lunes, 24 de junio de 2019

Veranear


Cuando mis hijas acaban el colegio mantengo la rutina  que tenían mis padres cuando era yo la que terminaba mis clases: dejamos Madrid y nos mudamos a Los Molinos. Yo no cierro la casa, ni limpio la plata antes de guardarla envuelta en ese papel tan fino que no sé como se llama, ni enrollo las alfombras, ni pongo barreños con agua para atrapar el polvo, pero la sensación de traslado es la misma. Dejamos Madrid, nos marchamos, empezamos a veranear.


Me gusta la palabra veraneo aunque no me guste nada el verano. Me gusta la palabra porque ya nadie la usa. Veraneo es Los Molinos, claro. Es escuchar los pájaros al despertarme y reconocer, por el sonido de los pasos en la escalera y la manera de abrir y cerrar la puerta de la cocina, quien se ha levantado antes. Veraneo es compartir baño entre siete, como los Cazalet, y organizar turnos de ducha por la mañana en intervalos de diez minutos para que ninguno lleguemos tarde a trabajar y todos podamos aprovechar algunos minutos en la cama. Veranear es luchar por un hueco en la estantería del baño para dejar tus cosas y que siempre haya gazpacho casero en la nevera y melocotones para desayunar. Veraneo es dormir veinte minutos menos y conducir cien kilómetros más para ir a trabajar y que al llegar a casa me compense. Veraneo es salir por las mañanas  con el jersey puesto rezando para que en el minuto que atravieso el jardín no salte el riego y me meta en el coche siendo miss camiseta mojada. Veraneo es esquivar gente que me habla en el desayuno y encontrarme tres hombres vestidos de ciclistas en la cocina cuando bajo en pijama y despeinada. Veraneo es escuchar por la noche, desde la cama, la animación de los fuegos de campamento en la falda de La Peñota y, en agosto, imaginar maneras de acabar con el hombre que ensaya con su dulzaina cada tarde cuando me estoy desperezando de la siesta. Veraneo son chanclas y darme cuenta de que, en mi armario, hay ropa de verano que lleva más tiempo conmigo que mis hijas. Es saber que no me dará tiempo a ponerme toda esa ropa porque al final siempre elijo los mismo vaqueros cortos y las mismas tres camisetas. En mi veraneo no hay fiestas, ni saraos ni compromisos sociales que impliquen arreglarse. Veraneo es que casi siempre te toque vaciar el lavaplatos y que casi nunca encuentres hueco en él para meter tu taza de desayuno. Veraneo es respetar las tazas favoritas de cada uno y los sitios fijos en la mesa para comer. Veraneo es desayunar descalza al aire libre y darle pan a los perros para que me dejen en paz. Es comer por la tarde y cenar casi al día siguiente. Veraneo son toneladas de patatas La Montaña y murciélagos en el porche. Es encontrarte pares de zapatos por toda la casa e intentar adivinar de quien son. 

Veraneo es bomba de humo a la hora de la siesta y carreras por ver quién coge el columpio para dormir hasta que te despierta un lametón de perro. Veraneo es la coreografía de diez personas conviviendo en una misma casa charlando, riendo, discutiendo, odiándose, comprendiéndose, haciendo bandos que cambian cada día o casi cada hora y que se echan de menos cuando unos o otros se marchan de vacaciones abriendo un hueco en el veraneo. 

A mí el verano no me gusta pero el veraneo no lo cambio por nada, ni siquiera por las vacaciones. Cuando me jubile solo veranearé.


martes, 18 de junio de 2019

Hacerse viejo

Les saludo cuando llego a mi butaca. «Buenas noches» y sonrío, ellos me devuelven la sonrisa y el saludo. Mientras me acomodo pienso que ser poco sociable y estar en contra de hacer pandilla no está reñido con ser educado y que yo siempre saludo a mi vecino de butaca en el cine, en el teatro, en un tren o en un avión. 

«Aging is not a normal condition for the aging person... Actually, it is quite definitely a sickness, indeed a form of sufferinf from which there is no hope of recovery. Aging is a incurable sickness, and because it is a form of suffering it is subjetc to the same phenomenal laws as any other acute hardship that afflicts us at some particular stage of live» (Jean Amèry) 

Me quito la chaqueta, me la vuelvo a poner porque en el teatro hace frío polar y al hacer estos gestos mi mirada se cruza con la de ella y me sonríe otra vez. No decimos nada porque, por educación, no se habla con extraños si no hay nada interesante que decir. Me pregunto porqué están sentados en la segunda fila. Me pregunto si ellos también estarán pensando qué hago yo en esa butaca. ¿Son los padres de alguien? Seguramente lo son y también son abuelos de alguien y puede que bisabuelos porque son muy mayores, muchísimo. Es curioso como mi escala para medir la edad de alguien va variando según mi madre va cumpliendo años. Definitivamente ellos son mayores que mi madre, mucho más, lo que les convierte en ancianos. Elegantes, interesantes y educados ancianos. 

Avanza el acto y los miro de reojo. ¿Qué o quién los ha llevado a salir de casa un sábado por la noche? Yo estoy aquí por obligación, si pudiera estaría en casa leyendo o cenando por ahí. ¿Por qué están aquí? Algo muy importante o alguien a quien quieren mucho tiene que ser la razón. Ellos se quieren mucho, tienen las manos entrelazadas. La mano derecha de él, blanca casi transparente, con la piel tirante sobre las falanges como si hubiera empezado a quedarse corta para cubrir todo el esqueleto, descansa entre las de ella que la sujetan con ternura, dándole calor.  No es un contacto casual ni obligado por la rutina, ni dado por sentado. Tampoco es, en tiempos de primeras citas, una primera cita. Es un gesto engendrado en años de relación. En muchos años. 

Decía Jean Améry que envejecer se experimenta de distintas maneras. Para empezar, cuando somos jóvenes vivimos en el espacio y en el tiempo pero, a medida que envejecemos, el espacio va desapareciendo y el tiempo ocupa su lugar. Dedicamos más y más tiempo a pensar en el tiempo, en su paso, en el que ha pasado y en el que nos queda (o creemos que nos queda) por consumir). Además, nos volvemos extraños a nosotros mismos. Nos miramos en el espejo y nos sorprende lo que vemos, vernos. Es un shock que experimentamos cada día, quizás el gesto de cogerse las manos les sirva para reconocerse. O no. No lo sé. Améry también habla de que al envejecer la naturaleza se convierte en algo ajeno: una montaña que ya no podemos subir, un río que no podemos cruzar a nado, una caminata que ya no podemos hacer. Quizás salir una noche de sábado sea  una batalla contra eso, contra el "ya no podemos". Quizá yo me planteo que me gustaría estar en casa porque creo que tengo toda una vida, si quisiera, para poder salir por la noche.  

Lo peor para Améry es el envejecimiento cultural. Poco a poco vamos sintiendo que el mundo que nos rodea no tiene nada que ver con nosotros. Las novedades en arte, en moda, en política, en la vida en general nos sorprenden, nos cabrean, nos asustan o nos hacen sentir incómodos. El mundo ya no es para nosotros. Me pregunto si estos señores, si esta pareja echa la vista atrás y piensa que esta ciudad de provincias en la que llevan toda la vida ya no es la suya o sí es la suya pero lo es en menor medida que aquella en la que se criaron o a la que llegaron para formar una familia. 

El acto no se termina nunca. Cae una hora, cae otra hora, a cada rato pienso que no puede quedar mucho, que en diez minutos estaremos fuera pero pasan esos diez minutos y otros diez y otros diez y no acaba. Me desespero. Les miro de reojo y ahí siguen, con las manos entrelazadas. Me doy cuenta de que yo siempre tengo prisa, siempre quiero terminar aquello en lo que estoy para pasar a otra cosa. Esa es otra de las características de envejecer, se acaba la prisa, las ganas de pasar a otra cosa, que crees que quizás será mejor, y te centras en lo que tienes ahora porque a lo mejor después ya no hay nada. 

Al día siguiente con los pies doloridos y muchísimo sueño pienso en ellos otra vez. Creo que no me despedí, que me pudo la prisa pero atisbé a ver como alguien se acercaba a abrazarles con cariño.  

«Hay tres categorías: señor mayor, anciano y viejo. Un señor mayor es una persona de edad, como soy yo. Un anciano es una persona mayor que ya tiene achaques y una vieja es una anciana que se aprovecha de serlo. Esa es mi clasificación» (Javier Cansado. Todopoderosos Disney)

Últimamente pienso en mí como una señora mayor, mis hijas me dicen que soy vieja pero no "viejorris", pero cada vez más pienso en que quiero llegar a ser anciana y tener aspecto de serlo. Llegar a viejo, que no es lo mismo que ser viejo, es un logro y quiero que, si lo consigo, se me note en el pelo blanco, en las arrugas, en la piel transparente, en la forma de hablar y en dejar de tener prisa. 


PS: He descubierto a Améry leyendo The situation and the story de Vivian Gornick un libro que analiza las distintas maneras de escribir no ficción, de escribir memorias. 


miércoles, 12 de junio de 2019

Recuerdos de mi propio adolescentismo

Ayer fui al colegio de mis hijas a dar una charla. Todo empezó por un malentendido: «Hola, soy la orientadora del colegio de tus hijas y me han dicho que eres escritora». Intenté corregir el error. Lo corregí. «Ah, no. No soy escritora. He escrito dos libros pero trabajo en otra cosa, en la televisión». Esta corrección, sin embargo, no funcionó: «Me interesa tu experiencia, ¿vendrías a dar una charla a los de tercero de la ESO?» Y dije que sí. Supongo que la culpa fue de la sorpresa, del jetlag o de mi ya legendaria capacidad para decir que sí a cosas de las que luego me voy a arrepentir. 

Lo que no contaba era con arrepentirme tan rápido. 

Mamá, no puedes dar esa charla. ¿Tanto nos odias? No nos des la paga del mes de junio pero, por favor, no lo hagas. Llama y di que no. Se coherente, años despotricando del colegio, años de no estar en ningún grupo de wasap y ¿lo vas a tirar por la borda? 
Ya me he comprometido. 
Da igual. ¿Te pagan?
No, claro que no. 
Llama y di que no vas o me tiro por la ventana. 


Me encantó poder cerrar esta escena dramática devolviéndoles una de sus frases, una que me saca de quicio: 

No seáis dramas.  

La charla fue bastante bien. O por lo menos no tal mal como mis hijas habían pronosticado la noche anterior: «Va a ser un desastre», «vas a hacer el ridículo», «se van a reír de ti porque los de tercero son lo peor». Sus consejos fueron de todo menos reconfortantes:  «no te hagas la graciosa», «termina rápido». También me dijeron que no comentara que era su madre pero por supuesto no les hice ni caso, de hecho fue lo primero que dije: «mis hijas están en este colegio». 

A un lado padres y madres, como yo, todos contando su experiencia laboral: abogados, fotógrafos, empresarios, ejecutivos, cantantes, profesores, encargados de residencias de tercera edad. Al otro adolescentes de quince años en pantalón corto y camiseta mirándonos con escaso interés y un nivel de educación variable entre mucho y escaso. En ningún caso fueron tan terribles como mis hijas habían pronosticado. Estaban aburridos, poco interesados, con cara de desear estar en cualquier otra parte pero, de vez en cuando, una frase, una explicación y en cada cambio de presentación atendían como esperando que les contáramos algo importante, algo que fuera real para ellos, algún secreto de la vida de adultos. 

«Para vivir veo pelis» les dije yo. 

Mientras seguía con mi discurso pensé en que cuando yo tenía su edad, con quince años, en mi colegio se empeñaron en que hiciéramos balonmano. Trajeron una profesora nueva que quiero pensar que hizo lo que pudo con nosotros: intentó explicarnos las bases del juego, las técnicas y engancharnos en ese deporte. Por supuesto, a mí me interesó cero, me desagradó profundamente y cuando con toda su buena intención nos pasó un cuestionario para dar nuestra opinión sobre la actividad. Fui desagradable, irrespetuosa y muy imbécil. Para llevar aún más allá mi idiotez le enseñé el cuestionario a mi madre como si fuera una cumbre de madurez ser tan sinceramente maleducada. Treinta años después volví a acordarme de aquella bronca, deseé que esos niños fueran mejores que yo. 

«Mamá, imagina que tus padres hubieran ido a dar una charla a tu colegio. Te hubieras muerto de vergüenza». Creo que no. Creo que me hubiera hecho muchísima ilusión, sobre todo porque mis padres llevaban mi política de "evitar cualquier contacto con el colegio" a la categoría de obra maestra: ni reuniones, ni entrevistas con los profesores, ni interacciones con otros padres, ni mensajes. Nada. En la era anterior a los móviles, anterior incluso a las agendas escolares, mi padre, harto de tener que dar explicaciones en el colegio, me hizo un salvoconducto: «esta tarjeta vale para todo lo que diga mi hija Ana durante todo el curso». Me sentí orgullosísima de él aunque no tanto como la vez que descubrí que «el señor más guapo» que había visto en su vida una de mis compañeras era él.  

«Por encima de mi cadáver me dijo mi padre cuando decidí estudiar historia. Estudiad lo que os guste, aprended inglés y aprended a escribir como si tuvierais algo importante que decir» con esta frase acabé mi charla. 

¿En serio les has dicho eso? Ni se te ocurra volver el año que viene. 

Creo que no volveré,  demasiados recuerdos.  


lunes, 10 de junio de 2019

Los gañanes y el fútbol femenino

A mí no me gusta el fútbol, me aburre. No consigo entender su belleza ni su interés por mucho que lo intente y lo he intentado con fuerza porque mi hija mayor, María, lo ha amado desde que era muy pequeña. 

Diez años acompañándola en esta afición y sigue sin gustarme. Intento concentrarme en el partido cuando voy a ver alguno (los menos posibles, lo confieso) y pronto me encuentro mirando a otros espectadores, contando las ventanas de las casas que se ven al otro lado del campo,  atenta a la jugadora a la que se le caen los calcetines todo el tiempo o cronometrando el tic de otra  que se aprieta la  coleta cada treinta segundos, en lo que sea menos en el partido. 

Pero lo intento, leo todo lo que cae en mis manos sobre fútbol femenino y cuanto más leo y cuanto más conozco más me interesa la historia del fútbol femenino y más me encabrono.  
«Se trata de un experimento social. ¿Podrá la maquinaria propagandística del sistema hacernos creer que el fútbol masculino y femenino están al mismo nivel? Muy interesante».
Lo primero que he descubierto es que los hombres se sienten amenazados, ridículamente amenazados y que, además, hablan sin saber. Su argumento suele ser «el fútbol femenino es un invento del feminismo feminazi que lo único que quiere es hacernos creer que a las mujeres les interesa el fútbol». Lo que viene siendo no tener ni puta idea y ponerte a hablar por hablar porque el fútbol es tuyo y de tus amigotes y cómo osa alguien venir a hacer pis en tu rinconcito de testosterona. 

Te pones a leer y resulta que las mujeres llevan jugando al fútbol más de cien años, ¡Cien años! En 1894 Nettie Honeyball fundó el primer equipo de fútbol femenino y en 1895 se jugó el primer partido entre dos equipos de mujeres. ¡Vaya! Parece que las feministas de ahora tenemos muchas ganas de incordiar, las mismas que tenían las de hace ciento veinte años cuando se pusieron a jugar al fútbol al poco tiempo de que empezaran ellos a darle al balón. 

También entonces los energúmenos de la época se parecían mucho a los de ahora e iban a los partidos a insultar, a gritar e incluso a agredir a las mujeres. Los energúmenos de entonces mandaban más que los de ahora así que según iba creciendo la afición por el fútbol femenino más nerviosos se iban poniendo y así fue como en 1921 se prohibió a la mujeres jugar al fútbol en Gran Bretaña, en 1930 en Francia, en 1941 en Brasil y en 1950 en Alemania. Las excusas para prohibir el juego fueron cosas como que ponían en duda la sexualidad de la mujer o que podían comprometer su capacidad reproductiva. Es curioso como trabajar dieciséis horas al día encargándose de los hombres jamás se ha cuestionado como un posible problema para la capacidad reproductiva o simplemente para vivir sin deslomarse.  

Durante cien años ellos han vivido tranquilos gozando de sus partiditos, sus pachangas, sus fanatismos y todo iba sobre ruedas hasta que ¡alehop! tenemos fútbol femenino en los medios de comunicación y claro se han sentido heridos en su estúpido orgullo de macho. 
«El último mundial femenino no le interesaba a nadie, pero ahora la mejor jugadora del mundo no va a la selección porque no cobran como los hombres. Si la gente disfruta y quiere pagar por ver fútbol femenino me parece muy bien, pero nos lo están forzando de manera antinatural. No esta surgiendo un interés sino que se está promocionando algo para lo que no hay demanda».
El gañanaco que se cree que él ve lo que quiere en la tele porque él decide, por que él tiene capacidad de discernimiento suficiente para no verse influenciado por nada ni nadie. ¿Se ve más fútbol masculino en la televisión? Eso es porque él quiere, porque los hombres juegan mejor y no porque haya montado todo un negocio de venta de derechos entre televisiones, clubes y empresas que gestionan esos derechos. Podría explicarle que si esas empresas y esas televisiones quisieran él decidiría "libremente" ver petanca polaca en su televisión pero no serviría de nada porque el verdadero gañán del fútbol masculino jamás sale de su cuevita de confort en la que un hombre es mejor, vale más y cobra más porque sí, porque Dios lo quiso así. 
«Pues ya ves, hemos pasado de que las mujeres deben tener los mismos derechos que los hombres, a que el fútbol que hacen las mujeres por narices nos tiene que gustar lo mismo que el de los hombres».
Dejando de lado su claro posicionamiento en contra de que las mujeres tengamos los mismos derechos que los hombres me fascina su argumento de niño de tres años «pues a mí no me va a gustar el brócoli porque mi madre me diga que me tiene que gustar». A ver, chaval, el fútbol femenino no tiene que gustarte, ni siquiera tienes que verlo, ni conocer su existencia, lo único que tienes que hacer es dejar que exista y no dejar de respirar de indignación absurda. ¿No te gusta el fútbol femenino? Pues muy bien. A mí no me gustas tú (ni tampoco el fútbol femenino) y no voy a tu casa a decírtelo. Abstente de dejar ese comentario en cada crónica periodística sobre los partidos de la selección. 
«Yo juro que lo he intentado, pero ni en mis peores pesadillas me imaginé que jugaran al fútbol tan mal. ¿Y quieren ser profesionales, vivir de jugar al fútbol? Mi equipo de categoría regional de hace 20 años les ganábamos a estas chicas. Y jugando con cuidado, procurando no meterles el pie un poco fuerte ni chocar con ellas, para no hacerles daño».

Por supuesto. Tú y tus colegas jugáis mejor al fútbol, claro que sí. Y sois Premios Nobel. Y califa en lugar del califa porque tenéis cojones y ya está. Y por eso estás en el sofá, rascándote los huevos y mandando foto tetas por wasap mientras esas chicas a las que insultas juegan un campeonato del mundo.  
«Ha sido un tostón soporífero. Y porque son chicas. Si fueran chicos, les caía la del pulpo en los diarios deportivos» 
Y aquí volvemos a lo mismo. Si las mujeres hacemos algo supuestamente de hombres tenemos que hacerlo perfecto porque si no es así ¿para qué osamos perturbar la paz de los hombres inmiscuyéndonos en cositas que solo son suyas? Si queremos ser jefas pues tenemos que ser las mejores, si queremos ser políticas tenemos que ser fabulosas, si queremos ser jugadoras de fútbol todos los partidos tienen que ser memorables porque todos sabemos que ellos, en todo lo que hacen, alcanzan la perfección absoluta.  

En Nueva York está empapelada con cartelones gigantescos de la selección americana de fútbol femenino. Nike patrocina a la selección y tiene toda la primera planta de su tienda en la Quinta Avenida dedicada al mundial. Nike no es una ONG, va a donde está la pasta y me temo, gañanes españoles de medio pelo, que la pasta va a estar en el fútbol femenino. 

Lo siento por vosotros que vais a sentiros amenazadísimos diciendo memeces como que el dinero de los hombres se lo están dando a las chicas... como si en algún momento de vuestra existencia hubierais estado cerca de disfrutar, si quiera mínimamente, del dineral que ganan esos hombres a los que idolatráis. 

A mí no me gusta el fútbol pero vosotros sois patéticos.  

PS: todos los entrecomillados están sacados de los comentarios a la crónica del primer partido de la selección en el mundial  de los partidos en El País.