lunes, 17 de septiembre de 2018

Los «se me ha ido de las manos»

Wim_Wenders reluctant. Unknown photographer 1971 © Wim Wenders
El sábado hice un «se me ha ido de las manos». Salí de casa a la una para tomar un aperitivo rápido y llegué a casa a las dos de la mañana. Los «se me fue de las manos» son algo muy de adultos, de gente madura, de cuarentones con niños mayores, dinero y dueños de su tiempo. Los «se me ha ido de las manos» no se pueden predecir ni anticipar y, en mi experiencia, cuanto más crees que los tienes controlados más se desbocan. 

Los «se me ha ido de las manos» son divertidos, excitantes, amenos y consiguen, como ninguna otra cosa, que el tiempo pase volando. Ninguna hora, ningún minuto, ningún segundo se esfuma tan rápido como en un «se me ha ido de las manos». Es la una de la tarde, tienes un botellín en la mano, un plan para volver a casa pronto y estás con un grupo de amigos más o menos controlado. Al momento siguiente son las nueve de la noche, tienes un botellín en la mano (pero otro distinto) y estás comiendo ensaladilla rusa en un jardín. No te explicas como el tiempo ha pasado tan rápido y qué ha pasado con tus planes. 

Un «se me ha ido de las manos» se termina cuando él quiere. Puede que durante su ejecución, en algún momento, tú digas «en un rato me voy a casa» o «en cuanto acabe el concierto, me marcho» pero es imposible. Tú no tienes ni voz ni voto. Un «se me ha ido de las manos» se genera cuando quiere y se destruye cuando le apetece, como un huracán. Lo máximo que puedes hacer y, que yo hice, es en el breve espacio de tiempo de calma que te deja, (el ojo del «se me ha ido de las manos») irte a casa y ponerte unos vaqueros y coger un jersey. Nada más, si por un momento crees que podrás darle esquinazo y quedarte en el sofá, el «se me ha ido de las manos» entra como un tornado y te absorbe otra vez en su espiral de risas y diversión. 

Cuando el «se me ha ido de las manos» se extingue, te vas a casa. Todo el cansancio del día cae sobre ti y no ves el momento de acostarte. Ha merecido la pena, ha estado muy bien pero ya no tienes edad. Por eso los «se me ha ido de las manos» son escasos y contados. Como he dicho antes son para cuarentones y claro, es físicamente imposible aguantar varios «se me ha ido de las manos» seguidos sin entrar en coma catatónico. 

Después de la tormenta llega la calma pero después de un «se me ha ido de las manos» lo que te arrasa, al día siguiente, es un «me quiero morir» combinado con un «nunca más» y unas gotitas de «pero qué bien me lo pasé». Un «me quiero morir» no es resaca, ni siquiera se parece. Con una resaca de juventud provocada por un «voy a salir a quemar la noche» al día siguiente tus sentidos estaban tan afilados que todo te molestaba: demasiado ruido, demasiada luz, demasiados sabores que no podías tolerar. Con cuarenta y pico, tus sentidos pasan de estar alerta, se echan a descansar y tras un «se me ha ido de las manos» lo que te pasa es que te vas a gris, vives el día en medio de un ruido blanco, te sientes como el hamster de Bolt, vas en una burbuja: no ves bien, todo está borroso, no puedes leer, te parece que te estás quedando sordo,  todo tienen que repetírtelo, la tostada te sabe igual que los garbanzos de la sopa y se te van olvidando las cosas. Con treinta años y de resaca, a media tarde te tomabas un Big Mac, con cuarenta y cinco y un «me muero» te tomas una tónica con mucho hielo y piensas «por favor, mañana es lunes, necesito que esto se me pase».

Breaking news: de un «se me ha ido de las manos» no te recuperas en un día.  

viernes, 14 de septiembre de 2018

De seis a doce, un día normal


Me despierto una hora antes de que suene mi nuevo y flamante despertador. El hombro derecho me está matando y mientras valoro si volverme zurda puede ser una solución a este dolor que no me deja dormir más de cuatro horas seguidas asisto al encendido de la "luz amanecer" de mi despertador. Una pijada ridícula que, gracias a Dios, puede desactivarse. Pienso en aprovechar que estoy despierta para llegar antes al trabajo pero recupero la cordura y dedico esa hora extra a pulular por casa, desayunar tan despacio que tengo que calentar el café dos veces y darme contorno de ojos, serum y crema hidrante de cara.


Conduzco intentando usar el brazo derecho lo menos posible. He vuelto a mi trayecto habitual, piloto automático y los últimos episodios de Serial. Llego al trabajo. Contesto mails, confirmo vuelos, hoteles. Aprendo que la helicicultura es el cultivo de caracoles de tierra y que sus huevas, llamadas caviar blanco, son apreciadísimas y muy caras. Aprendo sobre mujeres en el medio rural y alucino con que haya empresas prósperas dedicas al arreglo de las máquinas recogedoras de huevos. Cuántas cosas desconozco. De comer brecol salteado y calabacines rellenos de pollo. De postre una rodaja de sandía de sabor sorprendente, unos trozos saben dulces y otros a servilleta.

Abro un excel. Abro otro. Los comparo. Empiezo un cuaderno nuevo de trabajo y apunto veinticinco cosas importantes. Estreno rotuladores. Vuelvo a mirar los excel. Sé lo que necesitamos pero no sé como hacerlo. Discutimos cual sería la mejor manera de organizar el trabajo. «Me piro que llego tarde al fisio» y salgo pitando pensando que soñaré con esa base de datos. Preparar una base de datos es como planear la decoración de tu casa, hay qué tener muy claro qué quieres y cómo lo quieres.

Mi fisio tiene veinticuatro años, lleva las pestañas pintadas y es un encanto. Está muy preocupada porque no mejoro, porque cada día estoy peor. «Ya sé que crees que esta máquina no te hace nada, pero sí te hace». Leo sobre un nuevo documental sobre McEnroe y me termino el New Yorker. Por primera vez en tres años, voy al día. No puedo creerlo.

Conduzco de vuelta. Mismo trayecto, piloto automático. Escucho otro episodio del tema Clinton-Lewinsky. Me alucina el eufemismo del locutor. «Clinton llevó a Lewinsky a uno de los baños de la Casa Blanca y ella le hizo sexo oral. Clinton rompió su propia regla y permitió que ella llevara el proceso hasta su conclusión natural.» Lo paro y le doy para atrás porque me he quedado estupefacta. «hasta su conclusión natural» Aparco en casa, subo, descargo el bolso. Me preparo una tostada con pavo y queso y me la como saliendo por la puerta mientras me pregunto si, cuando vuelva, me recibirá el olor a tostada que dejo flotando. Cojo el autobús y me bajo una parada antes. Una modelo que parece medir dos metros y de cuyos hombros cuelga una túnica blanca con brillos posa frente a la estatua de Velazquez. Subo por la carrera de San Jerónimo y recuerdo cuando trabajaba allí, hace casi veinte años. Ojalá volver a esas oficinas y poder ir a trabajar cruzando el Retiro. Llego al teatro, Mientras veo a mi amiga Lucia hacer de becaria alocada enamorada de Fele Martínez, recuerdo cuando era pequeña y la veía bañarse en la piscina, llevando el mismo bañador que su hermana gemela. No podía distinguirlas.

Tomamos cañas en un bar al lado del teatro mientras la esperamos. Somos una panda de señores mayores rodeados de actores: Javier Gutiérrez, Fele Martínez, Lola Casamayor, Ana Castillo. «Chicas, estoy en un bar con Ana Castillo, de La Llamada»« Mamáaaa...hazte fotos»

«Moli, pásame tu movil que Alsina te busca» Se me hiela la sangre con el botellín en la mano. «Paso de móvil que me regaña seguro. Dale mi mail que así si me ladra me da menos miedo»

Llego a casa a las doce. Abro el mail. Me río yo sola mientras me grabo un audio con un tweet que escribí por la mañana. Ojalá viajar en el tiempo y contarle esta historia a mi yo de nueve años, sentada en su mesa de estudio, escribiendo en su cuaderno cuadriculado el cuento de las nubes. 



Apago la luz. Me sigue doliendo el hombro. Un día normal.


lunes, 10 de septiembre de 2018

A las parejas del Retiro

No soy una buena caminante, no me gusta caminar sin tener un destino, un lugar al que llegar. Me importa un pimiento si el lugar al que voy es simplemente una excusa pero necesito llegar a algún sitio para luego volver, para tener un propósito, para tener la sensación de reto conseguido. Supongo que es otra de mis taritas. Ayer por la tarde salí a pasear sin rumbo por el Retiro. Llevaba el libro de Bolaño que me tiene atrapada pero apenas leí un par de páginas, había mucho para mirar. Empecé a contar parejas como el Conde Drácula de Barrio Sésamo, pero lo dejé al llegar a cien por miedo a no poder parar de contar, a terminar riéndome y aleteando los brazos como si llevara capa. Muchísima parejas paseando, conociéndose, con esa actitud que denota que es una primera cita, caminando cerca pero sin tocarse aunque si miras bien puedes ver las ganas que tienen de tocarse flotando entre ellos como corrientes eléctricas. Las había yendo de la mano, unos por costumbre y otros con emoción. Había muchas sentadas en los bancos. Me hubiera gustado pararme a preguntar a algunas de esas parejas, porqué había elegido esos bancos. No se lo hubiera preguntado a las que estaban en los bancos escondidos, alejados de los caminos, semiocultos entre los árboles, ya sé porque los eligieron: tenía cosas qué decirse y cosas qué hacerse. Pero me hubiera sentado al lado de la pareja de ancianos instalados en uno de los bancos más bulliciosos y con peores vistas del parque. Él comprobaba su cartera de manera meticulosa, asegurándose de llevar todos sus papeles. Ella a su lado, sujetando el bastón, lo miraba. Seguro que le había visto hacer esas comprobaciones un millón de veces y la imaginé diciéndole: «Manolo, no enseñes la cartera que cualquier día viene alguien y te la roba.» 

A las parejas que retozaban en el césped, yo les hubiera advertido de algo parecido. Me hubiera acercado a ellas para tocarles el hombro y tras su sobresalto, decirles: «perdonad que os interrumpa pero ¿veis el susto que os he dado y lo cerca que estoy? pues esto mismo os lo puede hacer un caco. ¿Qué cómo lo sé? Porque yo también tuve diecinueve años, un primer novio y muchas urgencias hormonales de amor verdadero y cuando quise respirar para no ahogarme entre tanto amor, había un tío hurgando en mi mochila y robándome la cartera» 

¿Dónde estará esa mochila? Era azul oscuro, de lona con herrajes y le había cosidos unos escudos muy chulos. Seguro que el Diógenes de mi madre la tiene guardada. 

A las parejas de las barcas les hubiera dicho tantas cosas. En primer lugar que es mala idea montar en ellas, sobre todo es muy innecesario. Les hubiera invitado a que antes de decidirse a ponerse en la cola para alquilar la barquichuela, dedicaran un rato a ver a las otras parejas que ya andan en el agua. ¿Qué sienten? Bochorno. ¿Quieren protagonizar algo así? No, seguro que no. Con remar pasa como con montar a caballo, disparar o fumar, de tanto verlo en las pelis todos creemos que llegado el momento «tan difícil no será» y que haremos un papel digno. No. Nunca. Jamás. Mientras me acodaba en la barandilla a contemplar la puesta de sol y veía a las parejas remar, agradecí que Madrid nunca vaya a sufrir una riada. Los remos rozaban el agua una de cada veinte veces y sospecho que las barcas llegan al embarcadero por instinto. Eso sí, me sorprende que no haya más casos de «hombre al agua» viendo las maniobras desequilibrantes que hacen las parejas para hacerse una fotografía frente a un fondo de otras barcas con otras parejas también en equilibro y perdiendo los remos. 

En una sección del paseo de coches había organizado un partido de hockey sobre patines. Eran equipos mixtos y la mejor con diferencia era una chica rubia, con una larguísima coleta que conseguía estar siempre donde estaba la pelota y en todas partes a la vez. No sé nada de hockey así que lo mismo el juego consiste en no tocar bola y no moverse de una posición, pero me quedé embobada mirándola. Todos eran bastante mayores, cuarentones y llevaban protecciones, guantes y espinilleras. Jugaban en silencio, sin gritarse y animarse. Ella, la chica de la coleta, no llevaba rodilleras y me quedé con ganas de decirle que se pusiera algo, que si se caía el asfalto le haría unas heridas muy feas. Definitivamente soy una señora mayor.  

Al ponerse el sol, caminé hacia mi salida. Había parejas con carro de bebé paseando con pereza, con desgana, casi por obligación. Recuerdo esa sensación. Paseaban mirando a las otras parejas, a las sin carro y recordando su pasado. A estas parejas quería acercarme y decirles que después del carro, llega el patinete y después la bici y el balón y los globos y la marioneta y las barcas del estanque y la feria del libro... y después, mucho después, pasear a solas o quizás, otra vez de la mano. 


viernes, 7 de septiembre de 2018

Podcasts encadenados. Mis recomendaciones

 Crawford County, Illinois. "Daughter of Farmer" May 1940.
Los podcasts no son radio. El otro día, en twitter, asistí a una conversación entre gurús del medio, de la radio, en la que discutían sobre las bases que la BBC ha publicado para su concurso de ideas para podcasts. La primera de ellas es, para mí, la fundamental: 

《Los podcasts no son programas de radio aunque los programas de radio se puedan consumir como podcasts》

Eso es. Si aceptamos que ver series en internet, Netflix, Movistar, o dónde sea «no es ver televisión», los podcasts no son radio y yo creo sinceramente que no lo son y, de hecho, los que más me gustan, los mejores no son para nada radio convencional. Un buen podcast no se trabaja como un programa de radio porque es algo diferente, consumido de otra manera y, sobre todo, atemporal. La radio siempre se ha caracterizado por eso tan cursi de "estar pegada a la actualidad" y el podcast es justo lo contrario. Debe ser atemporal. En mi opinión un buen podcast tiene que ser un producto tan currado como un buen reportaje de prensa, un capítulo de una serie o un buen documental. 

De estos buenos, buenos, excepcionales he descubierto unos cuantos últimamente y ante las numerosas peticiones (cuatro) he decidido contarlo por aquí, por si a alguien le interesa y porque cuando algo me gusta me vuelvo muy muy entusiasta. Son todos en inglés. 

-Revisionist History de Malcom Gladwell. A este podcast llegué por recomendación de la jefa de comunicacón de la NASA, Stephanie L. Schierholz, pero eso es otra historia que ya contaré. Malcom Gladwell es periodista, ha escrito en medios muy importantes y recientemente en una entrevista le escuché decir que él se había lanzado al podcast porque pensó «Esto no lo hace nadie así que no me podrán criticar mucho porque esto es nuevo, está todo por hacer, puedo inventarme la manera de hacerlo». En Revisionist History, que lleva ya tres temporadas, Gladwell repasa historias que en su día o ahora mismo están siendo malinterpretadas. Hay todo tipo de temas: la historia de Wilt Chamberlain, un jugador de baloncesto que era malísimo en los tiros libres a la manera tradicional pero muy bueno tirándolos a cuchara, Leonard Cohen matándose a currar para llegar a la última versión de su Aleluya, las universidades americanas y su financiación, la historia detrás de esta famosa foto y muchas historias más. El mérito de Gladwell no es o no está solo en qué historias decide contar sino en cómo las cuenta. Cuando crees que sabes por dónde va, cuando estás convencido del giro qué va a tomar, de qué es lo que quiere que saques como conclusión, la historia cambia y te quedas pensando...¡vaya! 

La tercera temporada, la he escuchado este verano, y gira en torno a cómo nuestra memoria nos engaña, a como los recuerdos nos hacen trampa. Es muy interesante aunque es más floja que las dos anteriores.   

- In the dark. En una palabra, espectacular. Un trabajo de investigación, periodismo, recopilación y saber contar que te deja con la boca abierta. La periodista Madeleine Baran es la voz que narra el podcast y es un placer escucharla aunque lo que cuenta sea escalofriante. En la primera temporada, el crimen investigado es el secuestro de un chaval de once años, Jacob Wetterling, en 1989 en un pueblo perdido de Minessota, un caso que estuvo sin resolver durante veintisiete años.  La segunda temporada trata del caso de Curtis Flowers, un hombre negro, juzgado seis veces por el mismo crimen, el asesinato de cuatro personas en un almacén de muebles en un pueblo perdido de Missisipi hace veintidós años.  

Madeleine no cuenta solo los casos, qué ocurrió y cómo ocurrió, sino que se centra en cómo se llevó la investigación, qué se hizo mal, qué se ha hecho mal, qué implicaciones más allá de las meramente policiales tienen esos casos. Habla con todo el mundo: los padres del niño, los vecinos, los policías, expertos en diversos temas, jueces, abogados, la familia de Curtis. Remueve archivos, consulta vídeos, programas de radio de la época. Es  una investigación policial, como una película de detectives pero real. Y es terrible y apasionante a la vez. 

Confieso que con éste me he quedado aparcada en la puerta de casa esperando a terminar un capítulo de lo interesante que estaba. En su web, además, puedes ir viendo fotografías, vídeos y documentación complementaria. Es apasionante. 

-The Great God of Depression. En 1998 Alice Flaherty, una neuróloga licenciada en Harvard, perdió a sus dos mellizos estando embarazada de cuatro meses. Tras salir del hospital lo único que quería era volver a su vida, estar tranquila. Los días pasaron con la pena y el dolor hasta que, una mañana, se levantó y sintió que "su mundo se había dado la vuelta". Su cerebro había cortocircuitado y Alice empezó a sufrir un trastorno mental bipolar en el que los estados maniaco y depresivo se  sucedían con tanta rapidez que su cabeza no dejaba de pensar, de funcionar. Desarrolló un trastorno llamado hipergrafia que la obligaba a escribir continuamente, todo el rato, en cualquier superficie. Acarreaba cuadernos a cualquier parte pero  escribía en los muebles, las paredes, su propio cuerpo.  Alice se curó y se empeñó en estudiar las conexiones entre las enfermedades mentales y la creatividad. Años después, a su consulta llegó William Styron, autor de "Esa visible oscuridad", el primer libro considerado el diario de una depresión y que tras su publicación en 1990 se convirtió en la guía no solo para enfermos sino también para psiquiatras y psicólogos. 

El podcast, narrado por Pagan Kennedy, cuenta la historia de Alice y de Styron y para todos los que hemos pasado una depresión es reconfortante y, a la vez terrorífico. Escuchar a Styron contar su pánico a recaer, el terror a volver a estar enfermo, me hizo llorar mientras conducía. Styron recayó y estuvo tan mal que llegó a pensar que su mano estaba muerta y por eso no podía escribir, es en ese momento cuando conoció a Alice.  

-Caliphate, podcast del New York Times. La voz de este podcast es la de Rukmini Callimachi, reportera del periódico que durante más de un año se dedicó a seguir los pasos de un supuesto integrante de ISIS, candiense, que había sido reclutado por internet, había viajado a Siria  y vuelto a Canadá dónde tras contactar con ella es investigado por la policia canadiense. Además, Rukmini viaja a Siria, a Mosul cuando es recuperada por el ejército iraquí. Es una historia apasionante que explica desde el principio y con claridad el nacimiento, desarrollo y filosofía de ISIS. Aviso, en los dos últimos episodios que tratan de niñas de la etnia yazidi, raptadas, vendidas como esclavas y violadas por los guerreros de Isis, lloré a moco tendido. 

-Slow Burn. El caso de Monica Lewinsky es el que ando escuchando ahora. ¿Qué sabía del caso Lewinsky? Algo de sexo oral en la Casa Blanca, algo de una mancha en un vestido y algo de Bill Clinton diciendo que el sexo oral no es sexo. Poco más. Este podcast de Leon Neyfakh cuenta toda la historia del affair y de todas las circunstancias alrededor del asunto que incluyen el suicidio de un amigo de Clinton, el FBI deteniendo a Lewinsky en medio de un centro comercial en Washington, un caso de corrupción urbanística. Es interesante también como los periodistas que en su día cubrieron la historia ahora, veinte años después, se dan cuenta de que el enfoque quizá no fue el correcto y lo reconocen. 

Espero que alguno se anime a escucharlos y que, si lo hace, venga a contarme qué le han parecido. A mí me han salvado la vida este verano, haciendo que mis interminables trayectos conduciendo pasaran volando.  

Larga vida a los podcasts. A los buenos.