lunes, 9 de octubre de 2017

Blade Runner y el sesgo del cuarentón


Hay una edad en los hombres, en ellos, con o de tío, en la que empiezan a vivir presos de un pasado mítico y legendario en el que todo, absolutamente todo, era mejor. Esa edad llega entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco y ya no les abandona nunca, se convierte en su estado vital. Ven toda su vida a través de ese sesgo que yo he bautizado como el sesgo del cuarentón, que les hace considerar que todo, antes, era mejor. Probad a decirle a un hombre que ha alcanzado esa edad que cambie de tipo de calcetines, o que use camisas si siempre ha usado camisetas, o camisetas si siempre lleva prendas con cuello o que lea libros de un género que jamás ha leído o que se eche crema. O que coma chirimoyas. Los ojos se le pondrán en blanco, un sarpullido le brotará en todo el cuerpo y os mirará con cara de «PERO QUÉ DICES PIL TRA FI LLA», porque con el sesgo del cuarentón se alcanza, por lo visto, una sabiduría suprema que consiste en que las cosas, sean las que sean, ya son como tienen que ser, y lo que a ellos les gusta desde hace veinte o treinta años es el colmo de la perfección. Las cosas que les gustan a ellos SON las cosas como deben ser, la perfección. 

(Hay algunos hombres inmunes a este sesgo del cuarentón y casi todos son capaces de no aplicarlo en el caso de la tecnología en el que, por lo visto, lo nuevo siempre es mejor).  

Sigamos. ¿Por qué hablo hoy del sesgo del cuarentón, conocido anteriormente como alergia al cambio por parte de los hombres? Pues porque he asistido en los últimos días a una exhibición de ese sesgo por parte de muchos hombres tras ir a ver la nueva peli de Blade Runner. Todos los cuarentones de este país fueron a ver Blade Runner cuando no tenían ni media leche y su furor hormonal estaba descontrolado. Blade Runner fue como su primer polvo, la primera novia con la que tuvieron un orgasmo. No sabían bien como lo habían conseguido, no sabían manejarla a ella ni manejarse a sí mismos, no sabían de qué iba aquello, la mayoría no entendieron la peli, ni siquiera habían leído a Philip K.Dick, y por supuesto no entendieron nada pero eh, Blade Runner fue como su primera novia, la de perder la virginidad cuando ella sabe más que tú y te deja satisfecho, feliz y flipado. 

Pasados los años entendieron la mecánica de aquel primer polvo, comprendieron (más o menos) aquella película misteriosa e intensa, y la elevaron a un altar, al altar de las primeras experiencias adultas de verdad y allí la han mantenido, protegida por una urna de cristal y con una velita encendida para no olvidarla nunca. «Ay, Blade Runner, como tú ninguna, nadie me ha hecho sentir como tú». (Desbordado e idiota por no entender nada y ser tú demasiado sofisticada para mi mente de adolescente; pero eso no lo dicen).

Pasados treinta y cinco años, Blade Runner ha vuelto pero no es igual, lógicamente. Como yo no soy un hombre cuarentón, no tengo ese sesgo y cambio constantemente de todo, a mí la película me ha encantado, me ha parecido estupenda, la he disfrutado salvajemente y creo que hasta babee de gusto. No es mi primer Blade Runner y ni quería ni pretendía que lo fuera. Yo no tengo veinte años y Blade Runner 2049 no quiere ser el primer polvo de tía misteriosa que te deja con tantas dudas que no sabes si te has corrido bien o no, si eso es todo, si lo habrás hecho bien, si habrás cumplido con lo que se esperaba de ti. Blade Runner 2049 dice «Esta soy yo, mírame, admírame porque ya tenemos una edad, yo no tengo que ser misteriosa ni intensa, ni jugar al ratón y al gato contigo o sí, pero ya no contigo, si acaso seré la Sra. Robinson de otros Dustin Hoffman». 

Y los cuarentones sufren, están sufriendo porque sentados delante de la pantalla, son incapaces de resignarse al hecho de que ya no son el graduado, ya nunca podrán serlo. 

Id a ver Blade Runner 2049 como si fuerais a una primera cita después de haber tenido mil primeras citas. Id a verla pensando que a lo mejor os gusta, pero no vayáis, os sentéis y le digáis «es que no eres como primera novia» porque, queridos, eso no es justo y, además  queridos, tampoco vosotros sois los mismos. 


jueves, 5 de octubre de 2017

Mi madre haría llorar a Marie Kondo

—¿Qué hay en esa caja?
—Bolsos.
—¿Y en esa?
—Bolsos.
 —Vale, vamos a revisarlos y tiramos los que no uses.
 —¿Tirarlos? ¿Por qué?
 —Mamá, porque te mudas y es un momento buenísimo para tirar o dar o vender cosas que hace mucho que no utilizas.
—Los utilizo todos.
—Mamá, aquí hay por lo menos cincuenta bolsos y están guardados en una caja en un maletero al que hay que trepar con una escalera. Y, además, yo te conozco desde hace 44 años y algunos de estos bolsos no te he visto usarlos jamás.
 —Que tú no me hayas visto no quiere decir que no los use, que eres siempre muy listilla.
 —Correcto. A lo mejor tienes una doble vida en la que sales por la noche vestida de mujer fatal con bolsos vintage de hace cuarenta años. Y cuando vuelves a casa, los escondes como si fuera el traje de una superheroina. A lo mejor, es posible, eres wonderwoman... ¡Mamá, no usas estos bolsos desde hace treinta años!
—Pues no pienso tirarlos. Ahora voy a usarlos.
—Vale. Como desees. Eso sí, yo no me voy a comprar ni un solo bolso de aquí a que me muera. Pienso usar todos estos.
—Será si te dejo.
—Bueno, los que tengan superpoderes no me los dejes. Ponles un post it y así no los cojo. Yo soy una mortal cualquiera, quizás moriría. Sigamos, ¿qué hay en esa caja?
—Cosas.
—Bien. Veamos qué cosas, a lo mejor está la varita de Harry Potter. ¿Qué es esto tan horrible?
—No es horrible, es que tú no tienes gusto. Era un vestido precioso que se me rompió y me encantaba y me hice una falda y media blusa... por lo que parece.
 —A tirar.
—No.
 —¿Vas a ponerte media blusa? Sigamos. ¿Y este vestido negro?
—Es un vestido negro precioso que era de tu abuela. Yo se lo robaba para salir con tu padre cuando éramos novios.


Mi madre haría llorar a Marie Kondo, lo tengo clarísimo. Inmersa en un maremagnum de cajas, muebles, bolsas y un millón de trastos he pensando mucho en la buena de Marie Kondo y su técnica para ordenar y tirar cosas. «Sostén el objeto y piensa si es útil y te ha dado dicha». He descubierto que, a parte de ser una vendehumos, la japonesa pizpireta no tiene vida, ni recuerdos, ni por supuesto sabe coser o hacer manualidades. ¡Qué fácil es tirar cosas cuando no has tenido amigos, ni familia, ni habilidades manuales, ni memoria a largo plazo!

Mi madre se expande como el Universo, a una velocidad constante y con una fuerza imparable. Se ha mudado con cincuenta bolsos y sesenta pares de zapatos y yo me he rendido a su fuerza sobrehumana. Este invierno me veréis elegantísima con un vestido negro que era de mi abuela.

Me queda perfecto.


martes, 3 de octubre de 2017

Lecturas encadenadas. Septiembre


Heidi reading. 1922. Jessie Wilcox Smith
Septiembre ha sido un mes de nomadismo extremo. De un lado para otro, con mi mochila de solterista por la vida, durmiendo dos noches en una casa, tres en otro, la siguiente en otra, cuatro en un hotel y vuelta a empezar. Mi ritmo de lecturas se ha resentido un poco de este vivir con la casa a cuestas pero no ha ido mal. 

He dedicado casi todo el mes a leer los Cuentos Completos de Grace Paley. Llegué a esta autora, para mí completamente desconocida hasta hace un año, a través de un artículo en el New Yorker en el que hablaban de su vida, su literatura y su activismo político. Me siento muy identificada con ella en el hecho de que nunca escribiera una gran novela, un libro "largo", siempre escribió relatos cortos con un gran componente autobiográfico o basándose en historias de gente que conocía: sus amigos, sus vecinos, su familia. En este tomo se recogen todos sus relatos que se publicaron en tres antologías distintas: Batallas de amor, Enormes cambios en el último momento y Más tarde el mismo día. He dicho que a ella llegué por el New Yorker, y al libro gracias a los Infames, otra vez, que me sugirieron comprar este libro en la Feria del Libro de Madrid. (Inciso: cuento la historia de los libros que leo porque es importante, porque para mí los libros no son solo el texto, también son todo lo que les rodea. Y además, si lo escribo podré volver a ello si, algún día, se me olvida. Fin del inciso) 

¿Me ha gustado Paley? Pues regular tirando a poco. Los relatos de la primera de las recopilaciones me gustaron mucho. Empecé a leer con entusiasmo encontrando en ellos regustos a Henry Roth, a Philip Roth, a Vivian Gormick e incluso a Auster. Nueva York, judíos, pisos pobres, vecinos, amigos, madres y padres, mujeres y hombres, maridos y mujeres y amantes, soldados, comerciantes... Todo me sonaba pero todo tenía un toque diferente, interesante, curioso, como ver la misma historia contada desde otro ángulo que hace que todo lo que ves parezca distinto, nuevo. Después, según fui avanzando en los relatos empecé a aburrirme y, al final, confieso que leí en diagonal en un tren volviendo de San Sebastian decida a terminarlo como fuera antes de llegar a Madrid porque necesitaba empezar a leer otra cosa. Creo que si la antología hubiera sido menos antológica hubiera sido mejor para mí y mi apreciación de Paley. 

Paley es ácida y puede ser un poco sórdida y, a la vez, destilar ternura. Leyéndola era como ver una película sobre Nueva York en los años 60, en blanco y negro.  Y escribe muy bien. 

Del relato Deseos, este párrafo ha pasado a mi cuaderno. 

«A lo largo de aquellos veintisiete años mi exmarido había tenido la costumbre de hacer comentarios hirientes que, como el desatrancador del fontanero, se abrieran paso oído abajo, bajando por la garganta y llegaran hasta mi corazón. Y entonces desaparecía y me dejaba con aquella sensación de opresión que casi me ahogaba. Lo que quiero decir es que me senté en las escaleras de la biblioteca y él se fue».

Del cuento Un corto trayecto éste. 

«Tengo que pincharla un poco para conseguir que reaccione. Pero no suele funcionar. Parezco un albañil hablándole al cemento fresco. ¿Es posible que haya gente como ella en este mundo? No respondas. El tiempo pasará, a pesar de su poca agudeza».

Y bueno, éste de Melodía lúgubre que es, lamentablemente, nuestro día a día. 

«Son de mentalidad muy estrecha, jamás se les ocurre una idea. Pero les gusta tener razón. Nunca escuchan las ideas de los demás». 

Grace me llevó casi todo el mes pero, en medio, en tres raras noches que dormí en la misma cama, aproveché para leer cuatro cómics que me prestaron. En una mañana de vagancia extrema leí los tres tomos de la Guía del Mal Padre de Guy Delisle. Delisle hace lo que yo intenté hacer con mi libro pero mucho mejor porque además sabe dibujar. Recrea anécdotas con sus dos hijos, un niño y una niña y como esas anécdotas construyen su relación con ellos y, también, reconstruyen sus relaciones con los demás, incluida su pareja. Las explicaciones que tienes que dar y a las que nunca habías dedicado ni medio segundo, las charlas que te escuchas pronunciar sin creértelas ni por un instante, los olvidos, las mentiras. Me reí mucho y sobre todo me encantó la total carencia de mística, lo cuenta como es.  

Adicto al amor. Confesiones de un follador en serie, de Koren Shadmi, es el cuarto cómic que leí en esos días de pereza y vagancia. El autor se inspira en su vida, sin especificar cuánto, para contarnos como tras una ruptura amorosa especialmente dura se apunta a una web de citas y acaba convirtiéndose en un adicto al sexo, a las citas, a quedar sin compromiso. La parte más interesante del cómic es la que dedica a contar a cómo es conocer gente por la red, las expectativas, la realidad, los aciertos y los errores. Lo menos interesante es la parte en la que desarrolla adicción al sexo por el simple hecho de que le parece increíble que le sea tan fácil encontrar mujeres. Lo que no se da cuenta o no refleja es que es muchísimo más fácil encontrar hombres, siempre lo ha sido. Pensándolo ahora creo que es la historia de un hombre que nunca se vio con muchas posibilidades de ligar y que cuando lo consigue, se cree fabuloso. El error está en creer que consigue algo, que es él el que triunfa acostándose con todas esas mujeres, en ningún momento se para a pensar que es muy probable que todas ellas lo consideren a él igual, un tío fácil y estúpido que les sirve para lo que les sirve. Es entretenido pero intrascendente.  

Terminé septiembre con otras de las estupendas novelas de la colección Rara Avis de Alba. Las novelas de esta colección molan mucho porque son historias antiguas, historias de otro época, con heroínas que llevan sombrero y van en coches de caballos o que viven en el Londres de los años 60 como en La piedra de moler o en un Londres tétrico a principios del siglo XX como en Harriet. Sin olvidar la historia de No, mamá, no. Y sí, los recuerdo todos aquí para que no se os olviden. De nada. 

La hija del veterinario de Barbara Comyns es, como su título ¡sorpresa! anuncia, la historia de una chica cuyo padre es veterinario. Hay pobreza, tristeza, sordidez y breves destellos de felicidad, de cosas bonitas que se ven, se vislumbran, se rozan con los dedos pero nunca se pueden agarrar. Tiene también una base autobiográfica porque la vida de la autora fue alucinante. Una historia trágica muy bien escrita, sin el tono de humor ácido que Comyns tenía en Y las cucharillas eran de Woolworths y que hacen que el lector desarrolle unas casi irrefrenables ganas de proteger a la protagonista. 

«Al principio me dio miedo dejar mi casa para vivir con una desconocida, pero enseguida me di cuenta de que ninguna parte estaría peor que en casa». 

Y con esto y cruzando los dedos muy fuerte para que el Nobel no se lo den a Murakami, hasta los encadenados de octubre. 


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domingo, 1 de octubre de 2017

Aplausos para el traductor

Los traductores son casi como las madres. Uno da por supuesto su trabajo, casi ni lo ve y en la mayoría de las ocasiones, no lo aprecia. Como las madres, uno se da cuenta de su trabajo cuando no está o cuando está mal hecho…y entonces se queja y protesta.
A los traductores, como a las madres, habría que darles las gracias cada momento que nos sentamos a leer, cada vez que nos compramos un libro de un autor extranjero, cada página que pasamos, cada línea que leemos y aplaudirles cuando llegamos al final de un libro, lo cerramos y sabemos que ese libro permanecerá siempre con nosotros.
Con mucha suerte, a lo largo de nuestra vida, algunos de nosotros seremos capaces de leer en otro idioma (unos mejor que otros) aparte de nuestra lengua materna. Algunos privilegiados, dotados o poseedores de una gran inteligencia y facilidad por los idiomas es posible que lleguen a dominar otra lengua más, pero…aún dominando dos o tres idiomas ¿Cuántos autores quedarían fuera de nuestro alcance si no fuera por el trabajo de los traductores? Miles.
La traducción literaria es un trabajo arduo, difícil, complicado y que requiere además de un conocimiento exhaustivo y profundo de la lengua a traducir, una sensibilidad especial. No se trata simplemente de cambiar unas palabras por otras, está el sentido de la frase, la composición, los posibles dobles sentidos, las expresiones intraducibles que hay que conseguir explicar y así, poco a poco, descifrar el texto y darle una forma nueva manteniendo el original. Como dice Miguel Sáenz «para traducir no basta conocer dos idiomas sino que hay que saber tender puentes entre ellos».
Un trabajo complicado, minucioso, solitario y muy poco valorado y apreciado en la mayoría de los casos.
Primo Levi, en un maravilloso capítulo titulado Traducir y ser traducido de su libro El oficio ajeno,  lo ensalza como un trabajo maravilloso.
«Además de ser una labora de paz y universalidad, traducir puede ser fuente de gratificaciones únicas: el traductor es el único que lee verdaderamente un texto, que lo lee en profundidad, hasta lo más recóndito, pesando y apreciando cada palabra y cada imagen, o descubriendo tal vez vacíos o falsedades. Cuando consigue encontrar, o incluso inventar, la solución de un problema se siente sicut deus, sin tener por ello que soportar la carga de responsabilidad que recae sobre los hombros del autor: en este sentido, las alegrías y las fatigas de la traducción guardan, con las de la escultura creativa, la misma relación que las de los abuelos guardan con los padres».
Para los propios traductores, a pesar de los sinsabores y la poca valoración, su trabajo es especial, tan especial que al hablar de él consiguen provocar envidia en aquellos de nosotros que les debemos la oportunidad maravillosa de haber conocido a autores lejanos.
Justo Navarro lo compara con ser espía, con ese toque romántico de las películas y novelas de espías.
«La vocación de traducir invita a la traducción sin fin, nunca felices con el estado en que uno encuentra su propia lengua, su propio mundo. Es un trabajo casi clandestino, por la resistencia editorial a poner el nombre del traductor en la cubierta de los libros, como si el traductor, en el fondo, fuera un agente secreto, un anónimo funcionario del espionaje entre naciones».
Para Miguel Sáenz es casi como un juego… adictivo y misterioso.
«¿Es la traducción realmente un karaoke? Quizá tenga más de pachinko, ese juego japonés de bolitas brillantes que, lo mismo que las palabras del traductor, se lanzan al espacio para que encuentren -o no- su acomodo. ¿Es traducir un juego de azar tan adictivo que puede permitirse el lujo de recompensar con chucherías a quien lo practica? En las salas de pachinko el ruido es indescriptible; en la habitación del traductor puede resultar atronador el silencio».
En el texto traducido  siempre hay tres actores. El traductor, que trabaja en la sombra como un espía, que tiende puentes o que juega en el silencio de su cuarto de trabajo mientras intenta cuadrar las piezas y hallar la solución, sabiendo que (casi) nadie verá su trabajo. El lector, que disfruta del texto traducido a su lengua  por  “alguien”, misterioso y desconocido, que lo ha acercado a su puerta. Encontramos el regalo “anónimo” y lo disfrutamos sin pensar, sin preocuparnos de quién nos ha dejado ese regalo. Y el escritor. ¿Qué opina el escritor? Me quedo con lo que dice Primo Levi:
«Ser traducido no es un trabajo ni de día laboral ni festivo; al contrario, no es ni siquiera un trabajo, es una semipasividad que se asemeja a la del paciente tendido en la camilla del cirujano o en el diván del psicoanalista, pero llena, sin embargo, de emociones violentas y contradictorias. El autor que se encuentra ante una página suya traducida en una lengua que conoce se siente, alternativamente o a un tiempo, halagado, traicionado, ennoblecido, radiografiado, castrado, cepillado, violado, adornado, asesinado. Es raro que sienta indiferencia hacia el traductor, conocido o desconocido, que ha hurgado en sus vísceras: de buen grado le mandaría, alternativamente o a un tiempo, su corazón debidamente empaquetado, un cheque, una corona de laurel o los padrinos».
Los lectores deberíamos enviarles siempre un cheque o una corona de laurel y aplaudirles hasta que nos dolieran las manos. Siempre.
Ayer, 30 de septiembre, fue el Día Mundial de la Traducción y por eso he recuperado este post que escribí hace años.