jueves, 29 de noviembre de 2018

Muerte por interrogante

Mamá, ¿cual es la operación más larga del mundo? No lo sé, supongo que un doble trasplante o algo así ¿Qué pasa si te despiertas cuando te están operando? No lo sé ¿Te puedes despertar? Espero que no. ¿Sueñas con la anestesia? Creo que no. ¿Tú soñaste? Creo que no. Mamá, ¿me planchas estos pantalones? No. ¿Cómo se plancha? Con la tabla y la plancha. ¿Dónde están? En la cocina. En la cocina ¿Dónde? En el horno. Muy graciosa. ¿Dónde están? En la terraza de la cocina. ¿Esta tabla es para minusválidos? ¿Qué dices? Es muy bajita. La ha puesto mal. ¿Dónde enchufo la plancha? En un enchufe. ¿En cual? En cualquiera. ¿Son todos iguales? En España sí. ¿En otro sitio no son iguales? No, en Inglaterra son diferentes. Ah, eso ya lo sabía. ¿Por dónde empiezo a planchar los pantalones? Por dónde quieras. ¿Han quedado bien? Perfecto. Apaga la plancha. ¿Cómo? Desenchúfala y la guardas. ¿Dónde la guardo? Donde estaba. ¿y eso era? Hija, ¿eres Dori o quieres matarme? ¿Es pregunta trampa? Mamá, ¿la lasaña  es sin gluten? Sí. ¿Por qué la hija de Amancio Ortega no tiene nombre? Claro que tiene nombre. ¿Y por qué nadie lo usa? Siempre dicen "la hija de Amancio Ortega". Bueno, supongo que si dices Marta Ortega alguien puede decir ¿quién es esa? ¿Cuánto dinero tiene Amancio Ortega? No lo sé, muchísimo. ¿Con sesenta y siete mil setecientos veintidós millones es más o menos rico que la Reina de Inglaterra? No tengo ni idea. ¿Cuantos yates te puedes comprar con ese dinero? Muchos. ¿Para qué quieres tener muchos yates? No lo sé, lo has preguntado tú. ¿Preferirías dos yates o dos aviones? Ninguna de las dos cosas. Pero ¿si tuvieras que elegir? No sé, ¿uno de cada? Eso no vale. Mamá, en el pan con tomate y jamón, el aceite ¿dónde va? Como que ¿dónde va? En el pan. ¿Antes o después del tomate? Después. ¿Seguro? En mi pan con tomate, sí. ¿Y lo haces bien? Sí. Mamá. Dime. ¿Hay gitanos alemanes? Cariño. Qué. ¿Podemos dejar las preguntas un ratito? Vale pero ¿hay o no hay gitanos alemanes? 


martes, 27 de noviembre de 2018

Ensayo sobre la colcha

Hablemos de colchas. No entiendo como no he tocado este tema durante todos estos años. Hay dos tipos de personas en el mundo: los que creen en las colchas y los que no. No son categorías estancas, son más bien etapas en la vida aunque, como en todo, hay gente que se queda estancada en la primera. Durante la infancia, las colchas son algo que o bien no percibimos en nuestro radar o cuando lo hacemos es algo que asociamos con una manía de nuestra madre, la colcha se pone encima de la cama porque ella quiere y a  nosotros nos parece superfluo e innecesario. Están en la misma categoría que los leotardos o el verdugo, vivimos felices sin saber qué existen hasta que nuestra madre nos lo calza.  Después, cuando uno sabe lo que puede hacerse en una cama aparte de dormir, es cuando capta que el propósito higiénico de la colcha, un propósito que hasta entonces le había pasado desapercibido. Esa súbita iluminación sobre la utilidad de la colcha puede que nos haga verlas como algo necesario fuera de nuestra cama e innecesario en la nuestra porque o bien nosotros somos muy pulcros o bien a nuestra mierda le tenemos cariño y no nos importa rebozarnos en ella con nuestras sábanas. 

Hay un tercer grupo de gente que son los de la secta de la colcha, los que les cogen tanto cariño que las ponen encima de los sofás, como manteles, o los que hacen combinaciones, en teoría decorativas, de varias colchas en sus camas. Con esta gente hay que tener mucho cuidado porque casi siempre son adictos a la limpieza y tienen manías rarunas como por ejemplo una manera concreta y particular de doblar las colchas que exige un máster en ingeniería de caminos. Huid de ellos. 

Las colchas importan porque dicen cosas de nosotros. Sé que creéis que no, que da igual, que la pasión, que la educación, que la conversación que te de, que las vistas al mar, que te den masajes en los pies, que sepa hacerte caldo cuando te duele la garganta, que esté a buen precio. Ja. Una colcha puede echar por tierra cualquier relación, cualquiera.  

Estás buscando una casa para alquilar o para comprar. El precio encaja, la localización, el número de dormitorios, está libre cuando tú lo necesitas, cerca del supermercado, la playa, la farmacia y lejos de los vecinos. Todo bien, tú solo te vas jaleando, incrédulo ante tu buena suerte hasta que llegas a la foto del dormitorio y un brillo deslumbrante te destroza las córneas: unas colchas de brillante falso raso verde limón con faldones con volantes hasta el suelo te saludan colocadas pulcramente sobre dos camitas. El embrujo se ha roto, el hechizo cae destrozado y sabes que ya no podrás estar en esa casa, que lo vuestro es imposible, no hay manera de arreglarlo. Si a plena luz del día alguien es capaz, con conocimiento de causa, de hacer una foto a esas colchas y enseñarlo en las redes ¿qué no tendrá guardado en los cajones, en los armarios, debajo de las camas? ¿Cuántos cuerpos hay emparedados en la casa? ¿Qué misteriosas fuerzas recorren esa casa obligando a sus habitantes a elegir esas colchas? Lo vuestro es imposible. 

Y en las parejas es igual. Ligas, una cita, otra cita, un hotel, otro, tu casa... la suya y ¡tachán! una colcha espantosa de fondo azul con lunares como un balón de baloncesto de colorinchis chillones. La pasión se te cae a las uñas de los pies y según ruedas entre (falsos) jadeos sobre esa colcha empiezas a dudar de la sinceridad de ese amor, de la conveniencia de esa pasión, al mismo tiempo que preguntas muy desconcertantes llenan tu cabeza  ¿Cuánto le importo si antes de invitarme no ha quitado esta colcha y le ha prendido fuego? ¿No creerá en serio que me gusta tanto como para pasar por alto esta cosa sobre la que estoy tumbada? ¿Se dará cuenta si, con disimulo, la quito y nos metemos entre las sábanas? ¿Cómo serán las sábanas? y ¿Habrá lavado esta colcha alguna vez desde sus pajas de los dieciséis años? Lo vuestro es imposible. 

Quizá haya alguien leyendo estas reflexiones totalmente innecesarias y frívolas y pensando: yo sí creo en la necesidad de una colcha y tengo una y es blanca, sencilla, elegante, discreta... estoy a salvo. Pues no, es verdad que siempre es mejor esa opción que cualquier originalidad comprada o cualquier cursilería heredada de una madre...pero las colchas blancas son como tener dos ojos, dos orejas  o dos manos, demasiado común. Y no lo digo yo, lo dice la señora de la tintorería de mi calle: «Ay, menos mal que tu colcha no es blanca, porque ahora son todas iguales, blanquitas, todas clónicas». 

Las colchas son conscientes de que su vida corre peligro, de que su mediática exposición en redes está acechando su modo de vida y los últimos ejemplares de ultrahorterez han corrido a ocultarse en las afueras: en casas de pueblo de los abuelos de donde ahora saben que nunca debieron salir porque la ciudad no es para ellas y, sobre todo, en los apartamentos de playa. Los coquetos pisos playeros surgidos durante el boom de los setenta son la reserva nacional de colchas del horror. Colchas con flores, con rasos, con lazos, colchas resbalosas incompatibles con estar tumbado en ellas, colchas con esquinas, con rebordes, con estampados de animales exóticos, imitando paisajes campestres, puestas de sol, cielos estrellados, con lunas llenas, arco iris, nubes, jardines con flores, caminos en otoño, cuadros impresionistas con colores saturados, la imagen de los Bonny M y todo el horror estilístico imaginable conviven en una alegre orgía de desenfreno esperando a que llegue una extinción que percibien cercana.  Las colchas blancas de IG ya caminan hacia la costa... y pronto arrasarán con los colorinchis.  Es el ciclo de la colcha. 

Y no, no pienso contar de qué color es mi colcha.


viernes, 23 de noviembre de 2018

Los amigos y las rachas

Isabel Miramontes, Gust of Wind 16
«Hay dos tipos de amistades, aquellas en las que las personas se animan mutuamente y aquellos en las que las personas deben ser animadas para estar juntas. En la primera categoría, uno hace un hueco para verse, en la segunda busca un hueco en la agenda». (La mujer singular y la ciudad, Vivian Gornick)

La vida es una cuestión de rachas. De buena suerte, de mala suerte, de afán deportivo, de afición por el ganchillo, las coles de bruselas, la Fórmula 1, o el té de riobos, pero también lo es porque nosotros mismos somos rachas en la vida de otros y el que seamos o no conscientes de ellos nos define un poco como personas. 

Hay gente que, en principio, es para toda la vida: tu familia y tus amigos más queridos. Después están las rachas. Llegan a nuestras vidas por cualquier circunstancia: compañeros de trabajo, padres de compañeros de colegio de tus hijos, el gimnasio, el club de ciclismo, internet en sus mil y una variantes. Por alguna extraña razón, llámalo afinidad personal o alineación de los planetas, se establece un vínculo bastante fuerte, lo suficientemente robusto como para mantener un contacto muy frecuente, ya sea diario o semanal. Uno sabe de la vida de la otra persona y viceversa. Por un momento, valoramos si esa persona es un nuevo amigo, uno de esos que, según mi teoría de la amistad, necesita que le hagas un hueco en tu grupo de amigos, lo que te obligaría a, previamente, echar a alguien de ese recinto porque mi personal teoría también sostiene que el número de amigos de verdad que uno puede tener es limitado. Yo también caí en esa sensación, varias veces, casi incontables, porque cuando estás sumido en esa racha, en ese contacto habitual es fácil confundirlo con amistad. No estoy diciendo que las rachas no puedan ser relaciones estupendas que te proporcionen risas, conocimiento y consuelo si hace falta pero creo que hay que aprender a saber que se acaban. Las rachas llegan por sorpresa, son furiosas e intensas y se acaban de manera más o menos abrupta. 

«Nos vemos», «Quedamos», «Hablamos la semana que viene», esas frases u otras parecidas, son las que suelen decirse al final de una racha. Puede que no sepas que se acaba, puede que las digas con total honestidad, creyéndolas... pero sin saber muy bien cómo los días, las semanas, los meses pasan sin darte cuenta y un buen día eres consciente de que no te has acordado ni un solo minuto de esa persona, de que no has echado de menos para nada esa comunicación, de que no sientes ninguna curiosidad por su vida. No le deseas ningún mal, ni ha dejado de importarte pero la racha se terminó, se apagó. Y entonces te das cuenta de que no sois amigos, es otra cosa, una racha. Sopló con fuerza un tiempo y luego amainó. Puede no volver  a soplar nunca  o puede reactivarse otra temporada pero nunca será algo continuado, estable, profundo. Y no pasa nada. 

Es importante saber reconocer una racha pero más importante aún es saber cuando uno mismo es una racha en la vida de alguien. 


martes, 20 de noviembre de 2018

De rutinas y de manías


Dan Gluibizzi, 
El lado de la cama. ¿Despertador o alarma en el móvil? Musiquita infernal o telepredicador mañanero. Café o té. Tostada o cereales. En casa o en el bar. La ducha primero o el café directamente. La taza que escoges. Los cereales que compras. La fruta que comes en ayunas. El aceite con el qué rocías tus tostadas o la mantequilla que untas con esmero. ¿Fresa o melocotón? Primero los calcetines o antes los calzoncillos. ¿Las bragas o el sujetador? El sentido de las perchas en el armario. Cepillo de dientes eléctrico o de los de toda la vida, aunque sea de bambú. Rasurado diario o barba de San Jerónimo. Acondicionador o champú sólido. La emisora de radio que pinchas en el coche, el podcast que aparece primero en tu lista de reproducción. El periódico que lees en el bus de camino al curro. ¿Ventanilla o pasillo? La gasolinera en la que prefieres parar a llenar el depósito. El sitio en el que aparcas en el curro. Con bolígrafo o con lápiz. Un saludo o un abrazo. Buenos días o Estimado. Revisar el correo o los datos. Marcar como "para mañana" o tratar de terminar todo. Azúcar o sacarina. Botella de plástico o de cristal. Twitter o Tweetdeck. Facebook o instagram. El ebook o el papel. Cascos con cablecito o antenitas disparadas desde las orejas. Audios de whasap o escribir aunque se la Biblia. Abrigo o cazadora. Zapatillas o zapatos. Artengo o colorinchis. La hora a la que comes. La mesa en la cantina, sentarse mirando a la puerta o de espaldas al mundo. ¿Yogur o fruta? Hacer listas o afrontar el día solucionando lo que salga. Leer varios libros a la vez o ser fiel a uno hasta el final de sus páginas. Radio fórmula o Radio 3. La peli que escoges. La serie que ves. La que no verías ni de coña. El cine al que vas. Sentarte delante o al final de la sala. Palomitas o chuches. Vino o cerveza. Botellín o caña. Dos besos o la mano. El bolso en el suelo del coche o en el asiento del copiloto. La cartera en el bolsillo de delante o en el del culo. Vaqueros siempre o vaqueros nunca. Lunares o flores. Antes muerta que con rayas. Antes muerto que con camisa. Ahorra más o Lidl. Primitiva o Euromillones. El metro o el bus. Ventanilla o pasillo. ¿Dejar la lavadora puesta al salir de casa o ser de los que ve pasar su vida esperando a que la lavadora termine? ¿Tender dentro o fuera? Planchar o la arruga ya se irá con el uso. Salir del curro de noche o de día. Leer en el metro o mirar al infinito. El primer vagón o el último. Llegar a una cama hecha o a un batiburrillo de sábanas, edredón y almohadas. Diazepan o infusión. Lo termino todo o mañana será otro día. Pijama o piel. 

Somos un saco de rutinas y manías.