jueves, 29 de agosto de 2019

Nostalgia de un 91

Mi abuelo José Luis llamaba cada día a sus seis hijos.  Sentado en su mesa de despacho marcaba con sus dedos artríticos los números de todas sus casas y preguntaba qué tal el día. Cuanto tuve edad para contestar el teléfono hablaba con él y le contaba alguna cosa antes de pasárselo a mi madre. Una vez, con catorce años, contesté al teléfono estando en la cama. «¿Qué haces en casa? ¿Por qué no estás en el colegio?» «Abuelo, estoy enferma, creo que tengo un flemón enorme y me duele mucho la boca» Resultó que lo que tenía era mononucleosis, estuve tres semanas sin ir al colegio, perdí un montón de clases (desde entonces la probabilidad, la combinatoria y las permutaciones y yo no nos entendemos, pero esa es otra historia) y  aquella conversación me ha acompañado siempre. Sé donde estaba yo, tumbada en la cama de mi hermana, en la litera de abajo y sé donde estaba mi abuelo: sentado en su despacho. 

Antes de eso, cuando yo era más pequeña, un día al llegar del colegio en el teléfono rojo que había colgando de la pared en la cocina, había algo extraño pegado a la rosca. Era un candado para no poder marcar. Nosotros, mis hermanos y yo, por supuesto intentamos marcar. ¿Qué era aquel prodigio? A mí me intrigaba (y aún me intriga) pensar en la persona que inventó ese candado. El motivo de ese prodigio en nuestra cocina es que María Jesús, la chica que nos cuidaba, había hecho un uso abusivo y completamente desproporcionado de la linea telefónica hablando con su nuevo novio en Robledo de Chavela. Puede que los esfuerzos ahorradores de mis padres destrozaran una historia de amor aunque no sé muy bien qué tipo de conversación tendría María Jesús con su novio desde la cocina de nuestra casa rodeada de cuatro churumbeles a cual más plasta. 

Más adelante, mi hermana y yo, tuvimos teléfono en nuestro dormitorio: blanco y feo estaba clavado a la pared entelada de flores naranjas y blancas. No era un  teléfono "para nosotras", era un teléfono colgado ahí para que es escuchara en el resto de los dormitorios y pasada la emoción inicial me fastidiaba muchísimo tener que cogerlo cada vez que sonaba porque «para eso está al lado de tu mesa». Muchas conversaciones desde ese teléfono, muchísimas, pero la que más recuerdo fue una en la que llamé a mi madre para pedirle permiso para ir al bar O´Nabo de Lugo a tomar cañas. Me dijo que sí y le contesté "Mamá, soy feliz". Tenía dieciséis años. Acabo de recordar otra en la que llamaba a mi amiga Sofía, cuyo padre había sufrido un infarto, para preguntarle qué tal estaba. Me daba tanto miedo hablar con ella que recuerdo pensar mientras sonaba el tono de llamada «que no lo cojan, que no lo cojan». No lo cogieron y aún me siento culpable de aquella cobardía. 

Cuando tenía veinticuatro al teléfono fijo de Los Molinos llamó Fede «Ana, he salido del Bernabeu y al llamar a casa me han dicho lo de tu padre, no sé qué decir, voy para allá». Me llamó desde una cabina y yo recuerdo el sitio exacto de mi casa en el que estaba al oír su voz. Desde ese mismo teléfono llamé al Ingeniero en 1999 y acabamos teniendo dos hijas.   

«Necesito un ayudante y me ha dicho tu tío que eres muy espabilada. Te espero el lunes a las nueve» Esa es la última llamada memorable que recuerdo desde aquel teléfono pegado a las flores naranjas de la pared. Una llamada de Jefe Supremo que me llevó al trabajo que tengo ahora. 

Esta semana hemos decidido quitar el teléfono fijo de nuestra casa, no lo usamos y las niñas ya son mayores. «Solo llaman nuestras madres y los de las compañías telefónicas» parecían dos razones de peso para darlo de baja. Pero he descubierto que me da pena, una pena absurda y ridícula carente de cualquier sentido. Más que pena es nostalgia, eso es. Nostalgia de las llamadas de mi infancia, de mi abuelo, de las llamadas de ligues (contadas con los dedos de una sola mano) que esperaba con muchos nervios. Nostalgia de los años que, tras una ruptura terrible, cada vez que sonaba el teléfono decía "Si es para mí, no estoy". Nostalgia de ese teléfono fijo que puedes ignorar, que puedes no coger. Nostalgia de saber que si no querías cogerlo estabas a salvo, bastaba con decir en caso de que alguien te lo reprochara: no estaba en casa.  

Nos quedamos sin teléfono fijo y me da rabia saber que no podré importunar a mis hijas cogiendo llamadas que son para ellas y decirles con media sonrisa en la cara:«te ha llamado alguien». 

Nos quedamos sin teléfono fijo y me da pena pensar que ese número, el nuestro, será para otros. 

Nostalgia de un 91, quién me lo iba a decir. 



lunes, 26 de agosto de 2019

Viajar y escribir con Patrick Leigh Fermor

Leer despacio. Leer sin prisa. Viajar despacio, viajar sin prisa. Mirar, disfrutar del paisaje, de la historia, tener curiosidad, interés y tratar de que no te apabulle ni tu desconocimiento ni la certeza de que jamás tendrás tiempo para conocer todo lo que te interesa. No desfallecer ante la certeza de que mi cabeza no es capaz de absorberlo todo, de retener todo lo que me gustaría saber.  

En 1933, Patrick Leigh Fermor tenía diecinueve años y salió de Londres con una mochila con un poco de ropa,  un par de libros, un diario, un bastón y unas botas de clavos. Todo lo perdió varios veces a lo largo del camino que le llevaría, atravesando Europa, hasta Constantinopla. Cuarenta años después escribió El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua contando parte de este viaje, dejándonos para siempre sin saber cómo llego al final porque murió, con noventa y seis años en 2011 sin haber tenido tiempo de terminar de contar esta historia. 

En 2019, con cuarenta y seis años y tirada en una playa de arena negra de La Palma tras haber caminado diecisiete kilómetros viendo volcanes comencé a leer a Patrick. Él camina sin prisa porque no la tiene, porque dispone de todo el tiempo del mundo para hacer ese viaje pero yo empiezo a leerlo con ansia porque quiero saber a dónde va, qué le va a pasar, qué va a ver, con quién se va a encontrar. Entro en su viaje, agotada y oliendo a arena y a pinocha de pino canario, diciendo a Patrick: «Venga, cuéntame, vamos, avanza, esto ya lo hemos visto, venga, aquí no hay nada que ver, sigue, vamos a pasar a la siguiente etapa». Sin fuerzas y con los pies negros de arena volcánica entré corriendo en su libro pero pronto me di cuenta de que así no podía leerlo, de que no lo estaba haciendo bien. Poco a poco, durante todo el mes, según iban pasando los días acompasé mi lectura al ritmo de sus pasos sobre la nieve, por la orilla del rio, por las calles de los pueblos que atraviesa, de las ciudades a las que llega y para cuando alcanzó los bosques de Hungría y Transilvania, yo ya iba como él, mirando el paisaje, con una pajita entre mis manos queriendo pararme en cada rincón a preguntar curiosidades, a apuntar datos, a buscar en google ese monasterio en el que ha pasado esa noche o ese retablo que comenta y que recuerdo perfectamente porque lo vi en Colmar hace un par de años. Ojalá me hubiera fijado como él, ojalá lo hubiera descrito, ojalá pudiera escribir como él pero como dicen en la contraportada «es tan bueno que está más allá de la envidia». 

Mientras iba cogiéndole el ritmo y siguiendo su ruta atravesando Alemania, Austria, Hungría, Rumanía, aprendí a mirar como él, a preguntarme cosas. ¿Por qué las ventanas en La Palma son rectangulares? ¿Quién fue el primero que decidió decorarlas con rombos en su parte inferior? ¿Qué pensaron los primeros castellanos que llegaron a La Palma? ¿Por qué las plataneras son tan deprimentes? ¿Quienes eran los muchachos del Roque de los muchachos? ¿Quedan pastores que salten con pértiga? Comparo los colores de La Palma con los de Fuerteventura y Lanzarote, no recuerdo que allí todo fuera tan nítido, tanto que casi duele mirarlo. Y desde luego allí no había esas pendientes por las que temo despeñarme con el coche. 

Cuando terminaron las vacaciones y continué con el veraneo seguí acompañando a Patrick, llegamos a Viena, a Bratislava, a Praga. Él no tenía prisa, paraba en casas, en castillos, en haciendas solariegas de amigos que había ido conociendo por el camino. Yo tampoco tenía prisa ya, dejé de desear llegar al final y quise que nos quedaramos a vivir en cada etapa. «Patrick, quedémonos un poco más en esta ciudad, en este castillo, con estos pastores. ¿A qué viene tanta prisa?» En el valle de Benasque, entre bosques y ríos, pensé ¿quién llegaría aquí primero? ¿por qué Sos dejó de ser capital del valle? ¿qué significa Sositania? ¿Habrá restos romanos por aquí? 

Patrick es un aventurero. Yo no. Creo que es bueno que quedemos unos pocos irreductibles a salvo de la tentación de la aventura porque somos el refugio de los que sí lo son. Somos tanto el sitio al que acaban volviendo como el lugar que no quieren ser: somos su motor, su razón de ser.  Viajo con él mientras recorro La Palma y el valle de Benasque e imagino tener el tiempo que tuvo él, esos tres años, y casi ochenta más para reflexionar sobre ese viaje, para escribirlo, para pensarlo. Viajó para tener algo sobre lo que escribir y se pasó la vida estudiando lo que había viajado para poder contarlo, para explicarlo y explicárselo. La mayoría de las zonas que recorrió en aquellos tres años fueron arrasadas por la II Guerra Mundial y desaparecieron tanto geográfica como emocionalmente: la mezcla de nacionalidades, la vida en el campo, la vida girando en torno al ciclo de las estaciones, la naturaleza virgen, el tiempo sin prisa...¿Y si lo que yo veo desaparece? ¿Y si nadie lo cuenta?  

En el prólogo dice Jacinto Antón que Patrick es «el hombre que uno hubiera querido ser, si hubiera tenido suficiente coraje para ello». No he sido capaz de escribir sobre mis viajes de este verano porque recapitular un viaje, contarlo, es siempre un ejercicio peligroso. Escribir sobre un viaje cuando, a la vez, estás acompañando a Patrick es un suicidio, pero ¿para que tengo el blog si no es para arriesgarme? Al menos lo he intentado.    


lunes, 19 de agosto de 2019

Catorce años

Catorce años. Como escribí cuando los cumplió tu hermana, se acabó la infancia. Llevo todo el año experimentando el final de esa etapa, me aferro a que me des algún abrazo cuando te lo pido y a que sigas contestando "muchísimo" cuando te pregunto cuánto me quieres pero sé que se me está acabando. No quiero ponerme nostálgica ni renegar de la adolescencia porque tus trece años, los que se acabaron ayer, han sido tan divertidos como deseábamos que fueran hace justo un año.  

Releo lo que te escribí el año pasado, cuando cumpliste trece, y veo que hemos cumplido bastante a rajatabla lo que nos proponíamos. Han sido divertidos porque sigues siendo divertida, como siempre lo has sido, desde que eras un mico y hablabas todo con la z (gracias infinitas a mi yo de treinta y cuatro años que se puso a transcribir todas esas conversaciones) hasta ahora que no callas ni debajo del agua.  Las conversaciones contigo están sembradas de frases bombas que nos dejan a todos fuera de juego. «Mamá, ¿has cumplido tus sueños?», «Yo voy a conseguir una beca de un banco porque voy a pensar una idea buenísima, algo que todo el mundo necesite y que sea muy necesario, por ejemplo, papel higiénico» o tus infinitos ¿Y si? que me agotan pero que no quiero que terminen. Ahora que estoy viviendo los quince de tu hermana, prefiero un millón de "Y sis" al caminito de monosílabos que nos espera a la vuelta de la esquina. 

Hemos viajado.  Hemos respondido a la pregunta que me hacías cada vez que echábamos la primitiva «Mamá, si te tocara, ¿lo primero que haríamos sería ir a NY?» El viaje de tu vida: Nueva York. Verte caminar, mirar hacia arriba recorriendo las avenidas, reconocer los edificios, los lugares de tus series favoritas, descubrir contigo Central Park y el MoMA, pasear bajo la lluvia, coger el metro, escuchar ópera en el parque, contarte la historia del Concorde, enseñarte el avión de Top GUn, descubrirte America de Simon & Garfunkel mientras veíamos la Estatua de la Libertad desde un barco, plantarnos delante del Dakota y al volver a Madrid ver La semilla del diablo contigo. También has estado en Hong Kong y Taiwan porque tienes la suerte de tener una abuela genial que vive allí y que quiso celebrar su 80 cumpleaños con toda su familia. Descubrir Asia, descubrir que la extraña allí eras tú «Mamá, hoy nos han hecho fotos en un restaurante» me decías cuando me llamabas desde el otro lado del mundo. Allí descubriste la Mafia y apunté en la lista de pelis pendientes, para ver con vosotras, la trilogía del Padrino cuando me contaste que «la abuela vive cerca de la casa de un mafioso pero es un mafioso bueno porque si haces lo que él quiere no te hace nada». Está claro que necesitas unas clases de mafia siciliana. Aunque también has estado en Sicilia en una boda. Definitivamente en los trece años has viajado demasiado, tenemos que plantearnos los catorce como algo más calmado, más tranquilo.

Las pelis de miedo siguen sin asustarte pero te aterrorizaste con la escena de Chernobyl en la que los hombres suben al tejado a tirar los restos radiactivos, te hiciste bolita en el sofá porque no querías mirar. Adoras a los perros, a Shawn Mendes y la moda y puedes llegar a ser agotadora hablando de las tres cosas. 

Cuando tu hermana cumplió catorce yo tuve miedo, un miedo irracional porque no sabía lo que me esperaba. Ahora sí lo sé y tengo un miedo más real, más justificado. No tengas prisa en pasar los catorce, pasémoslos tranquilas, aburrámonos de rutina, veamos pelis, háblame de influencers, de moda y de maquillaje y sigue taladrándome con preguntas. Continua siendo curiosa, presumida e inquieta y, por favor, no empieces con los monosílabos. Todavía no. 

Feliz cumpleaños, princesa pequeña.

PS: la foto que ilustra el post ha sido elegida tras un largo proceso de negociación entre la homenajeada y la autora. 

lunes, 12 de agosto de 2019

Porqué hay que ver Así nos ven

¿Qué harías si un día llegas a casa por la noche y tu hijo adolescente no aparece? ¿Qué harías si, horas después, descubres que tu hijo no está de juerga, ni con sus amigos, ni borracho en una esquina sino detenido en comisaría? ¿Qué harías si al llegar descubres que llevan interrogándolo horas, sin abogado, sin ser acompañado por un adulto? ¿Qué harías si no entiendes nada? ¿Qué harías cuando descubres que el sistema está en tu contra? ¿Qué harías cuando el sistema te pasa por encima y destroza a tu hijo y a tu familia? 

Hace días que vi Así nos ven la  serie de Netflix que narra la historia de los cinco de Central Park y no dejo de darle vueltas. En 1989 cinco chavales,  con edades comprendidas entre catorce y dieciséis años, fueron acusados de violar y golpear a una joven corredora en Central Park. Acusados sin pruebas o con pruebas amañadas fueron condenados a entre seis y trece años de cárcel. En 2002 sus condenas fueran anuladas cuando el verdadero culpable, confesó el crimen. 

Es una serie sobre racismo, sobre injusticias, sobre esos críos y sus vidas destrozadas por el sistema, por la prensa, por la opinión pública y va también, si tienes hijos, sobre ser padres. 

Viéndola no dejaba de preguntarme qué hubiera hecho yo. Nada mejor que ellos, puede que alguna cosa peor, pero eso es lo de menos. Lo que me inquietaba viéndolo, lo que no me dejaba casi respirar mientras asistía a su desastre, era acercarme, aunque fuera muy de lejos, a lo que esos padres sentirían, sufrirían. Que tu hijo sea un criminal, reconocer que es malo, tiene que ser terrible porque todos, absolutamente todos, creemos que nuestros hijos son buenos y nos resistimos como gato panza arriba (me encanta esta expresión) a reconocer que puedan ser malos que puedan hacer algo malo,  pero vivir con la certeza de que tu hijo está sufriendo un castigo injusto y terrible sin que tú puedas hacer nada tiene que ser aún peor, es terrorífico. 

Enseñas a tus hijos a ser buenos chicos, a no meterse en líos, a evitar el peligro, a que si te portas bien estarás a salvo, les dices que las leyes nos protegen, que el sistema está para algo y de repente todo eso en lo que creías, todo aquello que sustentaba tu realidad se desmorona dejando a tus pies un vacío inmenso en el que te precipitas sintiendo que no tienes asideros para poder ayudar a tus hijos. No soy capaz de imaginar la enormidad de la angustia de esos padres sintiéndose culpables por haber engañado a sus hijos en su educación, por el descubrimiento de que la certeza de sus principios era falsa y por su impotencia para poder ayudarlos. En la serie queda muy bien retratado como cada una de las familias se enfrentó a la situación, cada uno como pudo, aguantando la respiración o boqueando buscando aire hasta asfixiarse, peleando o rindiéndose, esperanzados o desesperados, convirtiéndose en descreídos o buscando refugio en la religión. 

La vida de esas familias estalló en mil pedazos porque a la angustia por la injusta condena se sumó también la acusación popular: hubo mucha gente que creyó que eran violadores, que pidió que los condenaran a muerte (Donald Trump pagó un anuncio a todo página en el New York Times pidiendo que los condenaran a muerte) y que durante años y años marginó a esas familias, a esos padres, a los hermanos. 

Las vidas de esos chicos se perdieron entre rejas, entraron siendo críos aterrorizados y salieron siendo adultos heridos. En un especial de Oprah Winfrey en el que los entrevista son las dos cosas a la vez: críos asustados y hombres heridos. Percibes su fragilidad, su miedo. Son piezas de porcelana rotas y vueltas a pegar que temen volver a romperse en cualquier momento. 

Lo que más me impactó, sin embargo, fue ver en sus ojos, en sus gestos, en sus miradas un reproche: Papá, mamá ¿por qué no me ayudaste? Uno de ellos incluso culpa a su padre de todo lo que le ocurrió, opina que fue un cobarde, que le falló tanto que jamás podrá perdonarlo. Les entiendo, eran niños y seguirán siéndolo para siempre. Pero yo pienso en los padres, en como te sientes teniendo hijos y en como hay cosas que siempre ocurren por primera vez y para las que no estás preparado. Imagino a sus padres aterrorizados, incrédulos, asustados y, a la vez, teniendo que fingir que sabían que hacían, que de verdad creían que todo iba bien, que se solucionaría. Los veo en la serie desbordados por la situación y ellos también parecen niños. Yo lo sería, no sabría qué hacer. Y, a veces, me siento así con mis hijas. Pasan cosas nuevas, situaciones que no sabía que ocurrían y frente a las que no sé cómo actuar aunque finjo tener todo controlado. A lo mejor esto solo me pasa a mí, a lo mejor el resto de padres del mundo lo tienen todo clarísimo siempre pero yo, sinceramente, la mayor parte del tiempo improviso confiando en que todo vaya bien ,como hicieron esos padres.

Hay que ver Así nos ven aunque tengas que ir parando de vez en cuando para mirar por la ventana y pensar: «por ahora, estamos a salvo, todo va bien» antes de volver a surmergirte en «qué fácil es que todo se desmorone».