martes, 26 de octubre de 2021

Lo de leer el periódico en papel

Leer el periódico en papel se parece a entrar en una librería o ir a una biblioteca y pulular mirando estanterías, creyendo que sabes lo que te interesa, para acabar saliendo con un libro o varios que ni sabías que existían pero que se han vuelto, por alguna razón, fascinantes y atractivos. Con el periódico en papel pasa lo mismo. Lo coges, lees los titulares, le das la vuelta, miras la contraportada y empiezas a pasar páginas creyendo que sabes lo que va a interesarte y lo que no, lo que tienes ganas de leer y lo que no. Muchas veces, sin embargo, acabas aburrido después de tres párrafos de la gran noticia que marca la actualidad y dedicas un buen rato a leer en profundidad las cartas del director o un breve que te pilla de refilón y que devoras sin dar crédito. 

«Detenida en Badalona por fingir su rapto e irse al bingo» ¿Cómo es de maravilloso este titular? Lo tiene todo, la información justa, el gancho necesario y la pregunta: ¿Cómo ha llegado esta noticia a estar impresa en página impar del periódico más importante del país? Por supuesto caigo en la tentación y devoro la noticia para conocer todos los datos posibles. Alguien que finge su propio secuestro para irse al bingo es, sin duda, alguien interesante. Ludópata, sí... pero interesante. Me entero de que el marido, que estaba hospitalizado (no dejan de sumarse datos alucinantes) llamó a la policía porque había recibido varias llamadas de su mujer diciéndole que estaba secuestrada y que los malos le pedían seis mil euros para liberarla. ¡Ella misma llamó al marido para decirle "cari, que me han secuestrado"! No doy crédito. La policía, por supuesto, se puso a investigar y, en un rato más o menos largo pero deduzco que más bien tirando a corto, se dieron cuenta de que alguien había trincado la pasta. (Aquí se omite información muy relevante como, por ejemplo, como pagó el marido el rescate: ¿por bizum?) Cuando comprobaron quien había sido ese alguien, resultó ser ella que estaba en el bingo jugando tan ricamente. 

La semana pasada, en otro paseo por el periódico en papel, encontré otra noticia parecida aunque mucho más trágica. El titular era algo como "Condenada por matar a su marido veinte días después de casarse". Otro titular sorprendente que me empujó a leer la noticia. No me equivoqué, la condenada había fingido ser discapacitada todo el noviazgo, se había casado y días después de la boda había convencido a su marido para ir a un lugar apartado acompañados de su cuidador y allí, entre dos coches, le habían apuñalado con un destornillador. A todo este horror se sumó que justo pasó una policía que no estaba de servicio y que presenció todo lo que ocurría. (¿Cómo de apartado era el sitio? ¿Qué hizo la policía? ¿Cuándo dejó de fingirse discapacitada?)

Aparte de la salvajada y la maldad. ¿Fingir una discapacidad todo el noviazgo? ¿Convencer a otro para que mate por ti? O en el caso anterior: ¿Qué dijo el marido al enterarse? ¿Qué dijo ella? ¿El marido la denunciara o preferirá callarse para no pasar por tonto? ¿Tienen hijos? Pero más allá de todo esto, me pasa como siempre que me encuentro este tipo de noticias. Por un lado me fascina como las personas podemos agarrar una idea loca y completamente idiota y correr con ella hacia delante y con todas sus consecuencias. No vale pensar «yo jamás haría algo así». Por supuesto que la mayoría creemos que nunca fingiríamos nuestro secuestro o mataríamos a nuestra pareja después de habernos fingido discapacitados pero ¿acaso no hemos tenido todos ideas ridículas,  idiotas hasta el absurdo, por ejemplo por amor, y las hemos seguido y seguido y seguido hasta el precipicio? Uno piensa: ¿estas mujeres no tenían amigos? ¿Nadie en su entorno les hizo ver que aquello era, claramente, una malísima idea? A lo mejor sí, a lo mejor tuvieron a gente alrededor que intentaron pararles, arrancarles la idea estúpida de las manos y hacerles entrar en razón pero, como nos ha pasado a todos, ellas no hicieron caso. ¿Cuántas veces nos dijeron en nuestra vida «ese/esa no te quiere, te está engañando, se está aprovechando de ti» y nosotros hicimos una doble pirueta con triple tirabuzón y mortal carpado sobre esos consejos y seguimos adelante? 

Por otro lado siempre que leo estas historias me acuerdo de Raquel, una compañera de clase que con doce años, para ocultar que había suspendido seis asignaturas, se inventó que su madre había muerto en un accidente de coche y su padre estaba en la UVI. La historia coló durante días, las monjas, los profesores, todas sus compañeras nos la creímos. Rezábamos en la oración de la mañana por ella, por su madre y porque su padre se recuperara.  La estoy viendo, con el uniforme, el baby, y la cara de pena inmensa. ¿Cómo pudo colar? ¿Cómo fue ella capaz de mantener esa mentira? ¿Qué ocurre para que un mentiroso estratosférico consiga que los demás crean sus mentiras? La confluencia de mentirosos peligrosos y dañiños con público crédulo está en todas partes, mentiras imposibles que nos tragamos sin pestañear. Ocurre ahora y ha ocurrido siempre. A esta confluencia se añade otro factor, siempre presente, el observador externo que dice: yo no me lo hubiera creído.  

Nos creemos las mentiras de los demás, no importa lo enormes que sean, porque nos cuesta creer que la gente sea malvada. Y desde fuera creemos que a nosotros no nos la colarían porque todos nos pensamos más listos. 

sábado, 23 de octubre de 2021

Señora mayor con hippy vibes

Ayer me dormí en el cine. Creo que hacía veinticinco años que no me pasaba. Digo veinticinco pero a lo mejor son treinta o nunca. No recuerdo la última vez que me dormí o que intenté no dormirme, ayer ni lo intenté, el aburrimiento era tan extremo que simplemente me dejé ir. No merecía la pena luchar. Recuerdo veces en el cine de indignarme, de cabrearme, de refunfuñar (sin molestar), de sentirme tan inquieta por el horror que estaba sufriendo que no podía parar de moverme. Sesiones de mirar el reloj, de repasar la lista de la compra, de imaginar torturas salvajes para el director, el crítico que había alabado el título o para mi yo idiota que había decidido elegir esa película. Ayer, el sopor era tan intenso como una anestesia general, no llegué ni al siete contando desde diez. A lo mejor estoy sonando un poco Boyero pero no es mi intención.

Ultimamente estoy descubriendo una nueva faceta de mí misma que me tiene confundida. El miércoles se lo comenté a mi terapeuta: «no sé si preocuparme,  me siento como una señora mayor con "hippy vibes" (mi hija Clara dixit)» Ella se río mucho, casi siempre se ríe con mis historias hasta el punto de que algunos días, cuando salgo, pienso que ella debería pagarme a mí. 

Soy una señora mayor con hippy vibes porque me paso el día pensando que (casi) nada merece la pena tanto como para cabrearme y gastar energía. Esto puede parecer una enseñanza tan obvia como para aparecer en una novela de Murakami pero hasta hace poco yo me hostilizaba a niveles estratosféricos por asuntos que ahora mismo dejo resbalar rápidamente por mi piel y abandono en un charquito a mis pies mientras sigo adelante. A mi alrededor, en mi nuevo trabajo, en el que por cierto soy la mayor (de ahí que mi conciencia de señora mayor sea tan acusada), me paso el día diciéndole a mis compañeros: «no merece la pena esa batalla, ya lo has intentado, abandona y pasa a la siguiente, en una semana se te habrá olvidado» o «en serio, ese problema que ahora te parece insalvable en unos días se habrá esfumado. No te preocupes, al final todo sale». Me escucho y pienso ¿Qué me pasa? ¿Dónde está mi increíble capacidad para indignarme, encabronarme y pelear? ¿Es esto una mejora o voy a peor? ¿Debería medicarme? ¿Dejarme el pelo largo? ¿comprarme unas túnicas? ¿llevar gafas estrafalarias? ¿meditar? 

Creo que debo vigilar esta nueva faceta de mi personalidad ¿o quizás es una grieta y debo repararla? Probablemente sea sano no hostilizarme en dos segundos por cualquier nimiedad pero no quiero llegar al punto en que todo me de igual, de ninguna de las maneras quiero ser un "me da igual". Creo que voy bien porque en la misma semana en que decido dormirme la nueva peli de Wes Anderson de principio a fin y despacharla con un "lo mejor es el cartel", claro ejemplo de mis hippy vibes, he desarrollado una hostilidad merecedora de record olímpico hacia un señor imbécil. Él no lo sabe aún pero le espero en el futuro con todo el poder de mi rencor y mi hostilidad. Pensar en esto me tranquiliza, veo que no he perdido mi esencia. 

A lo mejor puedo llegar al equilibro perfecto entre hippismo y hostilidad. Me apetecen unas gafas estrafalarias, a ser posible verdes chillón y dejarme el pelo largo  y, a lo mejor, con ese look cuando me cabree doy muchísimo miedo. Probaré. 

Y, por favor, no vayáis a ver la de Wes Anderson. Ni aunque os inviten. Ni aunque os invite Wes Anderson. Hacedme caso que soy una señora mayor con criterio. 

sábado, 16 de octubre de 2021

La tintorería y los recados


Ayer me pasé por Henry a recoger una alfombra. Pocas cosas son más "hacer recados" que ir a la tintorería. Junto con pasar por el estanco a por sellos (para mis cartas a USA) y a la farmacia a por Frenadol, son la trinidad de los "recados". Hubo un tiempo en que ir al banco y a por el pan también eran recados pero recordemos que el cuquismo y la imbecilidad mató al banco y la masa madre y el postureo a la panadería. 

Para saber si vives en un barrio barrio, en una zona superviviente a la oleada de franquicias o en una recreación cuqui de una película americana, tienes que buscar una tintorería. No una lavandería ni un centro de planchado ni, por supuesto, una franquicia de Todo limpio o como se llamen. Busca una tintorería de verdad, una que se llame Mercedes o La luz o, como la de mi barrio, Henry. 

No hay nada que huela más a barrio que una tintorería. En los dibujos animados cuando algo huele mucho, bien o mal, ese olor se pinta como un humo sinuoso que serpentea por debajo de las puertas como una culebra y se mueve luego por el éter hasta llegar a otra casa, una ventana, una puerta o las narices de alguien. Así me imagino yo el olor de la tintorería de barrio. No es agradable, no es horrible, huele a química y a limpieza. A limpieza de verdad y no a limpio de mentira, de enseñar en instagram. Es un olor característico que te garantiza que tu ropa volverá limpia, un olor que dice "sabemos lo que hacemos". Una tintorería de barrio es como un balneario para tu ropa, tu alfombra o tu colcha. La llevas allí a que les den un tratamiento y descansen hasta que vayas a recogerla. 

Henry es el dueño de la tintorería, es alto, calvo, moreno e impone. Un hombre que maneja la plancha y el vapor con esa maestría es tan impresionante como James Bond. Ayer, mientras esperaba que me trajeran mi alfombra del sótano en el que había pasado el verano (16 años yendo a esa tintorería y ayer me enteré de que tienen sótanos...qué maravilla) observaba a Henry planchar unos pantalones azul oscuro de caballero y me quedé embobada. Qué delicadeza, qué efectividad, qué manejo de la arruga, el doblez, la plancha y el vapor. Abre la plancha gigante, posa la pernera, baja la plancha, pisa el pedal y de una nube de humo emerge el pantalón planchado y perfecto convertido en algo a estrenar. La tintorería también es la Lluvia de estrellas de la ropa. Entran siendo un guiñapo y salen, entre el humo, deslumbrantes. (Ayer también pensé que ahora mismo no conozco a ningún hombre que lleve traje a trabajar). 

Henry y su mujer, que es menuda, muy delgada y que  Lleva unas enormes gafas de personaje de dibujos animados y teclea en el ordenador sin dejar de hablarte, tienen ya una edad. Ayer, de vuelta a casa,  mientras cargaba con mi alfombra deslumbrante, oliendo a limpio y a descanso de verano en un sótano fresco y oscuro, pensé que cuando ellos se jubilen, la tintorería cerrará (¿quién quiere ser tintorero ahora mismo?) y tras las puertas cerradas, a la espera de un inversor que quiera poner algo cuqui, se quedaran las prendas que nadie recogió nunca, colgadas de bolsas de plástico, con números apuntados en trozos de papel que son un código que solo Henry y su mujer entienden. La plancha gigante se parará, el humor desaparecerá y con el olor a limpio, a tintorería, a barrio.  

Espero haberme mudado cuando eso ocurra. Y ya sabéis, si os vais a mudar que sea a un barrio con tintorería con ropa colgando. Seréis más felices y podréis hacer recados que es algo que junto con sobrevivir a las arenas movedizas era algo que, los que tenemos más de cuarenta, creíamos que era la base de ser adulto. 

lunes, 11 de octubre de 2021

Escuchar el solano

«Si “el arte de pintar es el arte de pensar”, como defendía Magritte, podemos decir que el arte de contar también es un arte de pensar. Reflejar la realidad requiere un ejercicio previo para afinar nuestra mirada, calibrar lo que vamos a relatar y asumir qué fin perseguimos. Y pensar es un verbo que se alimenta de tiempo. «Leer, como pensar, exige recogimiento, soledad, un esfuerzo, perece ese es el precio de la lucidez» dice el escritor Luis Landero». (La hora del periodismo constructivo. Alfredo Casares) 

En el banco observo el paisaje que llevo mirando veintidós años. No hay nadie más que yo. En el otoño, en el valle, aunque sea puente festivo, hay menos gente que durante el verano y en las dos horas que paso allí, no aparece nadie. Somos el valle y yo. Conozco lo que veo, el paisaje, los colores, el gusto de la luz, el tacto del banco en el que me siento, áspero y curtido, con alguna astilla saltada por la nieve, el hielo y el sol que le pega fuerte durante gran parte del día. Es un banco de la parte del Solano, por eso la ermita, a mi espalda, lleva aquí desde el siglo XI. Si ahora el sol nos importa, en la Edad Media estar en el Solano te daba la vida. Que este pueblo, que ahora apenas tiene cuatro habitantes fijos, fuera durante siglos la capital del valle es algo que siempre me hace pensar en lo insignificantes que somos y lo pronto que nos acabamos. Enfrente veo la Sierra de Chía, alta, inmensa, amenazadora. Localizo el mirador que se encuentra en su ladera y desde el que, cuando voy, busco el banco en el que ahora estoy sentada. De ladera a ladera del valle, ¿se verían en la Edad Media, hace doscientos años, hace cien, hace setenta? Enmarcando la vista justo delante de mi hay una valla de madera colocada para que no te caigas, para que no tropieces ¿para que no te tires? A veces me molesta, otras me parece un bonito marco para los campos al fondo del valle, limitados por grandes filas de árboles y tapias construidas a mano con piedras que, seguro, llevan aquí desde hace mil años. Hoy veo pequeñas flores moradas alrededor de los postes de la valla y otras flores que son como plumones enredadas en zarzas. En la Edad Media seguro que todos sabían su nombre y para qué servían, a mí me dan miedo, desconfianza. Siempre he pensado que los extraterrestres empezarán a colonizarlos disfrazados de flores.


Sin moverme escucho el viento y los coches que pasan por la carretera que corre paralela al río. Si hago, como aprendí de Bernie Krause este verano, pantalla con las manos detrás de mis orejas el único sonido que escucho son los coches, los motores acelerando al salir del congosto y enfrentándose a la primera recta de más de veinte metros después de cuarenta kilómetros. Incluso los que no corren nunca sienten la necesidad de pisar el acelerador como escapando del serpentín entre paredes de piedras que acaban de atravesar. Sobre el rumor de los motores, escucho el viento del norte del que me protege la ermita. Un par de chicharras cantan en algún lugar en la escarpada pendiente delimitada por la valla de madera. A mi izquierda, muy cerca, un grillo. Más lejos, pero también a la izquierda, media docena de pájaros pequeños que no sé como se llaman, se persiguen mientras pían. Otro piar distinto suena a mi espalda, suena indignado. Imagino a su emisor como ese vecino que protesta porque los niños gritan jugando en la calle. Demasiada vida para ser otoño, casi suena a primavera pero menos alocada, menos descontrolada, menos kamikaze. El campo, los insectos, las flores, los pájaros, la perra recién parida que aparece para tumbarse a mis pies y yo disfrutamos el solano, esta hora, esta tarde sabiendo que el otoño pasa rápido, que el tiempo no es eterno, que no nos quedan muchas más tardes como esta. 


Intento memorizar todo lo que veo y escucho para poder escribirlo. El rumor de una desbrozadora tan lejano que casi me acuna. Un parapente que se desliza silencioso subiendo y bajando entre corrientes de viento invisibles que no puedo ver más que en su loco recorrido. El sol se pone tras Chía y la sombra avanza. Con cada metro que recorre la sombra, un sonido se apaga, las chicharras, los grillos, los pájaros. 


Cuando la sombra me cubre, la orquesta animal termina, cierro el libro, echo un último vistazo al Gallinero que permanece iluminado y me voy a casa. En la Edad Media el día se acabaría ya, con la sombra devorando el Solano al final del día. Yo enciendo la luz y escribo este post. 


«La soledad misma es una manera de esperar que lo inaudible y lo invisible se hagan sentir. Y por eso la soledad nunca es estática ni desesperada». (Anhelo de raíces, May Sarton)