lunes, 27 de marzo de 2023

Noches insomnes y días de sueño


Dormir como un perro, el superpoder que tienen mis hijas para tumbarse en cualquier momento y decir «voy a dormir» y conseguirlo durante doce o catorce horas seguidas. Dormir con alguien que te da calor, dormir con alguien y sentir frío. Descubrir la almohada perfecta después de muchas citas con almohadas que prometían mucho y al final no daban nada. Acostumbrarte a la almohada ergonómica*. Dormir con mi almohada ergonómica: tengo tres, una por cada cama en la que descanso de vez en cuando. Dormir con pijama. Dormir en una cama de hotel con esas sábanas a estrenar en las que, cuando me deslizo en su interior, siempre pienso: «no entiendo a la gente que no plancha las sábanas». Si por mí fuera estrenaría sábanas cada día. No dormir, acurrucarme, frotar los pies uno contra otro y tratar de respirar para calmarme y que la cabeza deje de dar vueltas. Acunarme a mí misma como cuando era pequeña y lo hacía tan fuerte que la cama daba contra la pared y acabé dejando una marca en la pintura. Los pies fríos, tan fríos que me obligan a levantarme a ponerme calcetines. Otros días, buscar el fresco moviendo las piernas como si fueran a escapar de mi cuerpo para salir a respirar debajo del edredón o la sábana. Dormir en un avión o intentarlo. Drogarme para conseguirlo (gracias,
Stilnox)  y aún así despertarme siempre con la sensación de que ha sido un sueño clandestino, robado, un sueño fingido que ni de lejos se parece a la verdadera sensación de dormir, sino que es más bien apagarse, irse a off. El sueño en un avión sirve para distraerse de la incomodidad, del ruido, del tedio, del absurdo, pero nunca descansa. Creo que en business sí que consigues un sueño parecido al de las sábanas a estrenar del hotel pero es algo que, por ahora, no he podido comprobar. Dormir alerta a los ruidos, a lo que pueda venir, a lo que no llega. Dormir y despertarme sobresaltada porque escucho el ascensor. Dormir con alguien por primera vez y, aunque ya hayas tenido muchas primeras veces, volver a pensar que eso es justo lo que necesitabas. Volver a descubrir que como mejor se duerme es solo y que admitirlo no significa no querer al otro. De hecho, reconocerlo es una prueba de amor: «contigo duermo peor pero no me importa». Dormir la siesta a conciencia o al tropezar con ella. Despertar de la siesta sin saber quién eres ni dónde estás y por qué tienes que seguir viviendo en vez de continuar en ese lugar mágico en el que nada importaba. La siesta de invierno con manta y noche a la que despertar. La siesta de verano con calor, moscas y sed.  

Soñar todo el día con el momento de acostarte, leer diez minutos, apagar la luz y desconectar del mundo con la vaga pero constante ilusión de que a la mañana siguiente estarás recargado, como la batería de tu móvil, y todo será mejor. Descubrir cada noche que tu tiempo de carga para llegar ligeramente a ese ideal no son siete ni ocho horas, que tendrían que ser dos o tres semanas. 

Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, me espera en la mesilla.Creo que los libros encuentran la manera de encajarse en tu vida, en la mía por lo menos, relacionándose con tu cotidianidad. Cuando no es así, cuando no es su momento se produce un desencuentro que a veces te separa de ellos para siempre o te hace esperar a reencontrarte en el futuro, como me pasó a mi con El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. 


Noches insomnes y días de sueño en los que me pondría a llorar como un bebé es lo que estoy viviendo.Llevo una semana dando tumbos por el mundo soñando con dormir, solidarizándome con todos los bebés que lloran de sueño. Sufriendo un jetlag que sé que va a matarme esta semana, Dedico muchísimo tiempo al día en pensar en dormir, es en lo único en lo que puedo pensar. 


Estoy monotemática y muy cansada. 



* Lo de la almohada ergonómica me lleva a los anuncios de teletienda de finales de los noventa y principios de los dosmil. Esos anuncios en los que, igual que te vendían el «anillo zarina» y la mesita plegable que iba a hacer tu vida mejor, podías conseguir un aparato que iba a curarte la miopía. Una vez conocí a alguien que trabajaba en esas teletiendas y me contó que era increíble la poca cantidad de personas que devolvía los productos a pesar de que jamás eran como aparecían en los anuncios. Todo el negocio se basaba en lo que nos cuesta reconocer que nos hemos equivocado y la pereza de ir a correos.


*La escultura es de Aman Khanna




jueves, 23 de marzo de 2023

Breve. Relojes en Ciudad de México


En mi reloj de pulsera (dios mío, esta expresión me ha hecho pensar en 1950 y en llevar guantes de cabritilla) son las cuatro menos cinco de la mañana. En el reloj de mi ordenador son casi las nueve de la noche. Intento mantenerme despierta mientras contestando mails de gente que ahora mismo está durmiendo y que me contestará cuando yo, ojalá, esté soñando con vacaciones o con la jubilación. Si hoy es miércoles (¿o ya es jueves?), esto es Ciudad de México y llevo aquí casi veinticuatro horas. Hace cuarenta y ocho estaba en París. 


Hace justo veinticinco años que viene a Ciudad de México por primera vez. Mi padre había muerto cinco meses antes y uno de sus mejores amigos, que vivía aquí y no había podido estar ni en el entierro ni en el funeral, no se muy bien cómo (todavía no me lo explico) convenció a mi madre para que, en aquel momento en que debía de estar enloquecida de dolor y de duelo, nos metiéramos los cinco en un avión y viniéramos a pasar la Semana Santa. Estábamos los cinco en nuestro año del pensamiento mágico, en ese limbo de vida  por la que transitas cuando sufres una pérdida cercana e inesperada que te deja en un estado de irrealidad. Te sorprende seguir vivo. Respiras, trabajas, estudias, te duchas, te vistes, sales, hablas, eres funcional pero te sientes transparente, ligero. Mejor dicho: te parece que estás interpretando un papel, que en algún momento podrás dejar de fingir y volver a la vida real, a esa en la que no te faltaba nada y todo era fácil y no dolía ninguna ausencia. Ayer cuando me recogieron en el aeropuerto era noche cerrada y viniendo al hotel casi no podía ver nada de la ciudad, pero me sorprendió la nitidez de mis recuerdos de aquel viaje. Nos podía ver llegando al aeropuerto, esperando las maletas, resignándonos al hecho de que la maleta de mi hermana se había perdido (apareció cuando estábamos de vuelta en Madrid), paseando por el Zócalo, yendo a un mercadillo tradicional, asustándonos por el tráfico, saliendo por la noche con otro amigo que teníamos aquí y con el que acabamos tomando tequila con unos mariachis que llevaban pistola… y otras muchas pinceladas así, como flashes. ¿Qué recuerdo del resto de aquel año? Borracheras y un cuaderno de tapas negras lleno de letra diminuta en el que escribía por las noches con desesperación. Aquel cuaderno es el germen de todo lo que he escrito después. Lo guardo pero nunca lo he releído. No creo que lo haga nunca. 


«A single sentence can trigger more memories of the day than what it says. Journals are like time machines, and I´d never have found it if it were on a floppy disc or  CD and I´d never have read it if it were in the cloud. What seems bland when you write it down "Dreary weather my feet froze, I got a flat a mile away adn walked home will seem epic in thirty years» Grant Petersen

«Ana, le he pedido a los Reyes un ticket para ir a París contigo». Mi sobrino es un demonio pero cuando quiere, como todos los demonios, es lo más adorable que te puedes encontrar. Es un truhán pelirrojo capaz de engatusar a cualquiera y claro, los Reyes le trajeron un ticket a París conmigo, sus primas y su madre (mi hermana). ¿Y qué tal París? Pues muy bien. Me he pasado años diciendo: «París es bonito pero a mí no me acaba de convencer» y llega París y me ha dicho: «A ver, listilla, ¿qué tonterías dices?» y claro, me he enamorado. No he visitado nada que no hubiera visto antes en mis muchas visitas anteriores, había protestas, mucha basura y trillones de turistas. ¿Qué ha pasado esta vez? Quizá ha sido por la compañía o por el asombro y el disfrute de mis hijas y mi sobrino al encontrarse la ciudad. A lo mejor ha sido la edad, la sensación, que ya comenté el verano pasado en el viaje a Washington, de «ya nunca más». Nunca más podré volver a París con mis hijas por primera vez, quizá no pueda volver nunca más con ellas porque sus vidas irán por otro lado, porque no conseguiremos cuadrar agendas o por cualquier otro motivo que ahora no soy capaz de imaginar. Caminando por la calles parisinas hablando de «La Nueve» o de Luis XVI o  sobre por qué preferiríamos vivir en el Barrio Latino a Montmartre, pensaba en la improbabilidad estadística que ese viaje, ese momento, era. He caminado más despacio que ellos, solo para poder verlos, para quedarme con su imagen. Ayer pensaba si ellas, si mi sobrino, se acordarán de esos días. Por si acaso, y como siempre en los últimos años, he escrito un diario de viaje para tenerlo ahí. Si hace cinco, diez o veinticinco años me hubieran dicho que iba a tener una hija cuyo máximo deseo en su primer viaje a París iba a ser visitar la tumba de Rousseau no me lo hubiera creído. Es más: me hubiera apostado una mano (o tres dedos, para no exagerar) a que eso era imposible. Otra cosa que he aprendido con la edad es a no apostar manos para nada. Ahora mismo mi respuesta más habitual a «no te vas a creer» es siempre: «me creo cualquier cosa». Hace unos años hubiera sido: «ni de coña». 

Hablando de manos y dedos cortados: En el avión ayer vi Almas en pena en Inisherin. No me gustó, me pareció incomprensible y no me creí nada. Dos amigos dejan de ser amigos porque uno de ellos decide que el otro le aburre. Hasta aquí todo bien, que levante la mano quien no tenga un amigo que le aburre o, si es muy valiente, que le aburrió en su día y decidió dejar de hablar con él. Todos hemos pasado por eso. Lo que no tiene ni pies ni cabeza es que el amigo que quiere dejar la amistad, ante la insistencia del otro para que le explique qué ha pasado, le diga: eres aburrido y como me vuelvas a hablar me corto los dedos de la mano. La idea es, ya de por sí, cuando menos risible; pero cuando, además, el tipo que con lo único que disfruta en la vida es tocando el violín es que ya no tiene ni pies ni cabeza. Entre eso y que es una película que transcurre en Irlanda y en la que solo llueve en dos escenas, no hay manera de creerse nada. Por cierto: con la visita guiada en París me enteré de que en la capital gala solo tienen 60 o 70 días al año de cielo azul. ¡Qué envidia me dan! 


Hoy he desayunado en el hotel un café infecto, un bol de fruta con yogur en el que he echado dos tipos de fruta que no he sido capaz de identificar y una tostada de pan de molde que picaba.  He comido sopa de tortilla y pollo con mole verde. Aquí hay pocas mujeres que se hayan dejado el pelo blanco. Las jacarandas ya están en flor y durante casi tres horas he perdido el móvil. 


Leo en una de las tropecientas newsletters que recibo que lo primero que hay que hacer para escribir una es tener un plan y un calendario fijado. He dejado de leer ahí. 

El reloj que me regaló mi padre cuando terminé la carrera y que llevo en la muñeca derecha suena cuando tecleo y golpea el mármol de la mesa de mi habitación. Marca las cinco de la mañana en Madrid. Son las diez de la noche en Ciudad de México, ya me puedo ir a dormir.

miércoles, 15 de marzo de 2023

Breve. De museos, pintores y perros

«Tenías razón, no sé como decirte esto pero te mereces estar con alguien que no sea un tonto como yo. XXX»
— Pues mira esa dedicatoria y en ese libro. Sea quien sea ella está mejor sin ese pazguato.
— Y te cuento que ayer vendí en 5 minutos un libro de recetas para perros. 5 €.
— ¿Recetas para perros? La gente es idiota. El otro día una policía local me contó que su marido estaba con una zoonosis.
— ¿Una qué?
— Una enfermedad de esas que coges de los animales. ¿Por qué? Porque la gente es imbécil y ahora resulta que a los animales hay que tratarlos como a personas. Yo qué sé: sentarlos a la mesa, que chupen tu plato… y claro, te pones malo.
Me hubiera quedado allí, haciendo como que ojeaba libros mientras escuchaba a los dos libreros de la Cuesta de Moyano compartir cotilleos y chascarrillos. Me marché y, lo que es más impresionante, recorrí todos los puestos sin comprar nada. Todo un logro, aunque claro, antes en el Thyssen había comprado Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, y en una tiendecita un par de pendientes. ¡Qué difícil es ahorrar!
En el desayuno del jueves terminé de leer el The New Yorker del 16 de enero. Al final de cada revista viene la crítica de arte, la de teatro y la de cine. La de arte antes la leía siempre porque Peter Schjeldahl, su mítico crítico, me encantaba; pero murió hace unos meses a los 80 años. En 2019 le diagnosticaron un cáncer de pulmón y le dieron un año de vida pero aguantó casi cuatro. Cuando se enteró de su enfermedad escribió The Art of Dying, un ensayo maravilloso sobre su vida y sobre cómo había llegado a escribir en The New Yorker. Una de esas vidas que yo creo que ya no ocurren.
«Twenty-some years ago, I got a Guggenheim grant to write a memoir. I ended up using most of the money to buy a garden tractor. I failed for a number of reasons.
I don’t feel interesting».
Me disperso. El otro día en el desayuno no leí la crítica de arte pero sí la de teatro porque hablaban de una obra basada en Mi vecino Totoro. Doblé una esquina con esta frase:
«Totoro message is "naps"; his message is "rain is wonderful"; his message is "cry a little"; his message is "fly"»
Maravilla.
En 1995 viajé a Nueva York por primera vez. Me llevó mi tío Ramón y nunca podré agradecérselo bastante. Aparte de todo lo obvio y de cosas que ya no se pueden hacer como volar en helicóptero entre las Torres Gemelas, recuerdo con especial cariño la visita a la Frick Collection en la Quinta Avenida. Por aquel entonces no sabía quién era Frick ni apenas nada de cómo los grandes magnates americanos de finales del siglo XIX se enamoraron del arte español y lo expoliaron para decorar sus mansiones. Años después leí Buscadores de belleza, un libro que siempre recomiendo para conocer la historia de estos coleccionistas, y en él conocí a Frick y se me quedó grabada en la memoria la trágica muerte de su hija Martha, que murió a los cinco años a causa de la infección provocada por un alfiler que se había tragado cuatro años antes. En 2002 volví a Nueva York y arrastré al Ingeniero a la Frick Collection. El paseo por el palacete de ricos admirando la impresionante colección de arte de los millonarios es una experiencia que recomiendo a todo el que viaje allí. Todo este preámbulo viene a cuento porque el Museo del Prado acaba de inaugurar una exposición (es sólo una sala) con nueve obras de la Frick Collection que exhiben emparejadas con otras obras del propio museo.

El sábado por la mañana, entre hordas de gente que van al Prado como el que va a tomarse el aperitivo y con un retumbar de voces insoportable, intenté concentrarme en los cuadros. Los que más me gustaron fueron el retrato de Felipe IV vestido de campaña, de Velázquez, y los retratos de Goya. Lo de vestido de campaña me encanta: el rey lleva una capa/casaca de un color rojizo con ornamentos plateados que deja cristalino que Felipe IV estaba tan cerca de la campaña como podría estarlo yo. Tiene la pinta de tu amigo que siempre dice «¿Arreglarme? Que va, me he puesto lo primero que he pillado». El retrato es impresionante y solo él merece la visita a la cámara de eco que es la sala del museo. De Goya me quedo con el retrato del Duque de Osuna, un tipo bonachón al que se nota que Goya tenía simpatía. Es tan rara la sensación de estar ante un retrato que Goya pintó sonriendo que me quedé un buen rato contemplándolo. Goya es un pintor al que reconozco el genio y la maestría pero no me gusta. Sus cuadros siempre me son antipáticos, hostiles; por eso este retrato, con un original tono azulado, me sorprendió tanto. Fue como descubrir que tu amigo el más cascarrabias de todos tiene un punto débil de ternura y cariño.

«Mira cómo molo, soy Murillo, ¿qué quieres que te pinte?». A mis cincuenta años descubro que Bartolomé Esteban Murillo no se parecía en nada a la imagen que yo tenía de él. Supongo que, basándome en sus beatíficas vírgenes y sus traviesos niños callejeros, me lo había imaginado como un amable señor, sonriente, complaciente, casi como un precursor de Papá Noel, una especie de Papá Pitufo del Barroco. Mi sorpresa al encontrarlo en el autorretrato de la Frick fue total: Murillo Rock Star. Posa apoyando el brazo derecho en un óvalo de piedra, melena larga, cejas perfectamente delineadas y mirada de «Soy Murillo, ¿qué pasa? ¿Qué quieres que te pinte?»

Paseando por el Prado, intentando huir de los gritos y las conversaciones de bar, llegamos a salas más vacías y allí me encuentro
Un chiquillo sentado, de Víctor Manzano. Me quedo un rato mirando su rostro. No sé si ese niño sabía leer, si es solo pose, si es un modelo o es imaginario, pero lo que el pintor ha clavado es la expresión de: «¿qué quieres? ¿no ves que estoy leyendo?». Me reconozco en esa mirada de hastío e impaciencia que quiere decir «termina ya que quiero seguir».
Al día siguiente fui al Thyssen, a la exposición de Lucien Freud. Mismas conversaciones en el mismo tono con el que se habla en una terraza con vistas a la Gran Vía. Me desespero. Fantaseo con el propio Freud paseando por la sala, como un gigante, exigiendo silencio reverencial jalonado solo de murmullos. No sé cuánto medía el bueno de Lucien pero es inevitable imaginártelo alto, muy alto. Puede ser que esta idea venga del punto de vista que usa en la mayoría de sus retratos, que es un punto de vista muy alto. En una de las paredes de la sala hay una cita que dice: «Habitación libre fue la última pintura en la que estaba sentado. Cuando me puse de pie, ya no volví a sentarme nunca más». En realidad en esa pintura él ya mira desde arriba, tanto como pintor como como personaje de la propia obra. En mi opinión de lega, creo que Freud estaba cómodo mirando desde arriba a todo el mundo. Sus retratos son siempre desde arriba, desde muy arriba aplastando a sus retratados tanto si eran amantes, amigos, hijos, magnates, poderosos de cualquier campo, oteando desde su atalaya de poder. Me gusta más Freud que Goya (perdón) pero los dos me caen fatal y me alegro de no haber coincidido con ellos en el espacio y el tiempo. Saliendo de la exposición me acuerdo de Murillo, y pienso que el británico va más a un “cómo molo: soy Freud, dime cómo quieres que te pinte y ya veré si me apetece hacerlo, si te concedo el honor”.

Vuelvo a casa caminando. En la puerta de una pastelería hay gente haciendo cola para comprar pan. En la puerta un perro pequeño, blanco, feísimo, con la misma cara de antipático que Freud pero al que yo miro desde arriba, llama mi atención. ¿Qué es eso que lleva en el cuello? ¡Un collar de perlas falsas! Busco a Paris Hilton pero no, el perro se sube al bolso pijo de un venerable señor con una barra de pan bajo el brazo. Quizás esta es la pinta que tiene alguien que compra un libro de recetas para perros.


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domingo, 12 de marzo de 2023

Lecturas encadenadas. Febrero

Viví durante 26 años en la calle Vicente Gaceo nº 17, una calle redonda sin ningún sentido cuyo primer número era el nuestro, el 17. ¿Dónde estaban los anteriores? No lo supe nunca y jamás conocí a nadie que lo supiera. Nuestra casa daba justo a una frontera. Era, salvando la distancias, como vivir mirando al muro de Berlín. Si me asomaba a nuestra terraza, a mano izquierda, justo al otro lado de unos edificios estaba el Paseo de la Castellana, con casas de viviendas militares hasta la Plaza de Castilla. Enfrente estaba la calle San Aquilino, que hacía las veces de Muro de Berlín porque a su izquierda desde nuestra casa se abría La Ventilla, un barrio de casas bajas que era casi un pueblo. Mi casa, que estaba en medio de esos dos mundos, tenía en los bajos del edificio una peluquería de barrio con el frente forrado de azulejos rosas y el ultramarinos de Ángel que atendía el susodicho y su mujer. Era un local estrechísimo, forrado de estanterías hasta el techo, al que sólo bajábamos a comprar cuando a mi madre le faltaba algo: no hacíamos compra grande allí porque mi madre era «moderna» y hacía la compra para todo el mes en un hipermercado. Al otro lado del portal, a la izquierda (Ángel estaba a la derecha), había un bar. No recuerdo cómo se llamaba, pero lo atendía un matrimonio y él se llamaba Aníbal. Era un bar que a nosotros, a mis hermanos y a mí, nos daba pánico. No sabíamos, por entonces, qué era el hampa y seguro que allí todos eran trabajadores encantadores, pero el aspecto del bar nos daba miedo y nunca queríamos bajar a comprarle tabaco a mi padre. Un poco más allá estaba el bar La Fuentona. Este local ya daba al Paseo de la Castellana y tenía otra luz, otra amplitud: a ese lado todo era menos siniestro. 

Hasta mis diez o doce años, delante de nuestra casa hacia el lado de la Ventilla había un descampado; un descampado con sus trapicheos, sus yonkis de los 80 y el consejo de no acercarnos jamás por allí o, mejor dicho, pasar rápido porque era inevitable pasar. Más allá del descampado se abrían las callejuelas de la Ventilla, que eran territorio desconocido. ¿Qué había allí? No lo sabíamos. Con quince o dieciséis años recuerdo empezar a recorrer sus callejuelas porque había una buena frutería, una mercería de barrio, una ferretería y, cuando por fin tuve coche, allí estaba el taller de Luis y mi primer colegio electoral. A mis 20 años la Ventilla había empezado a cambiar, las casas bajas iban desapareciendo, algunas para hacer edificios de pisos, y otras no desaparecieron pero fueron compradas por gente de pasta que vio la oportunidad de tener una casa con patio y dos plantas en el centro de Madrid por tres duros. Ahora que lo pienso, quizá la gentrificación de Madrid empezó por ahí. 


Si alguno ha llegado hasta aquí estará pensando: «¿pero esto no era Lecturas encadenadas?». Lo es, pero es que uno de los libros del mes de febrero, Los millones, de Santiago Lorenzo, transcurre en La Ventilla. El protagonista de la novela, Francisco, forma parte de los GRAPO y vive en el barrio, en una casa mísera y mugrienta. Toda su rutina transcurre en esas callejuelas, desayuna en un bar que yo he visualizado con el de Aníbal, trabaja en una nave cosiendo etiquetas y pasear por Bravo Murillo le parece casi como estar en la 5ª Avenida. La trama de la novela es intrascendente, divertida y muy entretenida. A mí me ha hecho, además, volver a tener 12 años y pasear por aquel barrio casi salvaje que veía desde mi ventana y en el que me daba miedo adentrarme. Me he reído, he sentido compasión por las desdichas del pobre Francisco y he viajado al Madrid de mi infancia. No he leído Los asquerosos, el título más famoso de Lorenzo, pero este lo recomiendo sin duda. Ya se lo he pasado a mi madre, que también lo ha disfrutado, y ahora lo leerán mis hermanos. 


Empecé el mes con La mujer helada, de Annie Ernaux, que compré en la nueva librería de Cercedilla en enero. De Ernaux ya había leído La vergüenza y Una mujer, que me gustaron muchísimo. La mujer helada me ha hecho un poco de bola porque me he aburrido, sobre todo en la primera parte. ¿Por qué? Pues porque Ernaux escribe siempre el mismo libro. Esto no es, para nada, algo reprochable; pero, a veces, cuando tus lectores son muy fieles, puede llegar a provocar un poquito de hastío. En La mujer helada Ernaux recorre su infancia, adolescencia y juventud hasta poco después del nacimiento de su segundo hijo. La primera parte, la infancia y adolescencia, estaba mucho mejor contada en La vergüenza, donde, como escribí cuando lo leí, «retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza, vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien; pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento que te llega por comparación; empezamos a fijarnos en lo que hay más allá de nuestro entorno y, como siempre, la hierba es más verde al otro lado de la valla. ¿Quién no recuerda haber ido a casa de amigos suyos del colegio y pensar que en esa casa todo era más bonito, se comía mejor y eran más felices? Es un sentimiento estúpido pero inevitable. Arnaux lo reconstruye maravillosamente bien partiendo de un hecho que para ella marcó la llegada de la vergüenza a su vida, un momento con el que comienza el libro: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio. Fue a primera hora de la tarde”». 


De La mujer helada me ha interesado la parte que desconocía de su vida, cuando se marcha a estudiar a la universidad, sale de su casa y acaba casándose jovencísima con su primer novio para quedar atrapada en una relación de pareja en la que la igualdad desaparece si es que había existido alguna vez. Como siempre pasa con Ernaux te jode verte reflejada en lo que cuenta. En mi caso en la sensación de claustrofobia tras casarse, cuando te conviertes en algo que nunca has querido ser pero en lo que te acomodas porque, si no, no puedes sobrevivir. Los años en lo que todo es batalla, llegar al trabajo, los hijos, la pareja, tratando de seguir siendo tú hasta que dices: ya, hasta aquí. 


¿Recomiendo La mujer helada? Pues para empezar con Ernaux la verdad es que no. Hay que leer a esta escritora pero, si queréis un consejo, empezad por La vergüenza


El tercer libro del mes fue El mar, de John Banville, que compré en un puesto del Rastro. ¿Por qué? Pues sinceramente no lo sé. Banville es un autor que siempre ronda mi cabeza porque leo sus entrevistas, sé que con un pseudónimo escribe novela negra y es irlandés. Estaba a punto de escribir que hasta ahora no había leído nada él pero ¡tachán! he hecho una búsqueda en mi blog y he descubierto que he leído Imágenes de Praga, El intocable y Antigua Luz. Esto dice poquísimo de mi memoria (una de las consecuencias de la depresión es la pérdida de memoria) pero mucho del valor de mis posts de Lecturas encadenadas. Leyéndome sé que esos tres títulos me gustaron mucho, así que estupendo porque puedo releerlos sabiendo que encontraré algo que me gustó. 


El mar ganó el Premio Man Booker y es una novela compleja, una novela de duelo, y no es para todo el mundo. El protagonista, Max, que ha perdido a su mujer, Anna, tras una enfermedad que la ha matado en un año, vuelve al pueblo donde pasaba los veranos de su infancia. Es el lugar en el que conoció a los Grace.  La Sra. Grace levantó su primera pulsión sexual antes de que se enamorara de la hija de la familia, Claire. ¿Tiene algo que ver el pueblo con Anna y por eso se marcha allí? No. La novela cuenta dos historias: la infancia de Max y el duelo que sufre a pesar de que, por lo que nos cuenta, su matrimonio no fue especialmente feliz ni idílico. En cualquier caso, la muerte le sume en un desasosiego (eso nos pasa a todos) que requiere refugio, escape o quizá castigo volviendo al lugar en el que fue feliz. 


«Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quien pudiera ser él. Haber sido él»


No tengo muy claro por qué me ha gustado, creo que no es redonda y, en mi opinión, se pierde a veces, cuando podría centrarse en los temas principales con más concreción. Me resultó curioso cómo esa lectura se alineó con mis escuchas de podcasts sobre la memoria y mis propias dudas sobre mis recuerdos, porque Max también tiene esos pensamientos pero, en el fondo, ¿qué más da si tus recuerdos son fieles a la realidad que viviste o no, si son los que tienes? 


He doblado muchísimas esquinas y he copiado muchos párrafos para no olvidar que lo he leído. 


Me he identificado con esto: 


«En cualquier caso, a lo que hago tampoco lo llamaría crear. Crear es un término demasiado grande, demasiado serio. Los creadores crean. Los grandes crean. En cuanto a los que somos medianías, no existe palabra que resulte lo bastante modesta para describir lo que hacemos y cómo lo hacemos. No acepto diletancia. Los diletantes son aficionados, mientras que nosotros, la clase o género del que hablo no somos nada si no somos profesionales. [...] No somos gandules, no somos holgazanes. De hecho, somos frenéticamente enérgicos, a espasmos, pero estamos libres, fatalmente libres, de lo que podría llamarse la maldición de la perpetuación. Acabamos las cosas, mientras que para el creador de verdad, como el poeta Valéry, creo que fue él, la obra nunca se acaba, sino que se abandona».


Pues ya está. Con esto queda hecho el resumen de mis lecturas de febrero. Hasta los encadenados de marzo. Y si queréis que estas entradas os lleguen al correo podéis suscribiros aquí.