lunes, 20 de julio de 2020

En Valladolid sin Brad Pitt pero casi

A lo mejor he dormido en la misma habitación que Brad Pitt. No al mismo tiempo, ni en el mismo año ni en la misma década. Ni siquiera en el mismo siglo pero es lo más cerca que voy a estar de compartir espacio con él. Sé con seguridad que, si es una persona con principios que se levanta y se toma un café, hemos compartido espacio de desayuno. El que no se consuela es porque no quiere. Este curioso descubrimiento me fue revelado a las dos y media de la mañana en la puerta del hotel Olid al mismo tiempo que aprendía la historia de "la chica de Valladolid", aparentemente una historia harto conocida pero de la que yo no tenía ni idea. "¿no sabías esta historia?" No, no la sabía. A mí Brad Pitt en 1991 no me gustaba. Ni en 2001 ni en 2011. 

Probablemente también he caminado por las mismas calles que recorrió él, los alrededores del Teatro Calderón, la plaza y los bares de la catedral, los alrededores de la Iglesia de San Benito. Quizás comió pincho de tortilla en el Bar Postal aunque seguro que no lo hizo poniéndose y quitándose la mascarilla. Con seguridad sé que no tuvo mi suerte, y no pudo entrar en los jardines del Palacio de Santa Cruz para sentarse bajo sus castaños a escuchar varios conferencias. Y segurísimo que no se subió al estrado a hablar de Delibes, los bares y los pueblos. 

A esos jardines llegué gracias a la amabilidad de Carmen, de la Universidad de Valladolid, que me invitó en enero, casi en otra vida, a participar en un encuentro de verano. A esos jardines he llegado, aunque cueste creerlo, gracias a este blog, que me ha proporcionado lectores maravillosos que, además, piensan en mí cuando organizan eventos. Mi empeño en releer y leer a Delibes se debía a mi interés en cumplir con las expectativas de esos lectores y en no defraudar al público de Valladolid, mucho del cual sabe muchísimo más que yo de Delibes. Creo que lo conseguimos. 

En Valladolid me lo he pasado en grande gracias a Carmen y a otra mucha gente (Carmen, Ricardo, Antonio, Vivi, Araceli, Miguel Ángel  y todos los demás) que me han acogido como si me conocieran de toda la vida, me han llevado de vinos y cañas y a probar pinchos, me han recomendado librerías maravillosas y con los que ha charlado de todo, desde ventanas encadenadas en palacios renacentistas hasta entierros peculiares pasando por abuelos incluseros y noches locas vallisoletanas. 

No sé si he compartido cama con Brad Pitt pero lo que sí se es que es imposible es que a él, en su día,  le trataran mejor que a mí. 


miércoles, 15 de julio de 2020

En mantenimiento

«Te tocaron las vacas flacas», me dice un amigo. 

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince. Quince días sin escribir. Los primeros siete tenía excusa, una excusa endeble como las que suele dar los políticos para no hacerse responsables de absolutamente nada de lo que son responsables cuando algo, o todo, va mal. La excusa era que estaba de viaje, de mini vacaciones en Ibiza. En el fondo yo sabía que eso no era verdad, podía no tener tiempo para escribir pero, en otras vacaciones, en otros momentos, hubiera tenido un montón de ideas sobre las que escribir aunque no tuviera tiempo de hacerlo hasta volver a casa. En esos siete días, nada. Y luego otros ocho días y más nada. No es que no le de vueltas. Rebusco en mi cabeza alguna idea que me inspire. ¿Ibiza y sus bosques de pinos? ¿El ferry y la gente y sus mascarillas? ¿El curioso hecho de que los adolescentes a pesar de venir de una infancia con querencia veraniega mayoritariamente acuática se transforman todos en gatos que huyen del agua cuando llegan a los quince? ¿La asquerosa superioridad moral que sientes, sin querer, cuando te levantas a las seis de la mañana y a las seis y media estás en carretera para ir a trabajar? ¿Delibes? ¿Los podcasts? Esto no que ayer me dijeron "llevabas un rato sin hablar de podcasts y ya me estaba preocupando". ¿De mi montaña de libros pendientes esperando a que lleguen mis largas vacaciones? ¿De cómo ahora, que son mayores,  echo de menos a mis hijas mucho más que cuando eran pequeñas? ¿Sobre como ellas sólo fingen, y bastante mal por cierto, que me echan de menos? ¿Sobre porque tengo la sensación de que este verano está siendo, sin duda, el más largo de mi vida? ¿Sobre cómo la convivencia de diez personas en una casa, siete de ellas compartiendo baño, es un ejercicio acrobático digno de estar en el Circo del Sol? ¿Sobre mi malsana tendencia a pensar en negocios que, lamentablemente, no sobrevivirán al coronavirus y mis patéticos intentos de pensar en uno a prueba de pandemias, interesante, reconfortante y con sentido? 

Nah. Nada de eso me inspira ni da para más que tres o cuatro líneas. No es que piense que a nadie más le va a interesar, es que ni siquiera a mí me interesa darle más carrete. El otro día, ordenando unas cajas, encontré un cuaderno, de mi época de la depresión, con notas y reflexiones para posts que escribí en su día. Mi letra apretada llenando páginas y los márgenes y tachando y añadiendo. Me descubro sesuda, capaz de atar ideas, montando párrafos y construyendo argumentos. Me veo incapaz de hacer eso ahora mismo. Quizás gasté toda esa capacidad intelectual en aquellos días, quizás fue un efecto secundario de la medicación. Quizás es solo que me han tocado las vacas flacas. 

Este post debería haber llevado una advertencia al comienzo: «No leer, se están realizando tareas de mantenimiento en la inspiración literaria. Esperamos restablecer el servicio de manera adecuada lo antes posible.» 

martes, 30 de junio de 2020

Lecturas encadenadas. Junio.

Pues ya se ha pasado junio. El tiempo ha comenzado a acelerarse otra vez pero yo me agarro con uñas y dientes y con lo que me deja al ritmo de los días del confinamiento. No quiero acelerarme, ni correr, ni perder el tiempo ni dejarlo pasar sin enterarme pero me está costando. La vida me empuja a empellones poniéndome trampas que tengo que ir saltando: hay que ir al despacho y pasar la ITV que había olvidado y recuperar citas médicas perdidas estos meses y mil cosas más y a pesar de todo esto, he leído bastante. ¿Cuándo? No lo sé. Con la aceleración de la vida los días se vuelven borrosos y no consigo saber cuándo ni como hago las cosas.

Comencé el mes leyendo La tierra de los abetos puntiagudos de Sarah Orne Jewett y fue una medicina eficaz para luchar contra toda esa prisa sobrevenida porque es una novela que te traslada a otra época, casi a otro mundo, cuando no había prisa. Es una novela breve, publicada en 1896 que cuenta un veraneo en un pequeño pueblo pesquero de la costa de Maine en Estados Unidos. La narradora, de la que nunca conocemos su nombre ni su edad ni cómo ha conocido el pueblo, llega para pasar el verano descansando y escribiendo. Se aloja en casa de una lugareña, la Sra. Todd que además de alquilar habitaciones, recoge hierbas y prepara remedios para distintas enfermedades. La madre y el hermano de la Sra. Todd viven en una islita frente a la costa y la protagonista también irá a conocerlos.

La novela es un veraneo. Es un paseo por el pueblo conociendo a sus habitantes, escuchando el sonido de los pasos en las calles empedradas, viendo el mar cambiar de un día para otro dependiendo del oleaje, el viento y las nubes y conociendo a sus habitantes que cuentan historias del presente y también del pasado. En realidad no pasa nada, solo los personajes y sus vidas pero la autora los describe tan bien que uno siente al terminar el libro que el pueblo sigue viviendo aunque tú ya no lo veas. Quieres creer que podrás volver allí el próximo verano.

Esta cita describe perfectamente la novela:
«Puede que haya otras limitaciones en un verano así, pero la tranquilidad de una vida sencilla es suficiente encanto para compensar lo que pueda faltar, y las recompensas de La Paz no puedo valorarlas quienes viven en el fragor de la batalla.»

Lamento lo ocurrido de Richard Ford fue mi siguiente lectura del mes.  Cualquiera que siga estos posts con cierta asiduidad sabe que soy incondicional de Richard Ford, me gusta incluso cuando no me gusta.

Este volumen es una colección de relatos que te colocan en medio de la vida de los protagonistas. En la mayoría de ellos te sientes como si hubieras viajado en una máquina del tiempo y por sorpresa hubieras aparecido en una reunión en la que no conoces a nadie y no sabes que está pasando. No puedes hacer otra cosa que observar a tu alrededor y tratar de comprender porqué esa gente está allí, qué está haciendo y qué va a ocurrir. Y así es como Ford te lleva de la mano por sus historias. Algunas de ellas están ambientadas en Irlanda porque Ford estuvo becado allí mientras escribía este libro pero, en realidad, da igual donde sucedan, todas tienen un carácter universal: el amor, el desamor, el reencuentro. Eso sí, todas están protagonizadas por gente mayor, gente que recuerda historias, anécdotas, otros encuentros, otros amores y que se pregunta cosas como ¿Por qué me gustó está persona? ¿Por qué no seguí con ella? ¿Debería haber hecho algo? Para mí, los dos mejores relatos son el primero Nada que declarar y el último Perder los papeles pero los he disfrutado todos.

Y Ford sigue siendo el autor que mejor refleja en pocas palabras el desamor, el desapego que produce el final del amor:

«En algún momento alguien lo había encontrado atractivo y luego lo había lamentado».

No se puede decir más con menos palabras.

La mortaja fue el (primer) Delibes del mes. No había leído este breve relato (80 páginas) y no tenía ni idea de qué iba. Es tristísimo. La historia del Senderines y su empeño en encontrar a alguien que le ayude a amortajar a su padre para que nadie le vea desnudo es desoladora. Desde el comienzo, desde la primera línea descriptiva de ese paisaje árido, salvaje, amarillo, hostil en el que el niño juega con el barro la sensación de tragedia se te agarra al pecho. Quieres correr a recogerle, llevártelo a casa, darle de merendar, decirle que todo irá bien. Me ha recordado muchísimo a Intemperie, tanto la novela de Jesús Carrasco como la adaptación al cine de Benito Zambrano (recomiendo muchísimo las dos cosas).

En La mortaja están otra vez los tres temas estrella de Delibes: la infancia, el campo y la muerte. El Senderines comienza siendo un niño feliz y acaba siendo un niño sin vida porque ahora que tiene que abandonar su casa, su pueblo, ese valle hostil nada de lo que ha tenido hasta entonces seguirá en su vida y tendrá que empezar de nuevo. Coincide este relato con El Camino en la dimensión temporal porque todo pasa en una noche, una noche en la que un niño salta de la infancia a la realidad de la vida adulta pasando por el encontronazo con la muerte.

«–Yo aprendí a escupir por el colmillo, hijo, cuando me di cuenta d que el mundo hay mucha mala gente y que con la mala gente si te lías a trompazos te encierran y si escupes por el tomillo, nadie te dice nada. Entonces yo me dije: «Pernales, has de aprender a escupir por el colmillo para poder decir a la mala gente lo que es sin que nadie te ponga la mano encima ni te encierren». Lo aprendí. Y es bien sencillo, hijo».

Para esto mismo tengo yo el blog ( y para otras muchas cosas).

Hace unos años me encantó Apegos feroces, el primer libro de Vivian Gornick que se publicaba en español veinte años después de su publicación original. Me gustó tantísimo que fui a un encuentro con ella en La casa Encendida en Madrid y entonces el libro me gustó aún más porque Gornick es una mujer increíble, con más de ochenta años se había pasado el día paseando por Madrid, montando en autobús y a las diez de la noche frente a un auditorio de rendidos admiradores sentados en el suelo contó cosas de su vida, de su manera de pensar, de relacionarse, del amor, del trabajo. Desde entonces leo todo lo que se publica de ella y la sigo con interés aunque, a veces, como en este caso, me deje fría.

En Mirarse de frente, no he conseguido conectar con ella, interesarme con lo que cuenta y como lo cuenta. Me he aburrido de sus reflexiones, algunas muy brillantes pero co las que me ha costado conectar mejor dicho, no he conectado con el tono general del libro.

Mirarse de frente es una recopilación de ensayos de temática diversa. Comienza el volumen con una reflexión sobre el feminismo y el lugar que ha jugado en su vida desde que lo descubrió en los años sesenta. Desde la excitación del descubrimiento de las ideas feministas, la identificación con un grupo, con una camaradería y comunión que decidió que le valía, que con ella podía renunciar al amor y la pareja y volcarse en el trabajo y la hermandad. El segundo ensayo es Dirty Dancing con trasfondo reivindicativo, Gornick trabajaba de camarera en uno de esos refugios de verano americanos para familias y una de sus compañeras fue agredida sexualmente. Una cosa que me gusta mucho de Gornick siempre es que nunca se embellece, nunca se idealiza o se autodisculpa por los errores pasado o por los fallos presente. Este ensayo tiene un final demoledor cuando termina diciendo a su compañero «algo habrás hecho».

La mayoría de los ensayos de este libro tienen como tema el análisis de la dificultad para entablar relaciones sinceras y profundas con otros seres humanos. No se trata tanto de diseccionar el amor en pareja como aquello que nos hace capaces de entablar amistades verdaderas con las que compartir sin fingir, sin sufrir y de manera provechosa.

«La buena conversación depende de un engarce entre mente y espíritu tan sencillo como misterioso que, por lo demás, no se logra, sucede sin más. No es una cuestión de intereses mutuos, conciencia de clase o ideales compartidos, es una cuestión de talante; lo que hace que alguien responda como por instinto con un sensible «sé a lo que te refieres» en lugar de con un desafiante «¿a qué te refieres con eso?» Cuando se dan dos talantes iguales, muy rara vez perderá la conversación su flujo libre y despreocupado. Cuando no coinciden, hay que andar siempre con pies de plomo. Los talantes iguales funcionan de forma parecida a un conjunto de engranajes. No es una idea compleja pero el acoplamiento ha de ser perfecto. No aproximado, perfecto. De lo contrario los engranajes se niegan a tirar.»

Y como soy una señora mayor me ha encantado esto:

«Cuando era joven –le dijo a Andrea–los hombres eran siempre el primer plato, ahora no son más que el aliño. Mi consejo es que llegues a ese punto punto antes, la vida se te hará mucho más llevadera.»

Terminé el mes con Delibes y La Hoja Roja. Estoy leyendo tanto a Delibes porque el próximo día diecisiete estoy invitada a una charla con Juan Tallón sobre Delibes, los pueblos y los bares en la Universidad de Valladolid y qué mejor razón para leer todo Delibes que que me vayan a dejar hablar sobre él largo y tendido.

La Hoja Roja no tiene ni campo ni niños pero tiene muerte. Uno de tres de los temas de Delibes. En realidad es uno y medio porque el campo, el pueblo, está presente en el recuerdo constante que tiene Desi, la protagonista del pueblo que ha dejado atrás para irse a servir a la ciudad, en casa de Don Eloy.

«Su pueblo, pese a distar de la ciudad apenas siete leguas, se le antojaba un lugar vago y remotísimo, sin embargo, el pueblo era su inevitable punto de referencia.

Es una novela tristísima que Delibes, una vez más, escribe con maestría consiguiendo con su estilo y con las repeticiones constantes transmitir el ambiente, el sonido, el olor y hasta la impaciencia que la vejez provoca a veces en los otros, en los que no somos viejos o creemos no serlos. En esta novela, la vejez solitaria y amarga se palpa, se percibe y crea en e lector una sensación de incomodidad culpable. Te sientes culpable por pensar, por sentir que Don Eloy es un pesado, que se repite, quieres decirle que no lo cuente más y a la vez te da tanta pena que te sientes culpable.

La hoja roja es una novela de soledades. Don Eloy y Desi coinciden en estar solos sin saberlo. Los dos se hacen compañía sin saber qué se la hacen y los dos quieren ser queridos sin conseguirlo.


De este mes lo recomiendo todo aunque si vais a empezar con Ford o con Gornick es mejor empezar con El Periodista deportivo del primero y Apegos feroces de la segunda antes que con los que recomiendo aquí. Y leed sobre la tierra de los abetos puntiagudos, huele a verano en el mar y pasos escuchados durante la siesta.

Y con esto y una semana de vacaciones por delante en la que espero volver al ritmo de los días únicos, hasta los encadenados de julio.



viernes, 26 de junio de 2020

El mundo que me ha tocado vivir

Honoré Daumier
"El mundo en que me ha tocado vivir. Eso sí que es una frase para pararse a pensar. Una frase que hace fruncir el ceño; que provoca un eco desagradable en la cabeza; que incluso me entristece. ¿Qué significa el mundo en que te ha tocado en lugar de luchar por ocupar tu lugar en el mundo? Es algo como amnésico, anestesiado, paralizado en el sitio. Yo diría que en algún momento de esa frase está la historia enterrada de "la culpa de todo la tiene el teléfono". (Mirarse de frente, de Vivian Gornick) 

El fin de semana leí a Vivian Gornick sobre escribir cartas. Cuando la madre de Gornick tenía dieciocho años, trabajaba en el departamento de contabilidad de una panificadora (también he leído un artículo precioso sobre un panadero en Lyon en el New Yorker). Su jefe, el Sr. Levinson era, como ella, un emigrado europeo al que le gustaba leer y la música. Se hicieron amigos y por eso, cada noche, el Sr. Levinson al llegar a casa le escribía cartas contándole lo que había leído o si había ido al teatro o el paseo que había dado tras la cena o continuaba por escrito la conversación que habían tenido durante el día. La carta y esto me maravilla muchísimo, le llegaba a su destinataria a la mañana siguiente, a tiempo para leerla antes de ir al trabajo. (Chúpate esa, inmediatez de la era digital) 

Gornick habla de escribir cartas, de por qué ella ya no las escribe y prefiere llamar por teléfono. El libro se publicó en 1996 antes de que también abandonáramos las llamadas por los correos electrónicos, y estos por los mensajes de whasapp y estos por los gifs. 

En el mundo que me ha tocado vivir ya nadie escribe cartas, yo tampoco. Y como Gornick llevo toda la semana pensando en porqué ya no las escribo. Y tras darle vueltas y desechar todas las excusas posibles he llegado a la conclusión de que no tengo a quién escribir. El destinatario de una carta tiene que ser alguien con mucho interés en lo que yo pueda contarle y sin nada de prisa para ser capaz de manejar el ritmo de la correspondencia por escrito sin meter prisas ni tener tentaciones de mandar un whasap. Tiene que ser alguien a quién me haga ilusión escribir y, ahora mismo, no se me ocurre nadie. Bueno, me apetece escribir una carta a mis hijas, una carta que no lean ahora, que lean cuando yo me haya muerto o cuando se me haya ido la cabeza o,a lo mejor, un día por sorpresa cuando se les pase la etapa de considerarme la persona menos interesante de la galaxia y curioseando en mis cosas encuentren esos papeles y decidan leerlos y conocerme. 

Los papeles, la presencia física de las cartas. Ahora mismo, tengo a mi derecha una mesilla restaurada por  mi madre en la que guardo una caja con todas las cartas recibidas en mi adolescencia. Están ahí, sé como es la caja y como están ordenadas por años y atadas con un cordoncito. No recuerdo cuando fue la última vez que leí algunas de ellas pero sé donde están y como son. Incluso mis hijas podrán leerlas sobrellevando la vergüenza ajena de ver a su madre convertida en una adolescente carpetera y muy absurda. Mi hijas no tendrán papeles a los que recurrir para saber cómo eran de absurdas cuando eran adolescentes... otra cosa perdida en el mundo que nos ha tocado vivir. 
"La carta escrita en una soledad ensimismada, es un acto de fe; asume la presencia de otro ser humano, el mundo y el ser se generan desde dentro: la soledad se busca, no se teme. Escribir una carta es estar a solas con unos pensamientos ante la presencia evocada de otra persona. Me hago compañía imaginaria a mí misma. Ocupo la habitación vacia. Conjuro yo sola el silencio. Todas las cosas que hacía el señor Levinson cuando hace setenta años se sentaba a su mesa a medianoche para escribirle a mi madre". 
Me encantaría sentarme con un cuaderno y una pluma para escribir a alguien que no conozco o que conozco poco o que conozco mucho pero que no tiene prisa, como me pasa a mí ahora. Sentarte a escribir una carta es algo para hacer despacio, sin plan. Describir el lugar desde el que escribes, lo que has hecho antes, lo que planeas hacer después, como te sientes, quizás como has dormido, qué has comido, las reflexiones que te han surgido leyendo un artículo o lo mucho que has odiado una película, un podcast o lo que te ha sacado de quicio en una conversación laboral. Lo que te preocupa, te divierte, te angustia o lo que quieres preguntar. Me gustaría terminar, como terminaba mis cartas de adolescencia "voy a dejarlo ya para que me de tiempo de bajar a correos y te llegue pronto". Estoy pensando que tendría que comprar sobres, me parece bonito y evocador tener una remesa de sobres en casa, listos para llenarlos. Y luego dar el paseo a correos para enviarla. Sin certificación y sin urgencia, esperando que llegue porque los carteros son mágicos y harán su trabajo. Y esperar y esperar y esperar escuchando cada día el sonido de la moto del cartero subiendo por mi calle aguzando el oído para ver si para en mi buzón. 

Y leer la carta con calma. Y pensar en responder. Escribir una carta sobre todo lo que no escribo aquí. Escribirte cartas con alguien sin recurrir jamás al correo electrónico ni al whasap. Escribir cartas para poder meter en el sobre un ticket, un recorte, una fotografía. 

En el mundo que me tocó cuando era adolescente escribíamos cartas, luego me tocó un mundo en el que por culpa no del teléfono pero sí de internet dejamos de hacerlo y, ahora, en este mundo nuevo que estamos estrenando y que nos ha frenado en seco quizás sea el momento de retomar las cartas y la pausa porque no quiero tener prisa, no quiero ir a ninguna parte y lo más importante que (me) está pasando está en los detalles. 

Quizás sea el momento de encontrar un destinatario para que mis hijas no se encuentren con una carta tan larga que acabe aburriéndoles.