viernes, 10 de febrero de 2017

La gente normal no es noticia


Brujuleando por mi selección de webs descubro que el Metropolitan Museum de Nueva York ha hecho accesibles más de cuatrocientas mil piezas de sus fondos para consulta pública. Entro a curiosear y paso los siguientes diez minutos mirando increíbles vestidos de alta costura. Le mando el enlace a una amiga, que conocí gracias a twitter y a una serie de carambolas de la red. Acaba de dar un giro a su vida abandonando la arquitectura y embarcándose en dos años de estudios para aprender absolutamente todo sobre el mundo de la moda: historia, técnica, tejidos, patrones y mil misterios más de la ropa. Está feliz. Siempre nos reímos cuando le cuento que la imagino por las noches bordando calcetines mientras su chico toca el piano. 

Escribo un rato con pluma y tinta verde en un cuaderno. Suena Tristán e Isolda. No sé nada de Wagner pero estoy aprendiendo de música clásica con un podcast que me descargo y escucho en el coche. Tengo la ópera de fondo y pronto, me concentro tanto en lo que estoy escribiendo, que dejo de escucharla, está ahí, me acompaña pero no interrumpe el torrente de mis ideas. 

Suena el timbre. Las niñas llegan del colegio. Ponemos la mesa, hago el arroz y caliento el estofado mientras ellas ponen la mesa y me cuentan batallas de la mañana en el colegio. Comemos y les explico qué es la constitución. 

–Vas a llegar tarde, como siempre– me dicen las muy brujas. 

Miro en el móvil la dirección del fisio que me ha recomendado otro amigo que conocí cuando di la charla del empotrador. Una charla que me ofrecieron porque, hace 7 años, sentada en una sala de espera de un hospital, elucubré un post. Al amigo me lo encontré el martes en la presentación de un libro de otros dos amigos que curiosamente también conocí gracias a escribir, tuitear y charlar online. 

Llego a tiempo. Charlo con el fisioterapeuta mientras intenta hacer algo con el manojo de músculos en tensión que es mi cuello. Hablamos de mi trabajo, de mi cuello, de nadar, de conducir y descubro que disfruta de parte de mi trabajo porque es de un pueblo de Toledo. 

Vuelvo a casa. Paso la tarde escribiendo a ratos, charlando con las niñas y llamando por teléfono para organizar mi fiesta de cumpleaños. Respondo a la correspondencia por mail que desde hace cinco años mantengo con un amigo que vive en Malasaña y otros dos amigos que viven en Londres, les cuento mi día y ellos a mí el suyo. Les recomiendo Tarde para la Ira y me animan a leer 2666 de Bolaño.

Preparo la cena mientras escucho la radio, cenamos y, al terminar, mi madre llama por teléfono. Charlamos sobre mi contractura, los planes para mi cumpleaños y las goteras en su casa. Las niñas se acuestan, leen en la cama. C está aprendiéndose de memoria una poesía de Angel González.

–Mamá ¿Qué significa transido?–Me grita desde la cama.
–No te oigo.–Sé que le revienta que haga eso.
–Si me oyes porque me estás contestando.
–Ven aquí y buscas lo que necesitas.
–Vale, ya está. Transido en la distancia es que le da mucha pena estar lejos o algo así. 

Es de noche, todo está en calma y decido sentarme a escribir lo que lleva rondándome por la cabeza todo el día desde que, por la mañana, leí el enésimo artículo demonizando la llamada vida online. Una sucesión de  testimonios de gente que ha decidido «dedicarse a la vida real», «porque sentían que estaban perdiéndose la vida de verdad, ésa que tiene lugar fuera de la pantalla», porque «internet me estaba esclavizando, era una relación parasitaria que afectaba a mi dinámica familiar».

Vivimos una época alucinante y contamos con una herramienta que ni en los mejores y más locos sueños de nuestra infancia podríamos haber imaginado. Tengo a mi alcance la colección de un museo a miles de kilómetros, puedo charlar con uno de mis mejores amigos mientras se recupera de una operación de espalda y hacerle su convalecencia más entretenida a pesar de que vivimos a 400 km, puedo enseñarle a mi hija M el pueblo de Alemania al que irá de intercambio, puedo conocer gente maravillosa, enriquecedora, divertida y con la que  mantengo conversaciones fascinantes y puedo terminar el día recibiendo el mensaje de buenos días que una de mis mejores amigas me manda, cada noche/mañana, desde Australia desde que emigró allí hace seis meses. 

Me siento a escribir el post que creo que muchos escribiríamos, el post que retrata a la mayoría de la gente que conozco. Personas que consideran que no es solo posible, sino completamente normal llevar una vida donde lo online y lo offline se solapen, se turnen, se entremezclen y se enriquezcan mutuamente. Una vida en la que no haya que estar "desconectado" para disfrutar de conversaciones con la gente que conoces. Una vida en la que entablas relaciones personales alucinantes e increíbles con gente que has conocido gracias a la red.  

Escribo un post sobre gente normal que sabe vivir una vida real y que, por tanto, nunca será noticia. 


martes, 7 de febrero de 2017

Cómo (nos) recordamos

Me manda mi hermano las fotos de una nevada en Los Molinos en el año 2009. Allí está la casa, el jardín, el pino, todo más o menos como ahora, pero cubierto por medio metro de nieve. Y están mis hijas, laz princezaz, con 3 y 5 años, corriendo por la nieve, haciendo el ángel, sacando la lengua para probar los copos. Van vestidas iguales, con pantalones de pana beige, unas botitas granates con velcro que les compré en Carrefour y unos abrigos del mismo color, abrochados hasta el cuello. Las bufandas, los gorros y los guantes que llevan son improvisados. Seguramente no esperábamos esa nevada ni contábamos con que salieran a jugar a la nieve. 

Entre las fotos hay un par de vídeos. Bailan alrededor del muñeco de nieve que han hecho con mi madre, su Abu. Cogidas de las manos, dan vueltas mientras cantan el corro de la patata. En otro vídeo, C se deja caer y mueve los brazos dibujando un ángel en la nieve, luego gritan porque quieren construir otro muñeco de nieve. "¿Por qué no hacemos su novia?" chillan emocionadas. 

La verdad es que no sé de cual de las dos es la voz que se escucha en el vídeo. No consigo identificarla y cuando se lo muestro a ellas, tampoco lo saben:

—Soy yo.
—No, soy yo. 

Me invade una oleada de ternura al verlas en la pantalla, tan pequeñas, tan nuevas, tan a estrenar, disfrutando de la nieve, alegres, felices, despreocupadas, manejables. 

—Ponlo otra vez. 

Volvemos a verlo y pienso que las reconozco en esas niñas pequeñas corriendo emocionadas por la nieve. Las recuerdo así y siento cierta nostalgia de aquellos días pero, al mismo tiempo, veo a esas niñas en el par de adolescentes que cena conmigo mientras charlamos de Trump, de los menús de la semana y tenemos la enésima bronca sobre porqué no soporto que las toallas del baño estén en el suelo.

Ellas, sin embargo, se ven y no se reconocen. Saben que son ellas pero se ven como si fueran otras, como si fuera imposible que esas niñas fueran ellas. Se descubren al verse. 

Quizás algún día, dentro de muchos años, cuando lean lo que he escrito sobre ellas aquí, vuelvan a descubrirse. Quizás.  

viernes, 3 de febrero de 2017

Lecturas encadenadas. Enero.


Vamos al grano directamente que tengo mucho que contar.

Empecé el año con Tonto de remate, de Richard Russo. Hace un millón de años, y con el que fue mi primer novio, fui al cine a ver Ni un pelo de tonto con un maravilloso Paul Newman interpretando a Sully, un viejo perdedor, divertido, cínico y entrañable que vivía en un pequeño pueblo americano junto con otra panda de personajes muy curiosos. En aquel entonces, yo no sabía que la película estaba basada en un libro de Richard Russo. Eso es algo que descubrí, muchos años después, cuando leí Empire Falls y reconocí el tono, los personajes y el ambiente. He leído mucho a Richard Russo y por eso tenía ganas de leer esta novela que acaba de publicar.

En Tonto de remate volvemos a aquel pueblo, Bath, y durante unos días seguimos la vida de dos de sus habitantes; el ya conocido Sully y el jefe de policía Doug Rymer. Ellos son los ejes sobre los que Russo construye la historia entretejida de un montón de personajes entrañables que se conocen, y se odian y se quieren a ratos. Está Sully que cuando ya está de vuelta de todo se da cuenta de que quizás no está preparado para morir, está Doug avergonzado por sus inseguridades, está la ayudante de policía lista, un par de malos, un par de tontos buenos, algún tonto necio y los inevitables camareros que actúan como los coros en las tragedias griegas dando la réplica a los protagonistas.

Russo es un novelista capaz y solvente. Su lenguaje no es sorprendente ni encuentras grandes hallazgos pero construye personajes sólidos y reales que se te quedan dentro y a los que coges cariño y no olvidas. Es una novela entrañable que se lee con agrado, entretenida y que mejora según avanza como si Russo fuera cogiendo ritmo poco a poco.

Si la novela llega a hacerse película, cosa harto probable porque es muy adaptable, y dado que Paul Newman ya no está, creo que Harrison Ford o Jeff Bridges molarían como Sully.
«Y a Raymer, mientras la esperaba, le dio por pensar que esperar a una mujer que había olvidado algo era uno de los placeres más infravalorados de la vida.Cuántas veces, a punto de ir a cualquier lugar con Becka, ella había tenido que volver atrás porque se había dejado algo encima de la mesa de la cocina. Un hábito molesto, sí, pero qué maravilloso era cuando la veía reaparecer, qué dulce saber que no se había ido para siempre. Hasta el día en que sí se fue». 
Pedí a los Reyes Magos La casa, de Paco Roca  porque un amigo me lo recomendó y porque me habían gustado mucho Los surcos del azar y El invierno del dibujante.  Me ha gustado muchísimo. Creo que todos, o muchos, tenemos una casa en la que nos criamos, una casa asociada a nuestra infancia: la nuestra, la de nuestros abuelos, la de familiar en un pueblo al que íbamos en verano. Son casas que eran invisibles cuando las vivíamos, que nos daban igual, incluso puede que, en algún momento, las odiáramos y, más adelante,  las olvidáramos durante una temporada. Sin embargo, son casas que están llenas de recuerdos, que se van cargando de significado con el tiempo o quizás, siempre lo tuvieron pero hay que tener una determinada edad para verlo, para saber leerlo.  Esas casas suelen estar impregnadas de las manos de alguien, de su forma de ser, de estar, de cuidar, de pensar, de vivir y lo que nos duele, lo que nos mata de nostalgia, llegado el momento,  es perder esa caja que es la casa en la que atesoramos su recuerdo. Ese alguien era el capitán del barco que luchó por mantenerlo a flote y que hacia que pareciera fácil. Cuando desaparece, la tripulación se da cuenta, valora su labor e intenta seguir con ello pero ya no es lo mismo y nunca lo será.

Todos tenemos una casa así y Paco Roca lo cuenta magistralmente a partir de pequeños gestos, sin grandes palabras ni grandilocuencias, solo con amor, dolor, nostalgia y ese pelín de culpa que todos sentimos por no haber sabido apreciar, a tiempo y lo suficiente, a esa persona, capitán de barco, por haberla dada por hecha. Nos mata el no haber sabido expresar todo eso a tiempo, darnos cuenta cuando es demasiado tarde. A una determinada edad, además, esta situación abre otra pregunta ¿Me pasará a mí lo mismo?

El libro de la madera, una vida en los bosques de Lars Mytting  es exactamente lo que sugiere el título, un noruego hablando de madera, de bosques, de árboles, de motosierras, de hachas, de máquinas astilladoras, de métodos de apilado, de métodos de apilado, de estufas, de las maneras  de encender un fuego perfecto. .

Lars Mytting me ha recordado un poco, salvando las distancias, a Bill Bryson. Contra todo pronóstico consigue hacer de un tema, a primera vista, completamente insulso, una lectura amena, entretenida, interesante y con la que se aprende un montón de cosas. Algunas útiles si tienes chimenea y otras completamente absurdas pero resultonas. Por ejemplo he aprendido que el árbol más antiguo del mundo es un abeto de nueve mil quinientos cincuenta años. En realidad sólo la raíz tiene esa edad, el árbol tiene seis siglos y está en Suecia. También he aprendido que la leña de abeto se llama "leña de cocina" y la de abedul "leña de salón".

Es universalmente conocida mi debilidad para los noruegos. Hasta hoy los admiraba por su cuerpo, su porte con jersey de cuello vuelto, sus manos y el clima de su país, ahora también por la mística con la que hablan de su motosierra.
«La médula del corte de leña es la motosierra. Apenas hay una herramienta capaz de semejantes proezas por litro de combustible. Siempre y cuando la cadena esté bien afilada, la motosierra hará todo lo que le pidas. Elegir la motosierra es algo que define al leñador».
Lo mejor del mes ha sido Niveles de vida de Julian Barnes. Es un libro muy breve, 143 páginas, que se lee en un suspiro y al terminar se vuelve a empezar. Está dividido en tres pares, las dos primeras de ellas relacionas con globos aerostáticos y la última es un relato del duelo, del luto, muy en la línea de El año del pensamiento mágico de Didion.  El primer capítulo está dedicado a la figura de Felix Nadar, el primer hombre que juntó el volar y la fotografía. Su historia es fabulosa pero lo que más me ha gustado es la descripción que de él hace Barnes en siete palabras: «Nadie le acusó nunca de ser sensato». De este capítulo también aprendí la expresión  "oírse vivir" que fue lo que dijo el primer hombre que subió en un globo de hidrógeno, «Me oía vivir, por así decirlo». Me parece una expresión maravillosa, remite a ser consciente de lo que te pasa intensamente, a sorprenderte por estar vivo y por todo lo que te rodea. Oírte vivir.

El segundo capítulo está dedicado a  Fred Burnaby y su historia de amor con los globos y con Sarah Bernhardt.
«Vivimos a ras de suelo, en lo llano, y sin embargo, aspiramos a elevarnos. Terrestres, a veces ascendemos tan alto como los dioses. Algunos se elevan por medio del arte, otros con la religión, la mayoría, con el amor. Pero al elevarnos también podemos caer en picado. Hay pocos aterrizajes suaves». 
La tercera parte, La pérdida de profundidad, es un viaje introspectivo, una autopsia del duelo, del luto, del dolor, de la incredulidad, de la ausencia, del día a día con esa nueva realidad inabarcable que aplasta. No sé muy bien qué llevó a Barnes a unir su historia con la de Felix Nadar y Fred Burnaby. Sospecho que solo el deseo de contar la vida de ambos y que le sirvieran de muletas sobre las que apoyarse para caminar como un enfermo del alma que es, sentirse acompañado, encontrar paralelismos,  unos antecedentes a su dolor y así dotarlo de sentido.

Son unas páginas cargadas de amor, de dolor y de tristeza.
«Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. A veces es como aquel primer intento de acoplar un globo de hidrógeno a otro de aire caliente: ¿prefieres estrellarte y arder o arder y estrellarte? Pero a veces funciona y se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá matemáticamente imposible, pero es emocionalmente posible».
Barnes se hurga en la herida para descifrar su dolor, para comprenderlo y hacerlo manejable. Reivindica la pena y la tristeza, el luto y la ausencia como un periodo que hay que pasar, hay que sufrir, hay que cruzarlo. No se puede ignorar ni suavizar falsamente. Se opone también a los eufemismos como "se ha marchado" o "nos ha dejado". Ha muerto.
«Sabía ya que sólo las viejas palabras servían: muerte, congoja, tristeza, pesar, sufrimiento. Nada moderadamente evasivo o medicinal. La aflicción es un estado humano, no médico, y aunque haya píldoras que nos ayuden a olvidarla - y todo lo demás -, no hay pastillas que la curen. Los afligidos no están deprimidos, sino solo debidamente, adecuada, matemáticamente tristes».
Y habla también de algo que todo el que ha sufrido la muerte de un ser querido y cercano reconoce, la sensación que se tiene una vez que transcurre el primer año.
«Y por tanto es como si ella se alejara de mí por segunda vez: primero la pierdo en el presente, después la pierdo en el pasado». 
 Me ha encantado. Se quedará en mi mesilla con los otros libros que me gusta sentir.

Y con esto y un bizcocho hasta los encadenados de febrero.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Un millón dentro de diez años

Si te dieran a elegir ¿Qué elegirías? ¿Cien mil euros ahora mismo o un millón dentro de diez años? 

Esta es la premisa con la que comenzaba la obra de teatro que el viernes pasado fui a ver con mi hermana. Al acabar la función y mientras nos poníamos los abrigos para salir al frío de la noche en la calle Alcalá, le pregunté que elegiría.

Hombre, es que no hay ni que pensarlo, un millón dentro de diez años. 

Me sorprendió tanto su respuesta que me quedé mirándola. 

—Tú no?
—No, claro que no. Yo cogería lo cien mil euros ahora mismo. 
—Pero cien mil euros no te solucionan toda la vida y un millón dentro de diez años, sí. 
—Ya, pero es que para mí "dentro de diez años" es la nada. Es como decirme que te daré un millón de euros cuando las ranas críen pelo. 

Entiendo su elección pero lo que me sorprendió fue su contundencia en la respuesta, exactamente igual de contundente que la mía. Las dos tenemos más o menos la misma vida, compartimos la experiencia de la muerte temprana de mi padre, tenemos trabajos, hipotecas, hijos, familia. ¿Por qué ella tiene clarísima su opción y yo la mía? 

En los últimos cinco días le he planteado la pregunta a todo el que se ha cruzado conmigo: a mis amigos por wasap, a mis compañeros de trabajo en el comedor, a mis hijas, a algunos de mis lectores. Sorprendentemente, al menos para mí, mucha gente ve clarísimo que lo inteligente sería esperar al millón de euros dentro de diez años. 

No lo entiendo. No me cabe en la cabeza. Entiendo que mi hija de trece años quiera esperar diez años, al final y al cabo, ahora mismo no podría gestionar los cien mil euros y obviamente la perspectiva de contar con la vida asegurada con veintitrés años es para ella la mejor opción. Además, por ley de vida, aunque podría morir mañana o pasado o dentro de cinco años, sus posibilidades de vivir diez años son bastante altas. 

Pero la mayoría de la gente a la que he preguntado está en una horquilla de edad entre los treinta y los cincuenta y muchos de ellos consideran que esperar diez años es un periodo de tiempo perfectamente asumible. 

—Pero Moli, ¿por qué no esperarías diez años?
—Pues porque, para mí, "dentro de diez años" no existe. 
—Pero ahora con cien mil euros no podrías dejar de trabajar.
—Ya lo sé. Los metería en el banco, seguiría con mi hipoteca y mi vida y tendría ese dinero para pequeños caprichos y de colchón. 
—Pero ¡es un millón!
—Pero es que me puedo morir mañana o pasado o dentro de tres años. 
—A ver, ¿qué cantidad tendrían que darte para esperar diez años? 
—Ninguna. No esperaría diez años por ninguna cantidad de dinero. 

Sigo dándole vueltas. No lo entiendo. Buceo en mi interior. Quiero saber de dónde sacan, todos los que eligen esperar diez años, la confianza, incluso algunos una certeza impactante, en que seguirán vivos dentro de diez años. ¿Por qué yo no la tengo? ¿Por qué diez años me parece un tiempo imposible? ¿Un tiempo que no existe? Pienso, entonces, cuánto tiempo esperaría un millón de euros y considero un año como un periodo de espera asumible. Sé que las posibilidades de palmarla en un año son muchas pero, si muero en esos 12 meses, no habré desperdiciado mucho tiempo esperando algo que no va a ocurrir. 

¿Por qué me resulta tan poco realista pensar en mí dentro de diez años? ¿por qué otros lo ven tan claro? Eso es lo que me estremece y no el millón de euros.