domingo, 19 de marzo de 2017

Nuestros padres y nosotros

No nos paramos a pensarlo pero la condición de “hijo” no es absoluta. Tampoco es absoluta ni inmutable ni eterna la relación que establecemos con nuestros padres.  No siempre somos hijos de la misma manera, no lo sentimos igual y nuestra visión y percepción sobre nuestros padres cambia poco a poco, a veces imperceptiblemente y otras con una brusquedad que nos corta el aliento.
Durante una serie de años nuestros padres son “papá y mamá”, ni siquiera tienen nombres, no existen fuera de su relación con nosotros, hasta que un día todo cambia.
«Yo tendría  siete o nueve años. Pero cuando dije mi nombre – Richard Ford – exclamó: “Ah sí, tu madre es esa señora de pelo negro, bajita, mona, que vive más arriba de esta calle.” Aquello me afectó y me afecta todavía. Creo que fue la primera imagen que tuve de mi madre como de otra persona, como alguien a quien los otros veían y describían: una mujer mona, no. (…) Sin embargo, recuerdo aquello como un momento significativo de mi vida. Breve pero importante (…) Desde entonces creo que nunca pensé en ella de otro modo, como Edna Ford, una persona que era mi madre y que también era alguien más».  Mi madre. Richard Ford
Una vez que asimilas que tus padres además de ser tus padres tienen una vida, unas inquietudes más allá de ti, que tienen un pasado en el que tú no existías, una vida en la que no contaban contigo, comprendes que a pesar de ser las personas que mejor te conocen y las que más te querrán en tu vida, jamás las conocerás del todo. Son igual de inabarcables que el resto de la gente, igual que tú.
«Fue uno de esos momentos en que los padres te sorprenden, no porque hayas aprendido algo nuevo sobre ellos, sino porque has descubierto otra zona de ignorancia». Nada que temer. Julian Barnes
Más adelante en la vida y dependiendo de las circunstancias de cada uno llega el momento en que el anclaje de tu vida cambia. Hasta ese día, ese preciso momento, tus padres son el punto de retorno, el sitio seguro al que volver, el centro del que te alejas pero al que sabes que siempre puedes volver, el punto inamovible y fuertemente anclado. A partir de ese día, navegas solo sabiendo que ahora eres tú el anclaje de tus padres. Es un cambio de perspectiva vital muy drástico, que provoca mucho vértigo y que es difícil de encajar.
«Recibí una carta de mi madre. Ella también estaba asustada y no sabía cómo ayudarme. Por primera vez en mi vida pensé que para mí no había protección posible, que debía arreglármelas sola. Comprendí que en el afecto que sentía hacia mi madre siempre había tenido la sensación de que ella me protegería y me defendería en las desgracias. Pero ahora solo me quedaba el afecto; toda petición y espera de protección habían desaparecido; y pensaba que en el futuro debería ser yo quien la defendiera y la protegiera, porque mi madre ya era muy mayor, le faltaba el ánimo y estaba indefensa». Léxico familiar. Natalia Ginzburg
Cuando descubres que tus padres son vulnerables y que tú debes ser su soporte, descubres algo mucho más terrorífico, que tienes capacidad para hacerles daño, que tus actos pueden dolerles y que esos actos pueden ser involuntarios o voluntarios, que puedes ser cruel a propósito y que no por ser tus padres están a salvo de sentirse heridos.
«El momento en que reconoces por primera vez que tu padre es vulnerable al prójimo es bastante duro, pero cuando comprendes que es vulnerable a ti, que aún te necesita más de lo que tú ya no crees necesitarle a él, cuando comprendes que podrías asustarle, incluso dominarle si lo desearas… en fin, es una idea tan contrapuesta a las inclinaciones filiales corrientes que parece no tener sentido». Me casé con un comunista. Philip Roth 
Cuando tienes hijos, una nueva luz ilumina a tus padres. De golpe un millón de cosas que jamás te habías parado a contemplar porque ni siquiera las habías visto, se hacen visibles a la luz de tu paternidad. Sientes entonces una mezcla de gratitud y admiración por tus padres que a duras penas puedes expresar. Sólo esperas que en algún momento los momentos de incomprensión con tus propios hijos lleguen a iluminarse igual para ellos.
«No hacen falta muchos años de paternidad para creer que por fin has comprendido a tus propios padres, y yo he llegado a ese punto con los míos hace mucho. Como la mayoría, me he vuelto más agradecido por cuanto me dieron y siento más respeto por el admirable valor que debieron de necesitar para verme marchar, en mi caso, a una vida totalmente distinta a la nuestra». América, América. Ethan Canin
Todos sabemos o pensamos o esperamos que nuestros padres mueran antes que nosotros; absurdamente creemos que al ser ley de vida estaremos preparados y lo que ocurre es que su muerte nos quita de un plumazo toda la madurez acumulada en esa relación y durante un tiempo, durante el tiempo “en un submarino” que dura el luto, volvemos a ser los niños que fuimos y nos sentimos desamparados.
«La muerte de nuestros padres, a pesar de lo preparados que estemos, a pesar de la edad que tengamos, remueve cosas muy profundas, provoca reacciones que nos sorprenden y puede liberar recuerdos y sentimientos que habíamos creído enterrados hace mucho tiempo. En ese periodo indefinido que llamamos duelo, podríamos estar en un submarino, silencioso en el fondo del océano, conscientes de las cargas de profundidad, tan pronto cerca como lejos, golpeándonos con recuerdos». El año del pensamiento mágico. Joan Didion
Y aunque no sabemos cuándo será, cuál será ese último momento con ellos, lo recordaremos siempre. La última vez, la última palabra, el último gesto.
«Good bye Daddy” I said, and I went down the stairs and got my train, and that was the last time I saw my father». Reunión de John Cheever
La relación con nuestros padres parece ir a alguna parte, creemos que alguna vez llegaremos a donde están ellos, seremos como ellos, sabremos lo que ellos saben, seremos como ellos… pero no.
«Quizá sea algo característico de la relación con nuestros padres: la sensación de que se debería alcanzar alguna meta, luego la constatación de lo que inevitablemente es esa meta, para volver a centrar la atención en el aquí y ahora. A lo que está sólo aquí». Mi madre. Richard Ford

miércoles, 15 de marzo de 2017

Receta de bizcocho de adolescente (sin gluten)


Interior. Rojo con suelo negro. Luz de atardecer entrando por el ventanal, luz de uno de esos días, raros, en los que no hay deberes, ni actividades ni compromisos. 


Ingredientes: 

120 minutos de tiempo.

El tiempo se hace eterno cuando tienes trece años. El tiempo presente es justo donde no quieres estar. Tu adolescente no se lo reconoce a si mismo, quizás no lo piensa, pero echa de menos el tiempo en el que tenía siete años y todo era fácil o aquel tiempo en el que tenía justo dos manos de años, diez, y la vida discurría divertida y sin complicaciones. Eso no lo piensa, pero lo siente así. Sueña con tener quince o dieciséis y abandonar la edad en la que no es ni niño ni adulto. Preferiría tener dieciocho si no estuviera tan lejos, si no quedara tantísimo, toda una vida. Quiere el tiempo que llegará, el tiempo en el que será. Con trece no sabe qué es, cree que sabe lo que quiere ser. 

El tiempo con un adolescente se te escapa entre los dedos porque no quieren pasarlo contigo, o si quieren pero no lo saben. Es como volver a tener un niño de tres años que enseguida se distrae y se escapa. Hay que atraparlo entre los hilos para que descubra que ese tiempo contigo no lo está perdiendo, no es un favor que te está haciendo, ni una obligación.  

100 gramos de nesquick.
100 gramos de firmeza. 

Fundamental para evitar la distracción, la dispersión, la pereza, el pasotismo, el escaqueo. Vamos a hacer un bizcocho. Puff. Venga. Es que... Venga que te va a gustar. 


75 gramos de azúcar. 
75 gramos de organización. 

El caos es poderoso en la adolescencia. Todos parecen aprendices de mago, compañeros de Harry Potter, y los objetos desaparecen entre sus manos, delante de sus ojos. Misteriosamente, seres capaces de manejar tecnología con habilidad casi robótica, se declaran incapaces de encontrar el bote del azúcar, una cuchara de palo o se proclaman imposibilitados totalmente para imaginar dónde se guarda la mantequilla. Es importante exigir la localización de todo lo necesario antes de acometer cualquier tarea. No lo encuentro. Búscalo. No está. Buscas como un hombre, está ahí. Odio que me digas eso. Lo sé, pero cada vez que te digo eso, lo encuentras. Lo sé y por eso lo odio más. 

100 gramos de harina (65 gramos de harina de arroz y 35 de maizena)
100 gramos de la vida de tu adolescente (65 gramos proporcionada por ti y 35 de cosecha propia)

Tu adolescente tiene ya la base para lo que será. Una parte se la has dado tú y lo que ha vivido contigo y otra venía de serie o se la ha ido construyendo poco a poco.  Las proporciones cambiarán con el tiempo, cada día que pase la base proporcionada por ti será menor y la propia será cada vez mayor. No hay que aterrorizarse, el sustrato más básico, el inicial viene de ti. Otra cosa es que sea endeble, pero ya es tarde para arreglarlo. Apuntala si puedes. 

2 huevos. 
Media docena de temas de conversación. 

El bizcocho es una excusa. Sirve como anclaje de la tarde, para centrar. Lo importante es lo que se habla mientras se pesa, se remueve, se mezcla y se prepara. Da igual lo que sea, lo que tu adolescente quiera. Quizás no quiera, y comience contestando con monosílabos. Si, vale. Me da igual. Hay que insistir, dejarle solo, hablará y entonces solo hay que seguir las miguitas que va tirando, ir recogiéndolas y devolviéndolas, como en una partida ping pong. Pobre de ti si se te escapa una bola, si confundes un nombre, si pierdes el hilo, si se te olvida una referencia. ¿Ves como no me haces caso? Si es que no te interesa lo que te cuento. 

75 gramos de mantequilla. 
75 gramos de concentración. 

¿Recuerdas cuando no podías quitar el ojo de tu hijo cuando empezó a gatear, a caminar, a tirarse por el tobogán, a montar en bici sin ruedines, a nadar? Pues has vuelto a esa sensación. No te despistes, no te desconcentres, no le quites los ojos de encima ni un minuto, no dejes de escucharle. No se va a caer, ni a abrir la cabeza contra una esquina ni a meter los dedos en un enchufe, pero si te "vas"... tu adolescente se escapará. Recuerda, no sabe qué quiere estar contigo. Y no va a saberlo hasta dentro de muchos años, cuando recuerde esta tarde.  

75 gramos de nata. 
75 gramos de confianza. 

Desconecta de todo los peligros, terrores y preocupaciones que te asaltan al mirar a tu adolescente. No le atosigues, ni le acojones, ni le aturdas. Va a salir bien. Déjale creer que saldrá bien. Déjate creer que saldrá bien. 

1 sobre doble de gasificantes.
1 sobres doble de sentido del humor. 

Pínchale con ternura. Recuerdale una anécdota de su infancia cuando hizo una travesura, o fue ingenioso o dijo una tontería que se quedó grabada para siempre en el lenguaje familiar. Deja que te cuente un chiste y ríete con él, no con el chiste que probablemente ya conozcas, sino con su risa, con sus carcajadas de broma recién descubierta, con su satisfacción por saberse gracioso. Cuéntale tú uno, cuanto más tonto mejor. ¿Cómo se llama el novio de Nadia Comaneci? ¿Quién es esa? Eso da igual. Nadie Loconoci. Mamaaá, es malísimo. Y lo es, pero tan malo que lloráis de risa. 

Mezcla todos los ingredientes. Calienta. Espera. Confía. Deja que suba, que se abra. Que se enfríe. Desmolda. Saborea. 


Con el tiempo, del bizcocho de adolescente saldrá una lasagna o una paella o una sopa de adulto responsable y capaz con el que compartir y al que disfrutar.  


lunes, 13 de marzo de 2017

Momentos contados

Tic. Tic. Tic. 

Todavía no me he acostumbrado a dormir con él. Me despierto sobresaltada. Cambio de postura y lo alejo de mí, pero ya no vuelvo a dormir. No sé si conseguiré adaptarme. Me gusta mucho, muchísimo. Es grande, fuerte, elegante. 

Me levanto, y con el New Yorker en la mano, bajo a la cocina. Al pasar por el cuarto de los niños cierro la puerta, no quiero que se despierten. Es la hora en que esta casa multitudinaria duerme. Todo está en calma y quiero desayunar en silencio, terminar de leer el artículo sobre de Albert Woodfox, un miembro de los Panteras Negras que pasó más de cuarenta años preso en aislamiento. Llevo una semana para terminarlo, tengo la revista manoseada, usada, pero nada más llegar a la cocina me doy cuenta de que esta mañana tampoco voy a conocer el final de su historia. Mi hermano hace zumo, mis sobrinos aparecen en pijama reclamando su desayuno y las tres pre adolescentes se han caído de la cama y a las nueve en punto, la cocina de mi casa parece la barra de un bar en un día laborable. En vez de gritos de un cortado en vaso con leche templada y una tostada con aceite, atiendo a las peticiones de Nesquick, sobaos Martínez, tostadas y galletas sin gluten. ¿Puedo tomar el Nesquick con pajita?  

Tic. Tic. Tic. 

Caminamos hacia El Roto. Pega el sol pero no ha florecido ni la jara ni los cambroños, el invierno aguanta todavía. ¿Cuánto queda? Mucho todavía. Será broma ¿no? Pero si acabamos de salir. Tengo sed. He traído agua. ¿Y comida? Sí, mandarinas, pero hasta que no lleguemos al Roto no se come nada. 

En El Roto se les olvida el hambre, la sed y el cansancio. Se descalzan y meten los pies en el agua. Está helada. Pues claro, es marzo y es agua de invierno, ¿qué creías? ¿El Roto lo construyeron roto o se rompió después? ¿Cuándo tú eras pequeña ya estaba roto? Se comen las mandarinas y se beben el agua y los sandwiches. Tenemos que irnos. Hay que volver.

Tic. Tic. Tic. 

Las dos cuando llegamos a casa. No sé qué día es. ¿10? ¿11? Preparo la comida, rancho porque somos mucho. Glenda limpia las paredes. Hola joven Glenda. La llamo así desde que me enteré que llamaba así a un amigo mío de 54 años. Siempre responde al saludo con su risa en cascada.

Comemos en turnos y me doy cuenta de que estoy reventada. No he dormido bien y el paseo al sol me ha agotado. Me tumbo a leer a Natalia Ginzburg y me quedo dormida como los niños, con el dedo entre las páginas, perdida en sus palabras, medio tapada con la manta verde de la que me sobresalen los pies. 
«Cuando escribo algo, suelo pensar que es muy importante y que soy una gran escritora. Creo que a todos les ocurre igual. Pero hay un rinconcito de mi alma donde sé muy bien y siempre lo que soy, es decir una escritora pequeña, muy pequeña. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho»
Tic. Tic. Tic. 

Masticando la pesadez de la siesta bajo de nuevo al bullicio del salón. No para de llegar gente, más niños, más amigos, más familiares. Sigo leyendo entre el follón.  

Tic. Tic. Tic. 

Cambia el tiempo. Arde la chimenea. Me he quemado el cuello en el paseo de la mañana y todos tenemos las caras encendidas por el sol. Sopla viento de norte y sé que mañana las nubes aparecerán pegadas a las montañas. Hará frío, estarás contenta. Sí, mucho. Y va a llover. Estupendo, me vendrá mejor para concentrarme. Preparo el te. En bandeja, con tetera, limón y lechera. Mantecados y palmeritas de las que es imposible comerse solo una. 

Tic. Tic. Tic. 

Los agregados de la tarde van desfilando, quedamos diez. Cenas por turnos, a trompicones. La chimenea sigue a pleno rendimiento. Pijamas, helado, macarrones a deshora, mandarinas, fresas con nata. Coraline. En una esquina del sofá, hecha una bola sigo leyendo para no dormirme. 

Tic. Tic. Tic. 

Se acaba la peli. 
Se cierra la chimenea. 
Turnos para lavarnos los dientes, para usar el baño.
Mamá, ven a darnos un beso. Me arde la cara. Claro, nos hemos quemado. Es que no nos has dado crema. Es marzo, no se me ha ocurrido. Buenas noches. Buenas noches. No cierres la puerta. Nunca cierro la puerta, ¿me lo vais a repetir siempre? Sí, hasta que nos vayamos de casa. 

Se me cierran los ojos. ¿Me he dormido? No, todavía puedo leer un poco más, terminar esta página. Apago la luz. Todo está en silencio. Me acurruco mirando hacia la ventana. 

Tic. Tic. Tic. 

El paso de mi tiempo, un sonido rasposo y que rebota. Mi nuevo reloj es negro profundo y no me acostumbro a escuchar como absorbe mi tiempo, como si fuera un agujero negro. 
«Prefiero creer que nadie ha sido nunca como yo, por pequeña escritora que yo sea, aunque como escritora sea una pulga o un mosquito»


viernes, 10 de marzo de 2017

Desvarios de aeropuerto


Al aeropuerto nunca se llega a tiempo. A tiempo ¿de qué? Al aeropuerto se llega para esperar, esperar para poder marcharte o esperar para ver llegar. 

Soy puntual, creo. Los paneles anuncian que el vuelo no ha aterrizado aún, Llego, por tanto, con tiempo para esperar. 

Un aeropuerto en un día de diario, a las seis de la tarde, es casi una ciudad fantasma. Aparco y antes de bajarme del coche fotografío el número de mi plaza. Me da miedo no encontrar el coche. Antes de tener móvil nunca me preocupaba olvidar el lugar en el que lo había dejado. ¿Tenía más memoria o los aparcamientos no estaban hechos para confundir? Modulo B, planta 0, plaza 26. Color azul. Hundir la flota. Agua. Tocado. Hundido. 

Ascensor industrial, metálico. Estos ascensores son objetivamente feos pero tienen un encanto raro, quizás porque son modestos. Grandes y humildes, pienso en gigantes. No te dicen al entrar mira que diseño más chulo tengo o mira que te enseño las vistas panorámicas o ven, acércate atúsate el pelo. No. En estos ascensores solo estás tú y sus paredes metálicas, te dicen ¿dónde quieres ir? Yo te llevo, no te preocupes.  

Dime cómo te enfrentas a la cinta transportadora y te diré con cuanto tiempo de más has llegado para esperar. No doy un paso. Estoy cansada y decido disfrutar de la soledad siniestra del vacío del pasillo que tengo por delante. T2, llegadas. 

Me veo en el espejo que flanquean la cinta. Más que verme me sorprendo. ¿Soy yo? En el aeropuerto me pasa como en el metro o en los hospitales, no me siento yo, me despersonalizo. Un aeropuerto, el metro, el hospital, son lugares a los que vas esperando salir pronto, lugares de tránsito por los que te ves obligado a pasar pero donde no quieres estar. Son paréntesis en tu vida. Siempre me pasa lo mismo, me siento fragil, insegura, hueca. Vuelvo a mirarme en el espejo mientras la cinta avanza despacio, no tengo prisa. Me veo: los vaqueros, las botas, la guerrera negra y el pañuelo granate con estrellas negras. El envoltorio está, pero me siento como si lo que soy se hubiera quedado esperando fuera, a que salga. Ve tú que yo te espero aquí, me ha dicho. Es una sensación muy rara, casi mareante. No he bebido. 

T2 Llegadas. Unos pasos decididos, seguros, rápidos se acercan por detrás. Me adelanta un hombre de uniforme, con una credencial colgando que arrastra una maleta. Sabe perfectamente dónde va, tiene el tiempo medido, está completo, es denso y pesa, no se ha dejado nada fuera esperándole. Creo que se puede diferenciar al que tiene en el aeropuerto su habitat habitual por la densidad de sus pasos, por su seguridad, porque ignoran los carteles y trazan su ruta con determinación.  

Se termina la cinta. Giro a la derecha. Pasillo. Escaleras arriba. Un tramo. Otro tramo. Pasillo hacia la izquierda. Camino y camino. Me voy diluyendo, cuanto más avanzo más dudas tengo, más cáscara me vuelvo. Las ventanas en los aeropuertos no se abren, quizás para evitar que las personas como yo, a fuerza de desmaterializarse salgan volando como globos vacíos. El cielo del aeropuerto lleno de globos de colores que escapan, sería precioso. Peligroso pero precioso. 

Modulo B, planta 0, plaza 26. Contraseña de salida.