lunes, 3 de octubre de 2022

Lecturas encandenadas. Septiembre

 Lo único que se me ocurre para empezar este post es que sueño con jubilarme. De verdad, sueño con dejar de trabajar y disponer de horas y horas de ocio para dedicarme a leer todo lo que quiero. Quiero jubilarme y que me parezca, como le pasa a todos los jubilados que conozco, que una semana está ocupadísima porque tengo una cita para comer y una visita al médico. Quiero no saber si es lunes o jueves y que el calendario laboral, las fiestas nacionales, de mi comunidad y locales me den exáctamente igual. Quiero poder coger aviones en martes por la mañana y en jueves por la tarde. Quiero mi tiempo. Con suerte solo me quedan diecisiete años para conseguirlo pero mientras llega ese día, ese lujo, vamos con lo que he leído en septiembre que ha sido poco. 

Esa visible oscuridad de Willliam Styron fue una relectura. Lo leí por primera vez en 2008 y cuando vuelvo a esa entrada me leo despreocupada, comentando la depresión post parto que tuve cuando nació María como si fuera algo a lo que no iba a volver jamás. Ja. En aquel entonces lo leí, me identifiqué con algunas de las cosas que contaba pero no sabía que volvería a recordar ese libro, que durante muchos días, semanas, meses hasta un total de un par de años, lo recordaría pero no me atrevería a volver a él por miedo a verme demasiado, a no encontrar allí una salida sino una confirmación. Cuando escribí Los días iguales, no volví a él, me seguía dando miedo así que solo retomé las notas que había tomado en 2008 para incluir alguna cita. Este año, en la Feria del libro Antiguo (los que seáis de Madrid, acaba de inaugurarse la de Otoño y es una manera fantástica de conseguir libros baratos) del mes de mayo, lo vi y lo compré. Ahora sí quería releerlo. 

Ha sido una relectura interesantísima. Coincido en mucho de lo que magistralmente cuenta Styron. No recordaba, por ejemplo, que él también hablaba del ciclo diario de la depresión, de como, a lo largo de las horas, se suceden los periodios durísimos con otros de calma chicha en los que quieres creer que estás mejor. Para él su peor momento era la noche, para mí era la mañana. Hbala también del cansancio físico extremo del que nadie te advierte o de la modificación de tu voz que se vuelve fina, casi quebradiza e impercetible. Vas desapareciendo como persona y te vas borrando, dejas de oirte. Styron habla también de esa sensación de que te todo te da igual, hacer o no hacer, ir o no ir a los sitios, todo te da igual porque todo va a ser doloroso. No hay descanso, no hay tregua, no hay calma. Como siempre digo: te duele vivir. 

«La voz de la depresión; en el vórtice de mi sufrimiento más intenso, yo mismo había empezado a tener esa voz de viejo»-

En el libro Styron trae la definición de depresión de William James que habló de ella como «Es una zozobra positiva y activa, una especie de neuralgia psíquica enteramente desconocida en la vida normal». Para mí, la palabra zozobra es fundamental para definir la depresión porque realmente no sabes qué te pasa, ni que te duele, ni por qué te duele ni como curarte. Vives en un permanente estado de inquietud, dejas de saber quien eres, que quieres, que te gusta, a quien quieres. Esa «neuralgia psíquica» te despoja de tu yo y no sabes quien eres. Vives sin anclajes a la realidad más allá de tu sufrimiento extremo. 

«La tortura de la depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más.»

Styron se acabó curando, como casi todo el mundo. Acudió a terapia y estuvo ingresado en una clínica. «Para mí, los verdaderos médico fueron la reclusión y el tiempo». Así es, aislarte de las obligaciones, descansar, ser, convertirte en un paciente y esperar, es lo que te cura. Lo digo siempre, igual que no se puede hacer vida normal cuando tienes neumonía, una pierna rota o lepra, tampoco se puede hacer vida normal con una depresión grave. 

«Misteriosa en su llegada, misteriosa en su sida, la aflicción sigue su curso, y uno encuentra la paz». Nunca será para siempre, esa paz siempre estará alerta porque como también dice Styron: «La depresión posee el hábito del retorno. [...] Es de una enorme importancia que a quienes sufren un asedio, acaso por primera vez, se les hable -se les convenza, más bien- de que la enfermedad seguirá su curso y ellos saldrán del trance.»

En fin. Hay que leer a Styron. 

Memorias habladas, memorias armadas de Concha Mendez, escritas opr su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre. Este libro lo compré en la Feria del Libro siguiendo las recomendaciones de Marina. Me ha gustado regular, sin más. Como libro, como obra de literatura tiene un valor digamos limitado. Leer estas Memorias habladas e es como sentarte a escuchar las historietas que tu abuela te va contando según se acuerdo y según las va hilando. Esto es justamente lo que hice Paloma Ulacia, nieta de Concha Méndez, sentarte con ella y anotar lo que le iba a contando. Más que unas memorias es un registro escrito de una vida, interesantísima e increíble sin duda, pero al que le falta, como a todo registro, emoción y piel. A esto se suma que lo que recuerda Concha, lo que recordamos todos cuando pasan los años, deja fuera la parte trágica, dolorosa, el drama, la tristeza y te quedas solo con esos recuerdos que has limado y pulido a fuerza de manosearlos para que te no te duelan. ¿Estoy diciendo que Concha Méndez olvidó la guerra, el exilio, las penurias? No, para nada. Digo que no le apetece recordarlas ni contarlas y está en su derecho a no hacerlo pero eso al lector, a mi, le deja un poco frío. Estas memorias son, como decía antes, algo frías. Son una vida contada más que una vida vivida. Su nieta la describe al comienzo del libro y anticipa con esa descripción lo que va a hacerte sentir el libro: 

«La risa y el misterio juntos era siemper ella. Se esperaba que dijese más cuando ya lo había dicho todo»

Y ella misma lo dice en un determinado momento. 

«Tengo un concepto de la vida extraño, bueno, no es extraño, es mío. Creo que no es oncepto, es algo que he aprendido viviendo. La vida es un camino. Al nacer, nos encontramos con los padres y los hermanos que nos acompañan. Luego, más adelante, con los chicos del colegio. Seguimos el camino.  Y todo según lo encotnramos, después lo perdemos: a la familia, no. Más adelante, uno encuentra amores y amigos. Pero llega el momento en que cada vida es un destino: mi camino es mío, el camino de la gente que encuentro es otro. Los caminos paralelos no se tocan. Hay un momento de fuga: nos separamos y no hay más remedio: mientras tanto, hemos estado juntos. El momento de fusión es lo que importa: luego, el recuerdo de aquel momento. Así pasa con todo: con el matrimonio, dos personas se casan y luego el destino las descasa: así pasa. Todo esto hasta el final, cuando se corta el sendero, a la edad que sea; si se ha llegado a viejo, los puntos de intersección son muchos: tantos y profundos. Yo nací en el 98, en el siglo pasado, en todo este tiempo he vivido muchísimo y, además, muy aprovechado».

De eso se trata, de aprovecharlo. 

Estas Memorias habladas de Concha Mendez están bien para conocerla a ella, su papel como intelectual antes de la guerra y la vida en el exilio. Y se leen con facilidad. 

En la feria del libro antiguo en mayo también compré Amistad de juventud de Alice Munro que me ha gustado muchísimo. En 2013 leí Demasiada felicidad que me encantó y me apetecía volver a esta autora canadiense. Me reafirmo en todo lo que escribí hace nueve años, que pedazo de escritora es la Munro y como me gustan sus relatos. Es buenísima. Sus historias no se parecen a las de nadie más, parece tener el superpoder de con un chasqueo de dedos meter mágicamente al lector en el mundo que retrata cada uno de ellos como hacía Mary Poppins con los niños al meterlos en los dibujos de Bert. Empiezas a leer y, sin saber cómo, estás sentada con los personajes en su mesa de la cocina asistiendo a sus diálogos, estás en medio de una cena de matrimonios en la que ellos no ven a sus mujeres, vas en coches en los que se completan infidelidades con amantes que no son más que "ejercicio", como dice una de las protagonistas de uno de los cuentos de este volumen. Con Munro no lees los relatos, no los ves desde fuera, estás en ello, en este caso con todas esas mujeres que son o fueron amigas y cuyas amistades, de alguna manera, las hicieron quienes son. 

Otra cosa que hace Munro en esta colección de historias de amistades es derivar la historia de un personaje a otro, haciendo que el lector acompañe a cada uno casi sin darse cuenta hasta que lo piensa y dice «pero...¿yo no había venido aquí con Anne?» Y sí, habías llegado a la fiesta con Anne pero las vidas de todos, las de los personajes de los relatos y las nuestras, se entrelazan con hilos visibles y también invisibles que en este caso solo Munro ve y decide guiarnos por ellos. 

Todos los relatos, menos uno, me han gustado muchísimo, especialmente tres: Manzanas y Naranjas, ¡Oh de qué sirve!, El día de la peluca y De otro modo. 

«Con Ben había entrado, cuando los dos eran muy jóvenes, en un mundo de ceremonia, de seguridad, de gestos, de disimulo. Apariencias ingenuas. Más que apareciencias. Tretas ingenuas. (Cuando se fue pensó que nunca más utilizaría tretas). Había sido feliz alli, de vez en cuando. Había estado triste, inquieta, desconcertada y feliz. Pero dijo con mucha vehemencia. Nunca, nunca. «Nunca fui feliz» dijo. 

La gente siempre lo decía. 
La gente hace cambios trascendentales, pero los cambios que se imagina».

Leed a Alice Munro por el amor de Dios. 

Y con esto y la promesa de que por fin llegan los días más cortos, hasta los encadenados de octubre. 

jueves, 29 de septiembre de 2022

Yo sé usar el entretiempo

En verano se pasa calor.

En invierno se pasa frío.

En el entretiempo se pasa frío y calor. 

A mi me parece algo sencillisimo. Algo que podría venir explicado en un libro de Teo o en un episodio de Caillou. Hay meses en los que pasas mucho calor, en otros te congelas y hay alguna semana en el año en el que pasas las dos cosas alternativamente. No me puedo creer que tenga que escribir sobre esto pero me veo empujada a ello por mi voluntad de servicio público y por la vergüenza ajena provocada  por el confusionismo estilístico que he visto esta semana por la calle. Aclaremos que en Madrid, la ciudad que me tortura, el entretiempo en primavera dura una mañana. En otoño puede durar semanas que, además se alternan con coletazos de verano. Ahora estamos en Madrid en una de esas semanas y eso implica que escojas la ropa que escojas solo vas a estar cómodo y con una temperatura corporal correcta un par de horas al día. Si sabes usar la ropa de manera inteligente y no como si el escaparatista de Mango te hubiera tirado la ropa a la cabeza, puedes conseguir ampliar el rango de comodidad y, además, no parecer que has salido de casa vestida ideal pero que te has dejado el cerebro en la mesilla. 

En entretiempo sea de otoño o de primavera hace mucho frío por la mañana y mucho calor por la tarde. Ese mucho puede llegar a ser muchísimo, a ser una barbaridad y no se puede hacer nada para evitarlo (te puedes ir a vivir a un sitio sin estaciones pero yo, sinceramente, no lo recomiendo). Hay que apechugar con ello igual que en lo más crudo del invierno lidias con llevar la punta de la nariz congelada. Gajes del oficio y de vivir en el hemisferio norte. Al grano. Cosas que no son de entretiempo: las botas altas, las bufandas de lana, los gorros, los guantes, los jerseys de cuello vuelto, los pantalones de lana, los abrigos de paño, los plumas que la gente se compra como si fuera a ir al Anapurna cada tarde y, por favor, los vestidos de punto con botas de cordones de cuero y las camisas de franela de leñador de Wisconsin. No, no y no. Y que no. Que no. «Es que yo luego paso mucho frío» Me da igual, alma de cántaro. Si te pones el gorro de estibador, la bufanda y el punto cuando a mediodía va a hacer 26 grados..¿que te vas a poner en diciembre? ¿te vas a echar a tu madre a la espalda para que te de calor humano? ¿vas a atarte el edredón como una capa? Tampoco vale irse al otro extremo. Ni chanclas, ni camisetas de tirantes, ni pantalones cortos, ni tops, ni bikinis, claro. «hala, que exagerada, nadie lleva bikini» Ja. 

Alguien me dijo el otro día que el entretiempo era un coñazo y puede ser, pero a mí me gusta. Es además la temporada del año en el que puedes ponerte ropa que, en realidad, no sirve para nada. El ejemplo perfecto de esto es la cazadora vaquera, la prenda más inutil del mundo mundial que sin embargo en entretiempo se vuelve indispensable (parezco una revista de modas). La cazadora vaquera no abriga una mierda, es como echarte por encima un periódico pero la cazadora vaquera da un calor de mil demonios en cuanto la temperatura sube un pelín. Y además pesa. Y abulta. Es inutil pero pero pero...en esta semana en Madrid, es perfecta. Lo mismo pasa con las converse de mis amores: en verano se te cuecen los pies y en invierno se te ponen azules pero ahora, ahora son también perfectas. Y en este saco meto también las cazadoras de cuero, las gabardinas y los impermebales (incluído el mío de ser feliz): todo precioso, todo estiloso, todo incompatible con el calor, todo incompatible con el frío porque es TODO DE ENTRETIEMPO.

A lo mejor me gusta el entretiempo porque es el único momento del año en el que considero que mi dominio de la moda es aceptable. Yo sé usar el entretiempo y miro con absurda superioridad moral a toda esa gente que va sudando enfundada en punto y a toda esa gente que lleva los pies azules y los brazos con piel de gallina. En serio, si yo puedo hacerlo, vosotros también. 



lunes, 26 de septiembre de 2022

Yo soy de febrero

 Cuando eres pequeño, muy pequeño, no sabes que existen los privilegios. Lo que te rodea, como se hacen las cosas en tu casa, lo que se come, lo que se dice, como se come, como se habla, como se abraza, te parece lo normal, así debe de ser en todas partes. Un poco más adelante, empiezas a darte cuenta de que esto no es así y, en ese momento, además, percibes no los privilegios que tienes si no los que no tienes. Cuando uno se compara y es algo que aunque esté feísimo (eso nos decía siempre mi madre) uno siempre mira hacia arriba. ¿Por qué mi compañero puede llevar esas zapatillasy yo no? ¿Por qué puede ir a Eurodisney y yo no? ¿Por qué tiene un cuarto para ella sola y yo no? y esto se mantiene toda la vida. ¿Por qué mi compañera de curro gana más que yo? ¿Por qué no engorda si come como una lima? ¿Por qué siempre acierta con la ropa que lleva? Y así con mil mierdas más. Vuelvo a la infancia adolescencia. Uno percibe primero lo que no tiene y le cuesta mucho darse cuenta de lo que sí tiene, de los privilegios, llamemoslo mejor ventajas, que sí posee y que toda su vida ha dado por supuesto. Desde mi experiencia personal creo que los jóvenes de ahora y me baso en la minúscula muestra de mis hijas y su círculo de amistades son más conscientes de lo que yo o mis amigos lo éramos a su edad. Se habla de que las redes te hacen ver una realidad que no existe y a la que quieres aspirar pero también te muestran la realidad que, probablemente, hace treinta años podías ignorar alegremente porque ¿quién te la enseñaba? ¿cómo ibas a conocerla? No quiero comparar generaciones ni mucho menos, eso es una majadería inmensa que no lleva a ninguna parte pero, como decía antes, sí creo que muchos jóvenes ahora son más conscientes de sus ventajas de lo que yo lo era a su edad. 

Las ventajas que puedas tener dependiendo de dónde o cómo hayas nacido son infinitas. Están las obvias: el dinero y la familia a la que perteneces. Estas son evidentes y si no eres Tamara Falcó, o alguien de su círculo, a poco que tengas riego cerebral eres consciente enseguida de que gozas de esos comodines. Hay otras menos obvias y que se aprenden con el tiempo y la cultura: el lugar en el que hayas nacido (hablo de España...que es mejor haber nacido en Europa que en la India es algo que también aprendes pronto), dónde estaban tus abuelos cuando estalló la guerra, si tus padres fueron o no a la universidad, tu raza y la de tu familia, si tu madre trabajó en algún momento de su vida, los profesores que te tocaron en el colegio, si te has criado en una ciudad o en un pueblo, si tienes mucha familia o poca. Cada circunstancia de tu vida puede proporcionarte una ventaja o una desventaja. Nada es absoluto, con una mano de comodines tu vida puede ser una absoluto desastre y, por lo mismo, con una mano desastrosa puede que seas inmensamente feliz... pero las ventajas dan eso, ventaja. Si te toca ser tortuga y no liebre, puede que ganes alguna vez pero la liebre tiene todas las de ganar si no dilapida esa ventaja. Y, en cualquier caso, ganar siempre le costará menos. 

¿A donde voy con todo esto? Pues a un podcast, claro. La semana pasada en este episodio de Revisionist History realizaban un experimento con estudiantes universitarios a los que tras una serie de preguntas les asignaban un número. Luego, les preguntaban si sabían de dónde salía ese número. Les costaba bastante descubrirlo pero al final, y estoy resumiendo mucho, la cifra asignada a cada uno respondía al nivel de ventaja que, en los resultados académicos de toda su vida, les había proporcionado el mes del año en el que hubieran nacido. No descubro la pólvora para todos aquellos que tienen hijos nacidos a finales de año. En los primeros años de la infancia, yo diría que hasta las doce o trece, la diferencia entre un niño de enero y uno de diciembre es abismal en todo,  en lo físico y en lo psicológico. Por supuesto esto no quiere decir que la diferencia sea insalvable ni que nacer el 17 de diciembre o el 2 de noviembre te condene a una vida de descalabro intelectual, deportivo o emocional y nacer el 9 de enero te convierta en Einstein (que nació en marzo). (- Inciso anécdota.- en mi primera reunión de colegio hace la friolera de dieciseis años, una madre levantó la mano para decir que como su hijo había sido prematuro necesitaba que alguien le abriera el Actimel. Probablemente ese niño aunque naciera en enero esté ahora convertido en un haragán porque otra cosa que te otorga ventaja en la vida es no contar con unos padres hiperprotectores que te conviertan en una vaso de cristal siempre protegido de todo.- Fin del inciso). 

En el podcast, Malcom Gladwell explicaba que conocer esta ventaja académica tenía una solución bastante sencilla. Considerar los cursos no por años naturales sino de septiembre a septiembre, realizar los exámenes de aptitud a los ocho años (insisto hablaban del sistema americano) no a todos los niños a la vez sino a los de enero en enero, a los de febrero en febrero, etc. Hablaba también de, por ejemplo, aplicar a los resultados tanto académicos como deportivos (en el caso del reclutamiento de chaveles para equipos deportivos) un algoritmo que tenga en cuenta la madurez emocional y física de cada uno. Cuando proponeesta solución a los estudiantes de Princetown, se queda sorprendidísimo (para mi sorpresa) cuando a ellos les parece una idea nefasta. ¿Por qué va un algoritmo a corregir ahora sus resultados académicos? Dan excusas peregrinas como que uno no se puede fiar de los algoritmos o que ellos se han esforzado muchísimo para estar donde están y no les parece buena solución ajustar esos resultados en función de nada. Se merecen estar donde están. Malcom se queda patidifuso. Yo no. Conocer tus ventajas, tus privilegios, muchos o pocos, es un paso importante que muchísima gente no da jamás en su vida, viven aferrados a «yo me lo merezco» (normalmente por algo conocido como «por la gracia de Dios» o cualquier otro oráculo que les convenga) o al «yo he trabajado muchísimo» que implica siempre, aunque no se verbalice, que los demás no se lo han currado tanto. Dar el paso de reconocer que tienes ventajas que te han caído de alguna manera y sin que hayas hecho nada para merecerlas, es importante. Ser consciente de que has tenido suerte y de que por eso no puedes compararte con nadie ni juzgar el esfuerzo de los demás es vital. Ahora bien, apostar por un sistema que invalide tus ventajas o que reparta el beneficio que de ellas has sacado cuesta la vida. Por esto mismo hay gente que no quiere pagar impuestos... 

¿A dónde quiero llegar con esto? No lo sé. Solo quería escribirlo para aclararme. 

Yo soy de febrero. 

domingo, 18 de septiembre de 2022

Ese día de septiembre

 

Ya es ese domingo de septiembre en el que, por fin, se acaba el verano y empieza lo mejor del año. Septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero y marzo. El resto, para mí, es un trámite de sol permanente y calor innecesario que atravieso como buenamente puedo, saltando de piedra en piedra como en Humor Amarillo o aferrándome de liana en liana para llegar hasta septiembre. Hoy no tengo inspiración para escribir pero tengo tiempo. Y hoy he leído esto de Jennifer Egan: Try to make writing habitual. I think that if we’ve learned one thing in the last two years, it’s that we are very trainable creatures. If you’re out of the habit of writing, it feels really hard to do. And if you’re in the habit of writing it feels weird not to do it. 

Para nadie, y para mi la primera, es una sorpresa que cada vez escribo menos. ¿Por qué? Porque no se me ocurre nada sería una buena justificación. Porque no tengo tiempo sería otra bastante buena. Porque me parece que ya lo he dicho todo también cabría como razón para mi sequia escritora. Pero como dice Egan, nada de eso importa. Si hubiera esperado a tener mucho sobre lo que escribir y horas a mi disposición nunca habría empezado este blog. Puede que ahora sea más autoexigente con lo que escribo. Cuando empecé era joven, sabía que no me leería nadie y ¡que más daba lo que yo dijera! Ni siquiera me importaba si estaba bien o mal escrito porque estaba segura de que estaba mal. ¿Cómo iba a estar bien si jamás había escrito nada?

Hoy también he visto esta viñeta sobre la inseguridad personal, sobre como jamás va a marcharse o dejar de estar a tu lado así que lo mejor que puedes hacer es convivir con ella. La viñeta me ha hecho pensar pero creo que sería más acertado representar la inseguridad personal como una multitud de personajes y no solo uno. Una habitación llena de inseguridades, caracterizados como la familia de los Barba papá (otro cambio con respecto al inicio de este blog es que entonces era joven, ahora sé que mis referencias culturales serían indescifrables para la gente joven que cayera por aquí. Es un problema poco importante porque no caen), de los que te vas haciendo amigo a lo largo de tu vida. La inseguridad física sería de color rosa y con collar de perlas, la inseguridad en tus relaciones sería verde, la inseguridad a la hora de dar tu opinión sería azul y así sucesivamente. La inseguridad existencial que te acosa por las noches esa sí sería negra. De todas ellas, tras un primer encontronazo incómodo, como los son todos en las fiestas, te irías haciendo amiga poco a poco hasta tenerlas dominadas y poder vivir con ellas manteniéndolas a raya. Con algunas, como la inseguridad en tu aspecto físico, acabarías rompiendo la amistad y olvidándola. 

A lo que iba, ¿escribo menos por inseguridad? No. Volviendo a Egan, escribo menos porque no me pongo y no me pongo porque no encuentro el momento y no encuentro el momento porque creo que necesito mucho tiempo o una idea clara antes de sentarme. Nada de eso es cierto. Esto se llama Cosas que (me) pasan y no va de nada más que de las cosas que me pasan o se me ocurren o quiero dejar por escrito. Hoy pensaba, como decía al principio, en que ya es ese día de septiembre en el que pienso que este será el último año en el que a final de mes me iré a Madrid. ¿Es la primera vez que lo escribo? No, porque ya tengo una edad en la que casi todo lo que me pasa o he pensado ya me ha pasado antes. ¿Hasta que edad la mayoría de lo que te ocurre en la vida es nuevo? Esa sería una buena manera de ver la vida, cuando todo empieza a repetirse y solo hay breves destellos de novedad quizá es momento de considerarse mayor. Esta sensación que tengo hoy, domingo de fiestas, es exactamente igual a la que llevo teniendo toda la vida. ¿Puedo escribir sobre ella? Claro pero repaso el blog y mi yo de 2020 lo clavó:

«Ahora ya es septiembre y Los Molinos se va apagando de nuevo. Se escuchan obras de fondo pero la efervescencia sonora del verano va desapareciendo cada día un poquito más, como si alguien fuera apagando poco a poco los interruptores de una casa justo antes de salir: ya no hay casi tráfico, no hay cortacésped, no hay barbacoas ni música. Ahora lo que se oye es el sonido de septiembre que  no se parece a ningún otro. Ha vuelto (o quizás siempre estuvieron aquí pero solo ahora, cuando lo demás desaparece, se pueden escuchar con claridad) como cada año, el canto de unos pájaros determinados que no sé cuales son pero que me lleva a mis ocho, nueve años, a cuando vivíamos todavía en la casa de mis abuelos y al escucharlos me ponía triste porque sabía que pronto tendríamos que volver a Madrid». 

Hace dos años escribía también   

«Los pájaros en septiembre, el ruido de la puerta de la oficina de correos que huele a expectativa, el viento en las ramas del pino del jardín, la moto del cartero, el sonido de los pasos en las calles de tierra, las campanas de la iglesia, el tren de menos viente y el de las y veinte. Eso es lo que tiene Los Molinos y por eso quiero vivir aquí. No se explicarlo mejor.»

Todavía no vivo aquí todo el año pero ya me queda muy poco para conseguirlo. Por ahora me quedo hasta fin de mes. Egan tiene razón. Solo tenía que ponerme a escribir y dejarme llevar mientras la inseguridad sobre si lo que escribo o no escribo importa a alguien se pasea por el jardín.