viernes, 23 de febrero de 2018

Bergamota es nombre de...

Esta semana he aprendido que si alguna vez visito Limone, un pequeño pueblo en la ladera oeste del lago Garda, podré ver unas grandes construcciones, que me recordarán a las salas hipóstilas de los templos egipcios. Son invernaderos diseñados para cultivar limones. Hasta la II Guerra Mundial, los habitantes de Limone, colocaban entre sus bosques de columnas de piedra los grandes maceteros con limoneros y sobre las columnas, en invierno, ajustaban tejados y paredes de madera, para protegerlos de las bajas temperaturas. Sus cultivadores colocaban en los alféizares de sus ventanas un cuenco con agua y si observaban que empezaba a formarse hielo, corrían a encender hogueras en sus invernaderos para calentar el aire y evitar que las heladas acabaran con los limones.  He aprendido, también, que Estonia tiene un millón trecientos mil habitantes y que la red social de más éxito en China se llama Meipai. Con horror he aprendido que esa aplicación tiene un filtro que se llama Euro American Wave que automáticamente añade a los retratados chinos el doble pliegue en los párpados que tenemos los occidentales. Ni siquiera sabía que teníamos un doble pliegue. Creo que nunca había pensando en mis párpados. 

Esta semana me he dado cuenta de que ya no decimos nunca predilecto, elegimos siempre las palabras favorito o preferido y me he preguntado dónde están las expresiones de mi infancia que ya no están: ametralladora, saltarse el disco y los siseñores con patas de alambre. O los canguingos. Esta semana he conocido a Jim Simmons, un prodigioso matemático con una fortuna como la del Tio Gilito que ha montado un gran centro computacional en Nueva York para ayudar a la ciencia básica a gestionar la enorme cantidad de datos que generan los experimentos. Simmons es un personaje increíble pero sé que lo que siempre recordaré será que con setenta y seis años y siendo americano fuma y lo hace dentro de los edificios. Es un super jefe. 

Estos últimos días, también, he intentado aprender a hacer buen café en mi nueva cafetera italiana y he intentado entender cuales son los itinerarios curriculares en bachillerato y cómo se calcula la nota para acceder a la Universidad. Con el café he tenido bastante éxito, con lo de las notas he decidido dejarlo para más adelante. Esta semana también he aprendido que un padre articulista que escribe sobre lo mucho que quiere a sus hijos es molón pero si lo hace una mujer es cursi o quiere vender la moto de la maternidad. He aprendido también a no volver a pinchar jamás en algo que empieza por «Qué tienes que hacer para que tu hijo sea o no sea».

Ya sé lo que cobra un oficial de bombero en Madrid, el coste de pintar una casa y que cuesta tres ciclos de lavado y un uso indecente del quitamanchas conseguir que los pantalones blancos de una adolescente vuelvan a ser más o menos blancos. He aprendido que el cultivo de cítricos en Sicilia es el origen de la mafia y que la bergamota es un cítrico. Hasta antes de ayer podría haber dicho que era el nombre de una parte del velamen de un barco o incluso una baya silvestre. Soy ignorante pero tengo recursos. 

Carbono, Silicio, Germano, Estaño y Plomo. He aprendido que la regla mnemotécnica para no olvidar los tres últimos elementos de esta columna es ¿Qué extraño pomo tiene esa puerta alemana? He aprendido a estirar los hombros y que los parisinos, en el siglo XIX, se volvieron locos con la novela Los robinsones suizos y se dedicaron a edificar bares y cabarets siguiendo esa idea. He aprendido que la última de esas maravillosas construcciones se cerró en 1976 y toda la historia me ha hecho volver a soñar con tener una casa así. 

He aprendido que la expresión «dentro mío" es correcta y que los superricos de Nueva York están intentando que sus hijos no se crean superricos, super especiales y por encima de los demás y les está saliendo regular.  No sé porqué  pero esto no me ha sorprendido ni la mitad que lo de la bergamota.  


miércoles, 21 de febrero de 2018

Te quiero por si me muero

«Te quiero por si me muero» me dice María cuando entro en su cuarto a darle el beso de buenas noches. «Te quiero por si me muero» grita desde la puerta cuando sale corriendo hacia el colegio. «Te quiero por si me muero» cuando, cada día, colgamos el teléfono a mediodía tras haberle dado las instrucciones para la comida. 

Las dos partes de esta frase me dan escalofríos. Me encanta que con catorce años vuelva a decirme que me quiere y, por supuesto, me aterra que se muera. Hay un tercer sentimiento que no consigo definir, la súbita consciencia de que María ya sepa, piense, que la muerte no es algo que pasa a otros o dentro de mucho tiempo me enorgullece y me entristece a la vez. «Te quiero por si me muero» le contesto yo cada vez porque quiero que sepa, que sienta, que no se le olvide que la quiero infinito aunque estemos atravesando una época en la que el amor de madre (y de padre) es incompatible, cuando no directamente opuesto, con las expectativas que una adolescente tiene de como ese amor debe ser y manifestarse. 

«Te quiero por si me muero» no se le ha ocurrido a ella pero empezar a utilizarla todos los días sí. Desde hace unos cuantos meses, por las noches, en pijama y tiradas en el sofá estamos viendo How I met your mother, una buena serie que estamos disfrutando y que nos da para hablar de muchos temas. (Sé que hay gente que dice que si los valores que transmite, que si es machista, sexista y blablablabla... pero afortunadamente mis brujas ya distinguen la ficción de la realidad). En uno de los capítulos que vimos la semana pasada, Marshall, uno de los protagonistas, perdía a su padre de un infarto fulminante. «Como te pasó a ti, mamá». Y él y todos sus amigos se dedican a pensar en cuales han sido las últimas palabras que han intercambiado con sus padres. Al terminar, se quedaron muy pensativas y les pregunté qué era lo último que le he habían dicho al Ingeniero. 

—Creo que ha sido Hasta luego, cara huevo.- dijo María.

Recogimos, nos lavamos los dientes, las mandé a la cama veinte veces y les grité otra media docena que cerraran la puerta del baño. 

—Mamá, ¿vienes a darnos el beso?
—Voy
—Te quiero por si me muero. 
—Jajaja, ¿De dónde has sacado eso?
—De una serie muy tonta pero la protagonista decía esa frase y he decidido que a partir de ahora voy a usarla por si acaso. 

«Estáis tontísimas con esa frasecita» opina Clara. 

Te quiero por si me muero. 

Todo lo importante de la vida en seis palabras.



lunes, 19 de febrero de 2018

A medias.

Les fils du temp @Gilbert Garcin

«Si pudiera elegir un superpoder sería la indiferencia hacia las tareas pendientes. Ser capaz de desentendeme totalmente de las cosas que tengo que hacer sin que eso enturbiara mi vagueo».

A medias, a la mitad, sin terminar. Ojalá supiera dejar las cosas a medias pero no puedo. Es superior a mis fuerzas. Dejar algo a la mitad me provoca desasosiego, inquietud y, lo que es peor, arruina cualquier posible placer posterior. Si empiezo algo lo termino, aunque sea mal, aunque sea una chapuza, aunque sepa que si lo dejo en un determinado momento quizá en el futuro pueda retomarlo y hacerlo mejor. 

Creo que podemos dividir a las personas entre las que están cómodas en la mitad y las que no. 
Entre las que consideran que hacer la mitad es un avance, un logro del que estar orgulloso y satisfecho y las que consideran que empezar y dejar sin terminar es un fracaso. 
Entre las que consideran la mitad un lugar tan bueno como el final y las que, en el medio de las cosas, estamos perdidos. 

Ser capaz de dejar las cosas a medias puede ser bueno, las posibilidades son infinitas. No importa el tiempo del que dispongas, los materiales con los que cuentes, la motivación que te haya llevado a embarcarte en esa actividad o que tus reservas de ánimo sean escasas. Vas a empezar y ya verás hasta donde llegas. Encuentras placer en el comienzo, en intentar, en probar, en ver hasta donde llegas. No hay logro al que llegar, ni meta que cruzar, ni reto que conseguir. Hagas lo que hagas, llegues hasta donde llegues, algo habrás conseguido y no te sentirás decepcionado ni intranquilo al dejar lo que sea a medias, orillado en una esquina de tu vida esperando que vuelvas a retomarlo. O no, a lo mejor llegar a la mitad era su destino. 

Yo no sé hacer eso. No puedo dejar las cosas a medias. Cuando me propongo hacer algo necesito saber qué seré capaz de terminarlo, que contaré con el tiempo, el espacio, los materiales y las ganas para llevar esa tarea hasta el final. El ánimo es siempre lo que suele fallarme, la motivación se me va desgastando y es entonces cuando sueño con ser una persona "a medias" y decir: lo dejo y ya lo retomaré cuando sea. Pero hacer eso me sale fatal. Lo que sea que he dejado a medias me persigue como una maldición, revolotea a mi alrededor, me pica, me arde, me encabrona. 

Envidio muchísimo a la gente que es capaz de dejar las cosas a medias: los proyectos, los textos, la cama sin hacer, la cocina media recogida, el cambio de armario, la limpieza de primavera, una relación, un informe u organizar las fotos en el ordenador. Me encantaría ser un medianista, alguien con la capacidad para comenzar a realizar un millón de tareas sabiendo que sólo terminará algunas. Alguien a quien la mitad le parezca siempre un logro, una conquista. Alguien a quien estar rodeado de mitades no le parezca un campo de batalla sino un desván mágico con todas las posibilidades del mundo.  

Hace muchísimos años, un amigo que estudiaba Caminos me dijo «Si sé que solo tengo un rato para estudiar ni siquiera me pongo porque sé que para que me cunda, para sentir que he estudiado algo, necesito por lo menos tres horas así que solo me pongo a estudiar si sé que dispongo de ese tiempo». 

Él acabó Caminos y yo siempre me acuerdo de esas tres horas cuando voy a empezar algo. ¿Puedo llegar al final o ni lo intento? Ser completista es un lastre, es un engorro y es agotador.  Tienes la casa más ordenada pero vives siempre limitado por esas tres horas, por lo que crees que es la medida de tus posibilidades. 




miércoles, 14 de febrero de 2018

El arte tiene que tocarte

El sábado atravesé corriendo una cortina negra y entré en una sala alargada completamente a oscuras. Me costó ver, a la luz de las tres pantallas que cubrían una de las paredes, los bancos, también negros, colocados justo en frente de ellas. Me senté sin saber qué iba a ver, qué estaba viendo. Pronto descubrí que no eran tres pantallas, era una sola dividida en tres en las que se proyectaban imágenes de trenes. Los trenes desde fuera, viéndolos pasar, las vías acercándose y alargándose, las vistas desde las ventanillas, los guardaraíles, las enormes locomotoras acercándose y sobrepasando la cámara. Mi cabeza intentaba encontrar un patrón. ¿Era la misma imagen proyectada tres veces a distinta velocidad? ¿Eran distintas? ¿Llevaban una secuencia lógica? ¿Se repetían? Pronto mi cabeza dejó de ver y empezó a escuchar. No solo mi cabeza fue la que comenzó a percibir la música, el sonido de los instrumentos de cuerda y unas voces que repetían pequeñas frases circulaba por mi cuerpo en un ritmo constante, poseyéndome y envolviéndome. 

Treinta minutos después salí de aquella sala casi tambaleándome para enterarme  de que aquel tren me había descubierto Different Trains.  Steve Reich es un compositor americano que en los años 40 viajaba en tren, acompañado de su niñera, desde Nueva York donde vivía con su padre hasta Los Ángeles, ciudad a la que se había mudado su madre tras el divorcio. Reich siempre asoció esos largos viajes en tren con una experiencia aburridamente placentera. Años después reflexionó sobre la idea de que mientras el viajaba aburrido y relajado,  entre 1939-1942, otros muchos niños cogían otros trenes (Different Trains) que los llevaban a la muerte, a los campos de exterminio nazis. Durante aquella media hora en esa sala oscura, había viajado primero con Reich, su niñera y un maquinista de la línea de tren que atravesaba el país, con sus voces mezclándose con el traqueteo. Después, las imágenes de los judíos europeos se habían sobrepuesto al sonido del traqueteo de esas vías sobre las que circulaban hacinados, como ganado, acompañado de las voces de tres supervivientes del Holocausto. La obra acaba con nuevas imágenes de los trenes americanos, viajamos por Estados Unidos en trenes elevados, en cercanías y cruzando el medio oeste porque aquellos supervivientes consiguieron llegar a América y hacerse una vida nueva sobre aquellos viajes en tren que les llevaban a la muerte. 

Durante aquella media hora no supe que estaba viendo ni que estaba escuchando pero me sentí como cuando vas en un tren. Antes de cogerlo tienes muchos planes. «Aprovecharé para leer o me echaré una siesta o veré una película o terminaré este informe que tengo a medias» Pronto descubres que el tren tiene otros planes para ti. El tren te acoge, te recoge y te envuelve en su ritmo poco a poco. Lees o a trabajas pero poco a poco la sensación de correr sobre las vías se te mete dentro. Estás parado, quieto, sentado pero corres, avanzas sin poder controlarlo. Identificas la repetición rítmica de ese movimiento y poco a poco la haces tuya. Te cuesta concentrarte porque lo que quieres es zambullirte en el traqueteo, constante y acogedor que te invita a dejarte llevar por él. Es entonces cuando miras por la ventana y te ves en el reflejo moviéndote sin moverte, atravesando el paisaje a una velocidad constante e hipnótica en la que quieres quedarte a vivir. Da igual que vayas en un Ave o en un cercanías traqueteante, cada tren tiene su ritmo y todos los trenes te envuelven en él. Postes, olivos, edificios, carreteras, coches, pinos, inmensas soledades... todo pasa mudo envuelto en el ritmo del roce sobre las vías.

En aquella sala negra me sentí así, los miembros relajados, la vista perdida en la ventanilla que era aquella pantalla en tren y la música del tren envolviéndome por completo. Cuando terminó, cuando llegué a la estación de bajada, me sentí transportada, sentí que había visto cosas que no había contemplado nunca. 

Ayer vi una entrevista a Avelina Lesper, una crítica de arte mexicana que dice cosas muy muy interesantes sobre el mundo del arte contemporáneo. En el arte buscamos que «eso toque algo de tu propio ser». Different Trains me tocó. 




PS: Steve Reich compuso la pieza musical. La videoinstalación que vi yo es de Beatriz Caravaggio y se puede disfrutar en el Museo Patio Herreriano de Valladolid.