando por fin tu texto se convierte en un libro de verdad con cubierta, contra cubierta, solapa, con el título, tu nombre en la portada y tus letras negro sobre blanco te sientes abrumada. Tu texto se ha hecho mayor, se ha hecho libro, ya vuela solo. Eres libre. 

O no.

Llega el momento de escribir sobre tu libro, de hablar de él. De contar lo alto, lo guapo, lo listo que es. Y descubres que no sabes cómo hacerlo porque cualquier cosa parece demasiado buena o demasiado mala, suena muy modesto o excesivamente grandilocuente, creas demasiadas expectativas o lo haces tan poco atractivo como arrancarse las uñas. ¿Qué puedes decir de algo que te ha consumido casi dos años de tu vida? 

Y aquí estoy. En ese punto. 

Los días iguales es el relato de mi depresión. No es un diario, ni unas memorias, ni un libro de autoayuda; no es un libro para llorar ni para dar pena, no descubro la luz al final del túnel ni doy una receta mágica. Es un libro de viajes, el relato de los meses en los que me desconecté de la vida porque la vida me daba tanto miedo que no podía levantarme de la cama ni mirar el cielo azul ni ponerme calcetines de rayas porque todo me aterraba. Una depresión no es algo grandilocuente, no te cae un rayo o te explota la cabeza: sencillamente descubres que lo más nimio, lo más pequeño de la vida puede contigo. Ser tú es terrorífico. 

En LOS DÍAS IGUALES yo pongo la letra, @fromthetree ha puesto la imagen y Juan Tallón ha escrito el prólogo. Ni @fromthetree ni Juan me conocían cuando les asalté para acompañarme en este viaje y ninguno de los dos vio mi cara de sorpresa y mis saltos de alegría cuando dijeron que sí. Internet es maravilloso y gracias a su magia puedo contar con ellos dos.  

El próximo día 9 sale a la venta LOS DÍAS IGUALES y, además, lo presentaremos en La Fábrica a las 19:30. Llegará entonces el momento de hablar del libro y, os adelanto, que ya estoy teniendo pesadillas con eso. Estáis todos invitados.


lunes, 23 de abril de 2018

La ley del mínimo esfuerzo adolescente y el «puff, qué pereza».

Confieso que al principio al principio me molestaba, me llevaban los demonios, echaba broncas y espumarajos por la boca. Intentaba hacer ver a mis adolescentes que no se puede ser tan vago ni pasar de todo. Ahora he cambiado de estrategia y me dedico a observarlas con admiración esperando una nueva sorpresa, esperando que me enseñen como aún se puede hacer menos. 

Empezaron por cosas pequeñas, cosas que antes yo hacía por ellas y que llegado el momento de encargarse ellas se revelaron como tareas demasiado arduas. El soporte para el rollo de papel higiénico cayó en el olvido. Da igual que su mecanismo sea el más simple del mercado. Días y días y días el rollo de cartón vacío, sin vida y sin utilidad languidece en el soporte mientras otros rollos van terminando su vida útil y son abandonados encima de la cisterna, en la banqueta, en el suelo.

—¡Chicas, cambiad el rollo!
Pufff, qué pereza. 

Después vinieron procesos inevitables. Todos sabemos que la ropa tiende a desordenarse, hay que hacer esfuerzos para tenerlas controlada y yo he pasado años enseñándolas a luchar contra la entropia de la ropa. «Mis hijas son ordenadas» me pavoneaba diciendo. Ja. Ahora he descubierto que los adolescentes no se desnudan ni se descalzan, la ropa se les cae y los zapatos salen disparados de sus pies. Los calcetines tienen vida propia y establecen colonias debajo de las mesas, de las sillas, de los radiadores, en los rincones.

—¿Vamos de compras, mamá?
—Hasta que no recojáis todo lo que hay por el suelo, ni de coña.
—¡Pero si sólo hay seis pares de zapatos en el suelo! Eres una exagerada.

Enfrentadas a la situación de recoger su ropa ¿qué les grita su instinto de llevar la ley del mínimo esfuerzo a límites jamás vistos? Cogerlo todo del suelo dejando siempre algún calcetín solitario perdido entre pelusas en una esquina y echarlo a lavar, transformando su mínimo esfuerzo en un máximo esfuerzo para otros.  Por supuesto la ropa no se tiende jamás en el tendedero porque el esfuerzo de abrir la ventana y usar las pinzas les sobrepasa. La ropa de piscina se deposita de cualquier manera encima del radiador aunque el radiador esté apagado. En el hipotético caso en el que debido a un rugido por mi parte «vale, vale, tranquila» lo tiendan en las cuerdas, no se usan pinzas porque «puff qué pereza girarme 45 grados y coger la bolsa de las pinzas». Si por un casual yo he tenido un acceso de madre de la pradera y les he tendido la ropa  cuando, con urgencia desorbitada, la necesitan y corren a destenderla, las pinzas no se quitan y se guardan, la ropa se arranca y las pinzas quedan en las cuerdas solitarias, vacías, sin propósito porque «puff qué pereza quitar las pinzas».

Con adolescentes en casa te sientes como viviendo en una casa canadiense como las que redecoran los gemelos; todo es open space. Las puertas no se cierran jamás. Todas abiertas de par en par.

—Cierra la puerta.
—Está muy lejos.

Esa es otra, ahora parece que vivo en Buckingham Palace. Cualquier distancia no alcanzable desde la posición de caída en el sofá desde un quinto piso es insalvable y «puff qué pereza».

La última cumbre alcanzada por mis hijas me ha dejado estupefacta. Con sorpresa observé que a pesar de la superpoblación de platos de postre que tenemos, no quedaban limpios para poner el desayuno. Abrí el lavaplatos y allí estaban todos, los dieciséis con su correspondiente resto de comida porque, por supuesto, pasar los platos por el grifo antes de meterlos en el lavaplatos ni se contempla. Con una inocencia que hasta me doy ternurita a mí misma les pregunté qué pasaba.

—¿Por qué os ha dado por comer en plato de postre?
—Porque para cogerlos solo hay que abrir una puerta del armario. Para los grandes hay que abrir las dos y   «Puff, qué pereza»

Vivo con miedo a que decidan que abrir el cajón de los cubiertos es un trabajo innecesario y empiecen a comer con las manos porque «¿qué más da?». Otra frase del adolescentismo que habrá que analizar.


jueves, 19 de abril de 2018

El gatillo

Se llamaba Eladio o Elpidio o Elias, algo con E. Era periodista cuando para mí ser periodista era algo casi tan mágico como ser astronauta, Indiana Jones o librero. Trabajaba en la Agencia Efe y llevaba camisetas negras de grupos de música, una cazadora de cuero de las que por entonces se consideraban de macarras y ahora venden en Zara convertidas en outfits  y botas.  Tenía mundo, sabía cosas, era mayor y despredía ese aplomo que te parece que tiene alguien de treinta y cinco cuando tú sólo tienes dieciocho. Nos hicimos amigos. No, amigos no. Eramos compañeros de clase, de esos que no tienen nada en común más que saberse iguales frente a todos los demás. Lunes, miércoles y viernes o martes y jueves, no me acuerdo, íbamos a clase de francés a primera hora de la mañana. En primer año de carrera me sentía mayor, independiente, era el momento de construirme una vida y "hacer cosas" y por algún motivo creí que estudiar francés era buena idea. Odié el francés desde el primer día y él me odió a mi. No se me daba bien y al hablarlo mi lengua tropezaba con mis dientes, mis labios o se enredaba con las fricativas. Nada de eso me pasaba con el inglés. Refunfuñaba al levantarme para ir a clase, refunfuñaba en el metro de camino pelearme con los verbos y supongo que intentaba no refunfuñar en clase sin conseguirlo y quizá fue eso mi enfurruñamiento de frustración fue el que le hizo gracia y empezar a hablar conmigo.  Nos reíamos, intentábamos que nos tocara siempre de pareja en los ejercicios de conversación, tomábamos café y, sobre todo, cogíamos el metro de vuelta al terminar las clases. Es en el metro dónde tengo mi recuerdo más nítido con él. Viajábamos en dirección norte, hacia Plaza de Castilla, de pié en el centro del vagón charlando sobre música, creo que sobre Jethro Tull porque siempre pienso en él al oír su música, y en un determinado momento me miró y me dijo: «eres la queja que camina».

Hay lugares que son un gatillo que dispara los recuerdos. Pasas por delante y vuelves a ellos sin que te de tiempo a pensar. Ayer, al volver del teatro pasé por delante del Instituto Francés y volví a acordarme de él. ¿Cuántos años han pasado? Veinticinco por lo menos. Elías, Eladio o Elpidio, quizás sigas siendo periodistas, quizás sigas llevando camisetas negras y  chupa de cuero negro. Quizás te acuerdes de mí, sigo siendo la queja que camina y no he aprendido a hablar francés pero me defiendo bastante bien cuando me paseo por Francia de vacaciones.  

 Elías, Eladio o Elpidio, ayer me acordé de ti. Acabo de recordar que fumabas. 



lunes, 16 de abril de 2018

Autorretrato (2018)


Te crees especial, diferente, distinguible hasta que te  paras a analizar que el «me recuerdas a alguien» que escuchas, casi siempre, al conocer a alguien, en realidad quiere decir «te pareces a todo el mundo». O cuando tras veinte visitas a los Verdi, la taquillera te sigue pidiendo el DNI porque no recuerda tu cara de la tarde anterior. Tú no le recuerdas que viniste el día anterior y la semana pasada, ni la anterior, ni todos los fines de semana del invierno porque no hace falta violentar a nadie haciéndole creer que tiene mala memoria cuando lo que ocurre es que tienes una cara que se olvida, que no se fija, que se borra, que no deja rastro. 

¿Cómo es tu cara? Empezando desde arriba tienes pelo. Mucho pelo. Ahora mismo, ni largo ni corto, aunque para los fanáticos del pelo largo lo llevas cortísimo y para los radicales del rapado eres Rapunzel. Tienes la sospecha de que tu peluquera, con la que llevas veinte años, quiere dejarte un corte como el que lleva  Yvonne Reyes (antes de ser Yvonne Reyes) en una foto que decora las escaleras de la peluquería. Buena suerte con eso. Te tiñes el pelo de tu color, bueno del color que tenías cuando no eras mayor, ahora es blanco. No te decides a dejártelo blanco por pereza, pero estás a punto de hacerlo. «No lo hagas, parecerás mayor». «¿Y qué?» piensas tú, ya eres mayor. Mary Beard, Jane Goodall, Cruela de Ville, todas son mujeres con el pelo blanco a las que miras con admiración. No las ves y piensas «parecen mayores», las ves y las envidias. Además, si te dejaras el pelo blanco tendrías algo que llamaría la atención, te borrarías menos; una buena mata de pelo como una boya de reconocimiento entre una marea de cabezas de colores. Y, además, sería una buena mata porque tienes buen pelo, muy bueno. «¡Qué buen pelo tienes!» te dijo la madre de tu amiga Olvido, María Ángeles, cuando tenías ocho años, un día que llegasteis a su casa corriendo sudorosas en busca de ya no recuerdas qué. Pusiste tal cara de sorpresa ante ese halago que se vio forzada a explicarte que tenías el pelo grueso, denso, fuerte. Hasta ese día habías creído que todos los pelos eran iguales, salían de la cabeza y crecían. Punto. Te lo dijo durante cuarenta años, cada vez que te veía y no lo has olvidado nunca. Aprendiste aquel día que hay pelos finos, quebradizos, rebeldes, foscos, frágiles, pobres y que a ti, en la lotería de la vida, te tocó un buen pelo. La mayor parte del tiempo no le dedicas ni un solo pensamiento a tu pelo y él parece vivir feliz con tu indiferencia. No sabes qué opinará de hacerle parecer mayor, de mostrar su verdadera edad, quizá se vuelva rebelde. 

Tras un buen rato valorándolo decides que tu cara es redonda, no llega a torta de pan (en realidad no sabes lo que es una torta de pan o que, mejor dicho, solo tienes una ligera idea de cómo deben ser pero nunca has visto ninguna) ni a Luna de Méliès pero es redonda. Jamás colaría como una de esas «caras angulosas» tan de protagonista de novela. A los lados tienes, menos mal, dos orejas que son más pequeñas de lo normal, muy pequeñas. Llevas pendientes, incluso durmiendo, casi siempre los mismos. Unos pequeños de oro blanco que te regalaron cuando cumpliste treinta años. No los has llevado durante catorce años seguidos, claro que no. A veces, cuando te sientes estilosa o con ganas de hacer un esfuerzo, te los cambias según la ropa que lleves: unos rojos, unos azules, otros aros dorados. Lo haces hasta que te cansas de fingir o llega el invierno y se te olvida cambiártelos y casi se te olvida que tienes orejas. 

Tienes una frente standard: ni muy ancha, ni muy estrecha. Talla única. Sin marcas ni cicatrices de viejas heridas de infancia. Siempre fuiste una niña muy prudente y muy miedica: nada de correr riesgos, saltar o tener prisa. No tienes interesantes anécdotas que contar pero a cambio tu frente aparece limpia y a salvo de explicaciones. En su centro, eso sí, se puede ver el cumplimiento de una profecía: «Niña, no puedes estar siempre enfurruñada, te saldrán arrugas». Fuiste una niña enfadada con el mundo y tu abuela te advirtió, ahí están, dos lineas paralelas perfectas justo encima de tu nariz. Frunces el ceño frente al espejo. ¿Sigues haciendo ese gesto cuando te enfadas? Crees que no pero no lo sabes. A los lados de esas arrugas heredadas de la infancia están tus cejas. Arqueadas, de color castaño oscuro, sin canas. «Deberías limpiártelas» te dijeron una vez. Pagarías por ver tu cara de sorpresa al escuchar ese comentario. Lo has intentado un par de veces, frente al espejo, muy seria, con las pinzas en la mano y sin tener mucha idea de los pelos que se supone debes arrancar para limpiar, no sabes qué pelos son los que ensucian. Tras un par de intentos has decidido que no merece la pena esa punzada de dolor al arrancarte un pelo, probablemente el equivocado, y ese amago de lágrima en la esquina de tu ojo. Quizá la gente comente «Madre mía, cómo lleva las cejas de horribles» pero te cuesta creer que alguien preste atención a unas cejas siempre que estas no sean algo espectacular: las de Brézhnev o Blas o no existan. Las cejas, como todo lo verdaderamente importante de la vida, solo se ven cuando no están. 

Tienes los ojos pequeños. Ni almendrados, ni muy redondos, ni muy rasgados. Normales. Durante muchos años creíste que los ojos marrones eran una categoría absoluta y la más abundante en la naturaleza. Ojos marrones sin matices, no había que explicar más. Puede que esta idea simplista del color marrón viniera de tus años de convivencia con el uniforme del colegio que también era marrón y espantoso. ¿Para qué fijarse en el color de tus ojos si ya sabías que eran marrones, que no había sorpresas? Más adelante descubriste que tienes los ojos de color marrón oscuro, casi negro, formando pareja con los de tu hermano Gonzalo. El otro par de hermanos, los del medio, Borja y Elena, comparten un color marrón más claro, más hojas de otoño. Hermanos a pares. 

Casi no tienes pestañas. No sabes si alguna vez las tuviste, espesas y curvadas como las de tus hijas o tus sobrinos, y por el camino las has perdido o siempre fuiste de pestaña escasa. «Ponte postizas, vas a flipar. Te despiertas por la mañana y ¡te ves guapísima!» te comentó una amiga hace un par de meses. Sé sincera: verte no guapa, guapísima nada más levantarte y, sobre todo, aletear tus pestañas te pareció algo muy tentador, emocionante. ¿Cómo será verte guapísima nada más despertar? Quizás lo hagas cuando te dejes el pelo blanco. 

«Patas de gallo» Tú no les ves el parecido con las patas de gallo por ninguna parte pero tienes ya esas arrugas a los lados de los ojos que la gente se empeña en llamar así. Te pasa lo mismo con el tejido «pico de gallo», eres incapaz de ver un pico de gallo en el entramado de esa tela. «No entornes los ojos que se hacen arrugas» A ti te gustan esas arrugas, te hacen reír, parecen decir que has mirado mucho intentando ver cuanto más mejor o que, estás perdiendo vista y achinas los ojos. Cuando no duermes tienes bolsas bajo los párpados. Romboidales si estás muy cansada y más circulares cuando sólo te faltan un par de horas de sueño. En vacaciones desaparecen. A veces te asusta su presencia y piensas que si creyeras en las cremas de contorno de ojos y, sobre todo, si las usaras te podrías librar de ellas. 

Mofletes. Tienes mofletes. Ni pómulos ni mejillas. Mofletes redondos, pellizcables, achucharles cuando te ríes, cuando estás contenta. Ya no tienes edad, hace mucho que dejaste de tenerla, para que nadie te pellizque los mofletes pero que alguien pruebe a pellizcar unos pómulos, no se puede. Los pómulos son distinguidos y altivos, pinchan. Entre tus mofletes y tu barbilla, cuando sonríes, se forma un romboide casi perfecto. Las aletas de tu nariz forman el vértice superior y la punta de tu mentón el inferior.  A los lados, conectando ambos puntos, dos pliegues ligeramente asimétricos a los que dan sombra tus mofletes. Son asimétricos porque el de la izquierda tiene un surco de más. Un surco, una arruga, que no sabes de dónde sale, no sabes si es una cicatriz o si simplemente ahí sobra más piel o durante mucho tiempo tu sonrisa estuvo desequilibrada. Aprendiste a sonreír hace tan solo cuatro años, en el peor momento de tu vida. Aprendiste a sonreír con naturalidad aunque no tuvieras ningún motivo para ello. Ahora, cuando sonríes lo haces con toda la cara y cruza ese rombo la linea horizontal que forma tu boca. Tus labios son finos, sin personalidad, unos labios funcionales y anodinos, sin interés. A veces, coincidiendo con tus cambios de pendientes te los pintas pero, entonces, te  parece que vas disfrazada. Quizás con la mata de pelo blanco queden mejor... quizás parezcas una vieja diva. O una loca. Detrás de los labios están tus dientes imperfectos formando el frente popular de Judea contra la marea de sonrisas de dientes perfectos que recorre nuestra sociedad. Sonrisas de anuncio, intercambiables, que iluminan la noche. La tuya no es una de esas, es personal, característica, tuya para lo bueno y para lo malo. «¿Vas a arreglarte los dientes antes de la boda?» Jamás olvidarás el día que alguien de sonrisa intercambiable, pelo perfecto y piel perfecta te dijo eso, poco antes de casarte, insinuando que tu diente roto era claramente un defecto. Jamás has pensado arreglártelo. Es una de tus pocas cicatrices de guerra, un recuerdo de aquel día, en el pasillo de 4º de EGB,  en el que creíste que tus amigas y acabaste descubriendo, con la boca clavada en el gres rojo del suelo, que o bien tu pesabas de más o tus amigas tenían fuerza de menos. Te encanta tu diente roto. 

¿Qué más tienes en la cara? Justo en medio una nariz. Ni grande, ni pequeña, ni enorme, ni aguileña, ni respingona ni con personalidad. Es ligeramente redondeada en la punta y con tendencia a desarrollar granos en el momento más inoportuno. Cuando te enfadas abres despliegas las aletas de las narinas como un búfalo a punto de embestir, como queriendo aprehender más aire para atacar con más fuerza. También lo haces cuando tienes la respuesta perfecta en la punta de la lengua y estás disfrutando con antelación el triunfo. 


Si te miras durante mucho tiempo al espejo dejas de reconocerte o, mejor dicho, pareces otra persona. Pero no, eres tú, lo que ocurre es que no te miras, vives con la imagen mental que tienes de ti  y, a veces, no cuadra con lo que ves cuando de verdad te miras. Por eso hoy, te has parado y te has mirado. Para verte.