jueves, 17 de septiembre de 2020

Lo que nos cuentan las fotos

La foto que da comienzo a la tradición familiar es en blanco y negro y ya amarillea en algunas zonas. La luz que, durante años, la ha iluminado entrando por la galería del patio se ha comido los blancos y los negros. En ella hay diecisiete personas. En el centro, mis bisabuelos maternos, Eleuterio y Teresa, sentados en dos sillas con sus cuatro hijas (su hijo murió en la guerra, en el hundimiento de su barco), sus yernos, sus nietos y un perro, Morris. Mis bisabuelos parecen viejísimos, ancianos, pero por la edad que parece tener mi madre en esa foto, quizás tuvieran setenta escasos. Miran adustos a la cámara, muy serios y, a pesar de que es verano, porque todos los demás van en pantalón corto, camiseta o incluso, como mi madre, en traje de baño,  ellos van vestidos formales: él chaqueta, corbata y pantalón largo y ella vestido y moño. Mi abuelo José Luis, justo detrás de su suegro, lleva gafas de sol y sonríe divertido mirando algo fuera de cámara que no veo. Por detrás de él se ven las casas al otro lado de la carretera, los árboles del jardín de La Rosaleda no eran por entonces tan altos, eran jóvenes, como todos ellos, y no tapaban la vista. 

La siguiente foto es en color. Se intuyen jersey verdes, azules y granates y mis primos llevan pantalones cortos y y mis hermanos y yo llevamos vaqueros. La foto entera está adquiriendo un color pardo, dorado, como si estuviéramos, como Marty McFly desapareciendo. Los árboles y los lilos del jardín ya han crecido y posamos con un fondo verde que tapa las casas que se veían en la foto anterior. Entre una foto y otra creo que han pasado unos quince años. Esta vez, los que están sentados en las sillas son mis abuelos. También parecen mayores pero se que tenían apenas sesenta. No hay nadie con chaqueta y corbata y está tomada a principios de otoño en el mismo sitio: la rampa del garaje. (Hace poco fui a esa casa y como me pasa siempre que vuelvo me pregunto en que momento empezó alguien a llamar rampa a una superficie con tan poca inclinación que una canica se quedaría parada después de recorrer 20 cm) Aquí tengo cinco o seis años. Llevo el pelo cortado como ahora, corto y tapándome el ojo derecho. (Poco se habla de que la raya del pelo es para siempre). Estoy sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, junto con mis hermanos y mis primos. Llevo algo en las manos, ¿un palo? y miro a cámara muy seria. Hace cuarenta años las fotos eran algo serio, se hacían para la posteridad, como recuerdo y tenían que salir bien.  Fotografiarse era algo trascendente, se "revelaban" (Hasta este verbo ha dejado de existir, ahora se imprimen) y pasaban a formar parte del paisaje de las casas, de las rutinas diarias durante los años y años que permanecían en un marco encima de una mesa, en una pared colgadas. No te dabas cuenta pero las veías cada día y se convertían en atrezzo de tus recuerdos. Las que hay en mi casa, las tengo tan  interiorizadas, que como estoy haciendo ahora, puedo describirlas sin verlas. Mi yo de seis años parece decir "Ey, estuviste aquí, eres esta familia aunque pasen muchos años". 

Las últimas fotos de la serie familiar nos las hemos hecho este fin de semana, como hacemos cada verano. Ya no hay una única foto porque podemos permitirnos hacer doscientas: solo los hermanos, solo los nietos, por parejas, por familias, los primogénitos, los segundogénitos, con los perros, sin los perros, poniéndonos muy serios, haciendo el tonto, saltando, tumbados en el suelo, con los pies dentro de la piscina, bailando una coreografía. Todas son en color, brillan como supongo que brillaban las anteriores cuando se tomaron. Camisetas rojas, pantalones azules, bañadores verdes, chanclas fluorescentes, minifaldas de rayas, camisetas rosas. Salimos despeinados, con la ropa sin planchar, los pantalones rotos, manchas de regaliz y de chocolate. Salimos con los ojos cerrados, con papada, con la boca abierta, bizcos, mirando a otro lado, hacia abajo, hacia arriba, gritando «Espera». Ya nadie se sienta en ningún silla, ni estamos en la famosa rampa. No miramos a la cámara serios porque podemos repetir la foto todas las veces que queramos o hasta que los perros se cansen de posar y mis sobrinos pequeños digan "ya basta". 

No sé quien hizo las dos primeras fotos. Si cierro los ojos o me quedo mirando el jardín desde la ventana puedo oír las voces de los que ya no están, viviendo en esas fotos diciendo: «venga, colocaos, a ver que miro a ver si estamos todos. Le doy y voy corriendo, me pongo en la esquina" y, después, las sonrisas congeladas, mirando a cámara. Los «¿ya?», los «¿habrá salido?». «Haz otra por si acaso». Cuando las fotos no pueden ampliarse con un movimiento de dedos en una pantalla, su fortaleza viene de las historias que nos cuentan. «Estos son los tios de Vitoria, Manuel y Teresa, y esta es una niña de la India que adoptaron cuando era bebé», «Este es Morris, el perro que tu tia Mayte tenía cuando era joven». Cuando no puedes ampliar para ver si se la sonrisa era perfecta, es más fácil prestar atención, fijarse en las historias de las fotos. 

En la primera foto aparecen diecisiete personas, diez ya han desaparecido. En la segunda también somos diecisiete y seis ya no están.  De todos ellos les he hablado a mis hijas. En la de este años somos catorce y dos perros. Aspiro a que cuando yo ya no esté, cuando algunos de los de la última foto desaparezcamos, alguien sea capaz de recordarme así: de colores, en familia, aquí. «Esta es tu tía/abuela Ana, es el verano que se dejó el pelo blanco». Por eso siempre imprimo una de estas fotos familiares y la cuelgo en mi pared. 

Imprimid las fotos y ponedlas en vuestras casas hasta que de tanto mirarlas hayáis dejado de verlas. Es justo en ese momento cuando pasan a formar parte de tu vida. 


viernes, 11 de septiembre de 2020

Podcasts encadenados (XV)




Mi hermana ha comenzado a escuchar podcasts. Esto es importante, es un hito en mi relación con los podcasts porque he conseguido que a base de verme permanentemente con los auriculares puestos y salpicar cualquier conversación con comentarios como: "pues en un podcast que escuché ayer" o "¿sabes dónde lo cuentan muy bien? En un podcast bastante chulo", mi familia (el público más duro) empiece a mostrar cierto interés.

Si mi hermana se ha lanzado a escuchar podcasts intuyo que el mundo del podcasting no va a parar de crecer.

Al lío. Hoy traigo tres recomendaciones serias, tres podcasts de los que de primeras puedes pensar "a mí eso no me interesa" pero sí, te interesa. Que nadie se asuste porque todas merecen muchísimo la pena.


1.- 22424. Lo que nos jugamos en Bankia. Este podcast de título absurdo es una producción de El País y sus periodistas económicos y es excelente tanto en el tema como en la forma. ¿Qué cuenta? Pues como es fácil de adivinar, la caída de Bankia con Rodrigo Rato a la cabeza, las circunstancias que llevaron a aquel desastre que arrasó con los ahorros de miles de personas y el juicio a la cúpula directiva. La historia está contada por Elena G. Sevillano e Iñigo Barrón, con guión de Álvaro de Cózar y Jerónimo Andreu y está perfectamente armada para engancharte desde el primer episodio. En particular me ha gustado Iñigo de Barrón que explica de manera sencilla, pero no obvia, una trama económico/financiera/política con miles de ramificaciones y subtramas. Lo cuenta bien, tiene buena voz y consigue eso tan especial que pocos consiguen, que te quedes pensando "cuéntame más".

Lo que nos jugamos en Bankia es un muy buen podcast periodístico para empezar con este formato y sí, escúchalo aunque creas que el tema no te interesa


Podcast: 22424. Lo que nos jugamos en Bankia.
Duración: 5 episodios de 20 minutos. Es decir, cuando le deis al play os pasaréis más o menos hora y media enganchados del tirón a la historia. Igual que una peli mala de sobremesa pero aprovechando muchísimo mejor el tiempo.
Episodio para empezar: por el principio, claro.



2.- Nice white parents. Este podcast es la nueva producción de Serial Producciones tras su adquisición por el New York Times. Chana Joffe-Walt es la host y escritora de la historia y es, además, madre en Brooklyn. Cuando comienza a buscar colegio para sus hijos, descubre con sorpresa que los "agradables padres blancos" de los que ella forma parte tienen una influencia increíble en cómo se organizan los colegios, cómo se deciden los procesos de adjudicación de las plazas, los planes de estudio, las actividades extraescolares, etc. Esos "nice white parents" tienen en la mayoría de los casos buenas intenciones. No son, en principio, racistas, están a favor de la integración y la igualdad y sus procedimientos parecen siempre, a primera vista, beneficiosos. Lo que este podcast investiga es el origen de toda esta influencia, casi nunca positiva a pesar de sus buenas intenciones, y como se ha ido repitiendo a lo largo de los años. 

Quizás haya gente que piense que este tema, sobre la organización de las escuelas públicas en Nueva York, no tiene nada que ver con ella pero el análisis de las motivaciones de los padres para presionar a la escuela, a las autoridades para organizar los colegios como ellos consideran sí tiene que ver con nosotros. ¿Cuando presionamos a las autoridades lo hacemos pensando en nuestros hijos o en la totalidad de los estudiantes? ¿Pensamos alguna vez si lo que nosotros queremos para nuestros hijos perjudica a otros? ¿Y si lo que a nosotros no nos gusta para nuestros hijos sí beneficia a otros menos privilegiados?

Es un podcast muy serio, bastante denso lo que no quiere decir que no sea interesante ni ameno y recomendado para oyentes experimentados. No lo recomiendo para alguien que empieza.

Podcast: Nice White Parents.
Duración: 5 episodios de casi una hora. Ya he dicho que es para oyentes experimentados.
Episodio para empezar: Por el principio, en el primer episodio Chana Joffe-Walt nos lleva al colegio sobre el que girará toda la historia, el School of International Studies, para contarnos como la llegada de los nice white parents a un colegio mayoritariamente afroamericano y latino, trastocará toda la realidad del colegio y las relaciones de poder.


3.- Nice Try. Utopian. Los que leéis esta sección de manera habitual no os lo vais a creer pero ¡este podcast también es de Avery Trufelman! Y sí, ya empiezo a estar hasta un poco enamorada de ella pero es que no se puede tener tanto talento. Utopia es una serie de 8 episodios que Trufelman hizo el año pasado para Curbed y Vox Media que habla de lo que su título indica: ocho intentos de la humanidad de poner en marcha comunidades utópicas con determinadas características. Desde Jamestown, la ciudad que los primeros pioneros británicos organizaron a su llegada a América, pasando por Germania, la ciudad pensada por Hitler y Speer para la exaltación de la raza aria o Bioesfera 2, una locura de experimento en el desierto de Arizona, Trufelman explica el origen de las utopías, su desarrollo y como el lugar perfecto con una sociedad perfecta no existe.

Del trabajo de Trufelman ya lo he dicho todo en anteriores entregas de estos posts pero reitero una vez más que es un prodigio de escritura, información y emoción. No os lo perdáis.

Podcast: Nice Try. Utopian. 
Duración: ocho episodios de 30 minutos. Se pasan volando.
Episodio para empezar: yo iría al principio pero si os parece que los colonos americanos no os interesan mucho, podéis empezar por el episodio dedicado a Oneida, una utopia que comenzó como una comuna de amor libre y acabó convertida en la multinacional que durante años ha llenado las mesas americanas de cuberterías. Una historia loquísima.

Por cierto, si alguien quiere saber cómo escucho yo los podcasts: utilizo la app de Pocket Casts que tras probar muchas es la que más me convence.

Y ya sabéis, si sois como mi hermana y escucháis algo de lo que recomiendo, venid a contármelo. 




miércoles, 9 de septiembre de 2020

Sonidos para vivir


Election Eve. William Eggleston
En marzo y abril, durante el confinamiento, en Los Molinos todo era silencio, un silencio profundo, absorbente, como un agujero negro. No había pájaros, no había coches, solo el rumor del tren vacío, pasando a y veinte y a menos veinte. No había gente y los pocos que estábamos, nos encerramos en nuestras casas y cuando salíamos procurábamos ser discretos, no hacer ruido, casi andábamos de puntillas de camino al contenedor, como si el sonido de nuestros pasos fuera a despertar a la bestia o nuestras voces fueran a retumbar, como lo hacen en una catedral vacía, sonando irrespetuosas y fuera de lugar. Incluso nevó un par de días como si la naturaleza nos tapara con una manta y dijera: hale, hale, ya pasará.

Al terminar el confinamiento, Los Molinos se llenó de ruido. Volvieron los pájaros a acompañar a los trenes. Se abrieron casas cerradas durante años, y chirriaron las verjas oxidadas de jardines con vegetación descontrolada. Las mañanas se llenaron del ruido de las máquinas cortacésped, las podadoras, las aspiradoras y el chatarrero. Coches en procesión al punto limpio, paseantes, gente en bici, obras, reformas años pospuestas porque "total, a Los Molinos solo vamos de vez cuando" que se volvieron imprescindibles "por si acaso nos confinan otra vez". Música, reuniones, barbacoas, amigos. Lo raro era el silencio. 

Ahora ya es septiembre y Los Molinos se va apagando de nuevo. Se escuchan obras de fondo pero la efervescencia sonora del verano va desapareciendo cada día un poquito más, como si alguien fuera apagando poco a poco los interruptores de una casa justo antes de salir: ya no hay casi tráfico, no hay cortacésped, no hay barbacoas ni música. Ahora lo que se oye es el sonido de septiembre que  no se parece a ningún otro. Ha vuelto (o quizás siempre estuvieron aquí pero solo ahora, cuando lo demás desaparece, se pueden escuchar con claridad) como cada año, el canto de unos pájaros determinados que no sé cuales son pero que me lleva a mis ocho, nueve años, a cuando vivíamos todavía en la casa de mis abuelos y al escucharlos me ponía triste porque sabía que pronto tendríamos que volver a Madrid. 

Yo no voy a volver a Madrid hasta octubre pero solo de pensarlo me entristezco, me hundo en la melancolía y elucubro escenarios en los que puedo evitar esa vuelta.  Cuando la gente me pregunta pero ¿qué tiene Los Molinos? no sé que decirles. Los Molinos no es bonito, no tiene calles empedradas, ni edificios bien conservados. Su calle principal, la calle Real, está llena de carteles de se alquila y se vende pegados en los escaparates de lo que en algún momento fueron un ultramarinos, una floristería, una pescadería, una heladería, una pastelería, una mercería y que ahora ya no están. Sobreviven una pequeña ferretería, una farmacia, el banco, la oficina de correos. Por no haber, en Los Molinos ya casi no hay bares. Todos los míticos que la gente recuerda hace tiempo que desaparecieron. Ahora la vida social transcurre en el tramo de la calle Real que se transforma en carretera de salida del pueblo, en el tramo de calle que recorre la fachada del supermercado local.  Bajas a por patatas La Montaña y ahí es donde te encuentras a todo el mundo haciendo la compra, saliendo de la farmacia o corriendo al chino a comprar algo imprescindible o de última hora. «Hola, ¡qué tal! ¡no nos vemos nunca!» Ahora esos saludos también se van apagando, la gente se ha marchado, quedamos los de siempre y La Peñota.  

Los pájaros en septiembre, el ruido de la puerta de la oficina de correos que huele a expectativa, el viento en las ramas del pino del jardín, la moto del cartero, el sonido de los pasos en las calles de tierra, las campanas de la iglesia, el tren de menos viente y el de las y veinte. 

Eso es lo que tiene Los Molinos y por eso quiero vivir aquí. No se explicarlo mejor.  


jueves, 3 de septiembre de 2020

Lecturas encadenadas. Agosto

«Sonó el teléfono. Me llevé el aparato a la oreja y esperé. Nunca soy el primero en hablar cuando me llaman. Después de todo, no soy quien les telefonea a ellos». (De un cuento de Roald Dahl)

De vuelta al trabajo me encantaría poder aplicar este principio del personaje de uno de los cuentos de Roald Dahl que he leído durante este mes de agosto. Mil páginas de cuentos que terminé justo al acabar el mes, esa ha sido mi gran lectura veraniega, esa que es imposible acometer durante el invierno porque me llevaría meses y meses y acarrear el libro de un lado a otro. En agosto me ha acompañado en las interminables tardes de piscina y porche y en las noches sin preocuparme por madrugar.  

Empecé el mes con otro de esos libros que hay que leer cuando sabes que vas a tener tiempo para leer en un mismo lugar. Lo que más me gustan son los monstruos de Emil Ferris es un tebeo monumental en tamaño y en concepto que no se puede llevar ni en el bolso, ni en la mochila y que hay que tratar casi con reverencia. 

Karen tiene once años y vive con su madre y su hermano en el Chicago de los años 70. Se siente atraída por las niñas, no es precisamente popular y lo que más desea en el mundo es ser un monstruo. De hecho, ella se ve como un monstruo y así la vemos porque ella es la narradora de la historia. Cuando una vecina muere, quizás asesinada, Karen decide convertirse en detective para saber que ha ocurrido. La historia de la investigación es casi lo de menos aunque nos lleva a lugares muy turbios de los que quieres salir huyendo para no verlos, para no saber que existen. Lo más interesante es la construcción paralela de la investigación junto con el universo de Karen, la relación con sus compañeros y amigos, con su familia, su madre y su hermano, al que adora y guarda un secreto familiar que ella desconoce, y todo ello sobre el horizonte social, económico y político del Chicago de los años 70.


Todo el tebeo está dibujado con bolígrafo sobre papel pautado y simplemente a base de líneas, Emil Ferris es capaz de hacer algo completamente distinto en cada viñeta, sorprendiendo en cada página por la complejidad, por los cambios de registro, por la innovación. Hay páginas en las que puedes bucear un buen rato hasta captar todos los detalles. Es un tebeo con mil capas que de vez en cuando hay que dejar a un lado para poder respirar. 

«Lo que pasa con los mayores es que a los niños les parecen libres. Pero, de hecho, muchos viven en una cárcel. Te preguntas quién los hace sentir así. Por lo que he visto, en nueve de cada diez casos, son sus fantasmas».
Este es un tebeo caro, así que buscadlo en vuestras bibliotecas, colocadlo sobre una mesa y dedicad una semana a leerlo y disfrutarlo. 

Compré Escenas de la vida rural de Amos Oz en la Librería Sandoval en Valladolid. Oz es una de mis debilidades, me sumerjo en sus libros con la tranquilidad que da saber que estaré en una casa agradable, confortable en la siempre estaré a gusto. En este volumen se recogen varias historias cruzadas que suceden en un pequeño pueblo, Tel Ilán, en las montañas de Israel. Es un pueblo fundado hace cien años el que la gentrificación está empezando a mostrar sus primeras señales: casas antiguas que se derruyen para construir viviendas de fin de semana, tiendas de productos artesanales y turistas en peregrinación cada sábado. Cada relato, escena, se centra en un habitante o en una casa con ligeras menciones a otros personajes que ya han aparecido o aparecerán. 

Me gustó muchísimo porque he estado ahí, en Tel Ilán, en sus jardines y paseando por sus calles, en el parque del Memoria y en la calle de la Cuesta. He conocido al alcalde, la profesora, la bibliotecaria y la médica. He sentido el calor del verano y la niebla húmeda y fría de febrero. Oz siempre consigue hacer esto, envolverme y transportarme dentro de sus historias que rara vez son felices pero que, aún así, siempre me hacen sentir "casa". 
«Entre él y  Rachel solía reinar ese alto el fuego habitual  entre las parejas tras muchos años de matrimonio, después de que las peleas, las ofensas y las sepraciones temporales hubiesen enseñado a los cónyuges a mirar cuidadosamente dónde ponían los pies y a sortear los campos de minas señalizados. Esa rutina de la cautela era similar, desde fuera, a una mutua aceptación, e incluso dejaba margen a una especie de tranquila amistad, semejante a la camaradería que se crea a veces entre soldados de dos ejércitos enemigos que se encuentran a pocos metros de distancia en una guerra de trincheras confirmada»

Leed a Oz. 

Alguien bajo los párpados de Cristina Sánchez Andrade, lo encargué en la Librería Nakama y me lo mandaron a casa junto con otros muchos que ya irán cayendo por aquí. Es una novela curiosísima que recomiendo encarecidamente para todo el mundo. Así como el tebeo de Ferris es para lectores curtidos y Oz es para lectores a los que no les de miedo la tristeza y la soledad, Alguien bajo los párpados es un goce para cualquiera. Las protagonistas son dos ancianas gallegas, muy ancianas y muy vejestorios, señora y criada, que después de convivir setenta años hacen un viaje con un objetivo final. Es algo así como mezclar Las chicas de Oro con Thelma y Louise y Airbag con un leve toque de Eduardo Mendoza. Es una road novela al mismo tiempo que una reconstrucción de la vida en Galicia antes y durante la Guerra Civil. Es también una saga familiar extraña y muy gallega. 

«y no es cierto que el tiempo lo cura tododijo—.El dolor está siempre ahí es insoportable.Doña Olvido apagó las luces de emergencia y pisó un poco el acelerador. Un ronroneo se elevó del motor. Luego desaparece porque es insoportable, porque es imposible e insoportable convivir con él todo el tiempo. No es cierto que el tiempo lo cure todo. Eso solo se dice para consolar a la gente.

Es una majadería como otra cualquiera» 

Es una novela que no se parece a ninguna otra y eso, en la literatura española, es un logro. Leedla y por si mi recomendación os sabe a poco, os dejo la recomendación de mi madre «Me ha gustado, me han tenido loca las dos viejitas». 

Por recomendación de Ximena Maier llegué a El legado de Sybille Bedford (que también compré en Nakama Librería), una escritora con una historia personal que os invito a buscar y leer y que aparece, en parte, en esta novela. Si os gustan las historias de familias acaudaladas ambientadas en la Alemania entre guerras, esta os gustará. En esos años, además de encaminarse hacia una guerra que devastaría Europa por completo, se fragua la total demolición de los valores tanto familiares como económicos, sociales y hasta morales que habían configurado la vida de Alemania (y de casi toda Europa) hasta entonces. Las convenciones sociales, las tradiciones, los códigos de honor y las costumbres se van resquebrajando poco a poco, provocando una sensación de incertidumbre, de desequilibro a la que los protagonistas de esta novela intentan sobreponerse huyendo e ignorando los síntomas. 

Me ha gustado bastante aunque carece de encanto y toda ella resulta un poco aburrida, pero tengo la sensación de que es así como debe ser. Esa sensación de hastío, de dejadez, de nihilismo personal, de egoísmo de supervivencia, está perfectamente retratada. 

Del prólogo que ella misma escribe, me quedo con esto: 
«Lo que hace un escritor es escribir. Se acabaron las dudas y la haraganería, por dificil que pudiera ser, y el cielo sabe que fue, es y será siempre muy difícil para mí».

Sybille Bedford es un personaje interesantísimo, con una vida increíble que os invito a investigar. El legado es una novela de familias, de familias que ya no existen, que desaparecieron junto con su escala de valores y sus rígidas costumbres (igual de rígidas que las nuestras aunque creamos que no) y que, en algún momento y tiene bastante sentido, me ha recordado a La marcha Radeztky de Joseph Roth y al Último encuentro de Sandor Marai. Si habéis leído Tú no eres como las otras madres de Angelia Schrobsdorff, es indudable la influencia de Bedford en ella.   

Los últimos quince días del mes los he pasado dedicada a las más de mil páginas de los Cuentos Completos de Roald Dahl. Este libro llevaba esperando más de dos años en mi estantería, desde que mis hijas me lo regalaron por mi cumpleaños en 2018. Se llama Cuentos Completos así que está claro que vas a encontrar en él, todos los cuentos escritos por el autor inglés desde que comenzó con "Pan Comido". Para que nadie se lleve a engaño, aquí no hay nada "infantil" ni "juvenil", no hay rastro de Charlie, ni del Superzorro, ni de Matilda, ni de Jack. Todo son cuentos para adultos, y casi todos tratan sobre los mismos temas: las apuestas, el sexo y la avaricia. Hay algunos otros, como los primeros que escribió que tratan sobre la guerra, otros que tienen como tema central la avaricia y el engaño al débil y varios sobre las abejas y su mundo. 

No voy a descubrir ahora que Dahl es un grandísimo escritor pero quizás sí os descubra que algunos de sus cuentos son aburridos y muchos se parecen. Ahora mismo, podria recordar con nitidez diez o quizás quince de los más de cuarenta que recoge el volumen, los demás están perdidos en una maraña de apuestas, timadores en busca de beneficio, objetos antiguos, botellas de vinos y bellas mujeres en peligro por el impulso sexual irrefrenable de hombres incapaces de contenerse. Entre todos ellos, me gustaría destacar el cuento más autobiográfico que aparece al final del libro, cuando estás a punto de hacer cumbre a sus mil páginas y ya no puedes más. En ese cuento, Dahl explica como llegó a ser escritor, como descubrió su amor por la literatura y cómo los azares de la vida y un anfitrión mal conversador le hicieron sentarse a escribir y descubrir que podía hacerlo y lo hacía bien. Es una delicia de historia.  

A Dahl hay que leerlo pero quizás os recomendaría hacerlo por etapas, como el Camino de Santiago, y no como un marathon como lo he hecho yo, aunque ha merecido la pena. He aprendido que no debes casarte jamás con un apicultor, no debes hacer el amor  con alguien a quien no le ves la cara y  que si drogas a un faisán para cazarlo, hay que asegurarse de matarlo antes de que se le pase el efecto. 

Y con la llegada de septiembre y la mejor luz del año para leer por la tarde, hasta los encadenados de septiembre.