miércoles, 30 de marzo de 2016

En los museos

El último museo en el que he estado ha sido la Pinacoteca de Brera, en Milán. Pululeé por las salas, dando vueltas. Encontré cuadros de los que había oído hablar por primera vez en las clases de Covadonga, como el Cristo Muerto, de Mantegna, y me topé de bruces con El beso de Francisco Hayez. Me quedé allí plantada, pensando... es el beso de “por fin sé a qué sabe tu boca”.
Este es el que más mola de todos. No es fácil de encontrar. Nunca es por sorpresa, no es de sopetón. Está ahí y lo sabes, las dos partes lo saben. Te encuentras con el otro y la atracción casi se puede ver. Hablas, te ríes, te miras y la tensión va creciendo… cada vez más… y te encuentras pensando: me está diciendo algo pero soy incapaz de centrarme en lo que escucho. Miras a los labios y te descubres pensando… ¿a qué sabrán?, me muero por saberlo. Disimulas, miras a los ojos, sonríes otra vez y has perdido completamente el hilo de la conversación. El otro está igual o peor, pensando... como me siga sonriendo así no voy a poder seguir concentrándome en lo que estoy diciendo, que realmente no tengo ni idea de lo que es, ni siquiera sé en qué idioma estoy hablando y, por dios, que deje de sonreír así y de mirarme tan fijamente ¿Hay algo más en el mundo que su boca? Silencio. Encuentro de miradas y, por fin, el beso perfecto, ese que cuando se da sirve para saber a qué sabe la boca del otro…

Escribí este texto hace años, muchos años después de haber pisado por primera vez un museo, pero probablemente el tener una vida llena de momentos en museos me hizo escribirlo. O quizás no. No lo sé. 

Covadonga se llamaba la profesora que me llevó por primera vez al Museo del Prado. Era menuda, con el pelo corto y blanco. El arte no era una actividad muy popular entre las adolescentes de mediados de los 80, y supongo que tampoco lo es ahora. He pensado mil veces qué le llevó a organizar esa visita a la que solo fuimos 3.  ¿Se sintió decepcionada? ¿Le dio igual porque ya estaba curtida? ¿Lo agradeció porque le permitió disfrutar la visita? Probablemente  yo fui porque en aquella época era una niña responsable y programada para hacer las cosas que se deben hacer pero salí enamorada y transformada. Recuerdo vivamente aquellas horas en el museo. He repetido un millón de veces aquellas salas de mi primera visita y he pasado horas delante del Descendimiento, de Rogier van der Weyden. Ese azul. 

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A una visita al Museo Picasso de Barcelona una  mañana de junio de 1998 le debo haber entendido por fin su pintura.  Para algunas cosas, muy pocas, con 25 años seguía siendo la niña programada para hacer cosas que se deben hacer y por eso estaba ahí esa mañana. Creo que al salir, después de horas, dejé a esa niña allí. Creo. 

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A un Museo le debo también haberme sentido cerca de ser  protagonista de una peli de acción. Como una energúmena descontrolada, en julio de 1999, entré en la sala de seguridad del Museo de América gritando que había que revisar las grabaciones de la sala en la que estábamos desmontando una exposición sobre indios americanos de las praderas. Un par de mocasines habían desaparecido y cual heroína ridícula fui a hablar con los guardas. Lo más alucinante es que me hicieron caso. Menos alucinante fue que los mocasines aparecieron poco después traspapelados (¿se pueden traspapelar unos mocasines?) en una caja que no era. 

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Al Thyssen le debo el póster que cuelga en el pasillo de mi casa. Rue St Honoré de Pisarro. Fui al Thyssen con un amigo admirador... y salí con un regalo. El amigo lo perdí. O nos perdimos. 

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En el 2003 lloré a mares sentada en unos escalones del Museo del Louvre. Estaba agotada, exhausta, cabreada y aterrorizada. Y muy embarazada. La fatiga museística en su máximo esplendor. Esa sensación de no poder más, de no ser capaz de absorber más, de estar saturada, que sólo te dan los grandes museos inabarcables. 

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En 2004 llevé a M al Prado. Con menos de un mes de vida no se enteraba y, por supuesto, no recuerda nada; pero le gusta que se lo cuente. Colgada de la mochila, dormitaba tranquilamente mientras yo paseaba por la exposición de Manet. La última a la que hemos ido juntas fue Kandinsky. 

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Redescubrir Picasso con laz princezaz porque una princeza de 7 años te dice:  

"Necesito ver el Guernica otra vez,  pero de verdad. No en el ordenador o en un folleto porque no es lo mismo".

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Estamos en la semana de los museos y pensando un poco he descubierto que tengo una vida en ellos, que  en los Museos también (me) pasan cosas. 


sábado, 26 de marzo de 2016

Hombres fantásticos (IV)

–Yo no sé escribir ficción. 
–Claro que sabes. Es lo único que haces, escribir ficción.
–Eso es mentira. Nada de lo que escribo es ficción.
–Sí que lo es. A lo mejor tiene una base real, aunque lo dudo mucho, pero todo, incluido cómo decides contarlo, cómo lo piensas y cómo lo escribes es ficción. 

Le odia mientras le escucha. Le odia muchísimo. No sabe porqué le gusta. Ni siquiera sabe si le gusta. No, no le gusta. Nada. O sí, pero de lejos. Mientras él sigue hablando, contando otra de sus historias con él de protagonista, piensa que es un hombre cuya mejor versión sería un holograma. O una aplicación para el móvil. Una especie de reto intelectual con el que retarse a sí misma, superarse, encabronarse, desesperarse y decir "esto lo desinstalo ya". 

Pero hoy no es un holograma. Allí está, tumbado a su lado, desnudo, grande, blando, suave. Grande, desnudo ha crecido. Arrullada por su discurso ella piensa que es curioso cómo los hombres desnudos parecen más grandes. En una pirueta mental absurda piensa en Hulk, en La Masa. Cuando un hombre se desnuda, de repente parece que la ropa le pica, le molesta y que su cuerpo se necesita expandirse liberándose de la tela. Hulk y La Masa ¿son el mismo superhéroe? ¿O es un villano? ¿Es Hulk cuando lleva la camisa metida por los pantalones y La Masa cuando la revienta? Piensa en preguntarle a él, pero no sabe si le molan los comics y, en cualquier caso, preguntarle algo a él es como jugar a la ouija. Jamás dice nada sincero ni directo. A pesar de ser un gran conversador, jamás responde preguntas. Tampoco las hace. Nunca pregunta nada cuya respuesta pueda no gustarle. Quizás sea que nada de lo que esté más allá de su piel le interese, o quizás es miedo. Si no preguntas estás a salvo del daño y la decepción. 

–No enciendas la luz. 

Eso le ha pedido al desnudarse. En un descuido, supone ella, se ha mostrado vulnerable, se ha bajado de su pose de hombre seguro de sí mismo y, como un niño, le ha pedido que no encendienda la luz. Ha sido tierno. Es curioso cómo los hombres al mismo tiempo pueden parecer más grandes físicamente e increíblemente pequeños. Unos más y otros menos. Este más. Mucho más. Probablemente por eso, ahora, ya relajado, no deja de hablar, para taparla a ella con una marea de palabras y tratar de distraerla. Sabe que no lo está consiguiendo, que no lo conseguirá pero, como los niños, no sabe parar. Le da más miedo ella que el silencio. Si deja de hablar la conciencia de lo que ella sabe de él será demasiado obvia como para pasarla por alto.

Ella también lo sabe, así que le deja hablar. Escucha su discurso caótico, que avanza a trompicones para luego pararse, retroceder, coger un desvío que se convierte en una ruta principal para volver a desviarse más tarde. El repite ideas que ha debido contar mil veces, frases que seguro que le han funcionado, un caminito de pensamientos que debe tener trillado y en el que se siente cómodo pero, pronto, se distrae y empieza a contar cosas que no pretendía. Se sorprende a sí mismo y de pronto sus manos, que hasta entonces reposaban en su tripa, se alzan mientras él retoma su voz de "soy guay" y suelta una frase de su personalidad de superhéroe.

–Escribirás algo como Bridget Jones. 
–Si te crees que pienso entrar a esa provocación tan burda lo llevas claro. 

No puede estar callado. Mientras despliega una historia sobre juventud y mujeres ella piensa que tiene un perfil raro. Un perfil que no reconoce. Es casi como un cuadro cubista, como una señorita de Avignon. Él es ese perfil blando y extraño pero no se corresponde con el él que ha venido por la calle a su encuentro. Encogido dentro de su abrigo de falso joven, con las manos incrustadas en los bolsillos, la cabeza hundida entre los hombros y la mirada huidiza. Ahí parecía un cable tenso. Ahora está desmadejado, relajado y parece otro. Para ella es una sensación rarísima. 

–Tengo un roto enorme en el calcetín. 
–Aha. 
–Enorme. Se me ve el dedo gordo.
–Aha.
–Eres una cabrona y me caes fatal. 
–Tú a mi peor. 

Justo antes de dormirse ella piensa, "a lo mejor sí que sé escribir ficción". 

lunes, 21 de marzo de 2016

El empotrador



Al final lo disfruté. Después de pasarme la noche anterior sin dormir, repasar la charla en mi cabeza como un mantra durante días y días,  no comer y tener el estómago encogido de los nervios lo disfruté. 

Lo disfruté a pesar de que 15 segundos antes de subir al escenario el corazón me latía tan fuerte que de verdad temí que me fuera a dar un infarto. 

No me dio un infarto y fue muy divertido. 





Mil gracias a Ignite Madrid por darme la oportunidad de lanzarme a hacer esta locura, a Susana Lluna por animarme a hacerlo, a todos los compañeros de charla. Gracias a los conocidos y a los descerebrados desconocidos que vinieron a verme.

Millones de gracias. 


viernes, 18 de marzo de 2016

El amigo italiano



A pesar de mi memoria prodigiosa, no consigo acordarme de la primera vez que le vi, ni de la primera vez que alguien me hablo de él. No recuerdo ni el año, ni el mes. Fue hace mucho tiempo, muchísimo. 20 años. 

Si estrujo mi memoria y mis recuerdos recupero una imagen que no sé si es la primera que tuve de él pero que refleja exactamente cómo era, cómo es. 

En Los Molinos. Alto, de perfil, con su importante nariz y el pelo largo, más largo de lo que nunca había conocido en otro hombre. Pantalones, jersey, una chupa bastante andrajosa. No puedo definir qué me llamó la atención de él. Obviamente lo increíblemente guapo que era, pero no fue solo eso. Era mucho más, algo que me cuesta poner en palabras ahora, veinte años después, y que en aquel momento ni siquiera pensé; solo sentí. 

Durante los años que fuimos amigos, pasé de una timidez casi enfermiza que al principio me impedía articular palabra hasta una confianza cómplice y pugilística. Las puyas iban de un lado a otro, él con su acento de guiri que jamás abandonó y yo estrujándome las neuronas para tratar de estar a la altura. Recuerdo perfectamente la sensación que tenía al hablar con él, una especie de miedo, de tensión... de tratar de estar a su altura. Miedo a defraudarle. Una gilipollez; y sé que cuando lea esto me dirá "tú eres tonta". 

¿Qué me producía esa sensación? No lo sé. Él. Todo. Era distinto a todos los hombres que había conocido hasta entonces y con los que me había relacionado. Sí, era el más guapo y el más atractivo, a años luz del siguiente en la lista pero no era eso, o no era solo eso. Era algo intangible pero que te atrapaba en su presencia. 

Hay personas que ves y hay personas que sientes. Así es él, no sólo lo ves. Perturba, cambia, mueve, agita, trastoca, transforma el aire que te rodea y a ti mismo. Él es de esos. Un campo de fuerza. 

El gesto de recogerse el pelo, los brazos en alto, la goma deslizándose desde la muñeca y, alehop, ya tenía la coleta hecha. Ese simple gesto transmitía la sensación de estar completamente a gusto consigo mismo, de ser inconsciente de uno mismo. ¿Cómo lo había hecho?  "Solo si eres increíblemente guapo e increíblemente atractivo puedes llevar coleta", escribí hace muchos años. Pensaba justamente en él. 

Cuando se marchó me enteré tarde y mal. No pude despedirme ni decir banalidades del tipo: nos escribiremos, ya nos veremos, iremos a verte. Se fue y la vida siguió para todos. 

Dieciocho años después le mandé un mensaje "Hey guiri, que vamos a Milán". Incluso por esa cosa tan espantosa que es el chat de Facebook su campo de fuerza funcionó y lo sentí cuando contestó "Ciao Moli, nos vemos seguro". 

Y nos vimos y los 18 años pasaron en un parpadeo. Se esfumaron según se bajo del coche a toda prisa, gritando "¡guiris!", y nos abrazamos. 

Ahí estaba. Igual de alto, con su misma nariz de emperador romano, su mirada astuta, sus gestos imparables y su gran sonrisa guasona iluminándole los ojos claros y la cara entera. Una sonrisa que dice "cómo me alegro de encontrarnos". Una sonrisa que llena. 

Sigue siendo muy guapo pero ya no lleva el pelo largo. Sigue caminando como John Wayne y hablando como si temiera caer muerto en cualquier momento y necesitara contar todo lo que lleva dentro. Sigue siendo divertido, temperamental, efusivo, y sigue gesticulando con todo el cuerpo. 

18 años fulminados con dos frases, un abrazo, mil risas y mil puyas. 

-Ciao Moli, estás igual, el mismo sarcasmo. 

Somos los mismos pero mejores. 

Él está más grande, no más gordo. Mirándole, escrutándole mientras comíamos, le sentí más grande, como si su increíble personalidad hubiera seguido creciendo, como si el hombre que era con 30 años hubiera necesitado expandirse, crecer dentro de él para hacerse más imponente, mejor, más él.

Me sentí feliz y atrapada en su campo de fuerza pero, querido guiri, yo también he crecido y ahora me siento a tu altura. 

Fue un reencuentro increíble.