jueves, 30 de septiembre de 2021

Oda a las zapatillas o el día que me maree en Primark

El otro día, uno cualquiera de esta semana, me mareé en Primark y me perdí en el metro. A Primark entré a por unas zapatillas de estar en casa. Las zapatillas de estar en casa son una prenda curiosa. Uno las compra casi por obligación o se las regalan por obligación o por falta de imaginación, las usa y, de repente, por sorpresa un buen día esa compañeras diarias se dan la vuelta, quedan del revés y dices «pero madre mía, si están roñosas. ¿Cómo puede ser si son prácticamente nuevas?» y echas cálculos y resulta que llevas usándolas cuatro años, que los Reyes Magos que te las regalaron fueron de antes de dejarte el pelo blanco o de cambiarte de casa. A algunos incluso las zapatillas les duran más que las relaciones. Y así pasa con todos los pares. Desprenderse de unas zapatillas de estar en casa cuesta, ellas están acostumbradas a ti y tus pies a ellas. Tus pies y tus zapatillas casi parecen tener imanes, atraerse, bailar. Por la mañana, antes incluso de que sepas quién eres, porqué te levantas y qué día es, tus pies solos, a oscuras, encuentran las zapatillas. Ahí están siempre para acompañarte al baño oa la cocina cuando tienes tu primer pensamiento del día: ¿por qué me tengo que levantar y cuándo me va a tocar la primitiva para dejar de trabajar? Tus zapatillas no se aburren de escucharte siempre lo mismo. Es una relación casi de amor. Las zapatillas no reprochan nada y  ellas y tus pies se encuentran por toda la casa, en el sofá, debajo de la mesa, debajo de la silla. Guardan tu sueño y tu insomnio.  Tus zapatillas de casa son tan tu que les cuesta separarse de tus pies. A veces, les cuesta tanto que bajas la basura con ellas puestas. Piensas ¿quién se va a dar cuenta? (Conviene en estos casos asegurarse de llevar también las llaves, las zapatillas de casa son frágiles y no sobreviven mucho en el asfalto) En fin, el caso es que esta relación preciosa salta por los aires el día que descubres que las zapatillas agonizan, la suela ha desparecido, la goma es inexistente y prácticamente vas andando sobre una ilusión. *

Esto me paso a mí el otro día, uno cualquiera de esta semana, (¿Cómo están tan mugrientas? Pues porque eché cuentas y tienen cuatro años y una pandemia) y decidí comprarme unas nuevas. Y entré en Primark porque oye, dicen que allí hay chollos y, sobre todo, las zapatillas de estar en casa es un item del hogar en el que IG todavía no ha fijado sus garras (hay atisbos pero poco, es un mercado poco interesante porque se establecen relaciones a largo plazo y no son un producto de temporada, ni una agenda, ni te ayuda a ordenar ni te eleva la autoestima ni hace que tu casa parezca un piso piloto) y por lo tanto cualquier par que te guste está bien. 

A lo que iba, entré en Primark y casi me muero. Era la segunda vez que iba y la primera, creo recordar, alguna de mis hijas me hizo de sherpa y me fue guiando. El otro día, insensata, entré sola con la seguridad que da saber que solo vas a por un par de zapatillas. La insensatez casi me mata. Esas escaleras imposibles que se cruzan y se descruzan, los neones, los alambres, la gente con pinta de saber a dónde va e ir con ganas (como los runners y los del crossfit), la música, la luz, las estanterías petadas y desordenadas. De repente sentí que tenía 3500 años, que me venía de un pasado remoto y me habían soltado en el futuro. A pesar de todo pensé: Ana, tu puedes. Y pude, un poco. Llegué a las zapatillas al borde de mis fuerzas, elegí unas y dije: Misión cumplida. Como dicen en el Everest, lo dificil no es subir, el peligro está en bajar. 

Resumiendo, me mareé. Atisbe la caja en mi carrera hacia la salida llena de gente feliz que obviamente controla el Everest/ Primark y supe que no aguantaría. Miré las zapatillas, 2,5 € de felpa suave. Miré la cola. Cogí aire. Tiré las zapatillas sin mirar atrás y salí corriendo. Escribo esto con mis zapatillas mugrientas de suela casi inexistente. He decidido que todavía aguantan, hemos decidido seguir juntas hasta que la muerte nos separe o un alma caritativa me regale unas nuevas. 

(Yo venía a escribir sobre perfumes, olores y muestras de perfumes pero es lo que tiene un blog, que hace lo que quiere) 


*La gente que tiene varios pares de zapatillas de estar en casa no es de fiar. Son como los del poliamor o el que te dice que quiere mucho a su pareja y a su amante, mentira. Es una relación tan pura que solo se puede mantener, de verdad, con un solo par. Si tienes varios pares en función de tu humor o de tu ropa (madre mía, me escandalizo solo de pensarlo) eres un frívolo. 

viernes, 24 de septiembre de 2021

Correr y escribir

Voy en metro. Voy en metro más que en toda mi vida, voy tanto en metro que, por fin, he conseguido aprenderme  ciertas rutas, ya casi no tengo que leer los paneles. Desayuno té y camino mucho, muchísimo. Tanto que todos los días me duelen los pies al llegar a casa, creo que todavía no están acostumbrados a este trajín y que, además, echan de menos la relación que tenían con el embrague, el acelerador y el freno. Muchas reuniones por zoom y presenciales. Mucho tiempo de mascarilla. Ya sabía que antes la usaba poco porque no lo necesitaba, estaba siempre trabajando sola o conduciendo sola pero ahora me doy cuenta además de lo que su uso provoca. No sabes qué cara tiene la gente en el metro, se habla menos porque no se escucha nada y mis orejas protestan. Subo y bajo escaleras. Muchísimas pero, por ahora, no las suficientes como para llegar arriba sin que me cueste. Llevo cascos en cuanto salgo a la calle igual que antes le daba al play según me metía en el coche. Conduciendo me concentraba por completo en lo que escuchaba. Por ahora, en el metro y caminando, esa concentración me cuesta más. Quizás sea porque me falta costumbre, porque todavía no he alcanzado el nivel de automatismo necesario para abstraerme del entorno. No sé si lo conseguiré algún día, me sigue sorprendiendo Madrid, estar en la ciudad entre semana. Casi me siento guiri.   He empezado a ver The Crown, llevo cuatro episodios y mi máxima preocupación es saber porqué eligieron para interpretar al Duque de Edimburgo al actor con los arcos superciliares más prominentes del mundo. Va con uniforme, con ropa maravillosa de los años cuarenta y yo solo pienso en que en una peli de neandertales haría un papelón. Veo un par de episodios de Sex Education, quiero esa casa y la ropa de Gillian y que me quede así.  Milagrosamente, no me duermo viendo la tele. Me he cortado el pelo como un quinqui de los 80, corto por delante y más largo por detrás. Es una etapa para dejarme el pelo largo sin parecer una divorciada de urbanización cerrada con piscina y paddle. Duermo siete horas del tirón sin drogas. Antes de eso leo cuatro o cinco páginas antes de desplomarme. Hago videoconferencias los domingos y en mi nevera de solterismo extremo hay jamón serrano, kiwis, yogur y tomates. Leo el New Yorker mientras desayuno, voy por el 9 de agosto. Compro siete libros en la Feria, dos en sendas presentaciones y uno para regalar. He conocido a Patrick Radden Keefe y me he enamorado de su voz. 

Estoy cansadísima, con ese cansancio extenuante que proporciona la excitación permanente, la novedad, el descubrimiento. Corro para acostumbrarme a mi nueva vida, para llegar al momento en que todo acabe encajando donde debe. No me da tiempo a escribir. Lo echo de menos. 

viernes, 17 de septiembre de 2021

Un beso, mamá


Al empezar me notaba anquilosada, oxidada. Sentía que estaba fingiendo. Me sentía pretenciosa y de una manera extraña como si estuviera tratando de recrear una versión de mi misma del pasado, de un pasado muy remoto. La primera vez que recuerdo escribir cartas fue cuando una niña de mi clase, que llegó porque a su padre lo habían destinado a Madrid, se volvió a Barcelona tras solo un año en el colegio. Se llamaba Belén y nos habíamos caído muy bien, todo lo bien que te puedes caer con once años, y empezamos a escribirnos. Aquella correspondencia duró años, nunca más volvimos a vernos. En la adolescencia, pasaba los fines de semana en Los Molinos con mis amigos, todo el día juntos, todas las horas eran pocas para hacer cosas y para contarnos todo aquello de lo que necesitábamos hablar. Teníamos tantísimas cosas que decirnos que entre semana, el mismo domingo cuando llegábamos a Madrid, nos poníamos a escribirnos unos a otros. Eran cartas kilométricas, escritas durante varios días, con bolígrafos de distintos colores y llenas de dibujos, caricaturas, flores, arco iris y cualquier otra cosa (Las mías eran más sobrias porque yo no sé dibujar ni siquiera dibujar mal). Nos contábamos todo lo que nos ocurría, las broncas con nuestros padres, las broncas con nuestros hermanos, todas las aventuras del colegio, y las recibíamos como si transmitieran mensajes importantísimos para la humanidad. Para nosotros, desde luego, eran oro puro. Durante muchos años, firmé aquellas cartas como Enrique Rucocó. Después de aquello, me escribí cartas con mis amigos de Irlanda durante muchos años y ocasionalmente alguna más y muchas notas de amor y humor cuando empecé a salir con El Ingeniero. Luego llegó internet y las cartas terminaron. 

«Voy a escribirte una carta cada domingo contándote lo que pasa aquí. Sé que podría escribirte un mail pero sé que no lo leerías. Verías los tres o cuatro párrafos y pensarías: qué brasas es mi madre. A lo mejor no lees las cartas pero dentro de diez, quince o veinte años, los mails estarán olvidados y las cartas las tendrás». 

Esto le dije a Clara en el aeropuerto. Pensé que lo difícil sería cumplir el compromiso, encontrar historias para contarle, acercarme a correos cada lunes a enviarla. No. Pasado ese primer momento de «se me ha olvidado como hacer esto», todo empezó a fluir, a engrasarse de nuevo y, ahora, después de tres cartas enviada y la cuarta ya pensada en mi cabeza, me he dado cuenta de que lo más difícil, lo más raro, es llegar al final y firmar Mamá. 

«Mamá». Qué raro es, no me acostumbro, era más fácil ser Enrique Rucoco. ¿Mamá? ¿Yo soy mamá?,   A lo mejor en la carta número cuarenta consigo acostumbrarme. Como dicen los americanos: Fake it till you make it. 

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Vidas sincronizadas

Dicen que cuando las mujeres viven juntas se les sincronizan las reglas. No lo sé, no me importa. A mis hijas y a mí nos ha ocurrido algo mucho más chulo:  se nos han sincronizado las vidas en este mes de septiembre y, aunque suene raro y místico, esto ha provocado que este año, este mes, sea de verdad un nuevo comienzo. Un fresh start que dicen los americanos. 

Clara ha empezado su aventura americana, yo un trabajo nuevo y María acaba de entrar en la Universidad. Las tres a la vez, en menos de tres semanas, hemos dejado atrás las vidas que teníamos y hemos empezado unas nuevas que no sabemos a dónde nos van a llevar. Si, cuando yo sea vieja y ellas sean adultas, miramos atrás y buscamos un momento en el que nuestras vidas cambiaron por completo señalaremos este momento, septiembre de 2021. 

Que Clara se vaya, que María empiece la Universidad y yo me cambie de trabajo no son acontecimientos sorprendentes (mi cambio de trabajo sí, más que nada porque ya había perdido la esperanza) pero lo que es sorprendente es que todo haya coincidido y sea ahora. Para mucha gente septiembre siempre ha significado el comienzo del año, del curso, más que enero. Para mí no. Para mí septiembre siempre era la vuelta a lo de siempre, la vuelta a Madrid, a las obligaciones, a convivir con la rutina laboral tan asentada en mí que me salía por inercia, aunque no diera pedales la vida seguía. Ahora, por sorpresa, todo es nuevo. Todo parece más limpio, más claro, más nítido, casi cruje como si lo estuviéramos desenvolviendo, quitándole el papel de regalo. Sé que en algún momento nos cansaremos de este juguete, que el cuaderno nuevo pasará a ser antiguo y lo novedoso se convertirá en rutina pero para eso quedan meses, muchos, y no quiero pensarlo ahora. 

Ahora solo quiero jugar con los juguetes nuevos y decir eso que decimos siempre: esta vez lo voy a cuidar, esta vez será diferente y creérmelo. Me lo estoy creyendo, nos lo estamos creyendo. 

Somos chicas con suerte.