sábado, 31 de diciembre de 2022

Quedarme a vivir en 2022

 

«Casi siempre se tienen demasiadas razones para esperar que nuestra existencia pase lo más rápidamente posible, que el presente se convierta lo más deprisa posible en futuro, que el mañana llegue cuanto antes, porque se espera con ansia el diagnóstico del médico, el comienzo de las vacaciones, la ultimación de un libro, el resultado de una actividad o una iniciativa, y así se vivía no por vivir, sino para haber vivido ya, para estar más cerca de la muerte, para morir.» (Claudio Magris)

Está todo el mundo ansioso porque empiece el 2023, deseando que llegue mañana, el principio de algo, estrenar un año. Yo, sin embargo, quiero quedarme a vivir en el 2022, en el año en que hice, en el que mis hijas y yo hicimos, el viaje de nuestras vidas. Ellas están a punto de dejar de ser adolescentes, dentro de poco tendrán otros ritmos, otras inquietudes, otras compañías; tendrán obligaciones incompatibles con mis vacaciones y deseos de conocer lugares a los que preferirán no ir conmigo. Y estará bien.

«Ellos vienen de visita de vez en cuando. Y son, sorprendentemente, unas personas totalmente encantadoras. Te cuesta creer la suerte que tienes de conocerles. Te hacen reír. Hacen que te sientas orgullosa. Los quieres con locura. Han sobrevivido a ti. Y tú has sobrevivido a ellos. Se te pasa por la cabeza que, a ciertos niveles, pasaste horas, días, meses, años sin prestarles suficiente atención pero no le das más vueltas. No sirve de nada. Se ha acabado. Todo menos la preocupación. La preocupación dura siempre. » (Nora Ephron)

Haremos más viajes y conoceremos juntas otros lugares pero nunca volveremos a nuestro Washington Road Trip. Me da una pena inmensa que se acabe este año. Sé que cuando dentro de cinco, diez, quince o veinte años repase mi vida y otee el paisaje de mi pasado, la cumbre del viaje de mi vida será claramente visible. 

Feliz Año nuevo.

miércoles, 28 de diciembre de 2022

La semana muerta, la mejor semana del año


Ojalá se me hubiera ocurrido a mí llamar así a esta semana, pero no soy tan ingeniosa o no me había parado a pensarlo con calma. Lo he leído en un ensayo que Helena Fitzgerald publicó el año pasado por estas fechas, describiendo estos días, los que van de Navidad a Nochevieja y que son una especie de no tiempo, no lugar, constituyendo la «semana muerta». Lo he leído al terminar de trabajar porque sí, esta semana yo todavía trabajo: iba a cogerme vacaciones pero los podcasts pasan, no dejan de pasar y no ha podido ser. Aún así, pese a estar trabajando, esta semana se siente diferente. No tengo treinta y cinco mails por hora, nadie me llama, trabajo desde casa mientras mis adolescentes duermen catorce horas al día porque para ellas también es la semana muerta. 

En la semana muerta no sabes nunca qué día es. Yo llevo todo el día de hoy pensando que era jueves. Me he arreglado, de cintura para arriba, para una reunión semanal que tengo todos los jueves y han pasado más de dos horas hasta que me he dado cuenta de que es miércoles. Luego he enviado un correo sugiriendo que mañana no hagamos reunión porque hay mucha gente de vacaciones y está todo encarrilado. Eso pasa en la semana muerta, todo deja de ser urgente, nada de lo que hace una semana era importante lo es ahora. Todo puede esperar, todo está quieto, tranquilo esperando que llegue el día 9. Para los americanos esa semana muerta acaba el 1 de enero, mientras que para nosotros agoniza hasta después de Reyes, cuando termina bruscamente con una vuelta al frenesí diario en el que todo lo que era urgente el 22 de diciembre empieza, de nuevo, a brillar con un color rojo furioso porque ha de resolverse ya, ahora, sin esperar ni un minuto más. Eso pasará el día 9, eso será, como dice mi hija, «un problema de Ana del futuro, de Ana del 2023». Mientras tanto me arrastro por esta semana muerta que para mí tiene muchísimo encanto. Tendría más si lloviera, si hiciera frío, si soplara un viento invernal o si, ojalá, nevara. 

En la semana muerta todo está más silencioso. Cuando me despierto para ponerme a trabajar no escucho nada por el patio interior de mi casa, desayuno en silencio, leyendo, y no oigo el ascensor subir y bajar sacando a mis vecinos de sus casas para depositarlos en la urgencia del día a día. Baja también la intensidad del tráfico y con ello el ruido que se cuela en mi salón. Trabajo en silencio y, de pronto, es ya hora de comer. «Trabajo un rato más y lo dejo a las cinco». Al final son las seis que parecen las ocho cuando termino. En la semana muerta me ducho por la tarde y eso también contribuye a esa sensación de estar en un tiempo diferente al mío, un tiempo que transcurre en paralelo al tiempo en el que voy corriendo a todas partes. La gente parece más simpática, más agradable o, quizás, soy yo que no es que esté de mejor humor sino que ando como anestesiada, menos sensible a que la idiotez me altere. Eso es, lo tengo: la semana muerta me protege, crea un tiempo y un espacio en el que lo que predomina es la tranquilidad, tanta que adormece. Al principio, la mañana del veinticinco, es raro acostumbrarse a esa ola de calma que lo envuelve todo y me cuesta acostumbrarme pero, después de la comida de Navidad, ya estoy hecha a respirar dentro de la ola y deslizarme casi como si nadara, sin rozar con la rutina diaria y sus esquinas. Incluso las tareas de la casa (cocinar, limpiar, tender, planchar) en la semana muerta me resultan acogedoras. 


Acolchada. Eso es. En la semana muerta el tiempo, el espacio, mi casa, mis relaciones, el trabajo, todo está acolchado, mullido. Salgo de casa a hacer un recado, ir a un sitio a por algo y volver, el auténtico recado. En un taller de sellos de caucho he encargado un exlibris para una de mis hijas. El dueño, por mail, me advierte de que tengo que pagar en efectivo. Al llegar, la puerta de cristal está cerrada. Llamo y, detrás de un mostrador de madera que con seguridad lleva ahí desde antes de que yo naciera, aparece el dueño, Alejandro, vestido con un mono azul y dándome la bienvenida llamándome de usted. Todo en la tienda me hace sentir como si hubiera entrado en una peli navideña. No hay bolas ni espumillón, ni figuras, pero se respira tiempo, tiempo anclado, tiempo que dice que a Alejandro le gusta lo que hace. «Venía a recoger un sello. Me escribió usted la semana pasada, hablamos por mail». «Ah si, aquí lo tengo. Ha quedado muy bonito. ¿Qué tinta quiere?». Hacemos varias pruebas en sobres viejos extendidos por la tapa de cristal del mostrador. Elijo una violeta, queda bien. Espero que le guste. Pago en efectivo y Alejandro se va a buscar el cambio detrás de una cristalera. Vislumbro algo azul, una tela estampada con motivos azules y no sé si lo que veo es una mesa, una estantería, ¿una cama? ¿Vive aquí Alejandro? 

 «Tenga, le doy también dos calendarios por si quiere hacerme publicidad». Claro que se la hago: Alejandro hace sellos de caucho por encargo o escogidos de su catálogo y es mucho más barato que cualquiera de los que se anuncian en Instagram. Además ,su taller es como hacer un viaje en el tiempo y él te trata de usted. Al salir, con el repiqueteo de la campana de la puerta y Alejandro diciéndome adiós, pienso en José Luis López Vázquez en Atraco a las tres. Estas cosas solo pasan en la semana muerta, mi semana favorita del año.


viernes, 23 de diciembre de 2022

Domingo tarde de viernes


Caminando por Madrid he visto, a primera hora de la mañana, decenas de repartidores aparcando sus furgonetas en calles que durante el resto del día son peatonales. Llevaban chalecos sobre sus uniformes y descargaban carritos, cajas, muchas cajas, mercancía para las tiendas que empezaban a abrir sus persianas. He visto, también y como todos los días, a las cuatro personas que se colocan al comienzo de la calle con su atril para enseñar las verdaderas enseñanzas de la Biblia. El primer día que me los encontré iba dispuesta a darles esquinazo y ahora casi me ofende que nunca me asalten, que nunca quieran convencerme de seguir las enseñanzas de la Biblia. ¿No tengo aspecto de merecer esas enseñanzas? Me sorprende que siempre parecen alegres, convencidos de que les va a ir bien el día. Hoy he pensado, mientras pasaba a su lado, que casi me dan envidia: ojalá poder sonreír así a primera hora de la mañana.

Caminando por Madrid he visto casas en las que no vive nadie. Maldita nostalgia que me asalta siempre. Conozco poco el centro de Madrid, para mí no es un territorio conocido. Hasta los veintiocho años viví en la zona norte, no fuera de la M-30 pero tampoco en una zona céntrica. La Gran Vía y sus alrededores fueron para mi territorio ignoto hasta los treinta. Luego se convirtieron en una zona más habitual porque mi suegra vive ahí, pero después de casi cincuenta años sigo moviéndome por los alrededores de la Puerta del Sol como si viniera de fuera. Aun así, a pesar de no recordar la Puerta del Sol de hace treinta años, me come la nostalgia por una época en la que en los balcones bajo los que camino se sacudían sábanas, trapos o cojines. Echo de menos que haya tiendas para vivir y no tiendas para gastar. Echo de menos el barrio que nunca conocí y que ya nunca será.

Caminando por Madrid, por la tarde, he visto dos señores guapos de pelo blanco y barba más blanca aún que se reían mientras charlaban en una esquina. He visto dependientes ociosos en tiendas vacías que me han hecho pensar que esta tarde de viernes parecía un domingo. «Domingo tarde de viernes: qué buen título para una novela», he pensado. He visto un cielo gris que cubría todo Madrid y me reconcilia con la ciudad. He visto hojas amarillas de un otoño que continúa, que está ahora, el 23 de diciembre, en su máximo esplendor. ¿No sería fascinante que un efecto del calentamiento global fuera que las estaciones se movieran de meses? Que el invierno empezara en marzo, la primavera en junio, el verano en septiembre y el otoño en diciembre. Sería tan desconcertante como divertido.

Caminando por Madrid he visto una señora que parecía sacada de El crepúsculo de los dioses, pero de la película original. Mil quinientos años, el pelo rubio platino y un abrigo de piel sintética castaño claro que estuvo de moda, una tarde, en los años setenta. ¿A dónde iba? ¿De dónde venía? ¿Tiene familia? Cuando veo a alguien peculiar siempre pienso que no tiene familia, nadie que le diga que quizás ha llevado su peculiaridad un poco demasiado lejos, pero luego corrijo siempre esa idea. Quizás es la peculiar de su familia y sus muchos hijos, nietos y sobrinos presumen de ella: «Mi tía Carmen es de no creértela». ¡Bien por Carmen! 

«No me desheredes porque te he traído el chaleco». Por ir pensando en Carmen no he visto al joven que pronunciaba esta frase cuando se ha cruzado conmigo. No sé qué aspecto tenía, no he querido girarme para comprobarlo, pero creo que tenía barba. Ese dato no dice nada. Ahora todos tienen barba. Ojalá poder viajar en el tiempo al futuro en el que todos esos jóvenes que llevan barba tengan cincuenta años, vean sus fotos de juventud y piensen: «¿Por qué parezco más joven ahora?» Por la barba. A mí me encantan las barbas pero a lo mejor están demasiado de moda.

Caminando por Madrid he visto a un chico joven, gafitas de John Lennon y pelo largo, liso y lacio (LLL), con un gorro de piel rusa que ya hubiera querido Omar Shariff en Doctor Zhivago. Casi le abrazo. Un convencido del invierno, un devoto del frío, tan devoto que con 15 grados decide ponerse ese gorro pensado para las temperaturas de la estepa siberiana o, al menos, para un invierno en Huesca. En el fondo le entiendo: ha decidido ponérselo hoy por si mañana empieza la primavera.

Caminando por Madrid he visto una feria de artesanía que me ha hecho pensar en Obelix y compañía. Un puesto de bisutería, un puesto de cuero, un puesto de cerámica, un puesto de bisutería, otro de cuero, otro de cerámica. He visto artesanos con paciencia, artesanos con fe en su producto y artesanos mirando al infinito con la misma mirada con la que una vaca ve pasar el tren. Siempre me admiran estas ferias. ¿Cuántos pendientes hechos de flores de verdad hay que vender para poder vivir de esto? ¿Y paraguas pintados a mano? ¿Cuánta gente compra bolsos de ganchillos tejidos a mano? Ahí fuera, fuera de mis gustos, hay un mundo inmenso y me da un poco de miedo asomarme.

Caminando por Madrid he visto cola para entrar en el Prado y a una chica durmiendo sobre el hombro de su novio. Se parecía a mi amiga Rocío y dormía como yo nunca he sido capaz de dormir, desmadejada, tranquila, confiada y como un ceporro.

Caminando por Madrid he visto muchos tipos de luces de Navidad. Algunas me emocionan hasta las lágrimas y me llevan hasta el que, para mí, es el momento más navideño de mi vida, aquel al que siempre vuelvo con esas luces: la noche del 24, cuando arreglados y felices íbamos en coche a casa de mis abuelos, atravesando un Madrid desierto y descubriendo las luces de Navidad por primera vez. Nos esperaba el reencuentro con nuestros tíos, con nuestros primos, una gran cena y la emoción de acostarnos tarde. Hay luces de Navidad que siempre me llevan ahí, al asiento trasero del 131 de mi padre. Hay otras luces que me ponen contenta, me hacen sonreír y querer felicitar la Navidad a todo el mundo y hay otras que me provocan una tristeza enorme casi insoportable. Los árboles de Navidad que he visto encenderse en muchas ventanas según se apaga el día también me ponen contenta: ahí dentro hay alguien que no solo enciende luces de techo. Por lo que más queráis, tened luz de ambiente, muchas, en las mesas, en las estanterías.

Caminando por Madrid he llegado a casa, he encendido el ordenador y he leído esta preciosa historia del escritor Nicolas Butler. Se sentó en un bar, se puso a hacer un sudoku y se distrajo al escuchar una voz que decía: “I still dream about you. I dream about the mornings when we were lying in bed. I dream about kissing you. Can I kiss you?”. De aquello le surgió la inspiración para una novela.

Domingo tarde de viernes. He pensado que el título ya lo tengo.

Feliz Navidad


La foto del post es de John O. Holmes, un fotógrafo de Nueva York al que sigo desde hace muchos años.


Y os recuerdo que, si queréis que las entradas os lleguen al correo, podéis suscribiros aquí. 

martes, 20 de diciembre de 2022

Irte a volar la cometa


«El verdadero mal de la clase obrera viene de la extraña locura que la pierde: la moribunda pasión por el trabajo» - El derecho a la pereza, de Paul Lafargue.

Leo en el periódico que Biden cumple 80 años, el primer presidente octogenario de Estados Unidos. En el mundo, muerta la reina Isabel II, solo hay tres dirigentes octogenarios: los de Camerún, Palestina y Arabia Saudí. Después de leer el artículo y mientras remuevo el sofrito pienso que esto habría que limitarlo. No tiene ningún sentido que un presidente del gobierno tenga 80 años, que se presente a unas elecciones, que haga campaña. ¿Es edadismo? No. Es absurdo. Pretender que alguien con 80 años aguante el ritmo que exige esa responsabilidad es ridículo. Igual que creer que con 80 años, y porque tienes mucha experiencia y blablabla, conoces la realidad de tu país. No tiene sentido. Si por mí fuera, a los 70, como muy tarde, todos a casa. Como no depende de mí seguirá presentándose a las elecciones gente muy mayor que, aunque tenga buena voluntad, no tendría que presentarse. Y cuando digo gente quiero decir señores.

De esta idea llego a la siguiente: ¿Por qué la gente sigue trabajando con 70 años? ¿Por qué pudiendo estar en tu casa, tranquilamente, disfrutando de lo que te queda de vida y llevando una vida de ocio y familia, decides machacarte en un puesto de responsabilidad?

Y lo sé.

«When you make money you feel smart. It’s as simple as that. It does short of justify who you are as a person» (esto lo leí en un artículo del New Yorker )

Vivimos en un momento (a lo mejor siempre fue así pero yo no estaba aquí para verlo y, además, como soy mujer ni siquiera hubiera tenido un trabajo hace doscientos años) en el que nos han hecho creer que tu trabajo te define. De esta mentira cuesta la vida salir porque lo primero que te preguntan es en qué trabajas. A mí me interesa más saber qué es lo último que ha leído alguien pero claro, si pregunto eso, me expongo a que me miren como si fuera un bicho raro. Los trabajos me dan igual; solo me impresionan si eres astronauta, por el pánico que me da; neurocirujano, por admiración; o librero, por la idealización. Todo lo demás me da igual, me impresiona cero y se me olvida. No todo el mundo es como yo, a la gente le impresionan los trabajos y a mucha gente le impresiona el suyo, le impresiona tanto que se aferra a él como un koala y no quiere soltarlo nunca. «Es mi deber». Normalmente esos koalas están siempre en puestos de responsabilidad y mucho dinero pero también los hay a otros niveles.

¿Por qué? Porque la sensación de creerse imprescindible les obnubila, es embriagadora. Y si hay algo en esta vida que sea una mentira absoluta es la sensación, que todos hemos sentido alguna vez, de creernos imprescindibles en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos, en cualquier ámbito. Si hay algo que ningún ser humano es, es ser imprescindible y sin embargo todos lo hemos creído alguna vez, todos hemos pensado «es que si no estoy yo…». Si no estás tú lo hará otro, o la circunstancia vital que sea se resolverá de otra manera y no pasará nada. (Solo en el caso de las criptomonedas y que tú solo tengas la clave de no se qué eres imprescindible para recuperarlas, pero mira: si tienes criptomonedas te mereces perderlas).

Todos somos prescindibles pero a mucha gente le cuesta verlo y por eso les cuesta irse de vacaciones, desconectar, delegar o jubilarse. Últimamente hablo mucho de mi mayor deseo en la vida. «¿Qué tal Ana?» «Pues nada, aquí, un día menos para jubilarme». Hablo con mis compañeros de trabajo, la mayoría mucho más jóvenes que yo, y les digo: «¿Sabéis qué? Dentro de 15 años estaré jubilada… Si llego hasta ahí, estaré en casa, disfrutando de mi ocio mientras que a vosotros todavía os quedarán 25 años de curro». Es un golpe bajo, lo sé, pero es así. Hay otra gente que cuando hablo de jubilarme como mi gran proyecto de vida me contesta: «¿Pero qué dices? Te vas a aburrir». Confieso que hubo un tiempo en el que era idiota y también pensaba eso, que sin trabajar te aburrías. Era idiota y joven. Concretamente tenía 24 o 25 años. Y fue cuando mi amigo Juan dejó de trabajar después de probarlo seis meses: «A mí esto no me gusta, así que lo dejo» Él no se aburre. No se ha aburrido nunca y yo sé ahora que tampoco me aburriría. Tendría, como él, mi tiempo libre muy ocupado con miles de cosas que quiero hacer o con mucho tiempo libre dedicado a no hacer nada. Sería maravilloso. Será maravilloso.

Admiro mucho a la gente que sueña con jubilarse y se marcha del trabajo, cuando le llega el momento, como si cruzara la pasarela de Lluvia de estrellas, saludando con la mano con una actitud que dice: «ahí os quedáis». Admiro a la gente que se jubila con reticencias, «no sé como lo voy a llevar», y a los dos días está feliz y te dice «es lo mejor que he hecho en la vida». Sospecho de todo aquel que no tiene este sueño, que te dice que su trabajo le encanta, que no podría vivir sin trabajar. Hay algo raro ahí; más que raro, algo que me entristece. Querer seguir trabajando es aferrarte a pensar que tu trabajo te define o al poder que ejerces (si es que eres muy jefe) o, como comentaba antes, a la sensación de sentirte imprescindible. Y es una sensación tan engañosa, tan falsa. Hay pocas cosas menos agradecidas que un trabajo: te vas y te olvidan, te jubilas y te sustituyen, te mueres y, con suerte, mandan una corona. A la semana, el hueco que creías haber dejado no es que esté ya ocupado, es que nadie se acuerda de que en algún momento existió.

Jubilarse es un verbo que no utilizas hasta que rozas los cincuenta. De repente se convierte en una meta, en un anhelo que comparte espacio mental con otros dos: que tus hijos se independicen y que te toque la lotería. Con esas tres bolas juegas a hacer malabarismos imaginarios para ver cómo podrían encajar y alcanzar la meta, el triunfo en el juego: vivir sin trabajar. Jubilarse suena a júbilo, a bullicio, a alegría, a levantarte cuando el sol ya te pega en la cara y a echarte la siesta sin remordimiento, suena a museos por la mañana y a coger aviones los martes o los jueves por la tarde, suena a ir al mercado a las 11, suena a no saberte el calendario laboral o si ese día es lunes o viernes. Suena aperitivo, merienda y hacer cola sin prisa. Suena a deber cumplido, a tocar la pared en el escondite inglés, a sonreír y descansar. Como dice el padre de G, cuando te jubilas, “te vas a volar la cometa”.

Si queréis algo que os haga feliz, y un poquito envidiosos, seguid a jubilados en redes sociales. Ellos sí que saben.