domingo, 2 de julio de 2023

Tendría que haber


For years, Castaing-Taylor lived in a small house in the South of France, but he recently moved to another, in Catalonia, overlooking the Mediterranean. “I hope to die there,” he said. (New Yorker, 5 de mayo de 2023)


Castaing-Taylor es un director de películas documentales muy snob e intenso que quiere cambiar el modo en que se hacen los documentales para que no sean didácticos y las imágenes hablen por sí solas. No he visto ninguna de sus películas (la última se titula De Humani Corporis Fabrica y transcurre en hospitales de París dentro y fuera de los cuerpos de los pacientes) y no sé si las veré, pero tengo la ligera sospecha de que quizá sean un muchito intensitas y un poquito tostón. La cuestión es que da igual cómo sean sus películas o si yo estoy siendo prejuiciosa, que puede ser.  La cuestión es que, cuando leí esa frase sobre su vida, pensé: «joder, qué suerte, vive en el Sur de Francia y dice “voy a mudarme” y alehop, ahí está, queriendo morirse mirando el Mediterráneo». Seguí leyendo y el tipo, que nació en Liverpool (es decir: no es sospechoso de ser un americano con sus paparruchas del sueño americano), estudió primero Teología, pero cuando se dio cuenta de que no tenía fe saltó a la Antropología, se fue a viajar por África y acabó en Cambridge estudiando un doctorado; y cuando terminó pensó: «¿Qué hago ahora con mi vida?» Y se fue a hacer un máster en la Universidad del Sur de California. ¿A qué viene esta especie de resumen de LinkedIn de un tipo desconocido del que no me apetece ver sus películas? Pues a que cuando leo estas cosas siempre pienso: ¿Qué he hecho con mi vida? Y luego: ¿De qué pasta hay que estar hecho para tomar todas esas decisiones y esos giros radicales por los que cambias de país, de profesión, de trayectoria?


Hay que ser rico. Esa es la respuesta más obvia a esto, pero no es verdad. Obviamente, si eres rico y puedes dar esos saltos sin mucha preocupación porque sabes que siempre tendrás una red o una vuelta atrás, esos cambios son más fáciles; pero hay mucha gente rica que sencillamente nace, crece, se casa con alguien que podría ser su hermano o hermana, recrea una familia exactamente igual a la que creció, tiene un trabajo igual que el de sus padres, y se muere. Perfectamente respetable también, que conste; pero sin el más mínimo giro ni desvío. Una línea recta sin sobresaltos. 



Cuando leo la trayectoria de gente como Castaing-Taylor siempre me pregunto: ¿Qué me falta a mí para hacer algo así? ¿Valor? ¿Oportunidad? ¿Hueco? ¿Ganas? ¿Actitud? A lo mejor me falta todo eso y me sobra miedo, precaución y responsabilidades familiares. 


No es esto un texto motivacional que escribo pensando en que hay que perseguir tus sueños y creyendo que si tu no das el primer paso no hay nada que hacer para llegar a algo que anhelas; no se trata de eso. Cuando terminé de leer el perfil del director pensé en qué giro radical daría yo hoy si pudiera. Sabiendo, por supuesto, que de lo que uno imagina a la realidad la distancia que existe es similar a la que tendría que recorrer para decidirme por apostar por algo de lo que imagino. Fantaseo con comprarme una casa en un pueblo de Francia o, si eso es demasiado lejano, una casa en un pueblo del Pirineo para vivir todo el año. «Te aburrirías» es algo que mucha gente me dice cuando lo cuento. Ya me aburro en mi vida diaria, así que podría soportarlo. «La vida en un pueblo no es como te imaginas». Dejando de lado que nadie sabe cómo es aquello con lo que otro fantasea, la vida en Madrid me horroriza y creo que podría lidiar con otra que tampoco me gustara después de cincuenta años de experiencia en ello. ¿Por qué no hago nada de eso? Por pereza y acojone, claro. Tomar esa decisión implicaría vender mi casa de Madrid, probablemente cambiar de trabajo, y saltar de la comodidad de saber lo que creo que va a pasar mañana (aunque sea un conocimiento completamente falso) a la inquietud de «¿qué va a pasar ahora?» o la duda de «¿y si me he equivocado?» 


Tengo otros planes imaginarios menos radicales. Hoy se cumple un año del comienzo del viaje de mi vida: quince días en autocaravana por el estado de Washington. Escribo esto llena de nostalgia y añoranza por esos quince días, por los paisajes, por las sensaciones y por la persona que fui esas dos semanas. Recuerdo el día que llegamos a Lake Crescent y, emocionada por lo que veía, pensé: «volveré aquí, volveré aquí a pasar un mes, un verano, alquilando una casa y dedicándome a leer y a escribir». Fantaseo también con apuntarme a un curso de escritura creativa en un bosque perdido en los Adirondack o en la casa de Patrick Leigh Fermor en Kardamili. En estos planes, aparte de la decisión, me falla que creo que no sería buena estudiante de escritura creativa. Si te apuntas a algo así es para mejorar tu método, tu estilo, y porque tienes interés en aprender de lo que otros escriben. No cumplo ninguno de esos propósitos. Si hay algo que tengo aceptado de mí misma es que soy, en esencia, chapucera. Chapucera completista es mi perfecta definición. Ahora mismo escribo este texto sabiendo que si le dedicara una semana de mi tiempo seguramente sería mejor, pero en mi afán escritor pesan más las ganas de terminarlo, de sacarlo de mí, que de hacerlo mejor. Además, y sé que esto es terrible, la opinión que otros, mis supuestos compañeros de curso, pudieran tener sobre lo que escribo me daría exactamente igual y creo que mi interés por lo que ellos escribieran sería escaso. Lo estoy pensando: mejor que un curso de escritura creativa lo cambio por un curso de lectura crítica: menos trabajo y más interés. 


¿Por qué no hago nada de eso? Ni casa en Francia, ni Lake Crescent, ni cursos. 


«Más adelante», pienso. «Cuando las niñas vuelen, cuando ya no quieran pasar los veranos conmigo», me contesto a mí misma. Y cuando me visualizado veo que tendré sesenta años y quizá sea la vieja que ha alquilado una cabaña solitaria, o la más anciana del curso de literatura americana contemporánea o de diarios de viaje. Quizá mis vecinos y compañeros pensarán: «mírala, a su edad y cumpliendo sus sueños». ¿Qué pensaré yo? Pensaré que tendría que haberlo hecho antes, que por qué esperé tanto. Me bloquea saber que tener esa certeza no es suficiente como para liarme la manta a la cabeza y, por ejemplo, empezar a mirar algo así para el verano que viene.


¿Qué me falta? 

¿Por qué cuesta tanto moverse, saltar, ir a por algo que quieres?  

¿Qué puedo perder?


Ojalá tener la decisión de Castaing-Taylor. Cuando se lanzó a hacer documentales escuchó una historia sobre pastores nómadas en Montana que cada año recorren cientos de kilómetros pastoreando miles de ovejas. Cogió su cámara y se marchó a pastorear con ellos. Cuando, un año después, se estrenó Sweetgrass considerado una obra maestra, el pastoreo nómada en Montana había desaparecido. 


Suena a autoayuda, pero si no me decido, algo perderé. Lo que no sé es el qué y si me dolerá. Supongo que sí porque intuyo que será una ilusión, mi ilusión, y a cambio ganaré una certeza terrible, como son todas las que empiezan por «tendría que haber». 


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domingo, 25 de junio de 2023

Para ver se necesita tiempo


To see takes time. Esa frase en un página par del número de The New Yorker se me queda enganchada en la cabeza y me hace volver atrás. 


To see takes time es el título de la exposición sobre Georgia O´Keefe que se está celebrando en el MOMA. To see takes time. Mientras termino de comer pienso que en esa frase está resumida la sensación que yo tengo ahora mismo, con cincuenta años, de estar empezando a entender la vida en general y la mía concretamente, las cosas que valen la pena y aquellas que no merecen gastar ni medio minuto de tiempo o energía.


Son las cuatro y media de la tarde, la hora de la siesta de verano. Protegida del calor dentro de casa escucho a los perros roncar, el segundero de un reloj de pie y, muy muy lejano, a algunos niños gritando en una piscina. Gracias a Dios los vecinos de gusto musical más que cuestionable y muy irrespetuosos con la hora de la siesta no parecen estar, así que reina la calma, la paz.


Lleva tiempo aprender a valorar este tiempo de siesta, de parada en tu día. Cuando yo era pequeña, antes de que mis padres compraran esta casa, pasábamos el verano en casa de mis abuelos con todos mis tíos. Después de la multitudinaria comida en la que solíamos sentarnos a la mesa diez o doce personas, la siesta era obligatoria. Tenías que irte a tu cuarto y dormirte; y si no te dormías se esperaba de ti que durante dos horas vivieras en un silencio absoluto, monacal. Se te exigía pausar tu existencia hasta hacerla imperceptible para un observador externo. Era una tortura: dos horas en la cama. ¿Por qué los adultos eran tan crueles? Ahora, mientras escribo esto tumbada en el sofá, pienso en cuánto tardaré en terminar y poder coger el libro para fingir que leo hasta dormirme con él entre las manos. Las cosas cambian. 


No pensaba escribir de siestas ni de mis recuerdos de niñez porque siento que últimamente estoy demasiado nostálgica de un pasado remoto y feliz y, aunque es un sentimiento agradable y reconfortante (sobre todo porque mantengo muchas cosas de ese pasado), es un tema aburrido sobre el que escribir. Esta mañana, mientras barría y planchaba, estaba escuchando un episodio de Hotel Jorge Juan en el que Javier Aznar hablaba con Rafa Cabeleira. Rafa, un tipo maravilloso de esos que te hace la vida mejor cuando estás con él, tuvo un infarto muy serio hace unos meses. Se ha recuperado bien y está feliz, contento, mejor que nunca: él dice que está recomendando mucho tener un infarto porque tu vida cambia a mejor. To see takes time. La percepción sobre nuestra vida, sobre lo que nos rodea, lo que importa, la gente a la que queremos o la que no soportamos, lo que nos gustaría hacer o no, cambia solo con grandes estímulos: la cercanía a la muerte, el miedo o el paso del tiempo. Todo lo demás no funciona nunca. La experiencia o vivencias de otros, las lecturas, los razonamientos que te obligues a hacer… eso te sirve para saber que quizás no estás preparado para lo que puede venirte en la vida, pero la sabiduría suprema, la certeza última sobre qué es importante y qué no lo es solo se adquiere por esas tres cosas: muerte, miedo, el paso del tiempo. 


De las tres, la menos traumática por ser más gradual es el paso del tiempo, aunque desde mi experiencia debo decir que el salto de percepción entre los 40 y los 50 es radical. Es un cambio total de, como dirían los cursis, marco mental. Pensándolo bien, lo reduciría aún más: entre los 45 y los 50. A lo mejor es porque ya tienes claro que te queda menos por vivir que lo que has pasado o porque todo lo que has vivido se aposenta, se asienta en su correcto nivel geológico y se estabiliza permitiéndote tener una percepción más pausada de todo, menos impulsiva, más «bah, qué más da». Hace un par de años mi hija Clara me preguntó un día: «Mamá, ¿a qué edad te empiezan a interesar las plantas?», y no supe qué decirle porque a mí las plantas no me han interesado nunca, pero algo así me pasa ahora cuando miro hacia atrás. Ahora sé a qué edad te planteas la vida de otra manera. 


Vuelvo a la siesta. En aquellos veranos esperaba el momento en que pudiéramos volver a existir con impaciencia, no llegaba nunca y cuando por fin abrían la puerta y nos dejaban salir, corríamos a la piscina a bañarnos en el agua congelada, a gritar y saltar hasta que nos llamaran a merendar. Después nos obligaban a quitarnos el bañador y cambiarnos de ropa y volvíamos a jugar hasta la hora de la cena. A veces salíamos a dar un paseo. Las calles por las que paseábamos siguen igual, de tierra, con grandes baches provocados por las torrenteras que se forman cuando llueve y llenas de piedras y vegetación. Todo sigue igual. Me fijo en esos detalles cuando paseo ahora por el pueblo, cuando voy y vengo al autobús que me baja a Madrid a trabajar. Han desaparecido muchas cosas, otras se mantienen y otras están en un estado transitorio entre lo que fueron y dejar de existir. Uno de esos lugares es la zapatería. Hace un par de semanas conté cómo otro de esos rituales que marcaban el inicio del veraneo era bajar a la zapatería de Mari, «La zapatera prodigiosa» la llamaban en mi casa, a comprar dos pares de zapatillas camping para cada uno. Por entonces yo pensaba que esas zapatillas solo se podían comprar ahí, que era el único lugar del mundo en el que se vendían y me parecía bien, me parecía acertadísimo: tenían que venderse ahí para que a mí me las pudieran comprar en junio y así empezara el verano. La posibilidad de comprar esas zapatillas en otro sitio o de que un buen día Mari no las tuviera ni se me pasaba por la cabeza. La zapatera prodigiosa. ¿Con ese nombre cómo no íbamos a estar emocionados? A mí me fascinaban la zapatería y la zapatera prodigiosa. Me parecía una tienda encantadora. Pequeña, coqueta, con zapatos maravillosos ordenados en cajas perfectas que ella sacaba y volvía a colocar. La caja registradora, la vitrina que tenía dentro de la tienda, la magia de abrir el escaparate de la ventana porque la zapatilla que había expuesta era justo tu número. Era un sitio fabuloso.  Después crecí, crecimos. Cumplí 10 años. Abrieron grandes hipermercados donde vendían pares y más pares de zapatillas a precios ridículos. Crecí más, me hice mayor y los zapatos del escaparate de Mari dejaron de parecerme mágicos para hacerse primero invisibles y después tristes, muy tristes. 


La zapatera prodigiosa no desapareció. Ella también creció (debía ser joven en la época de aquellas excursiones aunque a mí me pareciera muy mayor). Durante mucho tiempo tuvo abierta la zapatería y al pasar por delante la veía sentada con su silla de tijera tomando el sol en la puerta de la tienda. Al principio con sus padres, después sola. En verano con su bandeja de la cena, sentada delante del escaparate con zapatos que llevan ahí 30 años. 


Mari pasea en invierno abrigada hasta las orejas con gorros de lana, bufandas multicolores, guantes y enormes abrigos de colores. En verano va en pantalón corto y camiseta se sienta al sol delante de su tienda en la que mantiene el escaparate y los zapatos qu estaban de moda hace treinta años. Cada día, cuando me bajo del autobús al volver de Madrid, paso por delante de la zapatería y pienso que debería comprarme una grabadora y entrevistar a Mari. Sentarnos las dos en su zapatería, dejar que me cuente su vida y grabarlo todo. ¿Para qué? No lo sé. Quizá para hacer un podcast, o para escribir su historia y a lo mejor la mía aquí. Hace unos años, cuando tuve la depresión, hice un curso de periodismo cultural y una de las tareas era pensar un tema para un documental y escribir una sinopsis y un guión. Escribí sobre mi relación con Los Molinos y mis recuerdos, sobre las sensaciones y algo sobre su historia, lo que sabía en aquel momento. A mi profesor le encantó la idea, me dijo: «me han dado ganas de conocerlo». No seguí con esa idea, tengo el documento por ahí.


Too see takes time.


A lo mejor debería hacer algo así. Hablar con Mari, grabarla y ver qué sale de ahí. A lo mejor ahora es el momento. 


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domingo, 18 de junio de 2023

Azul piscina

 

Tengo las manos, los dedos, las piernas, las uñas y supongo que la cara, los ojos y las pestañas llenas de pequeñas pintas azules. Es un azul clarito, lo que viene conociéndose como «azul piscina » que, por otro lado, se parece bastante al «azul marica ilusión»*. 


Uno de los rituales de comienzo de verano es la puesta en marcha de la piscina: vaciarla, limpiarla y (un año sí, un año no) pintarla. Esto es algo que, cuando era pequeña, me hacía casi tanta ilusión como mi cumpleaños o la Noche de Reyes. Cuando vivíamos en casa de mis abuelos, el día de limpiar la piscina suponía pasar tiempo con todos mis tíos, enfangados en el lodo verde y resbaladizo que se acumulaba al fondo de la parte que cubría, mientras intentábamos limpiar la suciedad incrustada a lo largo del año. Por supuesto, y como bien sabían los mayores, nuestro entusiasmo por el plan se consumía como la llama de una cerilla y, tras pasar tres o cuatro veces el estropajo por la pared y no apreciar ningún cambio, nos íbamos desinflando de la tarea. Nos entretenía entonces chapotear en el lodo verde mientras metíamos prisa a los mayores para que acabaran cuanto antes y empezara el mejor momento: el llenado. Con la apertura de la manguera y su chorro mínimo la excitación volvía a aumentar y rogábamos que nos dejaran ponernos los bañadores y tirarnos por la rampa con el mínimo de agua que corría por ella. Destrozábamos los bañadores, nos caíamos, nos salpicábamos y el agua estaba congelada; pero pocas diversiones hay en la vida como ésa: chapotear en una piscina que se está llenando. 


Cuando mis padres compraron esta casa el ritual seguía siendo el mismo pero con una piscina mucho más pequeña (creo que ya he contado que esta tiene forma de Barbapapá) y con mucha menos gente. Ya no éramos la troupe de tíos, abuelos y sobrinos; éramos solo nosotros pero la excitación era la misma, aunque la diversión fue diluyéndose con los años hasta desaparecer y convertirse en tarea pesada que ninguno queríamos hacer. Si yo fuera Matt Shirley haría un gráfico enseñando cómo es la curva de la limpieza y pintura de la piscina. Como ni lo soy ni voy a intentarlo, solo lo cuento: en tu tierna infancia (digamos hasta los diez años) la emoción y excitación es máxima; a partir de los once o doce la curva va cayendo en picado y se mantiene plana hasta aproximadamente los treinta años, edad a la que comprendes que o lo haces tú o no lo hace nadie y que es el peaje que hay que pasar para poder bañarte al llegar achicharrado de trabajar. Por supuesto, la línea ya no sube como una pendiente de montaña rusa, pero sube y se mantiene estable supongo que hasta que tienes edad de seguir ocupándote de ello. Mi madre tiene setenta y nueve años y ahí sigue; asi que, con suerte, calculo que me quedan treinta años de limpiar y pintar la piscina, si es que antes no se ha terminado el mundo, la extrema derecha me ha fusilado por roja o me muero, claro. 


Hoy me he pasado el día pintando y por eso estoy cubierta de manchas azules. Si alguien me está imaginando con uno de esos petos muy cuquis, con o sin camiseta, y un pañuelo en la cabeza como los que salen en los anuncios o en Instagram, que deseche esa imagen ahora mismo. Llevo un pantalón corto vaquero viejo y una camiseta llena de agujeros en la que pone «Prefiero el verano al invierno». «¿De dónde has sacado esa camiseta que te pega tan poco?», me ha preguntado A . 


Pintar cualquier cosa es siempre una experiencia bastante terapéutica: cargar el rodillo y repetir los mismos movimientos una y otra vez te sumerge en un estado de concentración en el que tus pensamientos van a su bola. Hoy, mientras iba y venía intentando que no quedaran marcas, pensaba en si alguna vez en mi vida me había sentido sola, en soledad total, sin nadie a quien recurrir, sin posibilidad de contacto físico o emocional con otra persona. Estoy leyendo The Lonely City, de Olivia Lang; un libro en el que la autora relata la inmenso desamparo que sintió cuando, poco después de llegar a Nueva York por una historia amorosa que se deshizo en nada, en vez de volver a Inglaterra decidió quedarse (no explica el porqué); y al sentir una soledad tan abrumadora y completa se observó a sí misma para estudiarse e intentar comprender por qué en la ciudad, rodeado de gente y de cosas que hacer, uno puede no sólo sentirse solo, sino vivir completamente apartado de todos. Ella se centra en varios artistas (Hopper, Warhol, Wojnarowicz, Valerie Salas) que crearon apartados del mundo aunque fueran exitosos y adorados y vivieran rodeados, en algunos momentos de su vida, de público, amigos y el apoyo de la crítica. ¿Cómo es sentirse solo? Llevo dándole vueltas muchos días intentando saber si yo me he sentido alguna vez así y lo más que me he acercado ha sido a mi época del colegio. Tenía amigas, lo pasé medianamente bien, sacaba buenas notas, pero siempre sentí que estaba interpretando un papel para encajar y que lo más quería era que mi tiempo allí se acabara para pasar a otra cosa. No recuerdo haber tenido esa sensación más adelante, ni en la universidad, ni en el trabajo, ni cuando tuve la depresión, ni en mi vida en general. 


«¿Qué quieres? Estoy en medio de estar sola». El otro día vi esta tira de Jon Adams y pensé: soy yo. A mí me gusta estar sola, me gusta hacer cosas sola y puedo sin problema pasarme un fin de semana sin ver ni hablar con nadie, en mi casa, entretenida con mis cosas y mis preocupaciones. Esto, por supuesto, no es soledad.


«Loneliness, in its quintessential form, is of a nature that is incommunicable by the one who suffers it».


En Astérix y los normandos, los terribles invasores del norte se pasan toda la aventura preguntando: «¿Qué es sentir miedo?» No saben lo que es y no son capaces de imaginarlo. Yo no sé qué es la soledad. ¿Cómo se siente sentirse solo? Hasta que me he sumergido en el libro de Lang no lo había pensado mucho, creía saber lo que era o, al menos, ser capaz de imaginarlo, de hacerme una idea. No es así, no lo sé. ¿Es una suerte? Sí, claro. No lo pongo en duda ni por un momento y sé, además, que no haber tenido nunca esa sensación de soledad abrumadora y aplastante no es mérito mío: es suerte. Suerte de tener una familia, de tener amigos, de haber nacido donde nací. 


Pensar en la carambola cósmica que me llevó a nacer donde nací y a estar en este momento pintando la piscina con un rodillo azul en la mano me ha dado vértigo cósmico y he tenido que parar para volver a anclarme al ahora. Al levantar la vista al cielo ha sido como volver de un viaje lisérgico: al salir del infinito azul en el que estaba sumergida los colores de la realidad exterior, más allá de las paredes de la piscina, eran diferentes: el cielo era morado, las nubes negras, los verdes eran casi rojos. 


¿Y si al salir fuera toda mi realidad hubiera cambiado y estuviera sola? 


No sé lo que es sentirse solo.


 Y no saberlo me provoca sorpresa, incredulidad, asombro, inquietud, algo de alivio y cierto temor. 




*Hace ocho años, el coche que tenía se paró en medio de una carretera y dijo: «ya no funciono más». No me enfadé porque tenía medio millón de kilómetros y entendí perfectamente que se rindiera. Cuando me puse a buscar coche en internet, encontré uno que me gustaba en Getafe, llamé a preguntar y el obsequioso vendedor me dijo: ¿el coche azul apolo? Ocho años llevo con ese coche y todavía no sé que es el azul apolo. 


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domingo, 11 de junio de 2023

Breve. Abrir ventanas, sacudir sábanas, un tiempo nuevo.

“I grew up in a house full of things, mum. Right, I grew up with you in a home where there are things everywhere in this house. Old things, everything has a story, that's what I value. My fear is that I wake up with all those beautiful stories around me and I don't have one of my own”. (Jason Reynolds en su podcast My mother made me).


Mayo y junio son, para mí, los peores meses del año: llega la primavera, los días son eternos, en Madrid suele hacer un calor insoportable y estoy tan cansada que solo quiero llorar mientras me enfrento a la ciudad. Esto es algo que me pasa desde siempre. De niña, en mayo empezaba a soñar con marcharnos y atosigaba a mi madre con preguntas: ¿Cuándo nos vamos a Los Molinos? ¿Nos vamos ya? ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo? Mi madre siempre decía que todavía no podíamos irnos, que había cosas que hacer: la renta, guardar la plata, recoger las alfombras y otra serie de tareas que a mí me parecían una tortura, obstáculos que había que sortear para conseguir salir de la ciudad y que no entendía que no acometíeramos en dos días para después poder salir huyendo. Cuando crecí, me fui de casa, la renta podía hacerse dando a “aceptar” y no tenía plata que guardar ni alfombras que limpiar, me acorralaba a mí misma: ¿Cuándo podemos irnos a Los Molinos? ¿Cuándo, cuándo, cuándo? Había que esperar a que las niñas terminaran el colegio, el campamento, cualquier otra cosa así. Más tortura. 


Este año ya llevo una semana aquí para pasar lo que un antiguo jefe llamaba mi “veraneo franquista” y para mí es sencillamente la vida que quiero llevar. Cada año las sensaciones son las mismas. Desembarco aquí con poca ropa (la de verano está toda en esta casa) pero con mil bolsas llenas de libros, cuadernos, zapatillas, más libros, mis plumas, el ordenador, todo lo que creo que voy a necesitar, todo lo que me vaya a hacer sentir bien. No quiero tener que pisar Madrid más que para ir a trabajar. Llego con todos mis trastos y me instalo. Siempre me imagino como en las películas de ricos cuando se trasladan a una casa de verano o las de americanos que llegan a la Provenza o la Toscana, abriendo ventanas, ventilando camas, admirando el paisaje. 


Para mí ni la casa ni el paisaje son nuevos: los conozco como la palma de mi mano. Pero cuando llego para instalarme, en esta época, quiero correr por toda ella, mirando en todos los cuartos, sorprendiéndome de que todo siga igual,  de que todo esté en su sitio, de que nada haya cambiado. Preparar el porche, colocar los muebles, los toldos, sacar los cojines, las butacas del jardín, las lámparas, preparar la mesa de la zona de la cocina para poder hacer todas las comidas fuera… todo ese ritual marca mi llegada a un tiempo nuevo, a una rutina diferente a la que llevo en Madrid, a una época mejor, a un tiempo nuevo, a meses por delante para estrenar, para llenar de calma. Desde que soy adulta nunca es así: el tiempo infinito ya no existe, siempre lo ves con un principio y un final; pero a pesar de ello recupero por unas horas lo que sentía de niña, cuando llegábamos y ante nosotros se extendía la eternidad de los meses de verano cuyo inicio se marcaba con la compra de los dos pares de zapatillas camping para pasar los interminables días de verano montando en bici por los caminos de tierra del pueblo. 


Mis veranos de infancia empezaban con el desayuno siempre a las 10 de la mañana. Mi madre tocaba una campana desde el pie de la escalera y nos obligaba a levantarnos. Después se abría el infinito de las horas antes de comer que había que llenar con amigos, paseos, piscina y aburrimiento. Tras la comida, siempre en el jardín, la pelea por el turno de recogida de mesa y cocina y luego la siesta eterna que no acababa nunca, que deseábamos que terminara cuanto antes para poder volver a los paseos, las bicis, las piscinas. De niños, muy niños, después nos cambiaban de ropa para que no fuéramos todo el día hechos unos pintas; luego ya eso se pasó y el traje de baño y una camiseta mugrienta era el uniforme día tras día. Si mi madre se descuidaba era siempre el mismo bañador y la misma camiseta. 


Hoy he ordenado mi mesa de trabajo aquí. Hemos hecho mudanza de cuartos y he podido montarme una mesa para mi ordenador, mis cuadernos y mis plumas. He cortado flores y las he puesto en tres pequeños jarrones en una esquina de la mesa. He colocado los libros que quiero leer y he sacado a los perros a dar un pequeño paseo. Peleo por esas rutinas, esas historias que cuelgan de los hábitos que mi madre nos creó cuando éramos pequeños y que intento transmitir a mis hijas. No lo consigo. Ellas adoran Madrid. Para ellas es la ciudad más maravillosa del mundo y ni el calor ni el asfalto ni la gente las empujan a salir de allí. 


Cada verano llego con esa ilusión: rescatar la rutina de mis veranos de infancia y adolescencia, recuperar todas esas sensaciones que no son ni nuevas ni emocionantes ni  especiales; son solo lo que necesito: tranquilidad, arraigo y soporte. Son casa. Cada año llego con la vaga ilusión, casi con el autoengaño, de creer que todos los compromisos, tropiezos, lastres que arrastro en Madrid han quedado atrás, en la autopista, justo a la salida de la ciudad, abandonados en un arcén. Abro la ventana de mi cuarto, veo el jardín, las montañas, escucho el silencio y creo que me he librado, que estoy liberada, que esta vez sí el verano será tranquilo, largo y, con suerte, aburrido; con cientos de horas para llenar con pereza y desgana, desde la tensión baja, los pies descalzos y el helado a deshoras. 


“My fear is that I wake up with all those beautiful stories around me and I don't have one of my own”. Mi miedo es que estas sensaciones de verano, de veraneo, de tiempo a estrenar, blanco, brillante y perezoso se pierdan. Me agobia pensar que no lo he hecho bien, que no he sido capaz de transmitirlo, pero cada año lo intento de nuevo. Quizá ocurra como con las verduras o el orden y, a fuerza de darles el coñazo, acaben descubriendo el lujo de este tiempo por delante, la seguridad de tener un lugar en el que todo sigue igual, en el que todo es seguro, confortable, conocido. Un sitio, un hogar lleno de objetos que cuentan una historia, la tuya y la de los que estuvieron antes, la tuya antes de que fueras el que eres ahora. 


Pienso todo mientras ordeno mis libros, coloco las flores en los jarrones, cargo las plumas y escucho los pájaros y el silencio del jardín. Abro el armario y saco mis birkenstock. Ahora mis veranos no empiezan comprando unas camping, pero las sensaciones son las mismas que entonces.

Hasta tengo el mismo número.


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