martes, 27 de marzo de 2018

A misa y al fisio

Yo iba a misa por obligación y sin fe. Iba porque no había escapatoria. Iba por obligación y a sufrir: era una pérdida de tiempo, un aburrimiento y, en algunas ocasiones (cuando aquello, a mi juicio,  se alargaba innecesariamente o hacía mucho frío o era a una hora terriblemente temprana), iba a sufrir. El mayor beneficio que saqué jamás de mi asistencia religiosa fue el alivio al salir de allí. 

Al fisio voy más o menos igual: con obligación y sin fe. Voy cuando ya no tengo escapatoria. Voy cuando las drogas ya no me funcionan o me funcionan tan bien que estoy a punto de consagrar a ellas toda mi existencia. Voy cuando  he fundido la manta eléctrica y el saco de semillas. Voy cuando ya he probado todas las aplicaciones de estiramientos de la tienda Android y cuando ya no resisto el dolor. Voy cuando ya no tengo riego sanguíneo en las puntas de los dedos de los manos, cuando mi cuello tiene menos movilidad que el de Chucky o tengo una cojera como la de Igor. Voy como última opción y sin fe. Y allí sufro, sufro muchísimo. A veces lloro y me muerdo la mano y me retuerzo y digo: «para, para, para». Voy y, mientras estoy allí, desnuda, vulnerable y dolorida, pienso: «¿Qué sentido tiene esto?», que es lo mismo que pensaba mientras me arrodillaba durante la consagración. «¿Esto sirve para algo?» 

Hoy he ido al fisio. Me duele el brazo como si no fuera mi brazo. Con esto quiero decir que el dolor es tan agudo, tan persistente, tan perseverante que me hace sentir que el brazo desde el hombro hasta la punta de los dedos y toda la parte superior derecha de mi espalda fueran de otra persona. Tengo la mano fría, casi helada y con cualquier movimiento que hago siento que la costura de piel que une mi lado derecho con mi lado izquierdo (y que mentalmente sitúo justo en mi columna vertebral) se está abriendo. Eso es: mi brazo derecho, su hombro y esa zona de mi espalda se están descosiendo de mi cuerpo. Como su conexión con el resto de mí es cada vez más debil, más endeble, no tengo fuerza en ese brazo. Tampoco puedo hacer gestos bruscos. No hablo de lanzar una bofetada con la mano abierta y todo el impulso de giro de mi cuerpo:  hablo de abrocharme el sujetador. Echar el brazo para atrás en un gesto inconsciente que llevo haciendo treinta años es, estos días, una hazaña que acometo entrecerrando los ojos y diciendo «ayy». Ni me planteo ser capaz de hacerlo lentamente, deslizando el tirante y con aspecto sexy. No se puede ser atractivo cuando tu cuerpo está desgajándose. 

Temo que se me estén abriendo las costuras. Me preocupa la inconsciencia que percibo en la parte izquierda de mi cuerpo. Ese lado izquierdo, de hecho, parece vivir completamente ajeno a lo que sea que me está atacando por la derecha. Sigue como siempre, ligero, juguetón, continúa con su vida sin percibir que a unos escasos centímetros de distancia algo se está desmoronando, que algo terrible ocurre. Casi puedo oír a mis músculos, a las fibras musculares y los pequeños nervios del lado derecho gritando «Ehhh, estamos aquí, colgando en el abismo, haced algo, tiradnos una cuerda, un cable, buscad ayuda», mientras mi lado izquierdo está tomando vinos sin darse cuenta del desastre que se la avecina. En la espalda no hay compuertas, ni cámaras estancas; todo está conectado por puentes, túneles y pasarelas... ¿y si esta sensación de que mi lado izquierdo se está descosiendo se traslada al otro lado y me siento partida en dos? 

Llevaba días buscándome el punto de máximo dolor para intentar curarme. Quería arrancar la flecha, sacar la bala, abrir la herida y que, tras alcanzar la cumbre de dolor, esa en la que en las pelis del oeste se desmayan mordiendo un palo,  el suplicio empezara a remitir y, sobre todo, cesara el hormigueo y la sensación de que mi cuerpo era de otro. Ese punto estaba en algún sitio recóndito en el que el brazo se une con la espalda, parecía encapsulado en una de esas cámaras estancas. Era tan poderoso que aun encerrado ahí, en un sitio que no tiene ni nombre, que no es ni brazo, ni hombro, ni axila, ni espalda conseguía con su sola presencia tener a todo mi  cuerpo en alerta. 

Hoy he ido al fisio por obligación, sin fe y buscando el milagro de su magia. He ido a sufrir y ojalá hubiera tenido un palo para morder. He ido como los normandos iban a ver a Asterix: «hazme dolor».

Al salir de misa solo sentía alivio y, si había ido sin desayunar, un hambre atroz. 

Del fisio he salido dolorida, impresionada con su magia, con riego sangüíneo en los dedos y el sabio consejo de abrocharme el sujetador por delante. Sin duda, prefiero esta magia.


jueves, 22 de marzo de 2018

Estar en casa

Cuando tienes hijos y no tienes ni idea del follón en el que te estás metiendo estás lleno de ideas completamente idiotas a veces increíblemente optimistas y otras veces absurdamente pesimistas sobre lo que supondrá la llegada de esos seres a tu vida. Algunas de las ingenuamente optimistas y de más arraigo mental en el imaginario social son: la hora del baño del bebé o niño pequeño como una cumbre de felicidad hogareña y doméstica; la tarde en el parque rodeada de pajaritos viendo a tus hijos mientras supuras amor hacia ellos, el momentazo de recogerlos en el colegio, etc. Todas esos momentos tan falsos, tan de cartón piedra, tan de desfile de película Disney los tenemos grabados a fuego en la mente y nos hacen creer a todos que cuando nuestros hijos son pequeños es el momento en el que hay que llegar pronto a casa. 

«Pero si tus hijas ya son mayores» me dicen, «pueden estar solas». Sí, mis hijas pueden estar solas pero en un nuevo y sorprendente  giro argumental de la vida maternal, he descubierto que, ahora, con doce y catorce años, necesitan más que nunca que o El Ingeniero o yo estemos en casa con ellas. 

«Estar con ellas» no es «Cuidarlas». No llego pronto a casa porque tenga que recogerlas del colegio, ni darles la merienda, ni cuidarlas, ni preocuparme de qué se bañen ni darles la cena. Ellas se cuidan solas, no necesitan que las cuidemos, necesitan que estemos con ellas.  A veces, solo que estemos. 

Cuando eran pequeñas llegaba corriendo a casa porque tenía que recogerlas del colegio y jugar con ellas y bañarlas y darles la cena. Llegaba corriendo porque "tenía" que hacer todas esas cosas con ellas porque parecía que si no las hacía yo ( o El Ingeniero) estábamos haciéndolo mal, en algo estábamos fallando.  Con el tiempo he descubierto que es, ahora, cuando tienen los años que tienen, cuando de verdad tenemos que ser nosotros los que estemos con ellas. Es ahora cuando se dan cuenta de que estás llegando más tarde o de que cuando les dices "en veinte minutos estoy" estás mintiendo y vas a tardar una hora. Es ahora cuando te esperan. Me esperan. 

No quiero dar la impresión de que es una espera idílica. No llego a casa y mis brujas adolescentes salen a recibirme con abrazos y besos, para nada. Llego a casa y la entrada y el salón está a oscuras. «¿Hola?» grito desde la puerta. «Holaaaaa» me contesta alguna desde su cuarto. Avanzo por el pasillo a oscuras y, al fondo, la luz de sus lámparas de estudio ilumina la lámina de Sonia Delaunay que tenemos al fondo del pasillo. Camino hasta la puerta y me asomo mientras me quito el abrigo, el bolso «¿Qué pasa? ¿Qué tal el día?» Toda su indiferencia se esfuma y las dos  se levantan de sus mesas para empezar a contarme un millón de tonterías mientras me cambio de ropa. Se atropellan, se interrumpen, discuten y yo, la mayor parte de las veces, me pierdo en los mil detalles de lo que me están contando. «Venga, volved a terminar los deberes y luego seguimos» 

No las baño, ni las persigo, ni les ordeno el cuarto, ni les plancho la ropa. No juego con ellas ni tengo que acompañarlas a los cumpleaños. No necesitan nada de eso, no necesitan que las cuide en cosas prácticas pero necesitan que yo esté en casa por las tardes. Podrían estar solas y, de hecho, algunas tardes están solas y no pasa nada... pero que su padre o yo estemos en casa les crea seguridad, un lugar seguro, un sitio dónde ser ellas. 

Cuando eran canijas cualquiera podía bañarlas o prepararles la cena. No sabían si llegábamos pronto o tarde o si esa tarde nos estábamos retrasando. Cualquiera podía leerles un cuento o jugar con ellas a los cliks. No estoy diciendo que el vínculo no sea importante pero, no hay que engañarse, puede que haya alguien que les haga mejor la cena o sea más divertido en el parque.  

Ahora que no necesitan nada de eso porque todo lo pueden hacer solas, lo que necesitan es ser hijas y eso sólo lo pueden ser  conmigo o con su padre. Solo conmigo o con su padre pueden tener determinadas conversaciones. Y no hablo de charlar sobre el sentido de la vida o problemas existenciales, hablo de charlar sobre nimiedades absurdas, sobre detalles minúsculos. Hablo de intercalar bromas familiares que solo tienen sentido para nosotras y que sé que durarán para siempre. Hablo del momento en el que desde el baño gritan que no tienen papel higiénico o que no encuentran su bañador del colegio. Hablo de mediar entre ellas porque están discutiendo por cualquier bobada. Hablo de estar en casa, de ser casa para ellas. Hablo de que ellas sientan que nos preocupamos por sus cosas, lo sienten y lo saben. Todas esas cosas que son las que dan la seguridad de tener un sitio en el que te quieren y quieres. Que estemos con ellas las hace ser hijas y, creo,  les da seguridad.  
  
Mis hijas son mayores y pueden estar solas, pero yo quiero llegar pronto a casa para estar con ellas, no para cuidarlas. Por eso, la conciliación va más allá del bebé y el niño pequeño porque ,más pronto que tarde, descubres que cuando más importa que estés con tus hijos es cuando ya no necesitan que los cuides. 

domingo, 18 de marzo de 2018

Pasear para escapar

Jean Louis Corby
Salgo de casa, como siempre, más tarde de lo previsto. Esta vez he tardado en salir porque me he cambiado tres veces de camiseta, todas me parecían demasiado elegantes, demasiado buenas, demasiado especiales un día como hoy. Cuando, por fin, he dado con la más cutre he pensando que nunca seré elegante, ni sofisticada. Ayer por la noche vi una antigua película de Billy Wilder y Marlene Dietrich era puro magnetismo, pura elegancia, rezumaba clase en cada gesto. Nunca seré Marlene Dietrich pero tampoco pretendo serlo, ni tampoco ir elegante, voy a caminar hasta el cine. No quiero que nadie me vea ni me mire y si fantaseo con «imagina que alguien se fija en ti», sé que mi mejor baza jamás es la ropa que llevo, la manera cómo camino o cómo me peino. 

Cierro la puerta y bajo andando los cuatro pisos con las bolsas de la basura en la mano. Estoy orgullosa de haberme acordado de sacarlas y aún más de haber recordado coger la llave del cuarto de basuras. Salgo a la calle y me miro en el cristal de una sucursal bancaria. En un intento de ahuyentar esta tristeza, que me acompaña desde que me he despertado, me he puesto la chupa verde que compré en Normandía este verano. Es un verde de ocasiones alegres, de buenos momentos, quizás así consiga que la tristeza que me acompaña no me invada, que solo me asedie. Sé de dónde viene o creo saberlo. Es la primavera. Ayer llovió y casi nevó,  puede que vuelva a hacerlo esta semana pero yo sé que mi tiempo se ha terminado,  que el frío que venga, la lluvia que caiga... serán ya testimoniales, serán flecos. Esos días un poco fríos y nublados que quedan por venir serán como beberte una copa a las siete de la mañana justo antes de salir del garito... puedes engañarte creyendo que queda mucha noche pero la realidad es que ya es de día. Eso me pasa a mí, puedo intentar creerme que el invierno dura aún, que quedan días de abrigarme y llevar guantes... pero no, no es verdad. Estamos a diez días del cambio de hora y entonces la fiesta habrá terminado. 

Intento no pensar en la primavera, en lo mal que me sienta y contengo las ganas de volver a casa. ¿Por qué he salido? En realidad no quería salir, lo he hecho por... no sé porqué. Quizás me siente bien, quizás esa majadería de que te de el aire y moverte me funcione esta vez. Para animarme me compro una bolsa de alpiste de personas y una botella de agua. Ser adulto es esto, comerte una bolsa de guarradas mientras paseas por El Retiro sin que nadie te regañe ni te diga que no puedes hacerlo. Voy concentrada en mis pensamientos y apenas miro a nadie. Ayer por la tarde también paseé por aquí, pero había llovido y estaba casi desierto. Solo había turistas extranjeros consultando mapas imposibles intentando encontrar el estanque y el Palacio de Cristal. Hoy camino deprisa casi sin fijarme aunque detecto una mayor presencia de familias y de jóvenes parejas con hijos de edades parecidas paseando lentamente. Hay títeres en el paseo del estanque... y por un leve momento siento una punzada de nostalgia. Recuerdo cuando nosotros éramos una joven pareja y veníamos con las niñas a ver a los titiriteros. Camino más deprisa porque no quiero entristecerme más, no necesito nostalgia edulcorada. 

«Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa». Pienso en esto que escribí hace unos meses mientras salgo del Retiro por la Puerta de Alcalá. Más y más turistas. Como no me gusta Madrid, como me sienta tan mal, durante muchísimo tiempo no entendía qué veían los turistas en ella más allá de los museos. Sigo sin entenderlo pero ya no me sorprende. Sé que el problema es mío. Los veo en El Retiro, en la Puerta del Sol, en Cibeles, me los cruzo por Malasaña. No sé qué ven pero les envidio. Envidio su capacidad para disfrutar Madrid. Intento "pensar en guiri" como me enseñó mi amiga Rosa. «Cuando no te gusta Madrid lo que tienes que hacer es pensar que eres de Wyoming, creerte que eres de allí, de una granja en mitad de la nada y entonces llegas aquí y esto te alucina. Piensa en guiri». No me funciona porque no puedo distraerme pensando que soy de Wyoming o de las Landas, tengo que ocuparme solo de que no me aplaste la ciudad, de no volver corriendo a casa a esconderme. 

Intento abstraerme de la tristeza fijándome en la ciudad. En Mejía Lequerica veo el peor escaparate de peluquería que he visto jamás en mi vida, en Sagasta me cruzo con un chaval que va hablando por el móvil mientras da ridículo saltitos como si fuera Gene Kelly o se lo creyera, sé por su cara que habla con alguien que le gusta, con alguien nuevo en su vida y que está emocionado. Me cruzo con una sofisticada con pamela y pantalones de leopardo que camina oculta detrás de unas gafas de sol y veo unos jarrones espeluznantes en el escaparate de una tienda de antigüedades. Unos chavales en chanclas... si necesitaba más señales sobre el fin del invierno, aquí las tengo. 

Llego al cine, compro la entrada y me siento. El hilo invisible. No quiero que me guste, quiero detestarla sin razón, porque sí... pero descubro que me está encantando, que me está haciendo sentir muy incómoda pero es una película buenísima. Daniel day Lewis me recuerda a mi abuelo, no debe de tener más de sesenta pero parece mayor, huele a hombre viejo, a arrugas y piernas flacas envueltas en elegancia, a piel seca. En un momento de la película mientras me revuelvo en la butaca porque la claustrofobia de la película no me deja parar quieta dice algo como «siento una inquietud que no sé de dónde viene».

Eso me pasa a mí. 


miércoles, 14 de marzo de 2018

Todas las primeras veces

Malika Favre
Me he pintado las uñas de las manos de rojo oscuro. No puedo dejar de mirarlas. De tocarlas. Las rozo con la yema de los dedos y las percibo distintas, más suaves, brillantes, casi perfectas. Huelen diferente, bueno huelen sin más, hasta ahora no había percibido jamás su olor. De vez en cuando se me olvidan pero luego, de repente, mis manos aparecen para agarrar algo, sujetando el volante, abriendo la nevera, lavándome los dientes y me sobresalto. Me siento como si  hubiera alguien más conmigo, como si mi mano no fuera mía, como si le hubiera robado la mano, los dedos a otra mujer, a una más elegante, más sofisticada, más segura que yo. 

Está siendo una primera vez bastante catártica, como la primera vez que me corté el pelo muy corto,  la primera vez que me atreví a llevar algo con tirantes finos, la primera vez que me decidí a llevar sandalias de tiras y que se me vieran los pies o la primera vez que me pinté los labios. 

A todas estas primeras veces, y a muchas más que ahora no recuerdo, llegué siguiendo el mismo proceso: 

- Yo ni de coña haré eso, no me gusta, es horrible. 

- Puede que no sea tan horrible, a lo mejor si lo miro entrecerrando los ojos y dejando de lado todos mis estúpidos prejuicios es posible que le vea algo interesante o le coja el gusto.  

- Me gusta pero no es para mí. Tengo demasiadas tetas, o los brazos gordos o los pies feos o los dedos muy cortos o no soy lo suficientemente "lo que sea" para eso. 

- Ojalá me atreviera pero no. Igual que no puedo ir a la Luna ni ser Halle Berry tampoco puedo hacer eso.   

- Un soplo de aliento en mi nuca: «Venga, prueba» que conseguía que empezara a planteármelo. 

- El empuje: venga coño, atrévete. ¿Qué vas a perder? ¿Vas a ser así de floja? El que no arriesga no gana y, además, qué más te da lo que piense la gente. Prueba y si te gusta adelante. 

- El recular: pero qué necesidad tengo yo de esto. Si estoy bien así, no lo necesito, no es algo importante, da igual. 

- El autoengaño: no es que no me atreva es que ahora no me apetece. 

- El impulso: venga, ya, ahora, hoy. Me lo corto, me lo pongo, me las pinto. 

- El cervatillo descubriendo que puede caminar. La sorpresa al verme reflejada en cualquier sitio, o al ver mis manos, como ahora, en el volante, sujetando la pluma o tecleando este post. ¿Soy yo realmente? No me lo puedo creer. 

- Intento actuar normal siendo una cumbre de naturalidad intentando que  nadie se de cuenta de que he hecho algo que considero completamente rompedor.  

- No actúo normal. Me miro en los cristales, en el retrovisor, me miro los pies, las manos, en el reflejo de las gafas de la gente y me sobresalto.

- A pesar de mi comportamiento de agente secreto de pacotilla compruebo que nadie me presta la más mínima atención.  

- Elucubraciones filosóficas: descubro que ese mínimo gesto que he hecho por primera vez me hace sentirme distinta. ¿Estaré a la altura de esta nueva versión de mí misma? ¿Es una versión nueva o soy yo disfrazada? ¿Soy un cisne o el mismo perrito con distinto collar? 

- Me confío. Me relajo. Respiro. 

El ciclo de la primera vez termina cuando olvido por completo el proceso y, cuando menos me lo espero, alguien que sí me presta atención me dice: «Eh, llevas algo distinto. Me gusta. Te favorece». 

Quizás me acostumbre a las uñas de mujer fatal.