lunes, 8 de agosto de 2022

Washington road trip: despedirse poco a poco

Con la cercanía del final del viaje volvió mi insomnio. Tras el fuego de campamento, los marshmallows y dormirme en esa oscuridad total, me desperté a las tres y media de la mañana pensando en tonterías que por la noche parecen problemas insalvables y durante el día solo son el mobiliario de mi rutina. Pensé en que teníamos que rellenar el formulario del gobierno para volver a España, en unas pruebas médicas de Clara, en que tengo casi 50 años  y sigo viviendo en Madrid, en que últimamente estoy muy susceptible…vueltas y más vueltas en un duermevela absurdo. Pensé también que al amanecer comenzaría el día de las primeras despedidas. A las ocho y media de la mañana me levanté y salí fuera a leer. Hacia más fresco que la mañana anterior, el cielo estaba cubierto por jirones de nubes que lo atravesaban y todo parecía indicar que el fin de algo comenzaba  porque muchos de nuestros vecinos de campamento estaban también de recogida. Enseguida se levantaron los demás, Colton y Santi machacados de sueño porque habían dormido fatal y las niñas y Juan frescos como lechugas porque son como perros, duermen en cualquier sitio. Otra vez la rutina del desayuno a lo grande y al terminar, zafarrancho de recogida con Juan teniendo que ayudar a los chavales a doblar la tienda porque eran incapaces. 


La primera despedida fue a la naturaleza salvaje que nos había rodeado durante todo el viaje. Esta había sido nuestra última noche en un parque natural, nuestra última noche en la oscuridad completa, con baños compartidos y los árboles vigilando nuestro sueño. 


Nuestro plan era que Colton y Santi se fueran a casa  a dormir. Nosotros llegaríamos por la tarde a casa de Santi, donde Clara había pasado el año, para recoger todas sus cosas y dormir en Puyallup en el camping de caravanas del pueblo para al día siguiente salir temprano hacia Seattle. «Ana, yo me tengo que ir ya que tengo que llegar pronto para limpiar antes de que lleguéis» me dijo Santi todo apurado. La segunda despedida fue a Colton al que ya no íbamos a ver más. 


Cuando ellos se marcharon, recogimos todo y salimos e con la intención de visitar unas construcciones de los años 20 que se levantaron cuando comenzó la vida del parque. Nuestro gozo en un pozo porque la carretera estaba cortada y el desvío provisional añadía 100 km a nuestro recorrido  así que tuvimos que desechar ese plan. Tomamos entonces la carretera en dirección a Seattle y, de camino, pasamos por el lago Tipsoo. El paseo en el lago fue muy corto porque había muchísima nieve. Pasamos más tiempo observando, como si fuéramos jubilados, a un “mil hombres” que había llegado al aparcamiento con metro y medio de nieve y había decidido que su jeep podía pasar por ahí. Su jeep no podía y estaba atascadísimo en la nieve con su sombrero de cowboy y su palito ridícula mientras su amigo y nosotros le observábamos divertidos. Previamente a la palita ridícula habían intentando sacar el coche marcha atrás con un cincha pero no funcionó. ¿Qué necesidad tenía de meter el coche en metro y medio de nieve? Ninguna pero un “mil hombres” no se construye con pensamientos inteligentes, se construye con mil bravuconadas ridículas. En un momento dado llegaron los Rangers del parque a ver si tenía algún problema, cuando comprobaron que era solo una cuestión de “por mis huevos meto el coche ahí”, se marcharon tranquilamente. 


El resto de la mañana transcurrió tranquilamente de camino a Puyallup. Otra vez largas carreteras flanqueadas por grandes árboles y la cumbre imponente del Mount Rainier vigilándonos todo el camino (Es visible a 87 km de distancia, desde Puyallup y desde Seattle). El viaje fue bien porque en algún momento volvimos a la civilización, pudimos tener wifi y conectar con el mundo real para hacer alguna de las gestiones que me habían quitado el sueño por la noche. Llegando a Puyallup Juan, que iba conduciendo, se desesperó un poco, cosa muy rara en él porque es el hombre al que nada perturba, porque le tocaban todos los semáforos en otra de esas rectas infinitas. 


A las cuatro o así llegamos a casa de la familia Stonack. Santi nos recibió como un personaje de película, recién salido de la ducha, como si hubiera guardado la bayeta en el cajón dos segundos antes de que entráramos por la puerta. «No he parado de limpiar desde que he llegado. Me ha dado tiempo justo». El barrio de los Stonack es un vecindario muy agradable, como los que ves en las pelis pero con árboles gigante. Ellos viven un cul de sac, con casas unifamiliares bastante grandes rodeadas de jardines sin vallar. Todo está cuidado y limpio y a las cuatro de la tarde, un día de mediados de julio, no se oía nada ni se veía a nadie en los jardines. Santi nos recibió, nos enseñó la casa y mientras Clara recogía sus cosas, los demás nos dimos una ducha. Inciso equipaje Clara.- Clara se había llevado de España una maleta que pesó 28 kilos, una de cabina y una mochila. En febrero ya empezó a avisarme de que cuando fuéramos a buscarla lleváramos maletas grandes vacías para que pudiera traerse todas sus cosas. Juan, María y yo, viajamos con tres malitas de cabina y tres maletas grandes vacías. A la vuelta, tres de esas maletas grandes iban petadas de cosas de Clara incluido un oso de peluche gigante que me temo va a estar dando vueltas por nuestra casa de Madrid durante años.- Fin del inciso de equipaje de Clara. 


La tercera despedida del día era para Clara. Fue un momento sensible. Después de un año en esa casa, en ese cuarto, siendo muy feliz, era duro recoger todo y pensar que iba a dejar de ser su cuarto, que su vida en Puyallup, por ahora, terminaba, que ese día sí que sí, diría adiós al año maravilloso. Por la mañana yo le había preguntado si creía que se iba a sentir rara en nuestra casa de Madrid y me había dicho: «supongo que sí». Mentiría si dijera que no me daba un poco de temor la adaptación pero ahora que ya ha pasado casi un mes desde que volvimos puedo decir que todo ha ido bien y que ella, y nosotros, nos hemos adaptado perfectamente a su vuelta. Ella está en casa. 


Santi nos llamó aparte y nos dijo que le había montado una fiesta sorpresa de despedida con sus amigos así que nosotros tres nos marchamos con la excusa de que volveríamos luego a buscarla cuando terminara de recoger todo. Nuestro camping de ese día era un parking de caravanas enfrente del terreno donde se celebra la feria en Puyallup. Un parking de caravanas en USA no es, como aquí, un terreno asfaltado a plena solana sin ningún servicio. Allí, cuando vas a uno de esos espacios reservados, siempre son en parcelas con mucho verde, árboles y toma de agua, electricidad y toma para vaciar las aguas grises. En este, entramos tan contentos dispuestos a ocupar cualquiera de las plazas libres, tal y como nos habían indicado por mail , cuando nos paramos paralizados por los gritos que la host del camping nos estaba dando. 


—¿Dónde creéis que vais?

—Hemos reservado.- contestó Juan.

—Nombre.

—Pérez

—No tengo ningún Pérez. 

—Pues yo tengo aquí la reserva. 

—Ah. Aquí pone Juan. Nada de Perez.  Si no me lo decís bien no podemos entendernos. 


Yo iba sentada atrás y opté por no intervenir. Juan desplegó su técnica de ser “encantador con los desconocidos” que consiste en sonreír muchísimo y mantener la calma. Normalmente le funciona y esta vez tampoco falló. Mágicamente desarmó a  la sargento de hierro que con un pañuelo atado al cuello y una gorra roja calada hasta los ojos que no había protegido sus hombros de quemarse, se apaciguó y pasó a preguntarnos de donde éramos. Cuando Juan con su sonrisa especial para desconocidos le dijo que de España, ella se lanzó a contarnos que en España no había estado pero que había estado en Alemania con el ejército y le había encantado aunque luego, claro, tuvo que irse al desierto a una operación y le pegaron un tiro pero que esa era otra historia. Pasó después a explicarnos todos los detalles de nuestra plaza de acampada y a ofrecernos  su ayuda para cualquier duda que tuviéramos. Nos invitó a acariciar a uno de los veinticuatro gatitos que apadrina (NI DE COÑA, CLARO) y nos dio indicaciones para que pudiéramos ir andando a un restaurante a cenar. ¡Andando! En quince días no habíamos podido ir andando a ningún sitio…ir a cenar caminando, dando un paseo, nos sonó a planazo. Nos pusimos a recoger la caravana lo más posible y a limpiarla para dejarla lista para el día siguiente y cuando ya lo teníamos todo listo salimos en busca de un restaurante italiano recomendado que tenía comida sin gluten. 


Fue un paseo agradable, justo en el momento de la puesta de sol. Atravesamos distintos vecindarios en los que el nivel social de la gente se percibe en los jardines, en cómo están cuidados. Eso sí, una noche esplendorosa de julio y ni un alma ni en las calles ni en los jardines. Después de quince minutos llegamos al centro de Puyallup. Al restaurante que queríamos ir no nos dejaron entrar porque María no tenia 21 años. Inciso.- en USA no se puede comprar alcohol con menos de 21 años, medida que me parece estupenda pero no entiendo que no te dejen entrar en un bar o restaurante cuando eres menor si vas a acompañado de un adulto. Pierden clientela y negocio.- Fin del inciso. Acabamos cenando en el Trackside Pizza que como su propio nombre indica está pegado a las vías del Amtrack que lleva a Seattle y que, después, escuchamos durante toda la noche desde la caravana con ese sonido tan característico que conocemos de mil películas. 


«Mamá, ¡me han hecho una fiesta! ¿Me puedo quedar a dormir con mis amigas?» recibí este mensaje justo cuando nos sentábamos a cenar. Otra despedida, la última noche de Clara con sus amigos.  Cenamos un par de pizzas bastante ricas y volvimos andando cruzamos la plaza principal del pueblo, la biblioteca y varias tiendas de antigüedades. Como decimos nosotros, “bomba de neutrones” en Puyallup, ni un alma. 


Llegamos a la caravana. Salió la luna. Una luna llena y enorme fue subiendo desde la linea del horizonte. Otra despedida más, nuestra última noche en la caravana. 


Mañana más. Mañana el final. 

sábado, 6 de agosto de 2022

Washington road trip: en Mount Rainier pensando en los nunca mas y asando marshmallows


A las ocho de la mañana tras una reparadora noche de sueño arrullada por el Ohanapecos me desperté fresca como una lechuga. Salté por encima de Juan, cogí mi libro y mis sandalias y salí fuera para ver la mañana desplegarse mientras leía a la orilla del río. Como amaneció un día de cielo increíblemente  azul y sol radiante no había prisa por aprovecharlo, teníamos día de sobra así que me relajé y estuve leyendo hasta que terminé las aventuras de Bruce Chatwin. A las nueve empecé a escuchar ruidos en la tienda de Santi y Colton que aparecieron enfurruñados, encogidos y con ojeras. «¿Qué tal habéis dormido, chicos?» «La peor noche de mi vida. Me pegaba al colchón que hinchamos ayer, Colton me robaba el edredón y, además, el colchón se ha desinflado y hemos acabado en el suelo» me contestó Santi. «Todavía puede ser peor, os queda otra noche igual». 


Nos sentamos a desayunar lo seis y yo me sentía como la madre de las películas del oeste.  Todos sentados con su leche y sus cereales y yo en la caravana, con los fogones como un circo de tres pistas, con el hervidor, una sartén para tostar los bagles y otra para hacer huevos revueltos. Conseguí sentarme a desayunar antes de que se me enfriara el té y discutí con Juan porque se había servido cereales como si él fuera el único. «Ana y Juan se han enfadado pero no pasa nada, son amigos» le explicó Santi a Colton cuando nos enfrascamos en la discusión. 


Lo bueno de los campings sin ducha es que los preparativos para salir por la mañana son mucho más rápidos: vestirse, un lavadito de dientes y arreando. Nos metimos los seis en la caravana y nos dirigimos a Sunrise Visitor Center, el punto más alto del Parque National al que se puede llegar en coche. Ese día yo también conducía y la verdad es que se notaba el peso añadido de Santi y Colton que son tíos más bien grandes tirando a enormes. El día, como ya he comentado, estaba totalmente despejado, con el cielo sin una nube y el aire tan limpio y cristalino que casi parecía que podíamos oírlo crujir alrededor de las copas de los pinos y los abedules. La carretera que atraviesa este parque transcurre por valles más abiertos que en los otros dos parques en los que habíamos estado (North Cascades y Olympic National Park) y eso nos permitía, de vez en cuando, en alguna curva, ver el paisaje más allá de las montañas, y en algún punto en concreto  la cumbre de Mont Rainier a 4.400 metros de altura, imponente y cargada de nieve. Poco antes de llegar a destino, la carretera hace un giro de 180 grados con un mirador desde el que, ese día tan despejado, pudimos admirar una panorámica impresionante. Hacia el sur refulgía la cumbre de Mount Adams, hacía el norte las del Glacier Peek y Mount Baker y al oeste Mont Rainier. No sé si he dicho que desde Canadá hasta California corre la cordillera de las Cascadas que cuenta con más de veinticinco volcanes… en el estado de Washigton hay varios y desde ese mirador casi podíamos verlos todos. En ese mirador, además, nos hicimos una foto todos juntos colocados por alturas y parecíamos los Dalton. «Lovely family» comentó el amable señor que nos hizo las fotos. Si él supiera la pandilla que somos. 


Cuando finalmente llegamos al centro de visitantes, aparcamos, cogimos un poco de alpiste y comenzamos un sendero circular de unos cinco kilómetros con unas vistas maravillosas. La carretera al Sunrise Visitor Center había abierto cinco días antes, el 7 de julio y, normalmente se cierra entre finales de septiembre y julio por las condiciones meteorológicas.  No me puedo imaginar lo que tiene que ser en diciembre.  El Parque nacional de Mont Rainier es el quinto de USA y el Rainier es el volcán más alto del país, además del pico glaciar con más hielo. Tiene siete glaciares con profundidades de hielo de más de doscientos metros. Todos estos datos no te preparan para la sensación que te transmite el volcán cuando llegas a él. Es una montaña majestuosa, un volcán cubierto de nieve de un blanco impoluto que te hipnotiza cuando lo miras porque cambia constante por la luz, por las sombras, por la distancia a la que estés. Más de diez mil personas intentan, cada año, llegar a su cumbre pero más de la mitad no lo consigue por el tiempo, porque se agotan antes de coronar o porque sufren mal de altura. 



El sendero circular tenía en algunos puntos más de dos metros de nieve y no íbamos preparados. Juan, María, Colton y yo íbamos bien, Santi y Clara, como buenos mejores amigos unidos por sus amores y sus odios, iban más atrás renegando pero aguantaron como campeones. El sendero era fácil, muy llano y con unas vistas de la cumbre con el sol reflejándose en la nieve sencillamente impresionantes. Podíamos ver perfectamente Emmons Glacier que es el más profundo de los siete glaciares. A pesar de esopor el calentamiento global el glaciar ha ido perdiendo hielo y retirándose y eso también lo pudimos apreciar. A mitad de la senda, en White River Campground junto a una antigua cabaña de madera nos sentamos a comer un poco de alpiste, salami picante y picos. La conversación, durante ese breve descanso, giró en torno a la comida en los distintos países que habíamos visitado cada uno. Yo voté Inglaterra como el peor. Hablamos también de croquetas, gazpacho, melón con jamón y ostras que resultó ser la comida favorita de Colton «antes de probar las aceitunas que me disteis ayer». Volvimos al sendero y vimos muchísimas ardillas chiquititas y muchas flores alpinas diminutas. Al contrario que en España los senderos en los parques nacionales americanos están marcados y está prohibido salirse de ellos para así proteger la fauna y la flora. En unos paneles que vimos luego en el Centro de visitantes explicaban que la pisada de un adulto puede acabar con treinta o cuarenta plantas y la de un niño con diecisiete. Nos parecieron unos números tan ajustados que tenían que ser reales. 


Durante un tramo de la ruta, Juan y María se adelantaron e iban unos metros por delante de mí. Colton me seguía y Clara y Santi iban muy detrás parándose cada poco para discutir uno de sus temas absurdos o hacer fotos. En mi caminar solitario pensé que éramos una pandilla peculiar, perfectamente ajustada y afín a pesar de todo. Siempre que veo a Juan con mis hijas, charlando de mil y un temas, pienso en la suerte que tienen los tres. El nexo que les une soy yo, claro, pero podía haber salido mal. Podían no gustarse, podían solamente tolerarse y, sin embargo, no es así. Ellas no confían en él porque sea mi mejor amigo, ellas confían en él porque es su amigo. Y para Juan mis hijas no son “las hijas de Ana” son sus amigas. Tienen conversaciones en la que no solo ellas aprenden de Juan, él aprende de ellas, tienen bromas compartidas (casi siempre a mi costa) y una confianza mutua que solo se tiene con los amigos propios. Resulta difícil de explicar pero muy fácil de ver si lo tienes delante. Su vínculo empezó por mí pero, ahora mismo, ha trascendido mucho más allá de mi presencia y eso es maravilloso aunque, muchas veces, suponga que los tres se alíen contra mí.
 
Al terminar la ruta, nos acercamos al Sunrise Day Lodge, un edificio de madera muy chulo construido en 1931 con la idea de ser parte de un hotel que nunca se construyó. Ahora alberga la tienda de regalos, una pequeña cafetería y un puesto de guardabosques. Al lado hay otras dependencias donde se puede ver una pequeña explicación sobre la historia del parque, la geología del volcán y hay también un listado con los empleados que han muerto en el parque nacional. Ahora mismo recuerdo a dos jóvenes que murieron en el rescate del mismo alpinista y una guardabosques tiroteada desde un coche. No se puede dormir en Sunrise, no hay hoteles y tampoco se puede acampar ni aunque vayas en caravana o en furgoneta. En este parque, como en todo USA, solo se puede acampar en sitios asignados o en el aparcamiento de un Walmart. (Tengo un amigo que de joven estuvo de empleado en el Sunrise durante toda la temporada de verano. Le mandé fotos y me mandó un audio: «una de las mejores épocas de mi vida. Mucho trabajo, mucho turista pero también grandes borracheras y mucha marihuana». Mi amigo es un campeón del disfrute. Lo ha sido siempre cuando estuvo en Mont Rainier con veinticinco años y ahora, con cincuenta viviendo en la otra punta del mundo)


Después de cuatro horas pululando por allí emprendimos la bajada con ese cansancio que da la alta montaña. Conducía Juan mientras yo leía el Tahane News (Summer-Full Visitor Center 2022) un periódico con noticas del parque y sugerencias e indicaciones la mar de entretenido. Al llegar al campamento hubo desbandada. Juan se fue a dormir la siesta a la caravana, Clara se puso a escribir su diario, María a hacer solitarios y Colton, Santi y yo nos fuimos al río a leer.  A media tarde, los chavales recogieron sus bártulos de la orilla, se acercaron a comprar leña para la fogata que queríamos hacer por la noche y, después y contra todo pronóstico, decidieron marcharse a hacer la ruta a las Silver Falls que Juan y yo habíamos hecho el día anterior. Los adultos aprovechamos para estar tranquilos en el campamento. Este camping, como todos los de los parques, era precioso pero era también en el que habíamos encontrado más gente. A pesar de eso el silencio era total, nadie gritaba, nadie ponía música, nadie molestaba a los demás. No había, ni este ni en ningún otro, ni un papel en el suelo, ni un desperdicio fuera de sitio y los baños, vateres y lavabos, se compartían sin problema entre un montón de desconocidos que los dejaban en perfecto uso para los siguientes. Con todo, para mí lo mejor de estos campings fue que no hubiera cobertura de ningún tipo. Es maravilloso poder desconectar de todo y al mismo tiempo es aterrador ver lo adictos que somos al móvil. Nos creamos falsas necesidades y urgencias. MIs hijas y los chavales se habían ido de ruta, si hubiera tenido cobertura seguro que les hubiera mandado mensajes para saber cómo iban. «Es para ver si están bien» me hubiera dicho a mí misma. No hay necesidad. No pasa nada. Ya volverán. Sin cobertura de ninguna clase se vuelve a aprender a esperar.  Estar desconectado nos permitió abandonar los móviles,  levantar la mirada y contemplar y admirar un paisaje que probablemente no volvamos a ver jamás. La sensación de “nunca más voy a volver aquí” es algo que también me asaltó mucho ese día. ¿Puede que vuelva a Mont Rainier alguna vez en mi vida? pensé. La posibilidad existe, claro que sí pero es remota. Tengo la edad que tengo y la ventana de oportunidad se va cerrando. Se lo comenté a mis hijas y me dijeron: «no seas dramas». No es ser dramas, es realismo. ¿Van a volver ellas? Pues sus posibilidades son mucho mayores porque tienen, ojalá, muchísimo más tiempo que yo a su disposición. Reconozco que me dio un poco de vértigo pensar que nunca más volvería a la orilla del Ohanapecos pero lo ahuyenté pensando que a lo mejor Clara acaba viviendo en Washington y tengo nietos americanos a los que llevar allí. «Mamá, a mí no me metas en tus movidas»


Cuando los chavales volvieron del paseo yo ya llevaba un rato jugando a la perfecta madre de serie americana y tenía una gran cena en marcha sabiendo que vendrían hambrientos. Había preparado mucho aperitivo, garbanzos salteados con verduras y huevo duro y teníamos el fuego preparado casi listo para hacer perritos calientes de los que se encargaron Santi y Colton. Santi había traído, además, una salsa de marshmallows para los perritos, una guarrada infecta que solo Colton fue capaz de comerse. Todos convinimos que Colton era capaz de comerse cualquier cosa, si le hubiéramos dado coliflor con membrillo bañado en guacamole también lo hubiera devorado.


De postre y ya sentados en torno al fuego hicimos marshmallows tostados con las galletitas típicas, el chocolate fundido y fresas. Yo no las tenía todas conmigo con el invento pero estaba buenísimo. La conversación giró en torno a muchos temas. Hablamos de religión y de si hay algo después de esta vida (todos menos yo creían que sí), del sueldo mínimo en cada país (en Usa es el doble que en España), del precio de las cosas y de las armas, claro. En Washigton es legar tener armas y llevarlas por la calle, el año pasado un chaval que ambos, Santi y Colton, conocían de su equipo de fútbol americano mató a otro chaval por un tema de una novia. Alegó que fue en defensa propia pero fue condenado a cadena perpetua porque se demostró que le había pegado cuatro tiros por la espalda. Nosotros cuatro nos horrorizamos y les comentamos que para nosotros, para los europeos en general, usar armas en la vida diaria para defenderse es algo impensable, casi marciano. Por supuesto salió el tema de los tiroteos masivos. Santi nos preguntó «¿Cómo lo solucionaríais?» «Es fácil, muy sencillo. En el resto del mundo no hay tiroteos masivos porque no se pueden comprar armas. Hay que prohibir las armas y su compra tiene que estar reguladísima» «¿y tú, Colton? ¿Cómo los evitarías?» Preguntó a su amigo.  «A mí que me preguntas, solo tengo diecisiete años, no lo sé» Colton me recordaba a Fezzick, el gigante de La Princesa Prometida, con su inocencia y su sorpresa por todo lo que le íbamos descubriendo. 


Cuando la leña que habíamos comprado se consumió por completo y nos devoró la negrura de la noche nos fuimos a acostar. Juan se aseguró tres veces de que el fuego se había apagado, los chavales se marcharon a dar un último paseo  y yo me acosté a leer Rules for a Knight de Ethan Hawke que había comprado en Powell´s solo dos días antes en lo que sin embargo parecía ya otra vida. 


Mañana más. 

jueves, 4 de agosto de 2022

Washington road trip: no sabemos nada de los demás. Reflexiones en el Ohanapecosh

El lunes 11 de julio me desperté pensando que el final del viaje ya nos estaba acechando, que el día en el que habría que volver a casa estaba a la vuelta de la esquina. «Ese es un problema de Ana del viernes. Ana del lunes está todavía de viaje y disfrutando».

El plan para el día consistía en llegar al camping en el que íbamos a pasar dos noches. Queríamos llegar allí hacia las dos y media para instalarnos y pasar la tarde relajados y tranquilos. «Ana, hoy algo tranquilo. A lo loco, a lo mejor hasta podemos echarnos la siesta» me dijo Juan. Con esa idea salimos, con calma, del camping y enfilamos carretera. Paramos un momento a hacer, de nuevo, algo de compra para las dos noches: patatas, agua, fresas y marshmallows, con sus galletitas y su chocolate para nuestra hoguera nocturna. Claramente una compra de adultos saludables. Tras dos horas y media de carretera bajo un cielo azul radiante y bastante calor llegamos al Ohanapecos Visitor Center dentro del parque natural de Mont Rainier. Otro camping del estado, en medio de un bosque maravilloso y pegado a la ribera del Ohanpecosh. Allí habíamos quedado con Santi, el hermano americano de Clara, y su mejor amigo, Colton que se suponía que iban a llegar antes que nosotros. Por supuesto, no estaban. 

Nos instalamos, preparamos unos sandwiches y nos sentamos a comer en la mesa de picnic de nuestra parcela de acampada. Era una mesa enorme, como para gigantes y las niñas y yo nos sentíamos un poco Ricitos de Oro. Santi y Colton aparecieron justo cuando estábamos terminando. Se habían perdido.

Juan y yo, tras saludar y recibirlos, decidimos que lo mejor que podíamos hacer era marcharnos a la orilla del río con nuestras sillas, nuestros libros y nuestras toallas para relajarnos y dejar a la chavalería montando la tienda en la que iban a dormir Santi y Colton aunque teníamos serias dudas de que fueran capaces. Las tres horas siguientes fueron la tarde más tranquila del viaje. Pasé un buen rato con los pies en remojo en el río, mi intención primera era bañarme pero el agua estaba demasiado fría para sumergirme más allá de las rodillas. Cuando más o menos me había acostumbrado a no sentir las piernas, aparecio una familia. Él era blanco de unos sesenta o sesenta y cinco años, su mujer era asiática, más o menos de la misma edad, y con ellos venía su hijo de unos veinticinco y otras dos mujeres, también asiáticas, que parecían amigas o familiares de la madre. Por como hablaban de esa pequeña playa del río me quedó claro que conocían este lugar, que ya habían pasado más veranos aquí. Una de las mujeres intentaba meterse en el río mientras gritaba como si la estuvieran asesinando «me va a dar un infarto. Creo que no me late el corazón de lo fría que está el agua». Por lo que gritaba casi parecía española. La madre le decía a sus amigas/familiares: «ahora no os metéis pero veréis mañana por la tarde cuando estéis sucias y pegajosas de sudor, os meteréis e incluso nadaréis». Mientras les escuchaba charlar pensaba si también nosotros, al día siguiente, correríamos alegremente a bañarnos en ese agua congelada que viene directamente de los glaciares de Mont Rainier. También me preguntaba qué pensarían de mi. Una señora de pelo blanco, leyendo un libro en español, sentada a la orilla del río con los pies en remojo. ¿Qué pensarían? ¿Qué elucubrarían sobre mi vida? ¿Qué hacía yo allí? ¿Era mi primera vez? ¿Estaba sola? ¿Era peligrosa o daba pena? Cuando juego a adivinar la vida de otras personas, de desconocidos con los que me cruzo, siempre pienso que para ellos mi vida es obvia, que seguro que acertarían a la primera porque no tengo un aspecto misterioso ni emocionante. En un momento dado, una de las amigas, la que chillaba mas, le dijo a las demas: «y mírala, ahí sentada leyendo, tan valiente, con las piernas en el agua como si nada» a lo que respondí levantando la vista del libro «después de un rato con los pies en remojo te acostumbras a no sentirlos, es una sensación curiosa». 

Cuando la familia se marchó seguí leyendo a Bruce Chatwin. Leí historias sobre Rusia, sobre China, sobre rodajes de películas con Herzog, sobre gente que colecciona arte y sobre la vida nómada. Pensé, sentada en aquella orilla, en lo enorme que es el mundo, en cuantas realidades distintas contiene y en lo difícil que nos resulta no solo imaginarlas sino pensar siquiera que existen desde la pequeñez de nuestras vidas diarias en las que solo vemos lo que conocemos y lo que elegimos ver. La vida nómada ¿qué se yo sobre ese estilo de vida? Nada. ¿Es mejor o peor que el mío? No lo sé, no puedo saberlo ni juzgarlo porque estoy a años luz de poder ni siquiera considerar esa realidad. Sentada a 9000 km de mi casa, de Madrid, pensé en que insignificantes son los problemas que me atosigan en Madrid en cuanto me alejo de ellos. De repente, la expresión «coger distancia» cobró todo el sentido. No se trata de ver las cosas con distancia, como si no fueran contigo, como si no te afectaran. Su verdadero sentido es verlas a distancia, alejarse físicamente lo suficiente como para ver lo poco importantes que son. Y qué pasarán. En estas cuestiones estaba sumida cuando el sol se ocultó detrás de las montañas y la tarde de lectura se terminó. La chavalería se había marchado a algún sitio así que Juan y yo decidimos ir a hacer una rutilla cercana al camping. Como en 50 kilómetros a la redonda no hay ningún tipo de cobertura, recurrimos a los métodos tradicionales y les dejamos una nota: NOS HEMOS IDO DE PASEO. VOLVEREMOS (O NO) 

La ruta salía del mismo camping y serpenteaba por el bosque hasta llegar, como primer hito, a unas fuentes termales que, sinceramente, fueron bastante decepcionantes y muy repugnantes. Unas fuentes termales que si no te dicen que lo son, te crees que son charcos de barro estancado. «Con razón en la guía decían que no te podías bañar» comentó Juan. Tras esta decepción seguimos adelante por el bosque. Voy a repetirme pero los árboles eran gigantescos, habíamos leído que tenían entre 200 y 500 años y, desde luego, parecían viejos. El bosque, además, se mantiene en un estado casi salvaje. Con esto quiero decir que cuando un árbol cae por un rayo, por un corrimiento de tierras o porque sus raíces quedan expuestas y pierde estabilidad, allí dónde cae, se queda. No importa si en su caída arrastra tres, cuatro o cinco más y se queda atravesado en la senda. Ahí se queda. (Había una sección de la ruta que no pudimos hacer porque la crecida primaveral del río la había arrasado y que llevaba a la Grove of the Patriarchs, una zona con árboles de mil años). La siguiente parada fueron las Laughing Water Falls, unas cataratas pequeñitas pero bastante pintonas que nos prepararon para el plato fuerte de la ruta, las Silver Falls. En estas, a pesar de llevar una cantidad obscena de agua y caer con una fuerza impresionante, no había ningún cartel de meter miedo como en las Nooksack Falls. (ir al tercer día del viaje)

El río Ohanapecosh corre con muchísima fuerza y sus aguas van cambiando de color según la zona y la luz. En la Silver Falls se precipita como una masa plateada atronadora que a los pocos metros se transforma en una corriente salvaje de un intenso color azul. Una preciosidad en julio. En pleno deshielo tiene que ser un poquito intimidante. La ruta era circular y volvía por el otro lado del bosque cogiendo altura hasta elevarse bastante sobre el río. Hasta entonces habiamos ido solos durante todo el camino pero, de pronto, aparecieron delante de nosotros, una pareja de hombres enormes, gordos y con unos gemelos como mis muslos. A nuestro ritmo pronto llegamos a su altura y cuando fuimos a adelantarlos, nos oyeron llegar, se pararon y nos dejaron pasar saludándonos con una gran sonrisa. 

—No eran para nada como me los había imaginado.- dijo Juan cuando nos separamos un poco de ellos. 
—Ya. Pensé que eran mucho más viejos. 
—Y más fieros. 
—¿Serán pareja?
—Si lo son quiero ver su cama. 

Otra vez imaginar a otros y darte cuenta de lo equivocadísma que estás. No tienes ni idea de cómo son los demás. Recordé entonces una de las citas de Kevin Kelly«You see only 2% of another person, and they see only 2% of you. Attune yourselves to the hidden 98%». Solo vemos el 2% de la otra persona y eso vale para la familia del río, la pareja de la ruta o la gente que conoces. Y ellos solo ven esa minúscula parte de ti. Supongo que, entonces, hay que pensar en crear una gran impresión con ese 2% pero creo que es más fácil pensar siempre que no tienes ni idea de como es la otra persona. Quizá no sea tan fácil. Cuando llegamos al campamento la chavalaría estaba jugando a las cartas y en seguida nos hicieron saber que tenían muchísima hambre. Preparé Mac&Cheese, mucho aperitivo, cerezas de Oregón y helado.  Cenamos al fresco mientras, poco a poco, caía la noche en el bosque y solo las fogatas de nuestros vecinos daban algo de luz a nuestro alrededor. La conversación fue bastante fluida. Santi es todo un personaje y tras un rato de charla con él es inevitable entender porque Clara y él se han hecho mejores amigos, son tan parecidos, tan afines y tan complementarios que, como dijo Juan, los ves un rato juntos y dices: «pues claro». La conversación fue en inglés, (con inevitables caídas en el spanglish porque Santi es americano de padres peruanos) para que Colton pudiera participar. Colton es un gigante pelirrojo de 1,95 de altura con el pelo largo  y una barba naranja que le da aspecto de tener veinticinco años y mucha experiencia. En realidad es un chaval de diecisiete años, inocente y tranquilo. El perfecto contrapunto a Santi y su talante permanentemente en ebullición. Coltón se enamoró perdidamente de las aceitunas rellenas de anchoa de Mercadona que puse de aperitivo. «Es lo mejor que he comido en mi vida. Santi, cuando vuelvas de España tienes que traer muchísimas latas»

Santi (que llegará en unos días a España para estar con nosotros tres semanas) tenía mil quinientas preguntas. Hablamos sobre si es mejor que el colegio sea fácil, como en USA, o muy exigente como en España, de fútbol americano porque Santi y Colton se conocieron practicando ese deporte, de la percepción de los latinos en España, les explicamos para qué sirve una embajada y, después, jugamos a ¿Qué harías si esta noche te tocara muchísimo dinero en la lotería? Nosotros tenemos ese juego muy trillado porque hemos jugado mil veces y tenemos claro que haríamos. A Colton y Santi les costó entrar en el juego, les pilló de sorpresa y casi parecía que, de verdad, tenían ya el dinero y estaban abrumados por esa súbita riqueza y no sabían como aprovecharla. Cuando la oscuridad era ya total tocamos retirada y Juan y yo nos acostamos. La chavalada decidió ir a dar un paseo con un par de frontales y volvieron asustados por la densidad de la noche. «Mamá, nunca he visto una noche tan noche»Apagamos la luz de la caravana y nos dormimos con el rumor del río Ohanapecos guardando nuestro sueño. 

Mañana más. 

martes, 2 de agosto de 2022

Washington road trip: en Portland. De casas y libros

 El día en Portland comenzó con calma. Nada de prisas desayunando, ni duchándonos ni haciendo la colada que volvía a tocar. A las doce de la mañana vino a buscarnos un Uber para llevarnos directamente a nuestra primera parada: el Apple Store. ¿Por qué este ataque de consumismo nada más empezar el día? Pues porque Portland es una ciudad libre de impuestos (el sueño de algunos) y María quería comprarse un Ipad, que por lo visto es imprescindible para estudiar telecomunicaciones, y allí le salía más barato. «¿Me vas a ayudar a comprarme esto?» «Ya te he ayudado, practicamente te lo he comprado yo. Te he traído hasta aquí» «No lo había pensado así pero tienes razón». 

Tras esta gestión aburridísima porque a mi visto un Ipad, un Iphone y cualquier otro cachivache tecnológico, vistos todos (me pasa igual con los coches) empezó nuestro día de descubrimiento de la ciudad. Si me preguntáis cual fue mi primera impresión de la ciudad, mi respuesta automática es: vacía. Sábado por la mañana y en Dowtown Portland me sobran dedos de las manos para contar la gente que vimos. Nuestro plan era patear la ciudad que para los americanos es algo inconcebible, es casi como si pretendieras ir en góndola por Madrid. Tras una semana de caravana nos empeñamos en ir andando y emprendimos camino hacia Washigton Park, una colina que se eleva sobre el Downtown con diferentes jardines, zonas de bosque, increíbles mansiones y unas vistas privilegiadas de la ciudad y de la llanura que la rodea. Empezamos el paseo por el centro de Portland, una zona curiosa en la que se encuentran los primeros "rascacielos" construídos por los colonos prósperos entre los años diez y veinte del siglo pasado. No olvidar que la mayoría de los colonos llegaron a Oregon a partir de 1850, es decir, antes de ayer. Desde ahí fuimos subiendo, más bien arrastrándonos porque estábamos muy cansados y además hacía calor, en dirección a la colina. Era un paseo de 20 minutos pero se nos hizo eterno. Cruzábamos alternativamente vecindarios con casas agradables, en las que nos imaginábamos viviendo, con otras zonas que eran casi descampados y en las que ir caminando casi parecía un deporte de riesgo. Pasamos por el Providence Park, el estadio de fútbol donde juegan los Portland Timbers y las Portland Thorns y, por supuesto, nos entretuvimos en ver si había partido esa noche, entradas y en qué posición de la tabla están las Thorns porque a nosotras solo nos interesa el fúbtol femenino (y a mí poco y solo por amor a mi hija). Además, mis compañeros se hicieron una foto que me da muchísima grima. 

Cuando, por fin, llegamos al bosque de Washigton Park nuestro agotamiento mejoró algo y nos vimos
capaces de enfrentarnos al resto del día. Nos sentamos a la sombra de un gran pino a comer un poco de alpiste y, una vez repuestas las fuerzas, visitamos primero el Memorial del Holocausto (nada interesante) y después el Rose Garden. De camino a la rosaleda, Clara se sacó de la manga, como siempre, una pregunta completamente inesperada. «Mamá, ¿tú crees que los descendientes de Tchaikovsky saben que son sus descendientes?» Los procesos mentales de mi hija son muy misteriosos. La respuesta a esta pregunta fue «Hombre supongo que sí. ¿Si tu bisabuelo fuera un compositor muy famoso tú crees que lo sabrías?» y derivó después en una conversación sobre los derechos de autor de las obras de arte y como los derechos de Mickey Mouse están a punto de caducar y el lobby de Disney está tratando, una vez más, de presionar al gobierno americano para que amplie ese plazo. «¿y qué pasa si no se amplía?» preguntó Clara. «Pues que cualquiera podrá usar la imagen de Mickey Mouse para cualquier cosa y venderla» «¿Puedes hacer algo porno con Mickey MOuse, por ejemplo?» «De eso ya hay»

Antes de que la conversación se fuera ya a lugares que no era el momento de recorrer llegamos al Rose Garden. Antes he dicho que en el Dowtwon no había nadie, estaban todos en este jardín. La rosaleda es impresionante, hay miles de rosas de todos los colores, tamaños y olores en arriates colocados entre el verdor de los árboles y arbustos del parque.  Desde ahí, además, se disfruta de una estupenda vista de la ciudad, el río Columbia (Portland está construído en sus orillas) y al fondo, otro volcán con nieves perpétuas, Mont Hood. Tras un paseín corto porque no somos unos grandes amantes de la jardinería, nos acercamos a visitar el Jardín Japonés, otra atracción del parque. Abortamos misión porque la entrada costaba 20$, había muchísima gente y, como acabo de decir, lo de los jardines nos gusta con moderación. Aquí hubo un pequeño momento de crisis en el plan del día porque no sabíamos qué hacer pero yo, en plan heroína, tomé las riendas y dije: vamos a ir a la Mansión Pittock. «Andando no, andando no» dijeron mis huestes. «Bien, vayamos en Uber». 




La Mansión Pittock está en uno de los puntos más altos de Portland, fue construída por el magnate de la comunicación Harry Pittock y su mujer Georgina. Él era inglés y ella era de la costa este, los dos llegaron a Portland siguiendo la ruta de Oregón en la segunda mitad del siglo XIX. Él al llegar se puso a currar en The Oregonian,  el periódico de la ciudad y, no sé muy bien cómo porque no lo explicaban en ninguno de los cientos de carteles que leí, acabó haciéndose con él y siendo su dueño en 1860, momento a partir del cual amasó una fortuna impresionante. Ese mismo año, cuando Harry tenía 26 años, se casó con la dulce Georgina que tenía 16. Tuvieron ocho hijos de los que sobrevivieron 6 y para acomodar a tanta tropa y dado que manejaban cuartos decidieron construirse esta mansión con vistas a la ciudad. La visita a los jardines para disfrutar esas vistas son gratis pero para entrar al cotilleo bueno hay que pagar. ¿Cuanto? No me acuerdo pero fuera lo que fuera no nos pareció mucho y además mereció la pena.

 La mansión lo tiene todo para cotillear a pesar de que guarda poco de la decoración original. Los Pittock padres la disfrutaron muy poco, terminó de construirse en 1914 y ellos murieron en 1918 pero dos de sus hijas, que vivían allí con sus familias, se encargaron de mantener la casa. Hay salones, sala de fumar, una cocina estupenda que haría las delicias de cualquier instagramer, un antecomedor, un comedor de desayuno, uno formal (estos son siempre feísimos), y varios dormitorios con baños con las últimas novedades de principios de siglo: ¡duchas! La planta de servicio, que siempre es la más interesante, no puede visitarte porque no es "segura". La mansión estuvo habitada por un yerno y un nieto de los Pittock hasta que en 1958 se marcharon porque no podían mantenerla. (Sobre esto tengo la teoría de que no podían porque no habían trabajado en su vida y pretendían continuar con el mismo ritmo de vida sin trabajar, viviendo de lo que el abuelo Pittcok les había dejado y, claro, los cuartos, por muchos que tengas, si no paras de gastar en algún momento se terminan). La casa fue cayendo poco a poco en una situación de abandono (mención aquí a Grey Gardens, documental que si no habeis visto...en fin) hasta que en 1962, la noche del 12 de octubre, cayó una tormenta espectacular en la ciudad que causó grandísimos daños a la casa. Antes de que un promotor aprovechara la situación, comprara la propiedad, tirara la mansión y construyera pisos (¿os suena?) los ciudadanos de Portland se lanzaron a salvarla y restaurarla.  Los Pittock que quedaban por ahí lo agradecieron mucho pero, por supuesto, ya no pueden vivir ahí... está solo para visitas. Eso sí, la familia donó para la reconstrucción museística algunos muebles que eran originariamente de la casa. Donaron mesas, sillas, el piano del salón principal o la casa de muñecas del último sobrino que vivió en la casa. 

Es una visita muy interesante, con mucho encanto y que merece la pena si alguna vez vais a Portland.
Vista la mansión emprendimos camino hacia la parte baja de la ciudad, recorriendo serpenteantes callejones entre las mansiones de Washigton Park mientras comíamos pipas sabor pepinillo. Están malísimas pero, como todas las pipas, matan el gusanillo del hambre y entretienen. El cotilleo de casas nos tuvo super entretenidos. Había casas que nos encantaban, otras que nos horrorizaban y sobre todo nos fascinó que con el día que hacía y siendo sábado, no hubiera nadie disfrutando de esos jardines tan maravillosos con unas vistas increíbles de Mont Hook, Mont St. Helens y Mont Rainier. Yo viviría en ese jardín. 

Mientras decidíamos cual era nuestra casa favorita y acabábamos con las pipas, llegamos a Nolo Hill, el barrio "molón" de Portland porque parece más europeo que americano. Está formado por la interesección de tres o cuatro calles llenas de tiendecitas, restaurantes y bares. Lo curioso es que doblas la esquina y estás en una calle residencial con casitas pequeñas, de esas que os estáis imaginando, con frondosos árboles dando sombra. También hay maleza creciendo alegremente entre el asfalto y en los alcorques señal de que hay poco tráfico, mucha humedad y poco mantenimiento municipal (recordemos, no taxes). 

Nuestro plan era seguir matando el hambre con un helado porque pretendíamos cenar algo más tarde. El sitio de los helados molón tenía una cola que daba la vuelta a la manzana así que decidimos pasar y seguimos de paseo. Las niñas y yo entramos en una tienda vintage y aunque tuve en la mano tres camisas muy chulas conseguí salir de allí sin nada. Pensé «¿necesitas esto?» y oye, funcionó y ese dinerito que me ahorré. (Por poco tiempo) Poco después no podíamos seguir caminando más, teníamos hambre y estábamos cansados así que nos pusimos a buscar un restaurante en el que María pudiera comer algo (cuando alguno me diga que «uy, ahora es facilísimo encontrar restaurantes para todo el mundo», le invito a experimentar el «facilísimo» viajando con una celiaca alérgica al pescado). Encontramos un restaurante italiano que se anunciaba con menu sin gluten y allí nos dirigimos. Cuando llegamos allí, el supuesto menú sin gluten se reducía a un solo  plato de los  que ofrecían. Menos mal que María es una estoica con el tema de la comida y le da igual, no hubiéramos podido caminar más. Por lo demás la pasta era excepcional y agradecimos mucho llenar el estómago y descansar los pies. Nos vinimos tan arriba que al salir fuimos a comprarnos un helado para tomarlo mientras caminábamos a nuestro siguiente destino, mi favorito: Powell´s. 

Ains. Powell´s. Lloro al recordar como entré en esa librería, ese templo del libro que ocupa un edifico entero en 1005 W Burnside Street. «Dejadme en paz. Voy a estar aquí hasta que cierren. Haced lo que queráis. Quedaros, iros, lo que queráis pero dejadme en paz». Me puse nerviosa y todo al entrar. No sabía por dónde empezar. ¿Me ponía a recorrer las estanterías a ver qué me llamaba la atención o mejor sacaba mi lista de lecturas pendientes para buscar los títulos? Empecé a pulular, intentado centrarme. Me sentía como un niño en una juguetería, como un goloso en una pasteleria. ¿Por dónde empiezo? ¿Qué compro? Finalmente saqué mi lista y fui buscando al mismo tiempo que repasaba las estanterías. La peculiaridade Powell´s aparte del encanto que tiene, el olor a libros y que tienen de todo, es que cuando encuentras el título que estás buscando en la estantería, tienen varias ediciones: nuevo, tapa dura, tapa blanda, antiguas y de segunda mano, con lo que puedes elegir cual llevarte.
Clara se unió pronto a mi porque algo se le ha pegado y porque ahora quiere saber de todo, y entre las dos elegimos el botín. Compré para ella Call me by your name y otra edición de mi novela favorita, Cannery Row. Para mí, compré Rules for a Knight de Etahn Hawke, Words are my matter de Ursula K. Le Guin y Winter de Rick Bass, este cuando luego lo abrí en la caravana resultó estar ¡firmado por el autor! Me hubiera llevado diez libros más, veinte, y ahí dilapidé mi ahorro en camisas porque el ¿necesitas esto? con los libros no funciona. La respuesta siempre es: por supuesto. 

Cuando nos echaron de Powell´s era ya la hora de volver a la caravana, asi que pedimos un uber que resultó ser un Tesla para gran regocijo de mi hija María. Le encantan los coches (ni de idea de dónde le viene esta afición) y en especial los Tesla. En Portland están por todas partes y su frase del día había sido: un Tesla, un Tesla, un Tesla. A pesar del coñazo que dió con eso, me creó muchísima más zozobra la pregunta de Clara: «Mamá, ¿te enfandarías muchísimo si me hicera narcotraficante? seguida muy cerca por «¿qué cantidad de dinero en efectivo puedes llevar al banco sin resultar sospechosa?» Uno nunca está preparado para hablar de blanqueo de capitales y lavado de dinero con su hija adolescente. Un Tesla rojo nos devolvió a la caravana. Tome un repostre de tarta de manzana caliente con helado mientras escribía el diario del día, María jugueteaba con su Ipad y Clara hacia un dibujo de la caravana por dentro en uno de mis cuadernos. Otro día exprimido. 

Mañana más.