Tapias bajitas que no pretenden ocultar
nada. Blancas, anchas y con flores. Detrás grandes edificios con buganvillas,
geranios y madreselvas que vamos a “robar”. Tengo 8 años y llevo esperando esta
noche desde que llegamos hace 15 días, es la noche del “Paseo por las Tapias”.
Hoy no cenamos en pijama, hoy cenamos vestidos de bonito y nos portamos
fenomenal sin rechistar por la comida porque esta noche es la más especial de
todas las que pasamos en Benidorm cada año.
Después de cenar salimos con Molimadre al
paseo marítimo, en la esquina nos subimos a la primera tapia y comenzamos a
caminar por ellas bajandonos solo al llegar a las esquinas. Hay tapias más
fáciles por las que podríamos casi correr y otras en las que hay que andar muy
despacito para no pincharse, para no caerse. En algunas hacemos turnos para que
Molimadre nos vaya cogiendo de la mano. Se oye el mar y se ve la playa, pero
eso no es lo interesante esta noche. Miramos los jardines de los edificios y
decidimos que el jardín de nuestra casa y su piscina es, con mucho, el mejor de
toda la zona. Nos sentimos absurdamente orgullosos de nuestra piscina, como si
no llevara allí 40 años y fuera mérito nuestro su existencia.
El Gran Hotel Delfín es la parada estrella
del paseo de por las tapias. Caminamos despacito acercándonos a la parte
central del hotel, la terraza del restaurante donde mayores que a nosotros nos
parecen artistas de película cenan a la luz de las velas o bailan las canciones
que toca una orquesta. Nos quedamos embobados mirando la escena. En nuestras
cabezas no existe nada en el mundo con más glamour y más elegancia que la
terraza del Gran Hotel Delfín por la noche.
Volvemos caminando por las tapias, parando
de vez en cuando a “robar” esquejes de plantas con flores de colores que
Molimadre se empeña en plantar en Los Molinos.
Me duermo soñando con un futuro lejanísimo
en el que seré yo la que bailaré por la noche en la pista del Delfín. Ni
siquiera soy capaz de imaginar que 36 años después iré dando la mano a
mis hijas para que no se caigan de la tapias y me pregunten: Mami, ¿cuando
seamos mayores podremos venir a bailar aquí?
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¿Qué hace que una tapia sea interesante y
misteriosa e invite a trepar por ella o a pegar el ojo? La promesa de
algo detrás. Algo conocido y misterioso, algo que no se conoce pero
apetece ver. Algo que prometa imaginar. Detrás de esas tapias hay casas y vidas
con las que me gustan fantasear, todas distintas, todas inalcanzables o no.
En el otro extremo están las tapias que
proliferan por Madrid, altos muros de ladrillo que esconden y protegen, no se
sabe muy bien de qué, a pequeños mundos en miniatura de los que sus habitantes
no tienen que salir para nada. Urbanizaciones clónicas. No quiero asomarme a
esas tapias, paso rápido a su lado, camino sin fijarme.. porque no quiero saber
que hay al otro lado, porque ya se que hay al otro lado y no quiero ni imaginar
cómo sería estar atrapada dentro.
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Una tapia de piedra con musgo antiguo, verde
oscuro que siempre está a la sombra. Delante un buzón de correos recién
pintado. Amarillo. Brilla. ¿Alguién echa cartas ahí? ¿Lo abrirá el cartero cada
día y todos los días pensará que es trabajo inútil porque ese buzón ya no
lo usa nadie? ¿Le hará ilusión encontrar alguna vez una carta en él? ¿Cuando
fue la última vez que eso ocurrió?
Puede que fuera cuando yo pasaba las horas
muertas sentada en esa tapia. Cuando quedábamos “en el buzón”. No quedábamos
para ir a ninguna parte, quedábamos allí para sentarnos en esa tapia y ver
pasar las horas y los días. Nos sentábamos y esperábamos a ver quién llegaba, a
ver cuántos éramos. Veíamos pasar coches con gente conocida, unas veces
saludábamos y otras nos escondíamos. Esperábamos ver pasar al chico que nos
gustaba o al que ya no nos gustaba pero queríamos seguir controlando. Comíamos
pipas, chupachups “kojac” o chicles de sabor a fresa, con sabor a fresa de
verdad y no como ahora que los sabores deberían llamarse “fresa efímera”,
“menta en un suspiro”. Nunca me han gustado los chicles.
La tapia del buzón, era una tapia para ver
pasar el tiempo; para dejar pasar las horas hasta hacernos mayores. Llegabas a
sentarte en esa tapia en el periodo de tiempo en el que eras demasiado mayor
para seguir jugando a las chapas, las canicas o polis y cacos y demasiado
pequeño para que te dejaran bajar al pueblo. En el buzón estabas cuando estar
en casa parecía siempre estar perdiendo el tiempo; lo importante pasaba en la
tapia del buzón. Había que estar allí, para ver y que te vieran. Lo
importante era estar en la tapia.
Ahora paso por allí y nunca hay nadie
sentado en esa tapia. Me paro a pensarlo y supongo que ahora ya nadie se sienta
a ver pasar las horas ni queda “en el buzón”. Los móviles han terminado con la
incertidumbre de ir al buzón a ver si hay alguien, no hay espacio para la duda
ni para la improvisación.
Ya nadie mira pasar las horas ni come
chupachups “kojac”.
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En Los Molinos hay tapias que fueron
durante mucho tiempo los límites de los caminos que recorría en bicicleta para
ir a casa de mis amigos y a las que no prestaba mucho atención hasta que
derepente, un buen día, una de esas tapias se abría para mi porque en uno de
esos extraños cruces de amistades que suceden en Los Molinos (¿he contado la
teoría de Juan de que todos por aquí hemos intercambiado fluidos corporales con
todos en una separación de 3 grados como máximo?) los desconocidos que vivían
tras esas tapias se habían convertido en amigos y sus jardines, sus piscinas,
sus chimeneas y todos los secretos al otro lado de las tapias se volvían
cotidianos, conocidos y habituales.
Hay tapias en Los Molinos que siguen
siendo misteriosas, guardianas de maravillosas casas que casi siempre están
cerradas. Tapias comidas por la maleza, oxidadas por el paso de muchos
inviernos y muchos veranos sin que nadie las haya repintado, vencidas por el
peso de madreselvas, hiedras o setos que nadie ha podado en años...y tras las
que se ven casas enormes que en algún momento estuvieron llenas de gente. ¿Por
qué dejaron de venir?
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¿Qué piensa quien ve mi tapia?