Con la cercanía del final del viaje volvió mi insomnio. Tras el fuego de campamento, los marshmallows y dormirme en esa oscuridad total, me desperté a las tres y media de la mañana pensando en tonterías que por la noche parecen problemas insalvables y durante el día solo son el mobiliario de mi rutina. Pensé en que teníamos que rellenar el formulario del gobierno para volver a España, en unas pruebas médicas de Clara, en que tengo casi 50 años y sigo viviendo en Madrid, en que últimamente estoy muy susceptible…vueltas y más vueltas en un duermevela absurdo. Pensé también que al amanecer comenzaría el día de las primeras despedidas. A las ocho y media de la mañana me levanté y salí fuera a leer. Hacia más fresco que la mañana anterior, el cielo estaba cubierto por jirones de nubes que lo atravesaban y todo parecía indicar que el fin de algo comenzaba porque muchos de nuestros vecinos de campamento estaban también de recogida. Enseguida se levantaron los demás, Colton y Santi machacados de sueño porque habían dormido fatal y las niñas y Juan frescos como lechugas porque son como perros, duermen en cualquier sitio. Otra vez la rutina del desayuno a lo grande y al terminar, zafarrancho de recogida con Juan teniendo que ayudar a los chavales a doblar la tienda porque eran incapaces.
La primera despedida fue a la naturaleza salvaje que nos había rodeado durante todo el viaje. Esta había sido nuestra última noche en un parque natural, nuestra última noche en la oscuridad completa, con baños compartidos y los árboles vigilando nuestro sueño.
Nuestro plan era que Colton y Santi se fueran a casa a dormir. Nosotros llegaríamos por la tarde a casa de Santi, donde Clara había pasado el año, para recoger todas sus cosas y dormir en Puyallup en el camping de caravanas del pueblo para al día siguiente salir temprano hacia Seattle. «Ana, yo me tengo que ir ya que tengo que llegar pronto para limpiar antes de que lleguéis» me dijo Santi todo apurado. La segunda despedida fue a Colton al que ya no íbamos a ver más.
Cuando ellos se marcharon, recogimos todo y salimos e con la intención de visitar unas construcciones de los años 20 que se levantaron cuando comenzó la vida del parque. Nuestro gozo en un pozo porque la carretera estaba cortada y el desvío provisional añadía 100 km a nuestro recorrido así que tuvimos que desechar ese plan. Tomamos entonces la carretera en dirección a Seattle y, de camino, pasamos por el lago Tipsoo. El paseo en el lago fue muy corto porque había muchísima nieve. Pasamos más tiempo observando, como si fuéramos jubilados, a un “mil hombres” que había llegado al aparcamiento con metro y medio de nieve y había decidido que su jeep podía pasar por ahí. Su jeep no podía y estaba atascadísimo en la nieve con su sombrero de cowboy y su palito ridícula mientras su amigo y nosotros le observábamos divertidos. Previamente a la palita ridícula habían intentando sacar el coche marcha atrás con un cincha pero no funcionó. ¿Qué necesidad tenía de meter el coche en metro y medio de nieve? Ninguna pero un “mil hombres” no se construye con pensamientos inteligentes, se construye con mil bravuconadas ridículas. En un momento dado llegaron los Rangers del parque a ver si tenía algún problema, cuando comprobaron que era solo una cuestión de “por mis huevos meto el coche ahí”, se marcharon tranquilamente.
El resto de la mañana transcurrió tranquilamente de camino a Puyallup. Otra vez largas carreteras flanqueadas por grandes árboles y la cumbre imponente del Mount Rainier vigilándonos todo el camino (Es visible a 87 km de distancia, desde Puyallup y desde Seattle). El viaje fue bien porque en algún momento volvimos a la civilización, pudimos tener wifi y conectar con el mundo real para hacer alguna de las gestiones que me habían quitado el sueño por la noche. Llegando a Puyallup Juan, que iba conduciendo, se desesperó un poco, cosa muy rara en él porque es el hombre al que nada perturba, porque le tocaban todos los semáforos en otra de esas rectas infinitas.
A las cuatro o así llegamos a casa de la familia Stonack. Santi nos recibió como un personaje de película, recién salido de la ducha, como si hubiera guardado la bayeta en el cajón dos segundos antes de que entráramos por la puerta. «No he parado de limpiar desde que he llegado. Me ha dado tiempo justo». El barrio de los Stonack es un vecindario muy agradable, como los que ves en las pelis pero con árboles gigante. Ellos viven un cul de sac, con casas unifamiliares bastante grandes rodeadas de jardines sin vallar. Todo está cuidado y limpio y a las cuatro de la tarde, un día de mediados de julio, no se oía nada ni se veía a nadie en los jardines. Santi nos recibió, nos enseñó la casa y mientras Clara recogía sus cosas, los demás nos dimos una ducha. Inciso equipaje Clara.- Clara se había llevado de España una maleta que pesó 28 kilos, una de cabina y una mochila. En febrero ya empezó a avisarme de que cuando fuéramos a buscarla lleváramos maletas grandes vacías para que pudiera traerse todas sus cosas. Juan, María y yo, viajamos con tres malitas de cabina y tres maletas grandes vacías. A la vuelta, tres de esas maletas grandes iban petadas de cosas de Clara incluido un oso de peluche gigante que me temo va a estar dando vueltas por nuestra casa de Madrid durante años.- Fin del inciso de equipaje de Clara.
La tercera despedida del día era para Clara. Fue un momento sensible. Después de un año en esa casa, en ese cuarto, siendo muy feliz, era duro recoger todo y pensar que iba a dejar de ser su cuarto, que su vida en Puyallup, por ahora, terminaba, que ese día sí que sí, diría adiós al año maravilloso. Por la mañana yo le había preguntado si creía que se iba a sentir rara en nuestra casa de Madrid y me había dicho: «supongo que sí». Mentiría si dijera que no me daba un poco de temor la adaptación pero ahora que ya ha pasado casi un mes desde que volvimos puedo decir que todo ha ido bien y que ella, y nosotros, nos hemos adaptado perfectamente a su vuelta. Ella está en casa.
Santi nos llamó aparte y nos dijo que le había montado una fiesta sorpresa de despedida con sus amigos así que nosotros tres nos marchamos con la excusa de que volveríamos luego a buscarla cuando terminara de recoger todo. Nuestro camping de ese día era un parking de caravanas enfrente del terreno donde se celebra la feria en Puyallup. Un parking de caravanas en USA no es, como aquí, un terreno asfaltado a plena solana sin ningún servicio. Allí, cuando vas a uno de esos espacios reservados, siempre son en parcelas con mucho verde, árboles y toma de agua, electricidad y toma para vaciar las aguas grises. En este, entramos tan contentos dispuestos a ocupar cualquiera de las plazas libres, tal y como nos habían indicado por mail , cuando nos paramos paralizados por los gritos que la host del camping nos estaba dando.
—¿Dónde creéis que vais?
—Hemos reservado.- contestó Juan.
—Nombre.
—Pérez
—No tengo ningún Pérez.
—Pues yo tengo aquí la reserva.
—Ah. Aquí pone Juan. Nada de Perez. Si no me lo decís bien no podemos entendernos.
Yo iba sentada atrás y opté por no intervenir. Juan desplegó su técnica de ser “encantador con los desconocidos” que consiste en sonreír muchísimo y mantener la calma. Normalmente le funciona y esta vez tampoco falló. Mágicamente desarmó a la sargento de hierro que con un pañuelo atado al cuello y una gorra roja calada hasta los ojos que no había protegido sus hombros de quemarse, se apaciguó y pasó a preguntarnos de donde éramos. Cuando Juan con su sonrisa especial para desconocidos le dijo que de España, ella se lanzó a contarnos que en España no había estado pero que había estado en Alemania con el ejército y le había encantado aunque luego, claro, tuvo que irse al desierto a una operación y le pegaron un tiro pero que esa era otra historia. Pasó después a explicarnos todos los detalles de nuestra plaza de acampada y a ofrecernos su ayuda para cualquier duda que tuviéramos. Nos invitó a acariciar a uno de los veinticuatro gatitos que apadrina (NI DE COÑA, CLARO) y nos dio indicaciones para que pudiéramos ir andando a un restaurante a cenar. ¡Andando! En quince días no habíamos podido ir andando a ningún sitio…ir a cenar caminando, dando un paseo, nos sonó a planazo. Nos pusimos a recoger la caravana lo más posible y a limpiarla para dejarla lista para el día siguiente y cuando ya lo teníamos todo listo salimos en busca de un restaurante italiano recomendado que tenía comida sin gluten.
Fue un paseo agradable, justo en el momento de la puesta de sol. Atravesamos distintos vecindarios en los que el nivel social de la gente se percibe en los jardines, en cómo están cuidados. Eso sí, una noche esplendorosa de julio y ni un alma ni en las calles ni en los jardines. Después de quince minutos llegamos al centro de Puyallup. Al restaurante que queríamos ir no nos dejaron entrar porque María no tenia 21 años. Inciso.- en USA no se puede comprar alcohol con menos de 21 años, medida que me parece estupenda pero no entiendo que no te dejen entrar en un bar o restaurante cuando eres menor si vas a acompañado de un adulto. Pierden clientela y negocio.- Fin del inciso. Acabamos cenando en el Trackside Pizza que como su propio nombre indica está pegado a las vías del Amtrack que lleva a Seattle y que, después, escuchamos durante toda la noche desde la caravana con ese sonido tan característico que conocemos de mil películas.
«Mamá, ¡me han hecho una fiesta! ¿Me puedo quedar a dormir con mis amigas?» recibí este mensaje justo cuando nos sentábamos a cenar. Otra despedida, la última noche de Clara con sus amigos. Cenamos un par de pizzas bastante ricas y volvimos andando cruzamos la plaza principal del pueblo, la biblioteca y varias tiendas de antigüedades. Como decimos nosotros, “bomba de neutrones” en Puyallup, ni un alma.
Llegamos a la caravana. Salió la luna. Una luna llena y enorme fue subiendo desde la linea del horizonte. Otra despedida más, nuestra última noche en la caravana.
Mañana más. Mañana el final.