jueves, 12 de agosto de 2021

Experimento. Jueves, 12 de agosto


Jueves 12 de agosto. 

«We believe we see the world as it is. We don’t. We see the world as we need to see it to make our existence possible» Subrayo esta frase en un artículo sobre la increíble riqueza minera de los fondos marinos y como son, sorprendente, un recurso aún sin explotar por el hombre. En lo más profundo de nuestros océanos hay seis veces más cobalto que en la superficie terrestre, se encuentran increíbles reservas de  níquel, itrio y telurio. Por supuesto que se ha intentado de alguna manera acceder a esos recursos pero no es fácil. Están a miles de metros de profundidad, en una total oscuridad en la que solo viven las criaturas más increíbles y bajar hasta allí no es ni fácil ni barato. 


La autora de la cita es Edith Widder, una científica que ha escrito un libro sobre el fondo del océano, sobre ese mundo de oscuridad total que somos incapaces de imaginar y sobre la dificultad de explorarlo. Es una experta en bioluminiscencia y se especializó en ella después de quedarse casi ciega tras unas complicaciones por una operación de espalda. 


«Creemos que vemos el mundo como es. No es verdad. Lo vemos como necesitamos verlo para hacer nuestra existencia posible». 


A mí el fondo marino me da miedo, como el espacio, me provoca vértigo existencial. No me gusta bucear, no me gusta el snorkel, ni siquiera abro los ojos cuando nado en el mar. No quiero ver lo que hay ahí debajo, la inmensidad inabarcable e incomprensible en la que me siento pequeña, perdida e ignorante. Solo quiero ver lo que me permite nadar en él sin sentir miedo, sin agobiarme, disfrutando. Supongo que eso hacemos con todo en nuestra vida. ¿Quién ve a su padre, a su madre, a sus hijos como realmente son? Nadie. Creemos que los vemos como son pero en realidad solo conocemos una parte, la que nos encaja, la que nos gusta, la que aunque no nos guste podemos tolerar. ¿Por qué nadie piensa que un ser querido es malo o ha hecho algo despreciable? Porque no queremos verlo, porque “para hacer nuestra existencia posible” necesitamos creer que conocemos a la gente que nos rodea, a los que queremos. Lo mismo ocurre con la edad de nuestros padres, (los que aún tenemos), no queremos verlos mayores porque eso nos obligaría a contemplarnos a nosotros de otra manera, a convertirnos en responsables. Y en las relaciones amorosas ¿quién no ha dicho alguna vez «vosotros no le conocéis, yo sé cómo es en realidad» cuando era justamente al contrario? ¿Cuánta gente cree que sus padres tuvieron siempre una relación idílica de amor y respeto sin tener la más mínima idea sobre eso? Necesitamos creer que lo que vemos y nos calma, nos tranquiliza, es la realidad. 


Vemos el mundo cómo necesitamos verlo para seguir viviendo. Pensadlo, se cumple con casi todo. Vamos por la vida contentándonos con lo que queremos ver hasta qué ocurre algo que nos descubre que en nuestra visión falla algo. 



miércoles, 11 de agosto de 2021

Experimento. Miércoles, 11 de agosto

 

Miércoles, 11 de agosto. 

Leo en el New Yorker, mientras desayuno, un cuento de Cynthia Ozick que se llama The Coast of New Zealand.  En el New Yorker siempre hay un cuento de ficción pero soy una lectora de cuentos muy regulera. Los empiezo todos pero hacia el cuarto o quinto párrafo, dejan de interesarme y tras un momento breve de duda, paso página. A veces, sin embargo, uno de estos relatos me engancha y lo devoro y lo que es más importante, no lo olvido, se queda conmigo. Tengo una lista en mi memoria de alguno de ellos. Sé que este va a quedarse en esa lista. 


Cuatro amigos, tres mujeres y un hombre, se conocen durante sus estudios para ser bibliotecarios. Se hacen amigos, él se acuesta con las tres antes de terminar la carrera y comparten aficiones y charlas. Cuando acaban los estudios, él,  que es el amigo central (Inciso, en los grupos de amigos siempre hay alguien o un par de alguienes que son los importantes, y cuando digo importante no me refiero a que valgan más o se les valore más, está más relacionado con que son las personas que crean el microclima que une a esos amigos. Tener una personalidad que crea microclima para la amistad es un don y normalmente es un don que el propietario no es consciente de tener.- Fin del inciso. Vuelvo al cuento) propone un pacto que consiste en reunirse cada año, a mediados de octubre, en un restaurante griego. Durante el año prometen no tener contacto y al reunirse no hablar de sus vidas, sus amores, y demás temas rutinarios. George es, obviamente, un snob pero ese no es el tema por el que se me ha quedado pegado el cuento. 


No quiero reventar el cuento porque hay que leer a Ozick pero llevo todo el día pensando en cuantas amistades aguantarían un pacto así y cuántas podrían, al juntarse una vez al año, no hablar de sus rutinas, sus problemas familiares o laborales, o de política. ¿Cuántas podrían hablar de cosas verdaderamente importantes? (El que quiera decirme que la familia es importante blablablablabla… por favor, que me ahorre la obviedad) No lo sé. Pienso en mis amigos, mis amistades más íntimas y la relación que me une con ellos y sé que nuestra amistad aguantaría un año sin vernos y sin hablar… eso sí, al reencontrarnos lo primero sería ponernos al día y de ahí pasaríamos a lo importante sembrado de referencias a Asterix. Otras muchas de mis amistades no aguantarían porque después de un año diríamos ¿y ahora para qué? Y nos daría pereza retomar. Además yo he roto amistades de años al darme cuenta de que ya no teníamos nada en común más que un pasado remoto y legendario cuyo recuerdo era lo único que nos unía. No conservo ninguna amistad del colegio por ese motivo. 


¿Cuánto dura un pacto de ese tipo? Nos aferramos a las tradiciones, a los pactos porque nos parece que dejarlos es una traición. Cuando yo tenía catorce años, mis padres decidieron hacer una gran reforma en esta casa, una obra que iba a durar diez meses. El día antes de empezar, el domingo de fiestas en Los Molinos, convocaron a todos sus amigos y a los nuestros y preparamos un gran aperitivo. Comimos, bebimos y con un gran mazo rompimos las paredes de la casa (antes de los gemelos estuvimos nosotros). Al año siguiente, ese mismo domingo, el aperitivo sirvió para estrenar la obra con el jardín todavía como un campo de minas. Durante años, muchísimos, mantuvimos esa tradición: el aperitivo fin de fiestas. Siempre cebollas rellenas y salpicón de marisco, gente sentada por todo el jardín, unos días mucho sol, otros frío, muchas resacas, muchas risas. Un año, sin embargo, mi madre dijo: no me apetece hacerlo. Lo decía con culpa, sintiendo que si no lo organizábamos fallábamos a alguien, a nosotros mismos, a nuestros yos de todos esos años anteriores que habían mantenido la tradición. 


«Pues no lo hacemos» le dijimos mis hermanos y yo. 


Y no pasó nada. El aperitivo fin de fiestas pasó de ser una tradición a un recuerdo compartido.  


El cuento se quedará conmigo y seguiré pensando en qué ocurre cuando algo se acaba, cuando se termina y no pasa nada. En lo difícil que es dejar ir una tradición, una costumbre, un pacto, una amistad. 

martes, 10 de agosto de 2021

Experimento. Martes, 10 de agosto

Martes, 10 de agosto. 

Hay una escena de Mad Men que recuerdo especialmente, siempre hablo de ella. En una de las primeras temporadas, Don Draper y su familia salen de picnic al campo. Todo es idílico, el paisaje, la manta, la comida preparada por Betty y colocada en las fiambreras metálicas, las botellas de gaseosa, las primeras latas de refresco. La familia, tumbada, charlando, fumando pitillo tras pitillo. Cuando llega el momento de volver a casa, guardan las cosas, Don se pone de pie y tira una lata al campo y Betty sacude la manta dejando toda la basura y los restos en ese paisaje idílico que dejan atrás al volver a casa. Recuerdo el shock al ver por primera vez esa escena, recuerdo pensar:  ¡cómo han cambiado las cosas! Ahora, diez o doce años después, lo que me impacta es lo inocente que era hace una década, cuando creía que todos, en esta época, habíamos aprendido, nos habían enseñado que no se tira la basura ni en el campo ni en ningún sitio. ¡Qué ingenuidad más tierna!


Estoy de vuelta en Los Molinos y hoy he ido al contenedor a tirar vidrio. He vuelto con todo el vidrio porque el contenedor estaba lleno a rebosar. Entre mi casa y la zona de contenedores no hay más de cien metros y en ese trecho he recogido cuatro latas de cerveza tiradas en la cuneta. Podía, además, haber recogido cajetillas de tabaco, mascarillas y papeles varios pero no tenía más manos. ¿Por qué la gente es tan cerda? Algunos días suspiro por el superpoder de teletransportarme del sofá a la cama, chascar los dedos y estar en la cama con los dientes limpios, la cara limpia y la crema dada. Otros días suspiro por poder con un parpadeo cambiar todas las láminas de los cuadros de mi casa. Otros días quiero simplemente que mis hijas me cojan el teléfono con algo de emoción. Hoy renuncio a todo eso. Ojalá hubiera una justicia divina, un dios mitológico, un proceso de la naturaleza por el que, cada vez que alguien tirará basura alegremente, esa basura llegara a su salón. Lata de cerveza en la cuneta, lata de cerveza que aparece en su salón. Papel higiénico de haberse limpiado en el monte y dejado allí en vez de metertelo en el bolsillo, papel que aparece en el cajón de los cubiertos del responsable, mascarilla colgando de ramita en el campo, mascarilla que cuelga de tu ducha en tu baño. 


No sé si sería justicia poética pero seguro que hacia mucho más por la conciencia medioambiental de muchos que todas las bienintencionadas campañas que se ponen en marcha pensando que el ser humano es bueno por naturaleza.


 A Don Draper le encantaría mi idea. 


domingo, 8 de agosto de 2021

Experimento. Sábado, 7 de agosto

Sábado, 7 de agosto.


«La casa donde uno vive, además de terminar convirtiéndose en un techo y un refugio contra las inclemencias y amenazas de fuera, también es una elección moral. Su amplitud o su mesura, su lujo o su austeridad, sus materiales o la altura de sus techos, terminan por reflejar lo que somos, del mismo modo que la forma de adquirirla: con el esfuerzo propio o con malas artes, con hipoteca o especulando o manipulando documentos». Leo un artículo de Eugenio Fuentes contando una visita al Pazo de Meirás. No sé si la casa donde vives es una elección moral o simplemente la consecuencia de tus posibilidades económicas. Todo el mundo quiere tener una buena casa, una casa acogedora. Unos querrán cuantos metros mejor, otros cocinas pequeñas para limpiar poco, otros vistas al mar, otros seis dormitorios y otros querrán tantos baños como personas vivan pero al final, lo que todos queremos es un sitio acogedor en el que refugiarnos. La familia Franco hizo una elección inmoral y se quedó con algo que no era suyo, lo inscribió como propiedad privada particular pero cargó al presupuesto público su mantenimiento. No sé si la elección de la casa es una opción moral pero sí se que no todos seríamos así de inmorales. 


Escribo esto en esta casa que mi madre compró hace más de veinte años. Tampoco fue una elección moral, fue un deseo de tener algo en este valle en el que había sido muy feliz con mi padre que había muerto tres años antes. Es una casa pequeña y acogedora, no queremos más. Todos los muebles vienen de algún otro sitio: la mesa de centro la hizo mi hermano con restos de madera que sobraron de la construcción del porche de Los Molinos, el aparador ya existía cuando yo nací, la mesa de comedor y las seis sillas estaban en la casa de Los Molinos cuando la compramos. Las camas han llegado todas de casas de otros familiares de los que ya he olvidado los nombres y las caras. Los sofás son nuevos, si nos vale como nuevo algo comprado hace veintidós años y ya retapizado. Todas las cortinas y las colchas las hizo mi madre.


¿Nuestra casa es una elección moral? No lo sé. Lo que sí es una elección moral es que no se parezca a ninguna otra, que sepa a ti, a tu familia, a tu historia, a lo que en ella se ha vivido, que huela a tu familia. 


«Un pueblo nómada aprende a llevarse sus hogares consigo, y los objetos familiares se despliegan o se reconstruyen de lugar en lugar. Cuando nos mudamos de casa, nos llevamos con nosotros el concepto invisible de hogar, que es un concepto muy poderoso. La salud mental y la estabilidad emocional no requieren que permanezcamos en la misma casa o en el mismo lugar, pero requieren una sólida estructura en el interior, y esa estructura se construye en parte con lo que sucede en el exterior. El interior y en el exterior de nuestras vidas son el caparazón en el que aprendemos a vivir». (¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? Jeanette Winterson.