miércoles, 14 de septiembre de 2022

Quedar a comer como las Gilmore

Hoy he quedado a comer con mis hijas. Nada especial, no celebrábamos nada, ni hacia mucho que no nos veíamos ni teníamos nada en particular de lo que hablar, solo nos apetecía comer juntas y, los miércoles, es el día en el que nuestros horarios coinciden en esa hora libre a mediodía. 

Quedar a comer con mis hijas. Hay muchas cosas que nunca pensé que diría con respecto a ellas y esta es otra de ellas. Cuando nosotros éramos pequeños o adolescentes, como son ellas ahora, ir a un restaurante era algo exótico, especial, reservado para grandes ocasiones y, desde luego, no quedabas con tus padres a comer.  Lo de quedar solo pasaba en las películas y en Estados Unidos y, casi siempre, en esas comidas se revelaban grandes secretos "mamá, me voy a casar en Las Vegas" o "hijos míos, voy a casarme con mi instructor de aerobic" o "vuestro verdadero padre fue un conde francés". En España, con tus padres, comías en casa con ellos o, como mucho, ibas con ellos a un restaurante o te llevaban.  Yo recuerdo como ocasiones especialísimas las dos o tres veces que mis padres nos llevaron a un italiano que había al lado del Ministerio de Defensa, en Madrid, y en el que aprendí que los canelones Rossini me gustaban menos que los que hacía mi madre. Recuerdo también, con una intensidad especial, un día que después de acompañar a mi padre a comprar un regalo de una lista de bodas en El Corte Inglés de Princesa, me invitó a comer al restaurante de la última planta un arroz maravilloso que regamos con un vino blanco que siempre que vuelvo a tomar me recuerda a él. Aquella vez yo debía tener la edad que tiene María hoy. 

Ahora se puede comer "fuera" en cualquier sitio y casi con cualquier presupuesto. Con mis hijas he ido muchas veces a comer por ahí porque ahora se sale más, es más fácil, hay más restaurantes y el salir a comer ha perdido ese aura de lujo y distinción. ¿Qué era distinto hoy? Que hoy habíamos quedado. Quedar, ir o llevar son tres maneras distintas de ir a un restaurante y no son lo mismo.Ni hemos salido de casa juntas ni yo las he llevado en coche al restaurante, cada una venía de su "vida", de su rutina y nos hemos organizado para vernosporque nos apetecía juntarnos, tener ese tiempo para charlar tranquilamente. ¿Casi como una reunión de amigas? No, siempre pago yo.

Hace un mes o así les descubrí el formato "menú del día" y les parecío maravilloso: «Claro, es que así cunde muchísimo. Por 12,50 comes tres platos» me dijo Clara. Justo debajo de mi oficina hay un sitio que nos gusta, con un camarero calvete majísimo y muy divertido y una comida más que decente, rica y variada. María ha comido ensalada de canónigos y mozzarella y entraña y Clara y yo spaghettis arrabiata y burrito. Al sentarnos se atropellaban a contarme su día, qué ha pasado en el colegio de Clara y como lleva María la Universidad. Como ya está en segundo se siente veterana y mira a los de primero con esa condescendecia que te da saber que esa etapa de no saber la que te espera la tienes superada. Creo que todos la pasamos en su día, apenas un año después de ser novato, te sentías tan experimentado, tan preparado que casi te daba vergüenza acordarte de ti mismo un año antes. En un momento dado María le ha dicho a Clara «eso te pasa por dormir con la puerta abierta» y yo les he interrumpido para decirles «¿no os acordais que cuando estuvimos en el faro de Cape Dissappointment hablasteis de esto, de tener las puertas abiertas o cerradas?» 

No se acordaban en absoluto. «¿Véis porqué escribo un diario? ¿Por qué escribo un blog?»

Al terminar de comer hemos quedado para el viernes y hemos hecho planes para la semana que viene y para el mes de octubre: que series vamos a ver, que días irá Clara a coro, cuantos dias a la semana coincidiremos para cenar, como retomaremos el cineclub de princesas, etc. Nos hemos sentido un poco Chicas Gilmore. He vuelto a trabajar pensando en la suerte que tengo de tenerlas, en lo estupendo que es que ya sean mayores, que me caigan tan bien y que podamos "quedar a comer". Y he pensado que había sido una comida tan normal y, al mismo tiempo, tan perfecta que tenía que escribir sobre ella para no olvidar nunca esta sensación: cada día con ellas es el mejor día. 



viernes, 9 de septiembre de 2022

Un podcast, un recuerdo y un buzón

 

Bajo todos los días a Madrid en coche con mi amiga Mónica. Tras años de evangelización podcastera voy consiguiendo, poco a poco, que mis amigos y mi familia entren en el mundo podcasts y se enganchen a algunos de mi favoritos. Esta semana le he puesto a Mónica un clásico: 99% invisible. 

—Ya verás como te gusta. Es super chulo y además el host tiene una voz maravillosa. 

El episodio del otro día se llamaba First Errand y partia de una serie japonesa de televisión que fue un grandísimo éxito en 2013. En ella aparecen niños muy pequeños, de dos o tres años, haciendo recados por las calles de Japón. ¿Dos o tres años? Sí. En el podcast explican como era posible que esto sucediera y todo lo que implica. El desarrollo es interesantísimo porque abarca el urbanismo, la manera de vivir en comunidad, el concepto de ciudad, de barrio, la relación con el transporte público y, en última instancia, la manera en la que educamos a los niños. Por supuesto de ahí yo me puse a pensar en mi primer recado. No sé cuantos años tenía, quiza cinco, seis, siete. Seguro que no tenía más. Hasta ese momento había ido, algunas veces, a Juanita a comprar huevos o pan o un litro de leche, poca cosa, algo que no pesara mucho. Juanita era un ultramarinos muy muy pequeño que estaba a escasos 80 metros de la casa de mis abuelos. Juanito y Juanita vendían huevos, pollos, algún conejo, creo que pan y alguna cosa más. Eran un matrimonio que a mi me parecía tan viejo como las montañas pero que pensándolo ahora probablemente no tenía, por aquel entonces, más de cuarenta o cuarenta y cinco años. A veces, detrás del mostrador, estaba alguna de sus hijas. Las recuerdo rubicundas y con ojos azules. Todavía ahora, más de cuarenta años después, cuando me las encuentro paseando por Los Molinos, aún a distancia recuerdo el olor de su tiendita. A lo que iba, a Juanito me mandaban a veces a por alguna cosa. Creo recordar que las primeras veces, con cinco o seis, alguno de los mayores de mi familia se quedaba en el portón de la casa vigilando como hacia ese recado. Es un trayecto tan corto que creo que el único peligro real que podía haber era que me tropezara con una piedra y me cayera, quizás me vigilaban por eso, nunca fui muy agil.  

Un buen día, sin embargo, nos encargaron a mi hermano y a mi un recado de más categoría. Mi abuelo José Luis se había quedado sin tabaco y necesitaba urgentemente que alguien fuera a comprarlo. En Juanito no vendían tabaco, claro, había que ir un poco más lejos, a un bar que estaba a unos cuatro minutos andando. En medio de la colonia de casas de veraneantes había un bar y el Ultramarinos Chamberí, un pequeño establecimiento donde podías comprar de todo.  Estaba regentado por un señor, del que soy incapaz de recordar el nombre, que llevaba siempre una chaquetilla blanca de dependiente de ultramarinos. Cuando ya éramos más mayores, con diez o doce, me averguenza decirlo pero, a veces, nos organizábamos para mangar un chupachup, unos cuantos chicles cheiw de fresa ácida o cualquier otra chuchería. Herminio creo que se llamaba el hombre. En Ultramarinos Chamberí no vendían tabaco tampoco pero en el bar Talgo que estaba al lado, sí. Allí era donde nos mandó mi abuelo con un billete azul de quinientas pesetas a comprarle una cajetilla, o dos, de Rex, la marca que fumaba. Borja y yo teníamos un plan, con una misión a cumplir, con los medios para hacerlo y muchísimas ganas. Ir solos al Talgo era algo de mayores, una responsabilidad, significaba crecer, ser independientes asi que estabamos bastante emocionados. 

Salimos de casa y tuvimos muchísimo cuidado al cruzar la carretera. Es posible, aunque no lo recuerdo, que algún mayor nos ayudara antes de dejarnos ir a la aventura. Puede que no. El tráfico que podía haber en 1980 en esa carretera debía de ser mínimo pero, aún así, para los adultos era algo peligrosísimo. No sé los años que las últimas palabras que escuchaba de mi madre al salir de casa eran: ¡cuidado con los coches! Cruzada la cañada cogimos el camino de tierra y nos dirigimos al Talgo. Por supuesto no sé de qué íbamos hablando ni qué sentíamos. Se seguro que nos paramos en una casa, a escasos veinte metros de nuestro destino, a admirar el buzón que tenían en la puerta. Era un buzón que nos encantaba, cada vez que paseábamos por allí con mi madre, nos parábamos y le pedíamos tener uno igual en casa. El buzón era una casita, casi de muñecas, con tejado verde y paredes blancas en el que se echaban las cartas por una ranura en el tejado y se recogían abriendo la puerta de la casita con una llave. Nos parecía lo más maravilloso del mundo y hubiéramos vendido nuestra alma al diablo con tal de tener acceso al interior de esa casita. Nos parecía que cualquier carta que sacaras de ese buzón sería mágica, traería buenas noticias. Es más, si tenías ese buzón en tu casa automáticamente te convertías en una persona feliz con una vida a envidiar. Tras suspirar un poco por no tener ese buzón llegamos al bar. El Talgo era un bar de esos de toda la vida (estuvo abierto hasta el año 1999 por lo menos) con una barra metálica a mano izquierda según entrabas y mesas a la derecha. En las mesas siempre había un grupo de señores jugando al dominó o a las cartas. Señores que fumaban, bebían y daban golpes imponentes con las fichas. Señores que daban miedo porque siempre parecían muy enfadados y a lo mejor era contigo. Nos acercamos a la barra y pedimos el tabaco: «Perdone, queríamos una cajetilla de Rex». ¡Esas palabras te convertían automáticamente en alguien adulto! Entrar en un bar, pedir tabaco y encima tener dinero para pagarlo. 

O no. 

Cuando el señor nos lo dió..no recuerdo nada de esto, tuvimos un momento de confusión seguido de otro de terror porque descubrimos que no teníamos el dinero. Yo no lo tenía, Borja tampoco, en nuestros bolsillos no estaba. El billete azul de quinientas pesetas había desaparecido. El señor retiró la cajetilla del mostrador y siguió a sus cosas. Nosotros salimos del bar cabizbajos. Nos hubieramos sentido David Copperfield si hubiéramos sabido quien era. Nuestra vida habia acabado, nos íbamos a convertir en niños huérfanos, proscritos. Habíamos perdido quinienta pesetas así que seríamos expulsados de la familia.¿Quién se iba a volver a fiar de nosotros? Volvimos a casa pensando en qué mentira contar o si era mejor llorar muchísimo. No recuerdo que decidímos, ni lo que dijimos ni como fue tomada la noticia. Creo que mi abuelo dijo ¿Y mi tabaco? Lo siguiente que recuerdo es volver sobre nuestros pasos rezando a algún santo (que seguro no era San Cucufato) mirando al suelo, entre los arbustos, entre las hierbas agostadas de verano. Lo hacíamos con poca fe porque, para nosotros, era evidente que el billete azul había desaparecido para siempre. ¿Cómo íbamos a encontrarlo? Volveríamos a casa con las manos vacías y quien sabe que ocurriría después, nunca podríamos ser mayores, no sabíamos. Derepente, no se quien de los dos, lo encontró. Dobladito, entre unas hierbas a un lado del camino, casi parecía estar esperándonos. ¡Está aquí, está aquí! Corrimos a casa con él en la mano ¡lo hemos encontrado, lo hemos encontrado! 

Supongo que volvimos, acompañados de un adulto, a por la cajetilla de Rex pero eso ya no lo recuerdo. El billete lo recuerdo siempre, cada vez que pierdo algo. Si encontré aquel billete, puedo encontrar cualquier cosa.  

¿Veis a lo que lleva a escuchar podcasts? Estoy segura de que la culpa fue del buzón pero sigo suspirando por él. 

sábado, 3 de septiembre de 2022

Lecturas encadenadas. Agosto


Pensé que agosto iba a ser un mes tranquilo. Teletrabajo, veraneo franquista, tardes tranquilas e incluso un par de escapadas por ahí en las que seguro que leía muchísimo y me ponía al día de lecturas pendientes. No hay nada como tener expectativas para darte de bruces con la realidad. Agosto ha sido agotador y muy poco tranquilo. He leído lo que he podido. No ha estado mal pero en vez de leer para relajarme y disfrutar del lento paso de las horas, he leído como si me aferrara a un salvavidas, he leído para mantenerme a flote. 

Vamos a ello. 

Nada más empezar el mes vislumbré que no iba a ser un mes fácil y al elegir mis lecturas para Cicely decidí que necesitaba algo que fuera "casa". Recorrí mis estanterías y me encontré con El temblor de la falsificación de Patricia Highsmith que había comprado en mayo en la Feria del Libro Antiguo. Pocas cosas más "casa" y más seguras que la Highsmith. Acerté de lleno. El temblor de la falsificación transcurre en Tunez, un escritor de novelas con cierto éxito es contratado por un amigo para escribir el guión de una pelícua que transcurre en el país norteafricano, para documentarse y empaparse del ambiente se instala en un hotel a esperar a que su amigo vuele a encontrarse con él. No sé si Patricia estuvo en Tunez alguna vez pero digamos que la descripción del país está un poquito contaminada de tópicos pero eso importa poco. En unas pocas páginas consigue, como siempre, meterte en la historia y, en este caso, en el tempo y el calor africano. Howard, el protagonista, hace lo que todos los personajes de la Highsmith, se pasea, almuerza, toma una copa, escribe cartas, se pasea, abre el correo, toma una copa, se pasea, duerme un poquito, cena y se toma mil quinientas copas. Por supuesto conoce y traba cierta amistad con gente rara, con personajes que hacen lo mismo que él (sobre todo lo de beber y cenar) y que también se ven poco a poco inmersos en el tempo africano. ¿Pasa algo más en la novela? Alguna cosa que no quiero destripar pero es que, además, da igual. Las novelas de Patricia Highsmith atrapan desde el principio, absorben al lector entre sus páginas haciéndole vivir en los ambientes que retrata y mano a mano con sus persojanes que casi nunca son admirables ni casi respetables pero con los que el lector se identifica aunque no quiera. 

Cuando puse una foto de este libro en Instagram algunos lectores me dijeron que nunca habían leído a Patricia Highsmith. No me déis disgustos. Hay que leerla siempre, todo. Si queréis empezar con ella,  coged Extraños en un tren o El talento de Mrs Ripley. De nada. 

Los profesionales de Carlos Giménez fue el tebeo del mes. Me lo dejó A para leer en Cicely en las tardes de tormenta que nos pasamos escuchando la lluvia y leyendo tirados en el sofá. De Giménez ya leí, en primavera, Paracuellos que me gustó muchísimo. Aquí, pensándolo ahora, me doy cuenta de que el fondo del tebeo de la historietas es el mismo. En Paracuellos Giménez contaba su experiencia en las casas de acogida de niños en los años 50 junto con otra pandilla de chavales. Sus aventuras, sus miserias, sus ilusiones, sus trastadas, En Los Profesionales estamos en los años 60 y un grupo de dibujantes de tebeos trabajan de sol a sol en Barcelona. Pablo, el alter ego de Giménez, llega a la ciudad y al estudio y allí se encuentra con toda la pandilla que, como en Paracuellos, son personajes ficticios pero basados en los compañeros que Gimenez tuvo en esos años. Metes a diez hombres de edades variadas en un estudio a dedicarse a lo que más les gusta mientras cobran una miseria y fuman y beben y lo que tienes es, como en Paracuellos, un retrato de las aventuras, miserias, ilusiones, bromas y trastadas que llevaron a cabo. Gimenez tiene un talento especial para retratar a esos personajes y hacerlos entrañables, fáciles de querer y de entender. Siempre hay uno que es tu favorito, claro pero todos tienen un peso que los hace creíbles, verosímiles, ciertos. Es impresionante las putadas que se hacían unos a otros y el cariño inmenso que, disfrazado de bromas y "no te soporto", se tenían entre ellos. MI historieta favorita es una en la que uno de ellos se recorre Barcelona,bajo un aguacero impresionante,  buscando trabajo en todas las editoriales de la ciudada. Es rechazado en todas, una tras otra, mientras sus compañeros que al principio se alegran de perderle de vista se van preocupando cada vez más sin querer reconocerlo. En esa historieta está todo el amor y la complejidad de su relación. 

Un verano con Homero de Sylvain Tesson no sé cómo llego a mi estantería ni quien me lo recomendó ni donde lo compré. Es un misterio pero me pareció adecuado también para Cicely a pesar de que el mar pilla un poquito a desmano. Tampoco sabía quien era Sylvain Tesson, hasta que abrí el libro y vi la foto de la solapa pensaba que era una mujer. Es un hombre que solo tiene un año más que yo pero que en esa fotografía parece nacido en 1915 y amigo de Hemingway. Se define como "escritor y viajero" y tiene un programa de radio en Francia. De hecho, al comienzo del libro, explica que los textos que componen este volumen «son las transcripciones de su programa. Uno no se dirige a los oyentes como a los lectores. Hablar no es escribir. [...] espero que sepas perdonar los bandazos».

Pues regular Sylvain, porque la verdad es que hubiera estado bien que no fueras tan vaguete, o que tu editorial se lo hubiera currado un poquito más y los textos se hubieran reescrito para que se entendiera mejor, para que no fuera tan acelerado, para evitar las repeticiones de ideas y conceptos hasta agotarme. 

La primera parte del libro es una especie de narración de la Iliada y la Odisea muy entretenida, trufada de reflexiones sobre como Homero y los conceptos que trata siguen vigentes en nuestra época. ¿Esto es cierto? Pues supongo que sí porque la traición, el amor, el hogar, la valentia, la fidelidad son conceptos universales pero yo no puedo evitar pensar que, a lo mejor, Homero penso: voy a escribir un par de historietas de aventuras, sin pensar en que se convertiría en una especie de autoridad moral para los siglos de los siglos en la civilización occidental. La segunda parte es una mera repitición de ideas que acabé leyendo en diagonal porque estaba aburriendo muchísimo. A pesar de estas carencias he doblado muchísimas esquinas. 

«El mensaje de Homero para los tiempos presentes es: la civilización se da cuando uno tiene todo que perder; la barbarie, cuando uno tiene todo que ganar. Deberíamos acordamos de Homero cada mañana al leer el periódico». 

Libro de familia de Galder Reguera me lo regaló mi hija María por mi cumpleaños y llevaba esperando en mi mesilla desde febrero. Galder nació en agosto de 1975, el día de Nochevieja de 1974 su madre llamó  a Luis, su marido, para contarle que estaban embarazados de su segundo hijo. De camino a casa para la cena de fin de año, Luis se mató en un accidente de coche. Con esta primera escena del anuncio de la futura vida de Galder y el final muy traumático de la vida de su padre empieza Libro de familia que es una búsqueda por parte del autor de su padre. Quien fue, cómo murió, cómo fue su vida hasta ese momento, qué le gustaba, quienes eran sus amigos, cómo era su letra o qué música escuchaba. En esta búsqueda de la figura paterna Galder descubre quien es en realidad su madre porque al estudiar su historia la ve como Carmen, como una joven, no como una madre. Descubre también quién es él o mejor dicho porque es de una cierta manera y quien es y no es su familia. 

Es un libro, además, que solo puedes escribir cuando tienes más de cuarenta años y tienes tus propios hijos, ese es el momento en el que eres capaz de entender a tus padres como personas independientemente de su faceta de progenitores y de valorar que tuvieron una vida con unos anhelos, unas inquietudes y unos intereses antes de convertirse en tus padres. Otra cosa que entiendes al tener hijos es que tus padres pueden tener unos horizontes vitales que van más allá de querer a sus hijos y que no haber visto todo esto antes se debe al egoismo sin límites que todos los hijos practicamos hasta que somos muy muy mayorcitos. (Y algunos no lo abandonan nunca) 

A mi las historias de familias me gustan porque yo tengo una gran familia materna con un arraigo muy importante en Los Molinos, con casas que llevan generaciones entre nosotros y que peleamos por mantener. Galder dedica tiempo a hablar de una de esas casas, la de su familia en Haro y del dolor que siente cuando se pone a la venta. 

«No puedo concebir que el mayor símbolo de mi familia sea susceptible de ser cambiado por dinero, que los hermanos de mi madre no hayan sido capaces de mantener aquello que los une, lo único que queda de todo lo que Aitite, su padre, había erigido a su alrederdor. Me duele pensar que cualquier persona que pague, que ponga dinero sobre la mesa, puede diponer a placer del hogar de mi familia. Es como prostituirse. Peor aún, prostituir no el cupor, sino la memoria, el pasado, lo que fuimos, nuestro común apellido». 

Me identifico también con Galder en su cercanía con su familia materna y su total desconexión con su familia paterna que, tras la muerte de su padre, no tuvo ningún interés en ellos, ni en su madre ni en Galder y su hermano. Su madre, como la mía, disculpa siempre a esa familia rabiosa que te rechaza. Galder se enfada, para mi directamente no existen. 

Es un libro entretenido porque se lee como se atiende a un buen cotilleo de una familia que conoces o de unos vecinos. «Y entonces, fulanita que era viuda conoció a uno que blablabla y no te vas a creer que pasó después porque antes, de jóvenes habian hecho blablablabla». Al final resulta un poquito repetitivo y demasiado yoista pero esto no es un reproche, las historias de hijos sobre padres son siempre yoistas porque no hay nada más personal que la intima relación, buena o mala, que tienes con las personas que te trajeron al mundo. 

En mayo, Juan Tallón me regaló Mis amigos de Emmanuel Bove. Arriesgó mucho porque él no lo había leído, se lo habían recomendado en Tipos Infames. Podía haber salido muy mal pero ha salido muy bien. Emmanuel Bove publicó Mis amigos, su primera novela, en 1924 y fue recibida con gran éxito en Francia. Los críticos la adoraron, los lectores también, luego con la guerra y la muerte de Bove en 1945 cayó en el olvido hasta que en los años ochenta empezó a recuperarse. 

Es una novelita estupenda compuesta por una serie de relatos que comparten un personaje, Vicent Baton, un veterano de la I Guerra Mundial que vive con una pensión por haber perdido una mano en combate. Baton está solo y no le gusta, quiere compañía, amigos, amor, sentirse apreciado, querido, quiere ser visto. Cada relato cuenta su relación con algún personaje que él ansía hacer su amigo y que, por una razón u otra, acaba marchándose. Baton es un personaje tierno, entrañable, irritante, exasperante y cansino a partes iguales. Bove cosntruye un Baton de carne y hueso con el que el lector pasa frío en su camastro, se emborracha en los bares, pasea por las calles de Paris y siente dudas sobre casi todo lo que hace o piensa. Bove consigue también con una prosa sencilla pero muy personal y eficaz crear imágenes que permiten al lector sentir los adoquines de las calles de Paris, oler el humo de las tabernas, el ruido de los cabarets y la luz de las farolas cuando, cada noche, Baton vuelve a casa eufórico y con grandes planes o apagado y torturado por una nueva decepción. 

«Por la tarde, me paseé por un jardín. Como conozco los números romanos me entretenía en calcular la edad las estatuas. Una vez tras otra me decepcionaron: ninguna tenía más de cien años. El plvo no tardó en deslustrarme los zapatos. Los aros de los niños giraban sobre sí mismos antes de caer. En los bancos  había personas sentadas, de espaldas unas a otras».

Me ha gustado muchísimo y lo recomiendo con entusiasmo. Corred a comprarlo. 

Y con esto y el cambio de luz que anuncia que el final del verano, por fin, se acerca hasta los encadenados de septiembre.

lunes, 29 de agosto de 2022

Soy un señor mayor en un sillón de orejas


Echo de menos el antes, el ayer, el hace diez años, el hace veinticinco. Supongo, bueno no lo supongo es así, que me estoy haciendo vieja. Y los viejos miran con nostalgia al pasado, a un pasado que les parece mejor o que recuerdan mejor. Un pasado en el que todo parecía más fácil. Lo que más echo de menos es la calma, la lentitud, sentir que las horas pasan muy despacio y que, por supuesto, hay tiempo para todo. No sé como recuperar esa sensación. Hace cuatro años, antes de todo,  escribí un post titulado Prisa. Acabo de releerlo y aunque creo que he conseguido parar un poco, la sensación de aceleración sigue presente en mi día a día.  

Hace unas semanas leí una novela de Patricia Highsmith en la que, como en casi todos sus libros, las cartas jugaban un papel importantísimo. Misivas que viajaban de Tunez a Nueva York y vuelta. Cartas escritas en dos, tres o cuatro días sin esa urgencia por la inmediatez que me (nos) consume ahora. Escribir la carta con calma y sentarse a esperar la respuesta con más calma aún. ¿Qué está pasando mientras tu carta viaja, mientras su respuesta se piensa y se redacta, mientras esas letras vuelan hacia tu buzón? Pues que sigues viviendo tu vida al margen de esas palabras que te llegarán, de lo que te contarán. Recuperas tu vida y recuperas tu mente que no está pendiente de esa respuesta porque sabes que tienes unos días de tregua, tres, cuatro, quizás una semana. Ese asunto, por tu parte, está resuelto hasta la siguiente etapa, puedes dedicarte a otra cosa, entretenerte con algo más, descansar. Hay una escena de Dowtown Abbey, muy al principio, en la que el mayordomo refunfuña muchísimo cuando instalaban el teléfono. En su día me pareció una escena risible, muy de viejo gruñón oponiéndose al avance de los tiempos pero hace unos días enfrentada a una mañana de llamadas laborables en las que tenía que dar varias malas noticias me encontré protestando como Mr. Branson. ¿Por qué no volvemos a las cartas? Dar una mala noticia por carta permite pensar cómo lo vas a contar, te permite extenderte en las razones y motivos o, por el contrario, ser escueto. El mal trago se divide en sorbos llevaderos. Escribes la carta, la envías y sabes, como los personajes de Patricia Highsmith, que tienes días para dedicarte a otra cosa. Tu carta ha de llegar a las manos del destinatario para el que, también, es mejor recibir la noticia así: puede leer, releer, insultar, protestar, enfurecerse, entristecerse y pensar la respuesta. (Puede, incluso, romper la carta en pedazos, quemarla, cosas que no permiten ni las llamadas ni los mails) Además, si se para a pensar que hasta hace 5 minutos, hasta justo antes de abrir esa carta, era perfectamente feliz (o más o menos feliz) mientras esa noticia ya existía, podrá poner en contexto que, a pesar de ser una mala noticia, no es terrorífica. Su respuesta podrá ser, igualmente, pensada, repensada, escrita, borrada, reescrita y finalmente enviada al destinatario. 

En este ir y venir de cartas, la urgencia, la importancia, la supuesta enormidad de esos problemas se iría deshaciendo, se desgastaría, hasta que las dos partes pasaran página. La mayor parte de los problemas que nos agobian hoy, no existirán la semana que viene o dentro de un mes pero es difícil interiorzarlo cuando vivimos en un continuo manoseo de esos problemas. Los vemos, los leemos, los hablamos, nos responden, contestamos en cinco minutos, tenemos otra respuesta a la mañana siguiente que nos apresuramos a responder antes de comer, aumentando su presencia en nuestras vidas, inflándolos mientras ocupan todo nuestro espacio mental, nuestro sueño, nuestra cabeza para luego, de repente, pincharse y desaparecer. ¿Por qué he estado preocupada por esto? Fantaseo con dejar de usar el teléfono por completo, con volver a las cartas, con recuperar ese tiempo en el que tú ya has hecho tu parte y solo tienes que esperar sabiendo que la espera será de días, días que puedes dedicar a otra cosa, semanas, incluso, en las que se problema se reducirá a su verdadero tamaño, a ser una circunstancia vital circunscrita a un aspecto y momento de tu vida que ya quedó atrás. 

Lo sé, lo sé, sueno como un columnista de sillón de orejas pero me agota esta prisa constante que, además, es irreal. Nada es tan urgente, nada ni nadie necesita nuestra atención a todas horas ni merece que nuestra cabeza esté centrada en ello desde que nos despertamos (con insomnio) hasta que nos acostamos agotados de pensar. Saber esto, que lo sé (sabemos) no sirve de nada porque no puedo (podemos) evitar estar pendiente de todo, todo el día. Y saber todo esto tampoco me saca de la rueda de prisa en la que vivimos, es imposible salir por completo de esa vorágine y, además, tampoco tendría sentido. Hay cosas buenas en la inmediatez. Quizás lo que nos pasa es que aún no sabemos manejarla, somos como niños pequeños a los que les dan un juguete que manejan sin saber.  No lo sé. No me puedo bajar de la rueda pero me estoy quitando. Ya no contesto mail laborales según me llegan. Los aparco y los dejo reposar. Me cuesta porque impulso de resolver lo que sea rápidamente es poderoso pero ya sé que no resolveré nada, contestando con urgencia meteré velocidad a algo que probablemente se desinfle esa tarde o mañana o al final de la semana. Contesto pero con calma. Hago alguna cosa más para quitarme de la prisa y además sigo escribiendo a mano y los New Yorker en papel mes y medio después de que se hayan publicado No hay prisa. 

El otro día vi, en twitter, este anuncio de un reloj  «sepa que hora es sin saber que tiene 1500 mails pendientes» y pensé: aún queda esperanza, yo nunca he dejado de llevar reloj.

Definitivamente soy un señor mayor con sillón de orejas.