Se llama R. Nos conocemos desde niñas.
Antes de los 9 años, antes de que naciera Pobrehermano
Pequeño y Molimadre y mi padre se lanzaran a comprarse una casa en Los Molinos,
íbamos siempre a casa de mis abuelos maternos allí, a La Rosaleda.
La Rosaleda era, y sigue siendo, una casa grande, cuadrada,
con un jardín que la rodeaba y que tenía distintas zonas. Con 7 u 8 años a
nosotros nos parecía enorme. Había un sauce llorón debajo del que nos encantaba
escondernos y agitar las hojas que llegaban hasta el suelo. Lloramos cuando un
rayo lo partió y se secó y hubo que arrancarlo. Debajo del sauce había un
estanque octogonal que nos resultaba muy misterioso. Le daba la sombra, el agua
era muy oscura y estaba lleno de hojas del sauce flotando, nos parecía que si
caíamos ahí nos ahogaríamos. Nos parecía
profundo y misterioso, aunque no creo que ni siquiera nos llegara a las
rodillas. Estaba la zona de los rosales
que a nosotros nos parecía un rollo, no se podían coger las rosas y además, mi
abuela siempre andaba por allí mirando y remirando. Se sentaba con sus amigas
en un banquito de baldosines rojos dónde nosotros sólo nos sentábamos cuando no
nos veía nadie y queríamos jugar a ser mayores. Había también una zona de lilos y en el lado
derecho del portón del jardín, una zona oscura con cedros grandes donde no
íbamos nunca porque nos daba mucho miedo.
Pasábamos horas dando vueltas a la pérgola en bici e
intentando que nos dejaran darle a la llave que abría el chorro del otro
estanque. Había un palomar encima de una terraza a la que no nos dejaban subir
y un parterre de “vinca” que no se podía pisar. ¡No pises la vinca! Era un grito muy habitual.
En el pinar, estaba “El cuartucho”, una casita pequeña,
mínima dónde vivíamos nosotros: Molimadre, mi padre, Molihermana, Pobrehermano
Mayor y yo. Allí sólo dormíamos y nos bañábamos porque no tenía cocina. Las
comidas, desayunos y demás se hacían en la casa grande.
Todo aquel jardín lo cuidaba Félix. Se ocupaba de todo y
además con paciencia infinita nos hacía caso a nosotros tres cuando queríamos
ayudarle o le importunábamos con un millón de preguntas y tonterías.
Félix era y sigue siendo un hombre no muy alto y no muy
grande. Era y debe seguir siendo muy fuerte. Hace 32 años era flaco y tenía el
pelo negro y muy rizado. A mí me parecía que no era un pelo de “señor”…pero
claro, ahora lo pienso y él debía tener 30 0 35 años por aquel entonces. Tenía
la cara grande, redonda y colorada con ojos pequeños y agudos. Sonreía y le
brillaban. Tenía y tiene unas manos grandes con dedos romos y ásperos y las
uñas negras. Félix olía a campo, a
conejos, a cachorros, a gallinas…y nos contaba mil historias.
Los mejores días, los que esperábamos con ilusión y para los
que nos portábamos fenomenal todo el día, eran los días en que nos daban permiso
para ir a jugar a casa de Félix.
Su casa estaba justo a la espalda de La Rosaleda, en el
prado del Barón. Dabas la vuelta a la tapia de casa de mis abuelos y ya no
había nada más que campo y más campo y
teníamos que saltar una tapia de piedra. Nos parecía una aventura.
En el prado del Barón, había una gran casa (que ahora es el
club social de una urbanización) a la que nunca nos acercábamos. Félix y su
familia vivían en una casa más pequeña, mucho más pequeña a la que se entraba
por un portón, creo recordar que verde, que daba acceso a una cuadra y a un
patio. Olía a conejos, a cabras, a gallinas. Estaba atestado de trozos de
tractores, de aperos misteriosos oxidados que eran un sitio maravilloso para
jugar. Recuerdo vagamente la casa, la recuerdo oscura y también muy llena de
cosas.
Ir a casa de Félix era aventura y diversión y novedad. Su
mujer nos daba de merendar y luego salíamos al patio a jugar con sus dos hijas, R y L, que a nosotros nos parecían muy mayores porque tenían a su alcance un montón de
cosas misteriosas para hacer. Jugaban con nosotros, sacaban los conejos de las
jaulas, trataban a las gallinas, que tanto pánico nos daban a nosotros, con total
indiferencia , salíamos a explorar el campo y no se porqué extraña razón seguíamos
el rastro de las cagadas de las cabras. Corríamos.
Nos encantaba ir allí. Nos encantaba. Me encantaba. Era una
especie de miedo y de fascinación que me hacía sentir de alguna manera envidia
de aquellas niñas, que siendo sólo un poco mayores que yo, eran menos niñas, hacían
más cosas de mayores, más cosas que montar en bici y jugar.
-
Os llevo a casa ya.- nos decía Félix.
-
¡Nooooo!- gritábamos.
-
La semana que viene os traigo otra vez.- nos
decía siempre.
Después todo cambió. Félix y su familia tuvieron un accidente
de coche y su mujer murió. Pensé en sus
hijas y en aquella cocina oscura. Dejamos de ir a su casa, nos cambiamos a
nuestra casa y nos fuimos haciendo mayores.
*********
- -
Moli, estás tan delgada que te está todo enorme.
Vamos ahora mismo a que te arreglen esa trenca.
Es una casa pequeña de piedra, con una galería acristalada.
Entramos y allí está ella en su silla de ruedas. Es R. El taller está atestado
de cosas, como lo estaba su casa del prado del Barón. Huele a telas y a hilos y
plancha. Huele a chimenea…y yo me siento
otra vez como si tuviera 8 años. Me siento otra vez pequeña, a pesar de que
ahora sé que sólo me saca 5 años. Me arregla las mangas, los hombros, me corta
de todos lados.
- - Tienes los brazos cortos y no adelgaces más que
te vas a consumir.
Salimos al frío de la calle y huelo otra vez a conejos, a
cabras, a aquel patio lleno de trastos. Vuelvo a sentir que ella hace cosas de mayores
mientras que yo hago el idiota todo el día.
Ella se llama R y nos conocemos desde niñas. Jamás hablamos de aquellos recuerdos.