domingo, 31 de julio de 2022

Washington road trip: de la playa con nombre de teatro a la sabiduría de los árboles

 

El 8 de julio comenzó nuestra segunda semana de viaje y, además, marcó el cambio de tiempo que nos permitió disfrutar de unos maravillosos días soleados, con temperaturas máximas de 27º, que son como yo me imagino un buen verano. 

Empecemos.

En el entorno idílico y mágico del camping de Lake Crescent nos acostamos escuchando la lluvia gotear sobre la caravana pero a las seis y media de la mañana, cuando me desperté, el sol empezaba a asomar por encima de las montañas y parecía que la posibilidad de un buen día se abría camino. Decidí levantarme y me fui a la orilla del lago a dar un paseo. Llevaba el libro, el movil y los cascos pero lo único que hice fue sentarme en un tronco a contemplar el lago y los cambios de luz. Las nubes estaba altas, deshilachándose en el cielo, el sol iba subiendo lentamente reflejándose en la superficie del lago y solo en la ladera del bosque, a mi derecha, quedaban algunas nubes enganchadas a los árboles. 


El agua estaba completamente quieta, como si fuera cristal y a mi espalda escuchaba los restos de lluvia escurrir de las ramas de los árboles. Un goteo cada vez más espaciado, más lento, los árboles secándose, desperezándose para disfrutar del día de sol. Sentada allí pensé que en los últimos meses estoy siempre enfadada, a la contra, viéndole a todo la parte negativa. Quizás no siempre pero mi percepción es que es así. Vivir en Madrid saca lo peor de mi al mismo tiempo que me seca por dentro. El calor me sienta mal más allá de no dormir y estar siempre agotada. El calor me entristece, me causa una pena inmensa esa luminosidad insorportable de la primavera y el verano en Madrid. Me agota. Pensé que si consiguiera vivir en un sitio con un verano corto, de un mes, con mucha lluvia y sin prisas, mi humor mejoraría. A lo mejor me saldría moho en las plantas de los pies pero estaría más contenta. 

Con este pensamiento y el firme propósito de que si me toca la lotería plantearme en firme esa mudanza volví a la caravana y les desperté.  A las 7:30 desayunamos fuera y tras un último paseo por la orilla para despedirnos del lago emprendimos la marcha. Volví a conducir y enfilamos la carretera 101 West que corre paralela a la costa norte hasta que pasá a ser la 101 South que corre paralela a la costa del Pacífico. (En toda la península solo hay una carretera principal, la 101). A las diez y cuarto de la mañana llegamos a nuestra primera parada, Rialto Beach. Espectacular. Es una playa de dos kilómetros y medio con formaciones rocosas en los extremos y dentro, en el mar. Esos farallones rocosos que forman islotes, son los restos de la línea de costa que existía hace miles de años. La erosión del mar ha ido ganando terreno a las rocas dejando en pie solo aquellos sedimentos más duros y más resistentes. La playa se llama Rialto porque el nombre se lo puso el mago y mentalista, Claude Alexander Colin que, en los años 20, tenía una casa en la zona con vistas a la playa. (La casa ardió en 1937). El nombre se lo puso en honor de la cadena de teatros Rialto. ¿Parece un teatro? No. ¿Es un espectáculo? Sí, quizá de ahí le vino la inspiración. 

Además de las espectaculares formaciones rocosas en ambos extremos, coronadas por árboles y árbustos, la playa es también una especie de cementerio de grandes troncos. Entre la playa y el bosque que la rodea hay cientos y cientos de gigantescos troncos secos arrastrados hasta ahí a lo largo de cientos de años y que esperan a que, en algún momento, el océano acabe con ellos o se los lleve mar adentro. Decidimos recorrer la playa de extremo a extremo aunque hacia la mitad, mis hijas se rebelaron un poco. «Visto este trozo, visto todo». Juan y yo seguimos caminando como si no las hubieramos oído y no tuvieron más remedio que seguirnos y, después, se alegraron de haberlo hecho aunque no lo reconocieran. Los paisajes (y casi todo) no son iguales vistos de lejos que de cerca, la perspectiva cambia todo y acercarnos caminando al extremo derecho a la playa nos permitió apreciar sus farallones de otra manera. A la vuelta me empeñé en ir hasta el extremo izquierdo y hubo otro conato de rebelión que sofoqué con la misma táctica: seguir caminando. Como la marea había empezado a subir, ellos tres decidieron ir por las rocas y yo me empeñé en ir por la orilla, con las zapatillas y los calcetines en la mano y el pantalón remangado, chapoteando entre las rocas y las olas. Confieso aquí, que no me leen, que en un momento dado pasé miedo porque las olas cada vez entraban más entre las rocas, formando pozas que no podía ver y que además de mojar mis pantalones hasta las rodillas, temí que me arrastraran mar adentro. El extremo izquierdo de la playa, en otro de esos cambios de perspectiva, gracias a las formaciones rocosas que lo rodean, que hacen de murallas contra el mar abierto, forma una pequeña cala sin olas y con el agua mucho más templada que en la playa abierta. Es tan diferente que hasta la arena quemaba como en una playa del levante español. 




Todo era precioso pero, como no quiero engañaros, ahí discutí con Clara. Le pedí que se diera crema porque está en esa edad en la que cree que quemarse significa ponerse más morena y se negó. Cuando me puse más firme y elevé la voz, me miró muy digna y me dijo: «mamá, por favor, qué vergüenza». Me ardió la sangre y mi amor maternal se consumió en rabia. La hubiera dejado allí, abandonada a su suerte, poniéndose morenísima mientras se abrasaba. De vuelta a la caravana después de casi tres horas en la playa, improvisamos unos sandwiches y emprendimos la marcha a la siguiente parada. Este tramo del día se nos hizo duro porque nos entró la típica modorra postplaya, esa sensación de dulce agotamiento, provocada por la brisa marina y el sol, que invita a cerrar los ojos, amodorrarse y dejarse ir. Yo iba conduciendo y confieso que fue duro mantenerme despierta y alerta por la carretera. 

A las tres y media de la tarde llegamos al Bosque de Hoh situado en la parte oeste de la península pero no en la costa, hay que desviarse de la 101 South hacia el este para llegar a él. De todos los sitios en los que habíamos estado hasta entonces, en este fue en el que más gente encontramos, incluso temimos no encontrar un sitio para aparcar la caravana hasta que descubrimos que había sitios especiales para dejarlas. (Los americanos son organizadísimos). La selva de Hoh es uno de los poquísimos bosques húmedos de USA. Al estar situado cerca de la costa del Pacífico pero antes de las cumbres del macizo olímpico, los frentes de lluvia descargan sobre ella durante todo el año. El nivel de humedad es eso, el de una selva, y los árboles tras miles de años de estas lluvias son inmensos. Sé que me repito y que todo el tiempo hablo de árboles o troncos gigantes e inmensos pero es que lo son. Son tan grandes que si tu imaginación los piensa es incapaz de llegar a la realidad de su existencia. Hay abetos de la costa de Oregón, arces de hoja grande, arces enredadera, abetos sticka y chopos negros. Muchísimos ejemplares del de bosque que puedes recorrer siguiendo un sendero panorámico tienen entre 50 y 80 metros de alto. (Para que os hagáis una idea, un edificio de diez pisos de alto puede medir 40 metros) Además de la altura increíble de los árboles y de lo minúscula que te hacen sentir, el bosque de Hoh tiene otra curiosidad. Debido a la humedad en el ambiente, las ramas y troncos de los árboles, especialmente las de los arces de hoja grande y los arces de vid, están cubiertos enteramente de líquenes que les dan un aspecto fantasmagórico, como de bosque encantado de película. Esos líquenes, que no tienen raíces y no tocan el suelo, crecen y crecen cubriendo el árbol alimentándose de la humedad del ambiente. 


Se pueden ver a lo largo de todo el recorrido circular pero hay una sección especial que se llama Hall of Moses en la que se concentran varios de los arces más grandes completamente cubiertos de esos líquenes. En medio de una humedad increíble y un verdor que es imposible reflejar en las fotos, esos grandes árboles parecen inmesos perezosos congelados en el tiempo. Los contemplas sintiendo que en ellos hay algún tipo de sabiduría y conocimiento a la que no podrás acceder nunca porque eres insignificante, porque tu tiempo terrenal es infinitamente más corto que el suyo y, sobre todo, porque siempre tienes prisa. En el Hall of Mosses sientes que en no tener prisa, en no correr, está el secreto de la vida. 

El circuito circular te acaba llevando a través del bosque hasta la orilla del río Hoh donde nos sentamos a charlas de cosas diversas y a descansar. Al comenzar la ruta estábamos en piloto automático, cada uno arrastrando su propio agotamiento como buenamente podía, pero tras el paseo conseguimos ahuyentar la modorra y reactivarnos para seguir la ruta. Como yo estaba ya muy cansada de conducir, Juan se puso al volante hasta la siguiente parada. Encaramos otra vez la 101 South y disfrutamos de unas vistas impresionantes de la costa del Pacífico, pasamos playas y más playas con un cielo azul inmenso y una luz del atardecer preciosa que brillaba sobre la superficie del mar y sobre los numerosos islotes que, como en Rialto Beach, son el recuerdo de la antigua linea de costa en esta parte del Pacifíco. 


Nuestra siguiente parada era el Lago Quinault para ver el Abeto Sticka más grande del mundo. El lago es una preciosidad. Es menos salvaje que los lagos Wenatchee y Crescent porque se encuentra en un entorno más "amable". También lo rodean laderas boscosas pero no son escarpadas ni con pronunciadas pendientes, son más abiertas y en sus orillas hay pueblitos y casas vacacionales con embarcaderos y playas. Recorriendo la orilla volvimos a tener la conversación más repetida de nuestras vacaciones. «¿Te vendrías aquí a pasar quince días a no hacer nada?» «¿Prefieres este lago o uno de los otros?» Yo les dije que me valía cualquiera, que sueño con unas vacaciones sin cobertura y con nueve horas de diferencia horaria, en las que el plan sea no hacer nada, simplemente dormir, leer y mirar el paisaje. 



Aparcamos y fuimos a ver el famoso abeto. No sé las veces que he escrito enorme, gigantesco o inmenso en este diario, tantas que para describir este árbol me he quedado sin palabras. No podéis imaginarlo. Solo os diré que tiene mil años y mide 90 metros de altura. Como la tarde estaba preciosa y el lago Quinault nos ofrecia una pradera en su orilla para contemplar el atardecer, en un restaurante con Take Out, pedimos un par de hamburguesas y unas gambas en tempura para cenar. (María se hizo un sandwich en la caravana porque no nos fíamos del restaurante para sus posibles alergias). Extendimos nuestro pareo en el cesped, nos descalzamos y cenamos bajo la luz del atardecer charlando y contemplando al resto de personal que había tenido la misma idea que nosotros. Había un grupo de protoadoslescentes en bikini haciendo el monguer, una familia jugando a las cartas mientras cenaban, y una pareja de señores mayores (y muy feos) con un par de perros muy majetes, a los que, con un instrumento especial para llegar más lejos, tiraban pelotas al lago para que los perros compitieran por cogerlas. Estuvo muy entretenido. Cuando bajo el sol y empezó a refrescar decidimos seguir ruta hasta el camping en el que íbamos a pasar la noche. Llegamos a destino casi a las diez, en el camping solo había otra caravana y un cartel del dueño diciendo "Gone fishing till Monday". «Me ha dicho el tipo que le deje el dinero en la caja que hay en la ventana» nos dijo Juan. 

«Pero ¿para qué pagas si no se va enterar?» preguntaron las niñas llevadas por ese instinto tan español de pensar siempre en cometer un delito y más si no van a pillarte. 

«Porque es lo correcto».  

Un día más nos acostamos reventados pero con la sensación de haber aprovechado el día al máximo. 

Mañana más. 

sábado, 30 de julio de 2022

Washington road trip: Lake Crescent, el lago mágico.

Ha llegado el momento de contar que Juan tiene muchas manías. Mis brujas y yo también tenemos pero a fuerza de vivir juntas las hemos ido limando, encajando y haciendo más manejables. Cuando vives solo, tus manias crecen y crecen y crecen y escapan a cualquier control. Una de las muchas manias que tiene Juan es que tiene que llevar él las llaves porque sino colapsa pensando que los demás, y especialmente yo, las han perdido. (No he perdido unas llaves en mi vida pero eso a él le da igual). En este viaje, las llaves más importantes, las únicas de hecho, eran las de la caravana y si por él fuera no hubieran salido jamás de su bolsillo pero eso era imposible. En el mismo llavero estaban la llave de contacto, la de la puerta de entrada a la caravana y la del maletero. Era inevitable estar pidiéndoselas y que fueran de mano en mano. «¿Las llaves? ¿Dónde están las llaves? No están en mi bolsillo. ¿Donde están? Esto no puede ser. A ver, si no están en mi bolsillo, o tu bolsillo, Ana, el sitio va a ser este cajón. ¿Entendido?» «Que siiiii»

Le dijimos que sí, aunque se nos escapa porqué decidió que el cajón de los ajos, la sal y la pimienta era el lugar correcto. ¿Por qué cuento todo esto? Pues porque cuando esa noche, la del seis de julio, nos disponíamos a acostarnos, con todo ya recogido, tuvimos una crisis de llaves.  En una de sus mil quinientas comprobaciones, Juan dijo: «¿Dónde estan las llaves? No están en mi bolsillo ni en su cajón. ¿Ana?»

–Yo no las tengo.
-¿Seguro?
-Si.
-Compruébalo. 
_...

Gran crisis. Habíamos perdido las llaves. Revolvimos todos los cajones, no solo el de la sal y la pimienta, todos. Sacamos las mochilas, los abrigos, deshicimos la cama de María, miramos el suelo, los rincones. No estaban. Gran crisis... de 10 minutos que se resolvió cuando salimos a buscarlas fuera, por si se habian caído y "alguien" se las había dejado puestas, por fuera, en la puerta del conductor. Yo no fuí. Resuelta la crisis, nos acostamos y nada más apagar la luz, como todas las noches, se puso a llover. Amanecimos tras un sueño reparador y, como todas las mañanas, la lluvia cesó a tiempo de desayunar fuera. Desayuno, duchas, recogida y en marcha. Justo antes de irnos charlamos con el vecino de camping que, después de escucharnos hablar, salió con una bandera del Real Madrid gritando ¡Hala, Madrid! Nos contó que había pasado tres años en Rota y que España le encantó pero el ejército no tanto. 

Ese día había decidido conducir por primera vez la caravana. «Hoy conduzco yo» dije, y trepé al asiento del conductor. Nada más salir empezó a llover a mares y parecía que el día se nos iba a torcer y no íbamos a poder disfrutar de lo que teníamos planeado. No importaba y daba igual. No soy de lamentarme por la lluvia y menos cuando vas a un lugar donde llueve tanto. Es absurdo. 

Me repito pero, esa mañana, la carretera también era preciosa. Rectas interminables bordeadas de árboles gigantescos y vegetación exuberante. De vez en cuando, a los lados, había dos, tres, cuatro buzones justo en el punto en el que salía un camino hacia el interior de esos bosques. Creo que he mirado en todos y cada uno de esos caminos esperando ver al final una casa y que esa casa me dijera cómo es vivir ahí, como es la familia que la ocupaba para poder imaginar una vida completamente diferente a la mía, una vida más bonita aunque sea mentira y tenga sus problemas como estar pisando barro doscientos días al año. ¿Bajaran a los buzones por las mañanas o pararán cuando vuelven a casa para ver si tienen algo? ¿Recibirán algo en esos buzones? ¿Qué hacen con los paquetes de Amazon? En Los Molinos, tenemos un buzón en la puerta de casa, y cada vez que paso, meto la mano por si me ha llegado el New Yorker de la semana. A lo mejor, alguien pasa e imagina nuestra vida.  Mientras conducía también iba pensando, una vez más, en no olvidar este viaje, en hacer algo que me permitiera escapar a su recuerdo en cualquier momento. Recordar el viaje, los lugares, los paisajes. Pensaba, por aquellas rectas interminables que a los lugares, a las montañas, a los lagos, a las playas, a los árboles, al recodo del río, a las cascadas, a los bosques les da exactamente igual que nosotros los visitemos, los contemplemos o los recordemos. A la naturaleza le somos indiferentes. No necesita nuestra apreciación para sobrevivir, para existir. Incluso cuando la atacamos y hacemos todo lo posible por destruirla, lo único que tiene que hacer es esperar, tener paciencia y terminará recuperando su espacio. Consideré la futilidad de mi empeño en recordar mi paso por este viaje, mi deseo casi infantil de ser trascendente en un entorno que me olvidaría tan pronto como el ruido atronador de la caravana se perdiera al final de la recta. Mi linea de pensamiento ligeramente deprimente se cortó cuando llegamos a Sequim, una de las dos ciudades importantes al norte de la Olympic Peninsula. Y cuando digo ciudad quiero decir pueblo porque tiene siete mil habitantes, pero para esta zona es un nucleo urbano muy importante. (Todo el estado tiene 7,5 millones de habitantes. Y para que os hagáis una idea, el estado de Washigton tiene 184.000 km cuadrados y la Comunidad de Madrid 604. Así que aquí vivimos apiñados y allí, con un poco de suerte, no ven a su vecino más de una vez al mes y porque coinciden en el buzón de la carretera). 

En Sequim teníamos que echar gasolina y nos costó tres intentos: en la primera gasolinera aparcamos en el lado contrario y no llegaba la manguera, en el segundo el surtidor no aceptaba nuestras tarjetas y tuvo que ser ya en el tercero cuando triunfamos. Os informo que el surtidor se para en 200$. No sé si en España hay un tope de dinero al echar gasolina. 

(Llevo mil palabras y no he contado nada aún. Que maravilla es tener un blog) 

Nuestro destino esa mañana nublada era Hurricane Ridge, un lugar privilegiado, en el centro del macizo montañoso de la Olympic Península, desde el que en días despejados (15 al año) la vista es espectacular y se puede ver todo el macizo montañoso con el Monte Olimpo que es su cumbre más alta, al oeste el Pacífico, al Norte Canadá y al este varios volcanes nevados incluído Mont Rainier. Sabiamos que no estábamos en uno de esos días pero había que subir. La carretera es estupenda, con buen firme (esto cuando se viaja dentro de un sonajero se agradece muchísimo) y con grandes vistas. Además, y para variar tenía curvas. Es una carretera muy de montaña, en 18 km pasas del nivel del mar a una altitud de 2440 metros. Al llegar allí, la vista era impresionante. Frente al centro de visitantes se abría ante nosotros una sucesión de escarpados valles montañosos tupidos de bosques con las nubes desgarradas enganchadas a las cumbres de los picos. «¿Vosotros creéis que es posible que, ahora mismo, haya alguien ahí, en esos bosques perdido?» preguntó Clara. Yo me pregunté si habría alguien viviendo ahí, en medio de la montaña, harto del mundo, de la gente y de todo. No soy capaz de transmitir la sensación de estar frente a un paisaje salvaje, sin explorar, casi sin descubrir, sin domar. Un paisaje que puede hacer con nosotros lo que quiera, que es casi una amenaza. Una preciosa y tentadora amenaza, casi una trampa. 

Pasamos muchísimo tiempo en el mirador, absortos en las vistas y en los visitantes. Nos hicimos mil
fotos y desde ahí, tras zamparnos dos raciones de patatas fritas que nos supieron a gloria, hicimos un pequeño sendero que rodea Hurricane Ridge para disfrutar de una panorámica de toda la penísula en 360º grados. En el paseo vimos marmotas, alces, ciervos y unas ardillas pequeñas, de cola corta, que a Clara le parecieron "monísimas". Una guardabosques nos dijo que hay muchísimos osos y que con prismáticos y fijándonos mucho podríamos verlos en las faldas de las montañas, entre los pinos. No los vimos. Nuestro siguiente punto estaba siguiendo la carretera del norte de la península, que corre paralela al mar, hasta que más o menos a la mitad teníamos que meternos, otra vez hacia el interior, hacia el centro del macizo. Nuestro destino era Lake Crescent ¿qué puedo decir? ¿El sitio más especial que he estado en mi vida? Puede ser, sí. Creo que sí. Un lugar mágico. 

Llegamos a él tras un buen rato de carretera y nada más verlo, paramos en un mirador a hacer fotos. Estando allí, llegó un coche con una pareja de señores mayores que nos preguntó por la caravana, cuanto costaba y demás. Nos dijeron que se lo estaban pensando para ir de viaje a Montana. He dicho señores mayores y quería decir viejos. Nosotros somos mayores pero ellos podían tener setenta años como poco. Esto es algo que también me ha llamado muchísimo la atención, parejas muy mayores viajando por todos estos lugares tan lejos de todo, sin comodidades, sin hoteles y sin entretenimientos más que naturaleza a lo grande. 

De la pareja de ancianos me acordé mucho cuando un poco más adelante llegamos al Lake Crescent Lodge, un lugar mágico. A la orilla de lago se abre una zona de bosque en la que en 1914 los buenos de Avery y Julia Singer construyeron un pequeño hotel con una cabañitas que abrieron en 1915 con el nombre de Singer's Tavern. Unos visionarios. El destino tuvo bastante éxito aunque en los primeros años los huéspedes tenian que llegar en ferry. A partir de 1922 se abrió la carretera y empezaron a llegar los coches. La crisis del crack del 29 también tuvo mucho impacto en la zona y la suerte que tuvo la zona fue que en 1937 Franklin Delano Roosvelt se hospedó en este hotel (que ya era de otros propietarios) durante un viaje a la zona. Poco después firmó la ley que convertía toda esta zona en Parque Nacional. Lake Crescent Lodge es algo así como estar en Dirty Dancing y en El estanque dorado a la vez. El hotelito al que se puede entrar, pasear y sentarte en su galeria o en su porche con vistas al lago a tomarte una cocacola y ver pasar las horas se parece algo a ese resort de Dirty Dancing.  Tiene un poso de historia, un poso que dice, y esto va a sonar cursi, «mucha gente ha sido feliz aquí». Al mismo tiempo, la arquitectura mantenida en 1920, la madera, el par de mecedoras en cada porche de las cabañas que hay pegadas al hotel (y que se alquilan), el lago, la orilla, el embarcadero tienen ese encanto de los lugares a los que quieres volver siempre, a los que las personas con suerte suficiente para conocerlos, quieren volver siempre. Cuando Henry Fonda y Katherine Hepburn abren su casa de verano en la película vuelven a un lugar así...y Lake Crescent Lodge es lo más cerca que voy a estar en mi vida de esa peli*.


Entramos en el hotel, nos paseamos por el salón, nos hicimos fotos tocando los muebles antiguos y fingiendo llamar por una cabina de los años 40 y luego salimos a pasear por la orilla del lago. Nos pusimos a soñar con pasar una temporada aquí, cada año. Diez horas de avión y tres de coche es una paliza pero llegar aquí, sentarte en una de las sillas Adirondack que hay en la orilla y saber que tienes dos semanas de no hacer nada más que mirar ese lago creo que compensa el viaje. El lago es tan bonito que me entraron ganas de llorar. Su agua es completamente transparente porque no tiene apenas nitrógeno y no hay algas. Su lecho está cubierto de guijarros negros y grises y sus orillas están rodeadas de árboles que, a veces, tienen sus raices en el agua. Hay gigantescos troncos secos en la playa delante del lodge y sillas para sentarte y simplemente mirar. Seguro que hay días soleados y brillantes que hacen refulgir el agua y el verde de la vegetación pero después de haber estado allí en un día de niebla, no lo cambio por nada. 


Las nubes estaban tan bajas que se confudían en el horizonte con el lago, todo estaba silencioso. era como mirar un espejo en un día de niebla. Casi parecía que el lago era algo vivo y que ese algo indefinible y vivo había decidido mostrarnos su belleza pero solo un poco, transmitiéndonos la sensación de tener que estar agradecidos porque aquello que estábamos viendo, aquella magia, podía desaparecer en cualquier momento. La tarde parecía creada para durar solo unos instantes y luego desaparecer dejándonos sin la posibilidad de volver a verla y con la duda de si aquella vista, el lago, el Lodge, las sillas Adirondack habían estado allí realmente o habíamos sufrido una especie de espejismo grupal. Tras recorrer la orilla casi susurrando, esperamos a que en el embarcadero de madera no hubiera nadie para hacernos unas fotos. Cuando estábamos allí con nuestras sudaderas y nuestros chubasqueros llegó una familia de valientes: padre, madre e hijo e hija adolescentes y ¡se bañaron! Se tiraban desde el embarcadero y a pesar de ponerse casi azules de la temperatura del agua, volvían a salir y repetían la jugada. Recibieron nuestra muda pero más rendida admiración por tamañana heroícidad. 


Despedirnos de esta vista casi fue doloroso porque no sabíamos que nuestro campamento de esa noche (Juan sí lo sabia pero nosotras no) era en la orilla opuesta del Lake Crescent, en otro camping del estado, en medio de un bosque mágico con vistas al lago. Cuando aparcamos la caravana y a pesar de que llovía, nos fuimos a dar un paseo recorriendo la orilla del lago hasta otro embarcadero donde nos hicimos unas fotos en las que parecemos protagonistas de una peli noruega. «Ninguna foto hace justicia a este lugar» dijo María. Ni las fotos que hicimos ni lo que pueda decir es capaz de reflejar, ni siquiera mínimamente, la magia de Lake Crescent. 

«Es el sitio más especial en el que he estado nunca» dijo Juan. 

Arreció la lluvia y nos encerramos en la caravana a escribir, leer, cenar y dormir. Esa noche las niñas me preguntaron si conduciendo la caravana me había sentido poderosa. «No mucho, la verdad. No sé si alguna vez me he sentido poderosa haciendo algo. Creo que no»

Mañana más. 

*Se me ha olvidado comentar que las noches en el North Cascades Park estuvimos cerca de muchas de las localizaciones de Doctor en Alaska y de Captain Fantastic. 

miércoles, 27 de julio de 2022

Washington road trip: sobre días de transición e historietas de Washington

En todos los viajes hay días en los que alguno de los viajeros está atravesado, hay días que se tuercen, días en los que todo sale bien, días en los que todo sale mejor de lo esperado, días en los que se dan varias carambolas que llevan a disfrutar algo, una vista, una actividad, una persona, con la que no se contaba y en todos los viajes, y más sin son largos, hay algún día de transición.El 6 de julio fue ese día de transición en nuestro viaje. Nos tocaba viajar de donde estábamos, la mitad, más o menos, del estado de Washigton a la Olympic Peninsula al oeste de Seattle. Teníamos unas cuatro horas de coche hasta destino pero íbamos a parar a mitad, más o menos, para visitar Tacoma. 

La carretera que teníamos que atravesar ese dia era, como todas, espectacular y quizás la hubiéramos apreciado más sino hubiéramos venido de unos paisajes alucinantes. Más bosques impenetrables con árboles descomunales, más valles increíbles salpicados de granjas con caballos y vacas, más montañas nevadas, más lagos inmensos y más rios caudalosos. Washignton Evergreen State pone en las matriculas de los coches del estado y no mienten*.Mientras atravesábamos esos valles con las granjas y algún pueblo desperdigado, pensaba en que la lluvia, el agua, da inmediatamente a los lugares aspecto de riqueza, de bienestar. No sé porque pero me imaginaba la vida en esos valles más fácil, más llevadera que un pueblo de La Mancha en un paraje árido y desértico. ¿Por qué? No lo sé. A lo mejor estoy totalmente equivocada pero de lo que si estoy segura es de que, por mi carácter, mi amor al invierno y a la lluvia y mi odio al calor, me adaptaría mejor al evegreen state que a Ciudad Real o Córdoba.  A las dos de la tarde llegamos a Tacoma. Esta ciudad está prácticamente pegada a Seattle hacia el oeste, hacia el mar y tiene, de hecho, un gran puerto. Se llama Tacoma por el Mont Rainier que originariamente se llamaba monte Tacoma.  En la ciudad no hay nada que ver, nada interesante más allá de un paseo que corre pegado al puerto y algunos museos. ¡Ah! está también parte del campus de la Universidad de Washigton. 

Fuimos directamente a la zona de los museos. Nuestra intención era visitar el de coches en el que Clara había tenido su baile de graduación pero estaba cerrado. Nos acercamos entonces al del vídrio pero nos pareció carísimo, 18$, para lo que prometía. Que me perdonen los amantes del vidrío soplado pero vista una figurita de vidrio de colorinchis, vistas todas. Los museos están todos pegados al puerto en una zona que, en su día, era industrial y que mantiene algún edificio original con sus rótulos y todo. Teniendo en cuenta que la ciudad se fundó en 1868, tampoco es que sea una heroicidad mantener los edificios pero el caso es que no quedan muchos.  Los que quedan, en esa zona, están rodeados de construcciones más modernas y de ramales de autopista, uno de los cuales cruzamos por un puente, decorado con más vídrio de colorinchis, para entrar al Museo de Historia del Estado de Washington que está pegado a una de las cosas más chulas que tiene Tacoma y que es el edificio de la Union Passenger Station. La estación se inauguró en 1911 y era el destino final del ferrocarril de la Northern Pacific Company que venía del este y que atravesaba Leavenworth. El edificio alberga ahora los Juzgados. 

En el museo pasamos un buen rato, muy entretenido y aprendimos muchas cosas. Washigton consiguió ser declarado estado en 1852, cuando los colonos establecidos en estas tierras pidieron, al Congreso de Estados Unidos, su independencia del estado de Oregón. El Congreso dijo que sí, que vale, pero que tenían que llamarse como el primer presidente. ¿Por qué? Pues eso no lo explicaban. Lo que sí os puedo decir es que en todas las señales de tráfico del estado aparece el perfil del presidente. Washigton además de ser evergreen tiene de todo. Tiene minas, tiene una costa imponente, tiene ríos con pesca a mansalva, bosques impresionantes y, en el este, grandes llanuras agrícolas regadas por el Río Columbia. Con todos estos recursos, los colonos blancos que llegaron desde el sur, desde Oregón, a partir de 1830, decidieron que era un buen lugar para vivir. «Washigton, qué bonito eres» dijeron y se pusieron a esquilmar los bosques, a construir presas, a masacrar nativos americanos y a establecer sus casitas, pueblos y ciudades en los mejores lugares. Todo esto está contado en el museo bastante detenidamente con una muy buena exposición permanente con muchísimas fotos, paneles y reconstrucciones. Hay también, vídeos de la caída del famoso puente de Tacoma que, si no habéis visto, os dejo aquí enlazado . El 1 de julio la ciudad inauguró, con gran fanfarria, un puente para cruzar uno de los estrechos que rodean la ciudad. El 7 de noviembre se derrumbó. Lo más mágico es que hay vídeo... y está muy bien para entender para qué sirve un buen ingeniero de caminos y no escatimar en costes. 

Aprendimos también que durante la II Guerra Mundial cuando, tras el ataque a Pearl Harbor, el gobierno americano encerró a la población de origén japonés en campos de concentración, los japoneses de esta zona fueron confinados en Puyallup, en el pueblo donde había pasado Clara el año y en el lugar en el que nosotros dormiríamos el día 13. 

En el museo había también una exposición temporal del creador de las camisas hawainas que, allí, se llaman camisas Aloha. ¿Era de Washington? No. ¿Vivió allí? No ¿Por qué esa expo? No lo sé pero la historia es maravillosa. John Leggit "Keoni" Meigs nació en Chicago. A los 11 meses su padre, que debía ser un pieza, lo raptó y se pasó su niñez y adolescencia viajando con su padre y su amante por todo el país. Estudió en Los Ángeles y en algún momento llegó a Hawai como reportero y, en 1938, se puso a diseñar camisas. Después de Pearl Harbor quiso alistarse en el ejército y para eso necesitaba una partida de nacimiento. Llamó a su madre para pedírsela y ahí descubrió que tenía dos nombres, el que llevaba usando toda la vida John McMillan (que le había dicho su padre) y el de su partida de nacimiento. Se pasó luego la vida aprovechándose de tener esos dos nombres. John "Keoni" Meggis (Keoni es John en hawiano) está considerado uno de los más imaginativos diseñadores de las famosas camisas y uno de los más importantes impulsores comerciales de las mismas. Se cree que realizó más de trescientos diseños distintos y las camisas, de las que había varias expuestas, eran una pasada. 

A mí me encantaron y me hubiera llevado cuatro o cinco para ir vestida de señora excéntrica de pelo blanco con camisas imposibles. Además de los diseños me impresionó cómo se conservaban los colores y las telas. Ya no se hace ropa como la de antes que dure 120 años impecable. 

A la salida recorrimos el Thea Foss Waterway que discurre pegado al puerto. En una zona del museo, había una serie de paneles con la historia de grandes personalidades de la ciudad y resulta que yo me había leído el de Thea Foss. La buena de Thea, que había nacido en 1857 en un pueblicito de Noruega, llegó a Estados Unidos en 1881 donde la esperaba su marido que había emigrado en 1878. (Acabo de leer en internet que, Andreas, el marido emigró antes, ahorró, mandó el dinero para Thea y cuando llegó a la estación esperando encontrarla, el que apareció fue su cuñado. Thea le había dado a él el dinero del pasaje asi que Andreas se puso a ahorrar otra vez) Tras unos años por ahí, llegaron a Tacoma en 1889 y mientras Andreas trabajaba de carpintero, era muy bueno, Thea hacia sus cositas. Resumiendo, un buen dia compró un bote de remos que estaba para el arrastre, lo limpió, lo pinto, lo adecentó (como si tuviera IG) y lo vendió por el triple de lo que lo había comprado. Thea, que no era tonta, dijo: «mmmmm...y si en vez de venderlo, ¿lo alquilo?» Y así, con este cuento de la lechera, acabó poniendo en marcha un imperio de construcción de veleros. Del imperio Foss, como de otras muchas compañias que durante años construyeron veleros que navegaban por todo el mundo, ya no queda nada más que un par de naves abandonadas. 

Tras esta parada cultureta, volvimos a la caravana para seguir atravesando bosques inmensos por rectas interminables en dirección a nuestro destino. Voy a parar para explicar que en Estados Unidos, como no había nada cuando construyeron las carreteras, la recta es lo normal. Rectas de kilómetros y kilómetros, que no se acaban nunca. Es aburrido pero permite ir disfrutando del paisaje sin temor a salirse en las curvas. Como he dicho al principio nos dirigíamos a la Península de Olympia, un sitio espectacular, también Parque Nacional y al que para llegar atravesamos el tercer puente flotante más grande del mundo. Muy chulo, la verdad...

A media tarde llegamos a nuestro RV park. Pequeñito, coqueto y a la orilla del Hood Canal un brazo del Pacífico que bordea la península y entra en la tierra. Aprovechando que no llovía nos dimos un paseo, comiendo pipas, y viendo el paisaje. Vimos una piara de cerdos que a mis hijas les parecieron monísimos y luego, mientras estábamos en la orilla, hicimos pandilla con una perra que se nos acercó con una pelota en la boca. Quería jugar y encontró a la gente adecuada. Clara se pasó un buen rato tirandole la pelota y esperando a que Bella, que así se llamaba la perra, se la trajera mientras le hablaba como si fueran amigas de toda la vida. De vuelta a la caravana, vimos al dueño de la perra sentado al lado de su camioneta con una cerveza en la mano mirando el paisaje. Nos preguntó de dónde éramos, se asombró y nos dijo que él nunca había estado en Europa. Luego, derrochando amabilididad, nos recomendó un montón de sitios para visitar en la zona. Otro americano encantador. 

De vuelta a la caravana, desplegamos la rutina habitual de las noches. Yo a los fogones, ellos a pulular y tras la cena, yo a escribir los diarios del viaje y ellos a fregar y recoger. 

Juro que pensé que el diario de este día de transición iba a ser corto..

Mañana más. 

*Ahora que lo pienso, me encantaría que hiciéramos esto aquí: lemas en las matrículas de las comunidades autónomas. Lemas elegido en votaciones públicas. Ahora que lo pienso, mejor no, ya me veo teniendo que llevar una matrícula de Madrid en la que ponga: Libertad y bares. Casi mejor que no. Sigamos con las letras y los números

lunes, 25 de julio de 2022

Washington roadtrip: todo se llama Wenatche

El 5 de julio amaneció bastante soleado. Un día más volví a despertarme muy temprano y esperé, escuchando podcasts, a que llegara una hora compatible con despertar a los lirones sin que me asesinaran. A las ocho y media toqué corneta. En la caravana, nada más levantarse, hay que hacer las camas que se quedan fijas: la que está encima del conductor y la grande al fondo. La que se monta en el sitio de la mesa hay que recogerla entera para poder empezar a organizar cosas y ser operativo. La rutina cada mañana era la misma,  yo me ponía al frente de los fogones: hervir agua, hacer tostadas, cortar la fruta y ellos tres sacaban las provisiones y ponían la mesa. Ese día, en el camping de Leavenworth, desayunamos fuera con calma. Probamos una variedad de Special K, que yo había comprado, con vainilla y almendras y que es droga. Lamentablemente en España no la venden. 


Tras idas y venidas a los baños, recogidas y demás, conseguimos ponernos en marcha a las once. La mañana seguía soleada y bastante cálida asi que María y yo, por primera vez en el viaje, nos aventuramos a ponernos pantalón corto. Acertamos. Nuestro destino era una pequeña ruta de apenas un par de horas: Penstock Trail. Está ruta sale a pocos kilómetros de Leavenworth y corre paralela al río siguiendo el recorrido que hacía una tubería gigantesca que se instaló en los años 30 para proporcionar agua a una central hidroeléctrica (de la que no quedan restos, pero el parking desde el que sale la ruta está en el lugar en el que se situaba). Esa central suministraba electricidad a las locomotoras eléctricas que sustituían a las de carbón en ese tramo. Lo explico. Las máquinas era de carbón y venían recorriendo las llanuras, al llegar a Leavenworth y sus montañas debían atravesar túneles y el humo y la ceniza del carbón resultaban tóxicas para pasajeros, ganado y trabajadores del ferrocarril. Decidieron entonces que, en esa zona, cambiarían el tipo de locomotoras y para eso necesitaban electricidad que, por supuesto, podían generar porque si algo sobra en Washigton es agua corriendo con una fuerza descomunal. Cuando el tren desvió su recorrido, los túneles, la tubería, la central y el puente que cruza el río Wenatchee cayeron en desuso. Recorriendo la senda se encuentran, cada pocos pasos, algún tornillo gigante incrustado en la tierra, alguna plancha retorcida y oxidada, pequeños restos de aquella época. 

La senda es muy fácil y corre paralela al río, durante el paseo se nos acentuó aún más la sensación de estar viviendo en la peli de Meryl Streep que comenté ayer y que, como mis hijas no la han visto,  he metido en nuestra lista para este otoño junto con todas de las que hemos hablado en este viaje porque han surgido en la conversación o porque hemos estado en zonas donde se rodaron. Mis hijas abrían la marcha, sin parar de hablar entre ellas y yo caminaba detrás de ella observándolas. Tras casi un año sin verse, pensé en la increíble relació que mantienen a pesar de ser tan distintas. Se complementan, se quieren, se respetan y no se soportan a partes iguales. No se parecen fisicamente, no se parecen en su manera de caminar, en su manera de vestir, en lo que les gusta o les disgusta pero son mejores amigas. Les hice una foto y se la mandé a su padre: nuestras princesas. 

En el camino de vuelta, paramos en un playita del río a comer un poco de alpiste y escribir nuestros nombres en la arena. Del río Wenatchee nos fuimos a ¡tachán!, el lago Wenatchee a unos 25 o 30 km. Juan lo había visto recomendado y nos apetecía pasar una tarde tranquilos, simplemente disfrutando del paisaje. Tuvimos algún problemilla para poder sacar online el permiso necesario hasta que nos dimos cuenta de que estas gestiones teníamos que hacerlas desde el móvil de Clara para que la confirmación pudiera llegarnos por sms. El Lago Wenatchee está también enclavado dentro de un parque nacional. Hay diferentes zonas de acampada y parking diurno en el impresionante bosque que lo rodea. Es un lago enorme, de aguas que provienen de los glaciares de las montañas que lo rodean y en sus orillas frondosos bosques llegan hasta el agua. Solo la orilla en la que está la zona de camping tiene una pequeña zona que se parece algo a lo que nosotros entendemos por playa de arena gris. La orilla está llena de grandes troncos secos que llevan ahí años porque, una vez más lo repito, fueron arrastrados por corrientes o riadas. 

Al fondo, frente a nosotros,  podíamos ver los grandes picos con nieves perpetuas y una gigantesca cantera. A nuestra derecha estaba Emerald Island y más a la derecha, cerca de nosotros, Dirty Face Mountain en la que todavía es visible la cicatriz de un gran incendio  en 2005. Emerald Island es un islote en medio del lago lleno de vegetación y al que se puede llegar en kayak, canoa o, si tienes la capa de grasa de una foca monje o mucha capacidad de sufrimiento, nadando. (En muchos lagos y en muchas bahías hay una Emerald Island consecuencia de las diferencias de erosión en lo materiales geológicos). El paisaje era espectacular y, otra vez más, nos quedamos sin palabras. La tónica de este viaje ha sido llegar un sitio, asombrarnos, alucinar, impresionarnos, pensar que era el lugar más bonito en el que habíamos estado nunca...para al día siguiente o al cabo de unas horas llegar a otro sitio aún más bonito. Ha sido una continua escalada de belleza. 

En esta zona de las Cascades todo se llama Wenatchee por los nativos americanos de la zona, la tribu Wenatchi de los que hay restos arqueológicos desde hace tres mil años. Los colonos blancos hicieron su correspondiente apropiación cultural del nombre de la tribu y del lugar. En unos paneles explicativos aprendimos que los indios Wenatchi vivían tranquilamente alimentándose de salmones, ciervos y bayas del bosque. Recibían diferentes nombres dependiendo de la zona del Wenatchi en la que vivieran. En algún momento comenzaron a tener contacto con las tribus de las grandes llanuras del Río Columbia, principalmente la tribu de los indios Spokane. Esas tribus usaban caballos y los Wenatchi los adoptaron, poco a poco, para su modo de vida. Según el panel, la adopción del caballo trajo consigo una serie de enfermedadas que mermaron la población para cuando los colonos blancos llegaron a la zona. Según el panel también, los Wenatchi fueron siempre amigables con los blancos y tuvieron una relación cordial. Tengo bastantes dudas sobre esto porque los blancos llegaron y arrasaron los bosques, establecieron presas y centrales hidroeléctricas que modificaron el cauce natural del río y la pesca y montaron centros vacacionales en los lugares en los que vivían los Wenatchi tan contentos. En cualquier caso, eso ponía en los paneles. 

Aparcamos y nos hicimos unos bocadillos que nos comimos en una mesa de picnic en la playa. Chispeaba un poco, algo casi imperceptible, asi que después de comer, nos acomodamos en la orilla con nuestras sillas de acampada a admirar el paisaje, intentar leer (yo) y observar a los lugareños de la playa. A nuestra izquierda había una familia con dos niños de unos 5-6 años. Tenían una tabla de padel surf y, contra cualquier criterio de un progenitor español histérico, los padres dejaban tranquilamente que los niños se fueran remando bastante dentro del lago. Por supuesto, los niños se peleaban por remar, por el sitio en la tabla, con el resultado, casi siempre, de la niña caída al agua (gelida), el niño gritando y los padres descojonándose en la orilla. Nos parecieron unos padres ejemplares y nosotros también nos reímos mucho. Mis compañeros también estuvieron también muy atentos a un piraguista con chaleco naranja que se adentró lejísimos en el lago. Intentaban no perderlo de vista y cada poco se preguntaban «¿donde está?» «¿lo véis?». La sorpresa fue mayúscula cuando el piraguista se fue acercando hasta la orilla y resultó ser una señora bastante mayor y bastante grande para caber en la piragua. ¡Bien por ella! Por cierto, la única que se atrevió a meter los pies fui yo y puedo decir, con conocimiento de causa, que está mucho más fría que el agua que baja del Aneto. 

Tras tres horas de relax disfrutando del lago, la conversación, el paisaje y mi libro, (¿Qué hago yo aquí? de Bruce Chatwin era la lectura que me había traído de Madrid sin saber que me describiría tanto en este viaje) decidimos volver a Leavenworth. Entre otras gestiones, teniamos que hacer la compra. Tras consultar a San Google, fuimos al Dan´s Food Market, un supermercado bastate completo, en el que había de todo, incluída una gran selección de fruta y verdura fresca pero en el que no se podía vivir del frío que hacía. Recorrimos los pasillos sintiendo como nuestros cuerpos iban congelándose poco a poco, como Jack Nicholson en El resplandor, y el riego cerebral iba ralentizándose. Puede que por eso nuestra compra hiciera que el cajero levantara las cejas con cara de ¿Qué habéis comprado? Salimos de allí casi con los labios morados. De vuelta al camping nos tocaba colada, un entretenimiento como otro cualquiera. Con nuestros cuartos (las máquinas no funcionan con tarjeta de crédito), nuestro jabón y nuestra ropa sucia  fuimos a la lavandería a poner dos lavadoras y dos secadoras. Clara que lleva un año usando secadoras intentó convencerme de las bondades del electrodoméstico pero ya le dije que ni de coña: «cuando vuelvas a Madrid, a tender tu ropa como todo el mundo. Así haces amigos por el patio». 

De cena tomamos guisantes salteados, (hubo algunas protestas), con huevo duro. Y tuvimos que tirar una especie de crema de almejas asquerosa que compramos por error el primer día. Debatimos si tirarla o guardarla para los osos pero nos dieron pena los osos y acabó en el contenedor. 

Mañana más.