lunes, 30 de abril de 2018

Lecturas encadenadas. Abril.

De los encadenados de abril la parte mala es que solo he leído dos libros, la parte buena es que es este post será más corto de lo habitual. 

Americanahh de Chimamanda Ngozi Adichie ha sido la novela del mes. El verano pasado Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo fue una lectura muy interesante. Me gusta Chimamanda, me gusta cómo habla, las cosas qué dice y estoy de acuerdo con muchas de sus opiniones.  Tenía curiosidad por sus novelas y ésta, la última que ha publicado, me la regalaron mis hijas por mi cumpleaños. 

Americanahh es una de esas novelas en las que pasan cosas. Los protagonistas, Ifemelu y Obinze se conocen, en su adolescencia, en Nigeria. A partir de ahí y para no reventaros la novela les pasan un montón de cosas, les pasa la vida y ellos van cambiando, madurando, relacionándose con el mundo de manera diferente cuando salen de Nigeria. Literariamente hablando la novela no es gran cosa, el lenguaje es sencillo, se cuentan cosas interesantes pero la manera de contarlas no te impacta. Se lee deprisa, pasando de una cosa a otra, de una peripecia a otra. Apenas he doblado esquinas. Esto no quiere decir que la novela no esté bien pero más allá de las historietas que les pasan su mayor mérito es enfrentar al lector occidental, a mí, a unas realidades completamente ajenas, desconocidas. Para empezar jamás había leído nada sobre Nigeria, la vida allí, las costumbres, las preocupaciones de la gente, la comida, la ropa, los horarios, todo ha sido nuevo. Por otro lado, Americanahh me ha hecho reflexionar sobre mis ideas o, mejor dicho, mis no ideas sobre el tema de la raza. Para mí, hasta ahora, ser negro era una categoría absoluta sin matices. Leyendo a Chimamanda y las experiencias de sus protagonistas, tanto en Nigeria como en los países a los que emigran, me he dado cuenta de que no es así. Ellos no piensan que son negros hasta que salen de su país, no son conscientes de ello hasta todo lo que son desde el color de su piel hasta como se peinan o las palabras que escogen hablando en inglés o la ropa que llevan es considerada «cosa de negros». ¿Pienso yo alguna vez en que soy blanca? 

«La única razón por la que dices que la raza no fue causa de conflictos es porque desearías que no lo hubiera sido. Es lo que deseamos todos. Pero es mentira. Yo vengo de un país donde la raza no e motivo de conflicto; no pensaba en mí como negra, y me convertí en negra precisamente cuando llegué a Estados Unidos. Cuando eres negro en Estados Unidos y te enamoras de una persona blanca, la raza no importa mientras estáis los dos juntos, y a solas, porque estáis únicamente vosotros y vuestro amor. Pero en cuanto salí a la calle, la raza sí importa. Pero no hablamos de ello. No comentamos siquiera a nuestras parejas blancas los pequeños detalles que nos sacan de quicio, ni las cosas que nos gustaría que entendieran mejor, porque nos preocupa que digan que exageramos, o que somos demasiado susceptibles».

Recomiendo Americanah porque es una novela entretenida, no te cambia la vida pero te hac pararte a revisar tus propias ideas sobre lo que significa o puede significar la raza. Nada más terminar la novela y por una de esas casualidades cósmicas vi el documental I´m not your negro de James Baldwin, lo recomiendo también aunque aviso que es un poco árido. 

 A Los primeros editores de Alessandro Marzo Magno llegué por una recomendación de Silvia Broome en twitter, lo pedí a los Reyes Magos y cómo me había portado fenomenal, me lo trajeron. Lo primero que tengo que decir es que la edición de Malpaso es maravillosa.
Cuando me encuentro con libros tan bien editados siempre pienso que jamás seré capaz de pasarme al libro electrónico. Disfruto tanto el tacto de los libros, las tapas, las solapas, el roce de las páginas, los colores que pensar en un libro reducido a unas letras en una pantalla me entristece.  Y este libro hasta tiene los cantos de las páginas de color rojo. Rojo veneciano porque de Venecia trata el libro. 

Los primeros editores es un torrente de datos sobre libros, editores, impresores, autores y descubridores de tesoros impresos. Es un libro interesantísimo. Cuando uno piensa en la historia del libro, uno piensa: piedras, papiros, pergaminos, manuscritos, Gutenberg, incunable, libros. Y ya está. Marzo Magno nos coge de la mano, descorre las cortinas de la historia y nos hace asomarnos a una ciudad llena de librerías e imprentas. Venecia fue el centro impresor y editorial del mundo durante todo el siglo XVI. Allí trabajó el Miguel Ángel de la imprenta, Aldo Manuzio. A él le debemos la invención del libro de bolsillo, de la cursiva, del punto y coma, de los best sellers. Publica además el que es considerado el libro más bello jamás impreso, el Hypnetotomachia Poliphili (Polífilo), un libro lujurioso y pagano con representaciones eróticas y pornográficos escrito por el fraile dominico Francesco Colonna.

Marzo Magno, además, nos cuenta como en Venecia se imprimió el primer Corán de la historia, los primeros libros de cocina, los primeros libros en arameo, en griego, los primeros libros sobre cosmética, los primeros atlas. Allí también se estableció Pietro Aretino el primer autor de bestsellers gracia a sus diálogos pornográficos. Probablemente el adjetivo que más aparece en todo el libro sea primero. Los primeros editores es un libro de divulgación ameno y entretenido que a cualquiera que le interesen los libros le gustará. Además es curioso como su lectura te permite descubrir tu inmenso desconocimiento sobre la historia del libro impreso y, a la vez, te asombra que el libro tal y como lo conocemos formalmente es cómo es gracias a aquellos primeros editores. Ellos crearon el libro que casi siempre tengo en mis manos. Esta frase colgaba en la puerta del despacho de  Aldo Manuzio en 1515.

«Quienquiera que seas, Aldo te pide que expongas tu cuestión con brevedad y te vayas cuanto antes»


He expuesto mis encadenados y he sido breve. Hasta los encadenados del mes de mayo.  


miércoles, 25 de abril de 2018

Los días iguales




El libro es, primero, una idea. Una idea sobre la que, cuando te la sugieren, piensas que «ni de coña». Después, cuando repentinamente piensas que quizás sí, que es una buena idea, el libro se transforma en un lugar idílico en el que todo será perfecto. Te pasas el día imaginando ese lugar idílico: tú, tu cuaderno, todas las ideas y párrafos perfectos que escribes en tu cabeza mientras conduces, te duchas, planchas o en el insomnio de las tres de la mañana. Ansías tiempo para poder viajar a ese paraíso, para disfrutar de esa situación idílica en la que todo será fácil y mágico porque eso es lo que quieres: sentarte a escribir. 

Más adelante el libro te acecha. Quiere que lo escribas y tú, por alguna razón que no comprendes, no consigues escribir. Estás deseando ponerte a ello pero a la hora de la verdad encuentras mil excusas: tienes que planchar, hacer la compra, presentar la renta, ordenar los armarios, hacer limpieza de primavera. Cuando todo lo pendiente ha terminado, das gracias a Dios por tener internet y poder seguir perdiendo el tiempo. Si hubieras nacido en 1940 probablemente hubieras cultivado rosas en tu jardín o coleccionado sellos con tal de no sentarte a escribir. ¿Por qué? No lo sabes pero es así. 

Cuando alcanzas el punto de no retorno, el «tengo que hacer esto y quitármelo de encima», el libro te tortura: nunca sabes qué vas a encontrarte. Hay momentos en los que todo fluye, se te ocurren las ideas, las frases van saliendo sin problemas y te confías, corres, disfrutas, odias a tu yo limpiador que te privó durante días de esta maravillosa sensación, porque esto es lo que quieres hacer: escribir. Luego pasas otros momentos, sobre todo si cometes el error de releerte mientras escribes, en que quieres meterte debajo de la mesa, llamar a tu editor y decirle que te lo has pensado mejor y que no, que no puedes, que no eres capaz. A trancas y barrancas, alternando la euforia con el desánimo, consigues llegar al final. A lo mejor lo que has escrito es una mierda, no vale nada, pero es tu mierda y la has terminado. Has puesto FIN. 

El libro pasa entonces a ser de tus primeros lectores. Lo que has escrito pasa a ser lo que se lee, lo que otros leen. Está fuera de tu control. Tú sabes o crees saber qué has escrito pero no puedes saber qué van a leer. Se lo das a leer a alguien o a varios alguien y esperas. ¿Has elegido bien a esos primeros lectores? ¿Te quieren demasiado o demasiado poco? ¿Serán sinceros o les darás pena? Tus primeros lectores te dan su opinión. Tu editor te lleva de la mano por el texto, otra vez, repasando, puliendo y corrigiendo. Y en ese proceso de dar a leer, de repasar y de releer, de repente el libro deja de ser tuyo. Ha salido de ti pero ya no es tuyo. Se parece, aunque sea un tópico, a lo que sientes cuando te dicen «es tu hijo» y tú piensas «¿seguro? no lo veo claro».

Hasta este momento el libro ha sido más texto que libro. Contenido sin continente al que ha llegado el momento de vestir de bonito, de darle apariencia. No puede tener cualquier pinta, hay que vestirse para la ocasión y, además, tiene que ser algo que pegue contigo. Cuando por fin tu texto se convierte en un libro de verdad con cubierta, contra cubierta, solapa, con el título, tu nombre en la portada y tus letras negro sobre blanco te sientes abrumada. Tu texto se ha hecho mayor, se ha hecho libro, ya vuela solo. Eres libre. 

O no.

Llega el momento de escribir sobre tu libro, de hablar de él. De contar lo alto, lo guapo, lo listo que es. Y descubres que no sabes cómo hacerlo porque cualquier cosa parece demasiado buena o demasiado mala, suena muy modesto o excesivamente grandilocuente, creas demasiadas expectativas o lo haces tan poco atractivo como arrancarse las uñas. ¿Qué puedes decir de algo que te ha consumido casi dos años de tu vida? 

Y aquí estoy. En ese punto. 

Los días iguales es el relato de mi depresión. No es un diario, ni unas memorias, ni un libro de autoayuda; no es un libro para llorar ni para dar pena, no descubro la luz al final del túnel ni doy una receta mágica. Es un libro de viajes, el relato de los meses en los que me desconecté de la vida porque la vida me daba tanto miedo que no podía levantarme de la cama ni mirar el cielo azul ni ponerme calcetines de rayas porque todo me aterraba. Una depresión no es algo grandilocuente, no te cae un rayo o te explota la cabeza: sencillamente descubres que lo más nimio, lo más pequeño de la vida puede contigo. Ser tú es terrorífico. 

En LOS DÍAS IGUALES yo pongo la letra, @fromthetree ha puesto la imagen y Juan Tallón ha escrito el prólogo. Ni @fromthetree ni Juan me conocían cuando les asalté para acompañarme en este viaje y ninguno de los dos vio mi cara de sorpresa y mis saltos de alegría cuando dijeron que sí. Internet es maravilloso y gracias a su magia puedo contar con ellos dos.  

El próximo día 9 sale a la venta LOS DÍAS IGUALES y, además, lo presentaremos en La Fábrica a las 19:30. Llegará entonces el momento de hablar del libro y, os adelanto, que ya estoy teniendo pesadillas con eso. Estáis todos invitados.


lunes, 23 de abril de 2018

La ley del mínimo esfuerzo adolescente y el «puff, qué pereza».

Confieso que al principio al principio me molestaba, me llevaban los demonios, echaba broncas y espumarajos por la boca. Intentaba hacer ver a mis adolescentes que no se puede ser tan vago ni pasar de todo. Ahora he cambiado de estrategia y me dedico a observarlas con admiración esperando una nueva sorpresa, esperando que me enseñen como aún se puede hacer menos. 

Empezaron por cosas pequeñas, cosas que antes yo hacía por ellas y que llegado el momento de encargarse ellas se revelaron como tareas demasiado arduas. El soporte para el rollo de papel higiénico cayó en el olvido. Da igual que su mecanismo sea el más simple del mercado. Días y días y días el rollo de cartón vacío, sin vida y sin utilidad languidece en el soporte mientras otros rollos van terminando su vida útil y son abandonados encima de la cisterna, en la banqueta, en el suelo.

—¡Chicas, cambiad el rollo!
Pufff, qué pereza. 

Después vinieron procesos inevitables. Todos sabemos que la ropa tiende a desordenarse, hay que hacer esfuerzos para tenerlas controlada y yo he pasado años enseñándolas a luchar contra la entropia de la ropa. «Mis hijas son ordenadas» me pavoneaba diciendo. Ja. Ahora he descubierto que los adolescentes no se desnudan ni se descalzan, la ropa se les cae y los zapatos salen disparados de sus pies. Los calcetines tienen vida propia y establecen colonias debajo de las mesas, de las sillas, de los radiadores, en los rincones.

—¿Vamos de compras, mamá?
—Hasta que no recojáis todo lo que hay por el suelo, ni de coña.
—¡Pero si sólo hay seis pares de zapatos en el suelo! Eres una exagerada.

Enfrentadas a la situación de recoger su ropa ¿qué les grita su instinto de llevar la ley del mínimo esfuerzo a límites jamás vistos? Cogerlo todo del suelo dejando siempre algún calcetín solitario perdido entre pelusas en una esquina y echarlo a lavar, transformando su mínimo esfuerzo en un máximo esfuerzo para otros.  Por supuesto la ropa no se tiende jamás en el tendedero porque el esfuerzo de abrir la ventana y usar las pinzas les sobrepasa. La ropa de piscina se deposita de cualquier manera encima del radiador aunque el radiador esté apagado. En el hipotético caso en el que debido a un rugido por mi parte «vale, vale, tranquila» lo tiendan en las cuerdas, no se usan pinzas porque «puff qué pereza girarme 45 grados y coger la bolsa de las pinzas». Si por un casual yo he tenido un acceso de madre de la pradera y les he tendido la ropa  cuando, con urgencia desorbitada, la necesitan y corren a destenderla, las pinzas no se quitan y se guardan, la ropa se arranca y las pinzas quedan en las cuerdas solitarias, vacías, sin propósito porque «puff qué pereza quitar las pinzas».

Con adolescentes en casa te sientes como viviendo en una casa canadiense como las que redecoran los gemelos; todo es open space. Las puertas no se cierran jamás. Todas abiertas de par en par.

—Cierra la puerta.
—Está muy lejos.

Esa es otra, ahora parece que vivo en Buckingham Palace. Cualquier distancia no alcanzable desde la posición de caída en el sofá desde un quinto piso es insalvable y «puff qué pereza».

La última cumbre alcanzada por mis hijas me ha dejado estupefacta. Con sorpresa observé que a pesar de la superpoblación de platos de postre que tenemos, no quedaban limpios para poner el desayuno. Abrí el lavaplatos y allí estaban todos, los dieciséis con su correspondiente resto de comida porque, por supuesto, pasar los platos por el grifo antes de meterlos en el lavaplatos ni se contempla. Con una inocencia que hasta me doy ternurita a mí misma les pregunté qué pasaba.

—¿Por qué os ha dado por comer en plato de postre?
—Porque para cogerlos solo hay que abrir una puerta del armario. Para los grandes hay que abrir las dos y   «Puff, qué pereza»

Vivo con miedo a que decidan que abrir el cajón de los cubiertos es un trabajo innecesario y empiecen a comer con las manos porque «¿qué más da?». Otra frase del adolescentismo que habrá que analizar.


jueves, 19 de abril de 2018

El gatillo

Se llamaba Eladio o Elpidio o Elias, algo con E. Era periodista cuando para mí ser periodista era algo casi tan mágico como ser astronauta, Indiana Jones o librero. Trabajaba en la Agencia Efe y llevaba camisetas negras de grupos de música, una cazadora de cuero de las que por entonces se consideraban de macarras y ahora venden en Zara convertidas en outfits  y botas.  Tenía mundo, sabía cosas, era mayor y despredía ese aplomo que te parece que tiene alguien de treinta y cinco cuando tú sólo tienes dieciocho. Nos hicimos amigos. No, amigos no. Eramos compañeros de clase, de esos que no tienen nada en común más que saberse iguales frente a todos los demás. Lunes, miércoles y viernes o martes y jueves, no me acuerdo, íbamos a clase de francés a primera hora de la mañana. En primer año de carrera me sentía mayor, independiente, era el momento de construirme una vida y "hacer cosas" y por algún motivo creí que estudiar francés era buena idea. Odié el francés desde el primer día y él me odió a mi. No se me daba bien y al hablarlo mi lengua tropezaba con mis dientes, mis labios o se enredaba con las fricativas. Nada de eso me pasaba con el inglés. Refunfuñaba al levantarme para ir a clase, refunfuñaba en el metro de camino pelearme con los verbos y supongo que intentaba no refunfuñar en clase sin conseguirlo y quizá fue eso mi enfurruñamiento de frustración fue el que le hizo gracia y empezar a hablar conmigo.  Nos reíamos, intentábamos que nos tocara siempre de pareja en los ejercicios de conversación, tomábamos café y, sobre todo, cogíamos el metro de vuelta al terminar las clases. Es en el metro dónde tengo mi recuerdo más nítido con él. Viajábamos en dirección norte, hacia Plaza de Castilla, de pié en el centro del vagón charlando sobre música, creo que sobre Jethro Tull porque siempre pienso en él al oír su música, y en un determinado momento me miró y me dijo: «eres la queja que camina».

Hay lugares que son un gatillo que dispara los recuerdos. Pasas por delante y vuelves a ellos sin que te de tiempo a pensar. Ayer, al volver del teatro pasé por delante del Instituto Francés y volví a acordarme de él. ¿Cuántos años han pasado? Veinticinco por lo menos. Elías, Eladio o Elpidio, quizás sigas siendo periodistas, quizás sigas llevando camisetas negras y  chupa de cuero negro. Quizás te acuerdes de mí, sigo siendo la queja que camina y no he aprendido a hablar francés pero me defiendo bastante bien cuando me paseo por Francia de vacaciones.  

 Elías, Eladio o Elpidio, ayer me acordé de ti. Acabo de recordar que fumabas.