lunes, 29 de agosto de 2022

Soy un señor mayor en un sillón de orejas


Echo de menos el antes, el ayer, el hace diez años, el hace veinticinco. Supongo, bueno no lo supongo es así, que me estoy haciendo vieja. Y los viejos miran con nostalgia al pasado, a un pasado que les parece mejor o que recuerdan mejor. Un pasado en el que todo parecía más fácil. Lo que más echo de menos es la calma, la lentitud, sentir que las horas pasan muy despacio y que, por supuesto, hay tiempo para todo. No sé como recuperar esa sensación. Hace cuatro años, antes de todo,  escribí un post titulado Prisa. Acabo de releerlo y aunque creo que he conseguido parar un poco, la sensación de aceleración sigue presente en mi día a día.  

Hace unas semanas leí una novela de Patricia Highsmith en la que, como en casi todos sus libros, las cartas jugaban un papel importantísimo. Misivas que viajaban de Tunez a Nueva York y vuelta. Cartas escritas en dos, tres o cuatro días sin esa urgencia por la inmediatez que me (nos) consume ahora. Escribir la carta con calma y sentarse a esperar la respuesta con más calma aún. ¿Qué está pasando mientras tu carta viaja, mientras su respuesta se piensa y se redacta, mientras esas letras vuelan hacia tu buzón? Pues que sigues viviendo tu vida al margen de esas palabras que te llegarán, de lo que te contarán. Recuperas tu vida y recuperas tu mente que no está pendiente de esa respuesta porque sabes que tienes unos días de tregua, tres, cuatro, quizás una semana. Ese asunto, por tu parte, está resuelto hasta la siguiente etapa, puedes dedicarte a otra cosa, entretenerte con algo más, descansar. Hay una escena de Dowtown Abbey, muy al principio, en la que el mayordomo refunfuña muchísimo cuando instalaban el teléfono. En su día me pareció una escena risible, muy de viejo gruñón oponiéndose al avance de los tiempos pero hace unos días enfrentada a una mañana de llamadas laborables en las que tenía que dar varias malas noticias me encontré protestando como Mr. Branson. ¿Por qué no volvemos a las cartas? Dar una mala noticia por carta permite pensar cómo lo vas a contar, te permite extenderte en las razones y motivos o, por el contrario, ser escueto. El mal trago se divide en sorbos llevaderos. Escribes la carta, la envías y sabes, como los personajes de Patricia Highsmith, que tienes días para dedicarte a otra cosa. Tu carta ha de llegar a las manos del destinatario para el que, también, es mejor recibir la noticia así: puede leer, releer, insultar, protestar, enfurecerse, entristecerse y pensar la respuesta. (Puede, incluso, romper la carta en pedazos, quemarla, cosas que no permiten ni las llamadas ni los mails) Además, si se para a pensar que hasta hace 5 minutos, hasta justo antes de abrir esa carta, era perfectamente feliz (o más o menos feliz) mientras esa noticia ya existía, podrá poner en contexto que, a pesar de ser una mala noticia, no es terrorífica. Su respuesta podrá ser, igualmente, pensada, repensada, escrita, borrada, reescrita y finalmente enviada al destinatario. 

En este ir y venir de cartas, la urgencia, la importancia, la supuesta enormidad de esos problemas se iría deshaciendo, se desgastaría, hasta que las dos partes pasaran página. La mayor parte de los problemas que nos agobian hoy, no existirán la semana que viene o dentro de un mes pero es difícil interiorzarlo cuando vivimos en un continuo manoseo de esos problemas. Los vemos, los leemos, los hablamos, nos responden, contestamos en cinco minutos, tenemos otra respuesta a la mañana siguiente que nos apresuramos a responder antes de comer, aumentando su presencia en nuestras vidas, inflándolos mientras ocupan todo nuestro espacio mental, nuestro sueño, nuestra cabeza para luego, de repente, pincharse y desaparecer. ¿Por qué he estado preocupada por esto? Fantaseo con dejar de usar el teléfono por completo, con volver a las cartas, con recuperar ese tiempo en el que tú ya has hecho tu parte y solo tienes que esperar sabiendo que la espera será de días, días que puedes dedicar a otra cosa, semanas, incluso, en las que se problema se reducirá a su verdadero tamaño, a ser una circunstancia vital circunscrita a un aspecto y momento de tu vida que ya quedó atrás. 

Lo sé, lo sé, sueno como un columnista de sillón de orejas pero me agota esta prisa constante que, además, es irreal. Nada es tan urgente, nada ni nadie necesita nuestra atención a todas horas ni merece que nuestra cabeza esté centrada en ello desde que nos despertamos (con insomnio) hasta que nos acostamos agotados de pensar. Saber esto, que lo sé (sabemos) no sirve de nada porque no puedo (podemos) evitar estar pendiente de todo, todo el día. Y saber todo esto tampoco me saca de la rueda de prisa en la que vivimos, es imposible salir por completo de esa vorágine y, además, tampoco tendría sentido. Hay cosas buenas en la inmediatez. Quizás lo que nos pasa es que aún no sabemos manejarla, somos como niños pequeños a los que les dan un juguete que manejan sin saber.  No lo sé. No me puedo bajar de la rueda pero me estoy quitando. Ya no contesto mail laborales según me llegan. Los aparco y los dejo reposar. Me cuesta porque impulso de resolver lo que sea rápidamente es poderoso pero ya sé que no resolveré nada, contestando con urgencia meteré velocidad a algo que probablemente se desinfle esa tarde o mañana o al final de la semana. Contesto pero con calma. Hago alguna cosa más para quitarme de la prisa y además sigo escribiendo a mano y los New Yorker en papel mes y medio después de que se hayan publicado No hay prisa. 

El otro día vi, en twitter, este anuncio de un reloj  «sepa que hora es sin saber que tiene 1500 mails pendientes» y pensé: aún queda esperanza, yo nunca he dejado de llevar reloj.

Definitivamente soy un señor mayor con sillón de orejas. 

lunes, 22 de agosto de 2022

Lecturas encadenadas. Julio

 

Vamos con otra entrada de lecturas encadenadas para que despejar esta sección y poder ponerme a escribir otras cosas que tengo dándome vueltas en la cabeza pero que tendrán que esperar a que termine con esto.

La mitad del mes de julio, como bien saben los doscientos lectores fieles que leen todo lo que publico, lo pasé de road trip. Elegir las lecturas que te llevas de vacaciones siempre es complicado: ¿serán estos los libros adecuados? ¿será su momento en esa playa/montaña? ¿Me gustará? ¿maridarán bien unos con otros? Las lecturas de vacaciones no solo tienen que encajar con tu estado de ánimo, tienen que ensamblarse perfectamente entre ellos y con el paisaje que has escogido con las vacaciones. Yo no sabía qué estado de ánimo iba a tener, no tenia espacio en la maleta para arramplar con seis libros y así jugar sobre seguro y ni siquiera sabía como sería el paisaje. Durante días recorrí mis estanterías intentando decidir que llevarme. Pedí recomendaciones en twitter, barajé la posibilidad de comprar algo nuevo, de releer algo que fuera un acierto seguro, de llevarme esa lectura que estaba esperando su turno desde hace años. Me estaba empezando a desesperar porque la magia que normalmente me funciona para elegir lectura no parecía hacer efecto cuando revisando la estantería de mi cuarto de Los Molinos, ¿Qué hago yo aquí? de Bruce Chatwin empezó a brillar ante mis ojos. Este es, pensé. 

No leí nada el primer día del viaje, ni el segundo, ni el tercero. No tuve tiempo o se me cerraban los ojos. Cuando por fin empecé a leerlo en el Lago Wenatche releí el título y pensé: es el libro perfecto, ¿qué hago yo aquí? definía perfectamente mi estado de ánimo y encajaba con el impresionante paisaje que me rodeaba. Este volumen que compré en la Feria del Libro Antiguo en mayo del año pasado recoge crónicas de viajes de Chatwin principalmente por África y Asia y retratos de personajes que fue conociendo a lo largo de su vida. Mi conocimiento del bueno de Bruce se limitaba a saber que fue un gran escrito de viajes,que era inglés y que en las fotos tenía cara de poder tener un mal día y asesinarte en el desayuno. No sabía que iba a conectar con su sentido del humor, coincidir con muchas de sus observaciones y disfrutar de su curiosidad y la manera en que retrata el mundo. Mientras iba conociendo Washington, conocí a Madeleine Vionnet, la modista que a principios del siglo XX acabó con el corsé para las mujeres aunque la leyenda popular crea que fue Coco Chanel,y  al arquitecto Konstantin Melnikov, todo un personaje,  cuya vivienda particular dice  lo suficiente de él como para querer conocer su vida. Chatwin escribe también sobre su relación con André Malraux o con Malevich y un capítulo muy chulo está dedicado a contar su amistad con Werner Herzog. A mí Herzog me cae bien aunque algunas de sus películas, muy aclamadas, me parecen un tostón sideral. «Por favor, ¡cómo dices eso! Eso es que no la entiendes!» «Ajá, pues será eso, pero me parece un tostón». 

De Herzog dice esto: 

«Era también la única persona con la que pude mantener una conversación sobre lo que podríamos llamar el aspecto sacramental del paseo. Ambos compartíamos la idea de que el paseo no solo es terapeutico en sí, sino que es una actividad poética que puede curar al mundo de sus males. Su posición, al respecto se resumía en un posicionamiento tajante: "Pasear es una virtud: el turismo un pecado mortal» 

A mí pasear me gusta con moderación. Me gusta ir a los sitios caminando, tener un propósito al salir a andar: ir a alguna parte, completar una ruta, caminar durante un determinado periodo de tiempo. Caminar por caminar no me parece algo poético ni especialmente trascendental pero claro yo no soy Herzog. (Sí, si..me sé la historia cuando se fue andando a ver a su amiga a mil kilómetros que se estaba muriendo. Lo único interesante de esta historia es que ella se curó, que él decidiera que le apetecía andar en vez de correr para acompañarla a mi parece poco poético y un pelín egoísta pero yo no soy su amiga y no tengo nada más que decir del tema)

¿Recomiendo a Chatwin? Pues sí. Yo desde luego buscaré alguna otra de sus obras en librerías de viejo, en ferias o en estanterías de amigos. Me ha caído bien y, además, estará siempre en mi memoria asociado al viaje de mi vida. 

Al road trip también me llevé un libro de relatos de Alice Munro que no leí. A mis manos llegó, comprado en Powell´s, en Portland, Rules for a knight de Ethan Hawke. Soy muy fan de Ethan y más ahora que está envejeciendo bien y se le ha quitado la cara de pánfilo intenso que tenía de joven. No es una crítica, de joven es lo normal.  Este librito que compré en una edición que casi parece de biblia, entelada en verde y con las letras doradas, es un cuentito precioso que roza, a veces peligrosamente, la autoayuda pero que consigue con acertadas piruetas no caer en ella. 

Hawke escribe para sus cuatro hijos este cuentito que recoge las enseñanzas que él, convertido en un caballero casi medieval, ha recopilado a lo largo de su vida. Cómo ser mejor persona o como por lo menos intentarlo es la idea que recorre todo el libro. Desde saber escuchar a como tomar decisiones, hasta no juzgar a los demás en un abrir de ojos u obsesionarse con la belleza. Todo lo que escribe Hawke se ha escrito antes, se ha dicho antes y quiero pensar que muchos lo sabemos. Lo dificil, y esto Hawke no se lo dice a sus hijos ni al lector es ponerlo en práctica. Te pasas la vida intentandolo de vez en cuando, cuando te acuerdas, cuando tienes la calma suficiente, la paciencia, la fuerza de voluntad necesaria. ¿Recomiendo este librito? Pues sí. Es una lectura monísima y, sobre todo, si tenéis adolescentes a vuestro alrededor es posible que sea un acierto seguro. A Clara le ha encantado. 

Ethan también habla del paseo y esto sí que sí voy a intentarlo. «Never make a big decision withput just walking a mile». 

Y a pesar de que el libro es de 2015, una eternidad en tiempos de redes sociales, retrata muy bien lo que es ahora Instagram o Tik Tok a gran escala aunque es algo que siempre ha sido así: «Young people, ( y no tan young diría yo) often use the possesion of beauty or wealth as permission to be uninteresting, undisciplined and ill-informed». La belleza y el dinero como aval para ser maleducado, cateto e ignorante. Y cada vez más. 

De vuelta a casa me decanté por un volumen con cuatro novelitas de Echenoz que había comprado por el pasado día del libro.  (Ya adelanto que no recomiendo comprar las cuatro)Mi plan era leer una e ir intercalando el resto con otras lecturas pero Ravel, la primera de ellas, me gustó tanto que me lancé a devorar el volumen entero con resultado desigual. 

Echenoz tiene un estilo muy peculiar que no sé si en francés fluirá mejor pero traducido a mí se me atasca. Me encuentro tropezando con las frases, teniendo que volver atrás porque he perdido el sentido de la frase, porque no encuentro el ritmo correcto para avanzar por los párrafos. Esto supone siempre un problema a la hora de leerlo pero lo solvento con alegría si el tema me interesa. En el caso de Ravel, como ya he dicho, la historia de los años finales del compositor me interesó muchísimo. Echenoz combina siempre la realidad de un personaje real, de su historia, de los datos conocidos con un tratamiento casi de ficción. ¿Sabe Echenoz qué pensaba Ravel cada día al acostarse o qué vestía un determinado día en que una de sus amantes le recogió en coche para llevarle a un barco con el que viajaría a Nueva York? No. No lo sabe pero consigue que no solo te interese sino que creas que es cierto. La segundo novelita se titula Correr y es la historia de Emil Zatopec, un personaje de mi infancia del que yo solo sabía que corría muchísimo. Mi abuelo siempre decía: «corres más que Zatopec» (a mí no me lo decía, aclaro). Esta narración tiene un tono más periodístico aunque con el mismo poso de nostalgia que caracteriza todo lo que, hasta ahora, he leído de Echenoz. Ahora que lo pienso, Echenoz escribe un poco en sepia, mirando al pasado y contándonoslo con un tono que dice: esto fue lo que pasó, puede que sucediera así pero en cualquier caso ya no importa porque nunca volverá. La tercera hsitoria, Relampágos, me aburrió soberanamente. El tema, el descubrimiento o invención de la electricidad, la rivalidad entre la corriente continua de Edison y la alterna de Westinghouse me interesa cero, me parece aburridísima y por eso el personaje, creo que inventado, de George, me aburrió hasta el infinito. 

La última de las cuatro historias que componen el volumen de Anagrama se titula 14 y es una especie de crónica de los primeros días de la I Guerra MUndial para unos jóvenes franceses que se encaminan al frente sin saber lo que les viene encima. Parten con alegría, pensando que será un paseo, que acabará pronto, que volverán para la cosecha, para el final del verano (la guerra empezó a principios de agosto), que esto es una distracción de la vida real a la que volverán y todo será igual. De nuevo ese tono que comentaba antes de observación de un pasado inocente que, en este caso, el lector sabe que está a punto de saltar por los aires cambiando por completo el continente, la historia, el mundo y la manera en que, en adelante, serán las guerras. Esa guerra a la que parten acabará con la inocencia de Europa, nos convertirá a todos en cínicos, en cobardes, nos volverá más crueles. 

Leed a Ethan, regaládselo a vuestros hijos, leed a Chatwin de vez en cuando y de Echenoz, ya sabéis, con moderación. 

Me ha quedado un final de post de lecturas un poco bajonero pero con esto y un poquito de alegría porque ya está más cerca el final del verano, hasta los encadenados de agosto. 


viernes, 19 de agosto de 2022

Diecisiete años

«Mamá, es horrible. No quiero cumplir diecisiete años. Quiero quedarme para siempre en los dieciséis» me dijiste hace una semana. No sé que te contesté pero le he estado dando vueltas. Por un lado me asombra que quieras quedarte en los dieciséis, yo no volvería a los míos ni loca, los recuerdo como una etapa horrible, llena de inseguridades, de miedos, de incertidumbre y de tener que esforzarme continuamente para ser algo, ¿qué? No lo sé. Ser como mis amigas del colegio, como mis amigos de Los Molinos, como lo que querían mis padres.

«Mamá, este es mi post de cumpleaños. No te pongas a hablar de ti» Esto no me lo has dicho pero cuando te pongas a leerlo sé que habrás llegado aquí y lo estarás pensando. Sigo. Me sorprende que quieras quedarte en los dieciséis y también me alegra. Por dos motivos. El primero es que algo estaré haciendo bien cuando tú no sientes ni inseguridad, ni miedo, ni incertidumbre en plena adolescencia. «Hombre, a lo mejor es por cómo soy yo» Sí, sí. Claro que tiene que ver con como eres pero algo tendrá que ver cómo te hemos criado, educado y acompañado así que me pongo una medallita. «Mamá, sigues hablando de ti» El segundo motivo por el que me alegra que te resistas a cumplir diecisiete es porque obviamente enviarte a Seattle a pasar tus dieciséis fue un acierto y un éxito, no podía haber salido mejor y estoy feliz por ti. Pero claro, yo no sería yo sino me preocupara y me dices que no quieres cumplir más y yo entro en una espiral de ansiedad pensando que en este año escolar que comenzará pronto «Ay, mamá, de verdad, que todavía quedan tres semanas, déjame descansar tranquila» vas a estar a disgusto, vas a pasarlo mal, vas a apagarte.

Apagarte. Eso es. A mitad de este post he conseguido agarrar la idea. Clara brillas. Estás tan contenta, tan feliz, tan ilusionada con todo que no puedo dejar de mirarte. No quieres tener diecisiete y no los tienes, cuando estas radiante, como ahora, vuelves a tener cuatro, ocho, diez.  Cuando estás contentísima, como ahora, se te pone cara de pilla, se te escapa la sonrisa y bailas igual que cuando con cinco años te disfrazabas, cada tarde, y bailabas por toda la casa. Cuando haces planes, y tienes mil para este otoño, resplandeces con la misma luz que repartías cuando escribías tu carta a los Reyes Magos.

Siempre has sido una optimista, una «feliciana» de la  vida, una entusiasta. Lo eres tanto, tantísimo, que cuando las cosas no salen bien, cuando discutimos a tu alrededor, cuando te entristeces por algo que has percibido como una injusticia, te mustias. Si tu vida fuera una peli de Pixar, tu personaje pasaría a verse en blanco y negro. Tú no lo percibes, pero en un minuto te vas a gris, los ojos se te vuelven mate y se te congela el gesto. Creo que percibes que algo doloroso va a llegar y tienes que hacer algo para pararlo, para impedir que te arrase y  arrase con tu alegría, con tu manera de mirar al mundo.  Ese algo que haces es sacar tu rabia. Nunca lloras. No lo hacías de pequeña ni lo haces ahora. Nunca lloras de pena, siempre lloras de rabia. Ahora ya no lloras pero noto como te concentras en empujar esa oleada desde tu estómago hasta tu cara para parar el ataque.

 No te pasa mucho, intentas esquivar siempre aquello que crees que va a apagarte y cuando no es posible, tras el apagón inicial, coges ese algo, lo que sea, y lo moldeas para encajarlo en tu optimismo. No sé decirte si es una buena estrategia vital o no pero es la tuya. Si alguna vez tienes que ajustarla, ya lo harás.  Lo que creo saber o es que tu deseo de quedarte en los dieciséis es un anhelo por permanecer en un lugar en el que has sido inmensamente feliz. Quizá pienses que lo que ocurra en los próximos doce meses no puede ser tan bueno, tan estupendo, tan perfecto como han sido los anteriores. Lo van a ser. Porque lo que ha hecho tu año perfecto no ha sido estudiar en USA, ni estar un año fuera de casa, ni toda la gente que has conocido, ni apuntarte a coro, a teatro y aprender a pescar, ni nuestro viaje. 

Has sido tú.

Siempre has sido tú. No conozco a nadie que ponga más ahínco en ser feliz, en encontrar cada día, cada semana, algo que le haga ilusión, que le interese, que le apetezca, un propósito, una intención.  Puede ser cualquier cosa, desde lo más grande a lo más pequeño, pero lo buscas, lo encuentras, lo disfrutas y brillas. Tus días nunca son iguales y estar contigo mientras los recorres es siempre una sorpresa.

Felices diecisiete, princesa pequeña. Van a ser espectaculares. Sigue brillando.

«Mamá, ha sido un poco cursi. Pero bien»

martes, 16 de agosto de 2022

Lecturas encadenadas. Junio

Hace tanto tiempo que no escribo esta sección que no sé si me va a salir bien. Desde junio me ha atropellado tanto la vida que no he tenido tiempo  de escribir sobre mis lecturas ni aquí ni en mis cuadernos. Ahora que las vacaciones terminan, el trabajo me tiene atrapada y solo quiero recuperar una rutina que me permita saber que tendré oasis de paz y tranquilidad, he conseguido anotar mis lecturas, lo que recordaba, en mis cuadernos y voy a intentar poner al día esta sección. Vamos con junio. 

Empecé el mes con un ensayo que llevaba mil años en mi lista de lecturas pendientes y que compré cuando lo encontré en la Feria del Libro Antiguo, Cuarenta y un intentos fallidos. Ensayos sobre escritores y artistas de Janet Malcom.  A Janet Malcom llegué hace muchos años por recomendación de mi amiga Bárbara Ayuso que me dijo: Moli, tienes que leer El periodista y el asesino y le hice caso porque Bárbara tiene mucho criterio y, además, me conoce bien. 

Cuarenta y un intentos fallidos es una colección de artículos, la mayoría publicados en el New Yorker, en el estilo del New Yorker y esto, si no conoces la revista y su tono, es posible que te sorprenda, que te llame la atención. Las primeras cincuenta páginas están dedicadas a David Salle que seguro que, en su día, a Janet Malcom le pareció lo suficientemente interesante como para dedicar cuarenta y una aproximaciones (de ahí el título del libro) a su personaje, a su perfil... ahora, en 2022, no lo es ni de lejos. Cuando vas por el intento catorce David Salle hace bola y te interesa entre muy poco y nada. Del resto de ensayos los que más me gustaron fueron los dedicados a todo el círculo de Bloomsbury como familia, como colectivo que ocupaba un espacio físico, una convivencia, una rutina. El ensayo titulado Una casa propia es estupendo y (que me perdonen los fans de Virginia) mucho más interesante que Una habitación propia. Hay también ensayos sobre varios fotógrafos: Struth y sus vistas de ciudades, de Detroit especialmente, Julia Margaret Cameron y también Edward Weston y su historia con la también fotógrafa Charis Wilson y este fotón. ¿Recomiendo este libro? Pues a ver, tiene cosas buenas pero para empezar con Malcom mejor El periodista y el asesino. 

Buena suerte de Nicholas Butler. Me fui un fin de semana a la playa y llevé la novela perfecta. ¿Es buenísima? No. Pero es entretenida. Es una de esas novelas americanas en las que pasan muchísimas cosas, no ofende y te tiene enganchada a sus páginas. Me juego las dos manos a que acabará siendo una película. Si todavía estáis de vacaciones, es una lectura perfecta. 

Ana no de Agustín Gómez Arcos fue uno de los muchos libros que compré en la Fería del Libro siguiendo las recomendaciones de @sra_bibliotecaria. Agustín Gómez Arcos es un autor muy reconocido y valorado en Francia donde sus novelas se enseñan en los programas educativos de los liceos. Aquí tuvo que exiliarse por la dictadura y yo no sabía quién era, jamás había oído hablar de él. 

Ana no es una novela tristísima, al nivel de tristeza de La lluvia amarilla y las dos tienen algo en común, son el retrato del fin de una época encarnado ese fin en una persona porque siempre que algo termina hay alguien que es el último, y ese alguien muere en una soledad insoportable. Ana no es tan triste que tenía que para de leer porque no podía soportar la terrible desesperanza que retrata Gómez Arcos y que, una vez más, me recordó a las sensaciones que tuve leyendo La lluvia amarilla. Dos viejos, porque son viejos, no son ancianos ni personas mayores, son viejos y se sienten así, que tenían unas vidas más o menos rutinarias, exactamente iguales a las que tuvieron sus padres y sus abuelos y sus bisabuelos que ven como, sin saber muy bien porqué, esas vidas, las suyas, son las últimas que serán tal y como ellos las han conocido. Los dos viven sabiendo que cuando ellos mueran no quedará nada. Cuando yo era pequeña recuerdo haber pensado que cuando yo me murierara se acabaría todo para siempre y como me tuve que sentar porque me entró vértigo existencial. Ahora si lo pensara podría aferrarme a que quedarán mis hijas y sus descendientes, si es que los tienen. En el caso de Ana Pancha, la protagonista de la novela, sus padres, sus hermanos, su marido, sus hijos han muerto, todos arrancados de su lado por la guerra. La novela acompaña a Ana en el camino a buscar a su único hijo vivo que está encarcelado en el Norte, siendo el Norte un territorio ignoto, lejano y sin definir al que Ana se encamina en busca de lo único que puede dar sentido a lo que le queda de existencia. Es la búsqueda del Santo Grial, de la única esperanza. El viaje es de una desolación infinita. Camina y camina y camina con la determinación de la desesperación. Durante ese peregrinaje se va desprendiendo de lo poco que quedaba de la mujer que era y se va encontrando con distintos personajes, una perra, un poeta ciego, los ricos, los fachas, un circo. Los recuerdos de su vida feliz que Gómez Arcos intercala durante el peregrinaje son casi inaguantables enfrentados a la crueldad de su soledad, de su pérdida. 

Ana no podría ser eso que se llama ahora una distopía, podría ser algo así como La carretera de Cormac McCarthy pero con una carga de realismo casi insoportable. Es el apocalipsis, la completa destrucción de la vida de una persona y todo aquello que le daba sentido, es una agonía de desolación que no permite al lector pensar "bueno, es ciencia ficción". Ana no no te deja escapar. Es la vida. O la no vida cuando te la arrancan. Leyéndolo pensaba también en Ucrania, en lo fácil que es dejar de tener tu vida, esa que crees que durará siempre. 

Es una novela maravillosa escrita con una prosa preciosa, llena de imágenes y de texturas, hueles el camino, sientes el frío o el calor, percibes la lluvia y como cae la luz al final del día. Es una preciosidad pero muy muy triste. Aviso. 

«Una sombra que pasaba sin dejar tras ella rastro ni presencia. Como si no pasara nadie. Vida anónima, más inexistente que una vida que ya no es»

Carcoma de Layla Martínez me lo recomendó alguien pero no recuerdo quién, y también lo compré en la Feria del Libro. Lo leí en tres ratos porque es una novelita corta que lo mejor que tiene es como la autora ha conseguido mezclar los ingredientes de muchos otros libros para destilar algo bastante correcto.  Es un poco de Nuestra parte de la noche de Marian Enriquez, otro poco de Otra vuelta de tuerca de Henry James con unas gotitas de Siempre hemos vivido en el castillo de Shirley Jackson y unas briznas de Panza de burro. 

Es una historia de mujeres sin nombre que se defienden de los hombres, de las habladurías, de los odios, a través del rencor y la venganza ejercida hacia fuera y también hacia sí mismas y entre ellas. Es una historia de maldad amarga, pegajosa, antigua e irracional de la que es imposible escapar porque se convierte en una droga, en una adicción. Además la autora transmite en su prosa una rabia que te hace sospechar que quizá ella también ha caído en las redes de ese maldad, en ese placer frío que da ejercer el mal sin que te importen las consecuencias, la sobredosis. Que toda esa rabia surga de un odio visceral a los hombres que son, según la novela, por naturaleza malvadísimos resulta a veces un poquito vergonzante, pero al Cesar lo que es del Cesar, y el tono está bien logrado.

«En esta casa los muertos viven demasiado tiempo y los vivos demasiado poco. Los que estamos entre medias, como nosotros, no hacemos ni una cosa ni otra. La casa no nos deja morir pero tampoco vivir fuera de ella.»  

Muy Shirley Jackson. ¿La recomiendo? Sí, no está mal.  A lo mejor acaba de serie de Netflix. 

Y con esto y una brisa de verano por fin algo fresca hasta los encadenados de julio que caeran en breve.