domingo, 31 de diciembre de 2017

Lecturas encadenadas. Diciembre

Termina el año y esta es la última entrega del post que menos se lee: lecturas encadenadas. En diciembre he leído cinco libros de los cuales tres han sido comics. El otro día alguien me pregunto si los comics cuentan en la lista de libros leídos, «claro que sí» contesté. ¿Por qué no iban a contar? 

Tres sombras de Cyril Pedrosa. «Tienes que leerlo» Y lo leí del tirón, tumbada en un sofá tapada con una manta y atrapada por una historia muy muy triste llena de poesía. En el mes de noviembre, mientras leía Portugal, mi primer contacto con Pedrosa, no pensaba que me estaba gustando tanto pero según se ha ido posando en mí, asentando su estrato en mi experiencia lectora, su estilo me ha atrapado más. Ese mismo estilo está en Tres Sombras pero sin color. Los dibujos de Pedrosa te envuelven y envuelven la historia. Las líneas son redondas, curvas, plenas de expresividad y carácter. Son acogedores, esa es la palabra que me viene la cabeza para definir lo que se siente frente a los comics de Pedrosa. En este caso la historia es muy triste y si tienes hijos aún más, casi insoportable. Pedrosa presenta la muerte como lo que es, algo de lo que no se puede huir, no puedes correr, ni esconderte, ni hacer como que no la ves. Es algo más grande que nosotros y que siempre nos alcanza. 

El rumor del oleaje de Mishima llevaba en mi estantería desde el 23 de abril de 2016. Fui con Clara a comprar libros a Cercedilla y de todos los que había en la Librería Fuenfría éste fue el que se vino conmigo. Su momento ha llegado año y medio después. Esta novela se publicó por primera vez en 1954? y cuenta la historia de amor entre dos adolescentes en una pequeña isla japonesa. 

El mar, las olas, el viento, las tormentas, la lluvia y el resto de la población de la isla son personajes tan importantes como los dos jóvenes protagonistas y su historia de amor. Ellos sienten el amor pero toda la isla lo vive, afecta a todos. Es una historia delicada, suave, casi cumple todos los estereotipos que tenemos en mente sobre los japoneses: el valor de la tradición, de la familia, el estricto cumplimiento del deber, la ausencia de rebeldía, el respeto a los padres, a los mayores. Se lee fácil, con calma, como un cuento de otra época, como ver las olas en la orilla mientras te mojan los pies.  

«Mientras permanecía sumido en estas reflexiones, el tiempo había pasado sorprendente rapidez. Aquel muchacho tan poco dado ala reflexión se sorprendió al descubrir que una de las propiedades del pensamiento era su eficacia como medio para matar el tiempo. Sin embargo, el resuelto joven refrenó con brusquedad sus pensamientos, pues, al margen de lo eficaces que fuesen, lo que había descubierto con respecto a su nuevo hábito, por encima de cualquier otra consideración, era que también entrañaba un claro peligro»

La Guerra Civil Española de Paul Preston ilustrado por José Pablo García. Este comic fue un regalo de mi hermano pequeño por mi cumpleaños. Lo primero que hay que decir es que la Guerra Civil es un conflicto aburridísimo y cuyo estudio anula cualquier atisbo de confianza en la clase política de cualquier época y tiempo. Cuando digo que es aburrida no quiero decir que una guerra tenga que ser entretenida ni divertida pero nuestro conflicto civil está tan lleno de pequeñeces, de miserias y menudencias entre los políticos que cada paso, cada etapa, cada nueva riña entre los comunistas, los anarquistas, los socialistas, los trotskistas y demás resulta desesperanzado en su pequeñez. La estrechez de miras, el egoismo, la ausencia de la más mínima solidaridad, el clasismo, la soberbia ignorante y cateta de la derecha es igualmente aterradora. En el comic, se analiza el conflicto desde los primeros años veinte, explicando como la situación se fue deteriorando. Lees y lees y te das cuenta de que aunque lo desees, aunque inconscientemente lo esperes, no va a pasar nada bueno, lo que ocurrirá será terrible. La Guerra Civil, el golpe de estado militar fue horrible, un conflicto que destrozó el país y lo que es aún peor, sus efectos duraron (si es que no duran aún) muchos años después. La victoria de Franco y el bando nacional con todo su rencor cateto e ignorante, el rencor de los que se saben injustamente poderosos arrasó la vida y las esperanzas de todo el país. El comic es árido, serio, casi académico y, a veces, complicado, pero merece la pena para intentar entender porqué nos pasó lo que nos pasó.  


Merci de Monin Zidrou. Este comic se coló entre mis lecturas como un regalo para María por su cumpleaños y lo leí antes de dárselo. Esto está muy feo pero ¿quién va a enterarse? Es un comic de adolescentes un poco rebeldes pero sin mal fondo. Una historia corta sobre una joven descolocada en esos años en los que todos nos queda grande o pequeño, en la que todo nos parece demasiado difícil o muy fácil, esos años en los que todo el mundo nos parece estúpido y nosotros nos creemos los únicos que lo sabemos todo. ¿Qué nos hace salir de esa etapa? ¿Cómo lo hacemos? Este cómic va de eso. Muy recomendable para todos y más si tenéis adolescentes languideciendo por vuestro salón esperando a que la vida sea de su talla. 

He terminado el año volviendo a Alemania con Regreso a Berlin de Verna. B. Carleton. Verna era americana, de madre inglesa y padre alemán. En esta novela recrea o, mejor dicho, se inspira en un viaje que hizo a Alemania en 1957 acompañando a su amiga Gisele Freund, fotógrafa alemana. ¿Qué pasó con los alemanes que se exiliaron, que consiguieron huir de su país antes o durante la guerra? ¿Cómo lo vivieron? ¿Cómo fue su regreso? ¿Cómo fue avergonzarse de ser alemán fuera y de haber podido escapar al volver? Vera intenta hacer un retrato que responda a todos estas preguntas siguiendo los pasos de un matrimonio inglés formado por una inglesa y un aleman de los que consiguió huir y que al volver debe enfrentarse tanto a lo que dejó como a la nueva situación en Alemania. 

¿Me ha gustado? Pues ni sí ni no que creo que es lo peor que se puede decir de algo o alguien. Pensando sobre este libro pensé que si fuera un hombre y me preguntaran por él diría algo así como “es majete, entretiene pero se te olvida. Y es solo para quedar de vez en cuando”. Se lee fácil, engancha a ratos y en otros, se lee en diagonal porque te estás aburriendo y lo que quieres es irte a casa, perdón, terminarlo para irte a buscar, a leer, algo que te emocione más. 

Y con esta novela he llegado a las sesenta lecturas (contando comics) este año. 

Como bonus track, dejo aquí el enlace a un artículo en el New Yorker espectacular en el que Kathryn Schulz reflexiona sobre cómo creemos en lo que no creemos. Es un planteamiento muy curioso que sorprende y nos obliga a reflexionar. Sabemos que no existen las sirenas, el Yeti, los vampiros, los gnomos, las hadas o los fantasmas pero, a pesar de saber que no existen si nos piden que hagamos un ranking con todas estas criaturas de fantasía en orden de “existencia real”, somos capaces de hacerlo. A partir de ahí y tirando del hilo, el artículo es maravilloso. 

«Yet, in the end, what’s most remarkable is not that our fantasies contain so much reality; it is that our reality contains so much fantasy»

Y ahora sí, con esto y doce lacasitos, hasta los encadenados del mes de enero.  



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viernes, 22 de diciembre de 2017

Se puede

Lucy Engelman y Daniel Mullen
Me gusta pensar que:

Se puede ser lector y odiar los gatos aunque al buscar imágenes de lectores en Google en el 80% aparezcan mininos.
Se puede ser aficionado al fútbol y ser civilizado, culto y educado aunque en las redes parezca que si te gusta el fútbol es porque eres un gañán. 
Se puede ser feminista y pensar y decir que una mujer es imbécil, por muy de moda que está la sororidad. 
Se puede ser machista y, a la vez, un artista maravilloso. 
Se puede juzgar la ficción por lo que es y no por lo que debería ser si quisiéramos que la ficción enseñara algo porque la la ficción que lleva moraleja se inventó hace mil años, se llama fábulas y es solo un tipo de ficción. 
Se puede mirar a tus hijos y pensar que quizás no son tan estupendos como te has empeñado en creer. Y se puede reconocerlo y no pasa nada. 
Se puede ser vegetariano y no estar todo el día dando lecciones de superioridad moral. Y se puede comer carne y huevos y adorar la leche y no ser un asesino de animales. 
Se puede ser padre y que te de la pereza de tu vida hacer cosas con tus hijos y eso no resta amor.  
Se puede ser padre y no echarles de menos y eso no te hace menos padre. 
Se puede ser un profesional como la copa de un pino y una pareja horrible. 
Se puede ser una madre maravillosa y una trabajadora nefasta.
Se puede ser padre y tener un hijo favorito. Aunque no lo reconozcas jamás.
Te puede doler una desgracia más que otra, una pérdida más que otra, una víctima más que otra. Es más, es lo lógico. 
Se puede ver una película sin mujeres y no ofenderse. Y eso no significa que no seas feminista. La ficción que consumes no determina quién eres o tus valores. O sí, pero no siempre. Te pueden gustar las obras de Picasso y pensar que era un tipo asqueroso.  
Se puede criticar al PP y no ser de Podemos.
Se puede decir que la izquierda es un desastre y no ser un facha. 
Se puede no comer pollo si parece pájaro y adorar los filetes de pollo. 

Vivimos en un momento en el que parece que lo que te define no es solo lo que eres sino lo que para los demás implican tus actitudes, tus gustos, tus preferencias o tus manías. Y me niego.  

Creo que se pueden y se deben tener miles de aristas y miles de lados, cuantos más mejor. Lo que es absurdo, aburrido, poco creíble e increíblemente falso es ir por la vida de blanco o de negro,  de un bando o del otro, de pares o nones, de bloque monolítico. Se puede ser de colores.  






miércoles, 20 de diciembre de 2017

Atravesar el luto

Isabel Miramontes
«Transcurre mucho tiempo antes de que la mente humana pueda convencerse de que la persona a quien se ve todos los días, y cuya simple existencia parece parte de la nuestra, se ha ido para siempre; pasa mucho tiempo antes de que podamos convencernos de que la mirada brillante de un ser amado se ha apagado para siempre y de que el sonido de una voz familiar y querida se ha acallado definitivamente, y nunca más volverá a escucharse. Estas son las reflexiones de los primeros días. Pero cuando el paso del tiempo demuestra que la desgracia es una realidad, entonces comienza la amargura y el dolor» Frankestein, de Mary Shelley. 

Esta noche me he desvelado pensando que la gestión del luto, la manera de llevarlo se parece a tener hijos. Para empezar nadie tiene ni idea de cómo va a ser hasta que le ocurre. Da igual lo que hayas leído, lo que te hayan contado o que hayas visto morir a los padres de tus amigos o a tus abuelos, nada te prepara para el luto que tendrás cuando muera un ser querido muy cercano: un padre, una madre, una pareja,un hermano, un hijo. Cuando te pasa, cuando te llega el momento porque en esto sí que es diferente a tener hijos, uno puede elegir no tener hijos pero no puede escapar de la muerte cercana, cuando te pasa todo lo que te ocurre te sorprende. Lo gestionas como buenamente puedes o fatal. Intentas seguir con tu vida de antes y descubres que tu vida de antes ya no existe. Cuando tienes un hijo porque has añadido algo y cuando llega la muerte porque a tu vida le falta un trozo. Te falta algo. Después, pasa el tiempo, los meses y como con los hijos, te acostumbras, aprendes a gestionarlo. 

Nadie te prepara para la incredulidad que vas a sentir, la incapacidad para aceptar lo que te ha ocurrido. Puedes pensar fríamente «Este es mi hijo» pero considerarte un padre, una madre es algo inadmisible. Del mismo modo piensas, sabes «Ha muerto, está muerto» pero el pensamiento «Nunca más. Se ha ido para siempre» es inabarcable. 

Otra cosa que no sabemos es que todos los lutos son distintos. Quieres creer que como ya has pasado por uno, sabrás llevar los que te lleguen después, pero cada luto, como cada hijo, es diferente porque nosotros también somos distintos: hemos crecido, madurado, nuestras circunstancias han cambiado, nuestra percepción de la muerte se ha vuelto más real o estamos bajos de defensas. Y es distinto porque el vacío, el hueco, la nada que deja cada ser querido en nuestra vida es diferente y no podemos saber cómo será de grande hasta que desaparezca. 

«Yo siempre había imaginado que la suya ( la muerte de su padre) sería para mí la muerte más dura, porque yo le había querido más, mientras que a lo sumo sentía un cariño irritado por mi madre. Pero sucedió al revés: lo que había esperado que fuese la muerte menor resultó más complicada, más peligrosa. La muerte de mi padre sólo fue su muerte: la de mi madre fue la muerte de ambos».  (Nada que temer de Julian Barnes)

Antes de tener un hijo crees que la paternidad es no dormir, estar muy cansado y criar un bebe. Después la enormidad de la tarea se planta ante ti y te descoloca por completo. Antes de enfrentarte a la muerte de un ser querido imaginas que el luto será algo triste, que sentirás mucha pena y que llorarás. Cuando te llega el momento, descubres que el luto es una bomba de vacío. Ojalá sintieras pena, ojalá pudieras llorar, ojalá fuera tristeza. 

El luto da miedo cuando lo has conocido. No sabes cómo será en esta nueva ocasión pero sabes qué, al contrario que con los hijos, no será más fácil y no te vale de nada todo lo que aprendiste con anteriores lutos. No pasará más rápido, no te rozará menos, ni será menos doloroso. O sí, pero quizás sea peor. 

La muerte es una putada y es inevitable. Y el luto, que suena a algo antiguo de señoras de pueblo, de plañideras, ataúdes, cementerios y llanto no tiene nada que ver con todo eso. Igual que tener hijos no tiene nada que ver con bañeras, faldones, chupetes o lactancias. El luto es un estado vital que es necesario atravesar sin atajos. El luto es el camino al que se llega después de esos primeros días de incredulidad y no se puede ignorar, ni sobrevolar, ni hacer como que no existe. 

Cuando has conocido el luto, cuando ya has transitado ese camino temes el momento en que vuelva a sucederte porque sabes que es inevitable, que no se puede escapar. Sabes que se pasa tan mal, que es un sentimiento tan enorme, que cuando alguien cercano a ti lo está pasando, te gustaría poder ayudarle, coger parte de ese luto y ocuparte de él, como harías con su bebé llorón para que tu amigo pudiera dormir y descansar. Pero no puedes, solo puedes acompañarle. Estar. Esperar a que deje de estar en carne viva y aprenda a vivir con ese agujero negro. Esperar a que recorra el camino del luto.  

El luto no se gestiona, hay que atravesarlo y que te atraviese.  



Para Olvido, ojalá pudiera hacer más. 


domingo, 17 de diciembre de 2017

Se terminó la infancia. Catorce años

2,920 kg. 49 cm. 

Lo conseguimos. Se terminó la infancia y ya te hemos criado. Creo que hemos hecho un trabajo bastante bueno. Has engordado 48 kilos y has crecido 111 cm. Sé que es absurdo pero te miro y me encuentro poseída por cierto espíritu de tratante de ganado y me dan ganas de gritar «Mirad, mirad, que buen trabajo he hecho», «Mirad, mirad que ejemplar más precioso, el mejor de la feria de la comarca, del país y del mundo mundial»

Se terminó la infancia porque ya no puedo llevarte en brazos, ni quieres que te duche, ni me dejas peinarte. Se terminó la infancia porque vas sola por la calle, entras y sales, te cocinas, te haces la cama (mal) y sabes hacer una presentación en power point sobre la economía romana. Se terminó la infancia porque ya no montas ciudades de clics (Mamá, se llaman playmobil) en el pasillo ni quieres ir disfrazada de Buzz Light Year por la calle. Se terminó la infancia porque ¡oe, oe, oe! ya comes sola y te encanta la ensalada. Se terminó porque ya no me preocupa que no comas o que no duermas o que te des con las esquinas de las mesas o te abras la cabeza montando en el patinete del demonio. Se terminó la infancia porque ahora me preocupa que la vida de te de miedo, me da miedo tu miedo, sentirlo, verlo, mascarlo y no poder ayudarte porque te crees que no sé lo que es tener miedo. Se terminó la infancia porque eres un saquito de inseguridades, de dudas, de inquietudes y yo me tengo que quedar sentada mirándote y sin poder convencerte de que todo va a ir bien y que lo que no vaya bien no será tan grave y estaremos para ayudarte. Se terminó la infancia porque ahora soy yo la que heredo tus zapatos, tú usas mis jerseys  y ya eres más alta que yo. Se acabó la infancia porque ahora te gusta ver todo en versión original, te gusta que te cuente cosas de mi trabajo y tienes opiniones políticas y sobre la vida que no sé de donde has sacado. Se terminó la infancia porque ya hemos hecho la última visita al pediatra, a partir de ahora ya vas al médico de mayores. Se terminó la infancia porque es complicadísimo levantarte de la cama antes de las doce de la mañana y vas sola en metro.   Se terminó la infancia porque en tus ojazos azules lo que se ve ahora ya no es un lago inmenso calmo y tranquilo sino un océano azotado por lo que ya has vivido y tu miedo a lo que te queda por venir. 

50,800. 160 cm.

Se terminó la infancia porque hoy cumples catorce años. Feliz cumpleaños princesa de los ojos azules. 


miércoles, 13 de diciembre de 2017

Diccionario breve de adolescente - castellano


A continuación ofrecemos a los viajeros que se adentren en el reino del adolescentismo un breve glosario de términos para que puedan entender a sus adolescentes. 

Voy: hay más probabilidades de que caiga un meteorito y acabe con la vida en la Tierra que de que yo haga lo que sea que quieres que haga pero sigue intentándolo, mamá.

No sé: conozco los secretos de la vida, la composición de la materia oscura, todos los enigmas matemáticos de la historia, quién ganará el próximo Nobel de medicina y la cura del cáncer pero no te considero a mi altura para desarrollar una frase de más de dos palabras. 

Qué aburrimiento:  sinceramente lo que no quiero es hacer nada de lo que tú podrías proponerme porque sigues creyendo que tengo diez años y la verdad es que tampoco sé que es lo que me gustaría hacer, porque lo que me gustaría hacer creo que me daría miedo. 

Mamaaaaaa, por favor:  no me avergüences delante de mis amigos / mamá, vuélvete invisible. 

Maaaaaaama, por favor:  te suplico por lo que más quieras en tu vida que me dejes hacer lo que sea que quiero hacer porque aunque tú no lo entiendas es vital para mi existencia y si no me das permiso mi vida se convertirá en algo espantoso y terrible que tú no eres capaz de entender. 

Por favor, por favor, por favor:  recuerda cuando era monísima e ideal y me querías todo el tiempo y no, como ahora, a trompicones. Te prometo que si me concedes lo que sea que estoy pidiendo me convertiré de nuevo en ese ser legendario. 

¿Qué hay de comer?: Hoy me siento atrevido y voy a preguntar por si hay suerte, suena la flauta y contestas pizza. 

Vale:  espero que esta minúscula palabra que pronuncio sin mirarte sea suficiente para cortar este intento de conversación por tu parte. Ah, y no te estoy escuchando. 

Nada: mi mundo interior es insondable, no lo entenderías. 

Nada:  qué pereza me das. ¿No me podría haber tocado otra madre, a ser posible muda? 

¿Ya te has enfadado?: Que poca paciencia tienes, si todo era broma. 

Vale, vale: veo que estás a punto de combustionar o convertirte en una ciclogénesis explosiva así que mejor reculo y me retiro a mis cuarteles de invierno. 

Ay, qué pesada: ojalá fuera posible independizarme con una renta vitalicia o, mejor, seguir viviendo aquí pero que tú te convirtieras en un mayordomo inglés siempre atento a todas y cada una de mis más nimias necesidades y las satisficieras todas sin rechistar. 

No sé hacerlo:  no tengo el más mínimo interés ni la menor intención de aprender a hacer eso que para ti parece ser tan importante. Si espero lo suficiente lo harás tú así que no merece la pena. 

Pero, ¡qué más te da!: no perturbes mi paz interior con tus nimiedades. 

¿Por?: explícate. Y que sea rapidito. 

No lo encuentro / No sé dónde está = ven y busca. 

¿Qué?:  creo que has dicho algo pero sinceramente no te he escuchado. Repítelo veintitres veces más sin cabrearte. 

Sí, ya, claro: ¿no estarás hablando en serio, no? 

A ningún sitio: déjame languidecer en este sofá disfrutando de mi mundo interior y mi pulso periférico. 

Mamaaaaaaaaaaa: no queda papel higiénico en el baño, tráemelo. 

Mamaaaaaaa: la casa arde. 

Mamaaaaaaaa: eres superinjusta 

¿Cuándo vienes?:  Te echo de menos. 

¿Tanto vas a tardar?: Ven ya que lloro. 


Nota: Todas estas expresiones tienen el mismo significado si se utilizan con Papaaaa. 



lunes, 11 de diciembre de 2017

Cocina, piensa, huele

Soy el domador, el payaso, la trapecista y, por supuesto, el acomodador y el que vende las chuches. Todo en uno, llevo hasta uniforme: pantalones viejos, camisa con manchas como condecoraciones de otras grandes actuaciones y hoy, como es un día con función continua, mi delantal de “Los Soprano”. Sólo me lo pongo en grandes ocasiones, cuando voy a hacer una actuación estelar, como hoy, cocinando como si tuviera media docena de hijos o un catering. Es mi capa de jefe de pista.  

Picar cebolla, ajo y freír tomate. La salsa de tomate tiene que ser casera, tiene que "entomatecer". Las de bote tiñen, disfrazan, dan el pego pero no entomatecen. La salsa de bote es para la comida de resaca, para los apartamentos alquilados o para la gente que no te importa. Freír tomate es una prueba de amor, de criterio, de esfuerzo sin recompensa: «Me importas tanto que quiero que la cocina huela a casa, aunque todo se manche».

Picar puerro, cebolla, mantequilla, aceite y calabacín. Las cremas salvan la vida de los Mafalda del mundo, gente como yo, a los que la sopa deprime. Las cremas son confortables, acogedoras y tienen cuerpo: no se beben, se comen. Son el justo medio entre la sopa y el puré, el equilibro entre beber y masticar. Y a las niñas les gusta lo suficiente para comerlo sin tratar de darme esquinazo manchando cuencos para tratar de engañarme. 

En la pista tres de la función de esta tarde preparo huevos, sal de azafrán, pimienta negra molida, perejil y ajo para condimentar un kilo de carne picada. Quiero steak tartar del Goizeko Wellington: merece la pena tragarse toda la ranciedad de ese restaurante sólo por comer el steak tartar que dan allí. Con la carne picada planeo hacer albóndigas, pretendo tener la fuerza de voluntad suficiente para no quedarme en filetes rusos o, peor aún, rendirme antes y hacer sólo pastel de carne. Albóndigas, filetes rusos y boloñesa: sólido, líquido y gaseoso, los tres estados culinarios de la carne picada. 

Creía que el horno iba a salir indemne de este ataque de madre de “La casa de la pradera” pero no es así, le ha llegado el turno. Con un redoble de pinzas y tenedores de madera le doy paso para asar una pieza de carne. «¿Es carne de Abu con salsita marrón?». No, es carne de mamá con salsa marrón maravillosa. Después de quince años llevando a cabo esta versión ya es hora de salir en los créditos. Busco el cordel. Está en el cajón de los utensilios de cocina misteriosos que solo salen para grandes apariciones guest starring. ¿Cuánto tiempo lleva este rollo de cordel aquí? Se me llena la boca, la cabeza, con la palabra: cordel, cordel, cordel. Suena a cariño, a tradición, a que sé lo que hago. Y ahora ya: sé hacerlo, atar la carne y que quede un paquete perfecto. Recuerdo cuando de niña mi madre me requería para poner el dedo y apretar el nudo.  

Más cebollas, más cebollas, es la guerra. Siempre pienso en si la cebolla sabrá que la estoy cortando para sofrito, para juliana o para asar. ¿Sabría diferente si la corto como la zanahoria? ¿Y si corto la zanahoria como los pimientos? ¿Y los pimientos como los puerros? Tengo el mismo tipo de duda con esto que con la crema de noche y de día o la crema de manos y de pies. “Dudas existenciales en la tabla de picar”, podría llamar a esta sección. No sé, pero por si acaso no arriesgo. La cebolla picada en tiras como siempre, porque en la cocina las cosas deben ser como han sido siempre, por si acaso.

Legumbres: faltan legumbres en esta representación. Me subo a la trona de bebé que aún sobrevive en nuestra cocina, acogiendo en su seno a adolescentes a las que en su día, hace ya muchos años, hubo que atar para que no se cayeran, para llegar a las baldas altas de la despensa. ¿Por qué no uso el taburete que tenemos para eso? Porque no. Garbanzos descartados, les tengo manía. Judías blancas descartadas, más manía aún y además no me salen bien. ¿Judías negras minúsculas caducadas desde el 2016? Tenemos un ganador: a remojo y ya veremos. 

Más cebolla para freír despacio. ¿Cómo cocina el ser al que no le gusta la cebolla? En mi opinión no cocina, sólo mezcla cosas con la esperanza de que sepan a algo, de que le den alegría de vivir, pero lo especial es la cebolla, el ingrediente secreto de cualquier conjuro, el muérdago de la poción mágica, los polvos mágicos de Campanilla, el sana-sana de tu madre. La cebolla es la purpurina y las lentejuelas. Si cocinas sin ella comes pero todo es gris, sin brillo, a-bu-rri-do. 

Paso la salsa de la carne por el pasapurés, otro de esos invitados especiales, y sonrío satisfecha porque ha salido suficiente cantidad como para poder hacer «un lecho de salsa», como decía mi padre. Con el redondo asado es importante no decir nunca «lo siento, no queda más salsa». Echo sal y azúcar en la salsa de tomate y la guardo en frascos de cristal. 

Me quito el delantal de Tony Soprano con ese gesto de película que denota pura satisfacción, echo los brazos atrás, desato el nudo y tras levantarlo por encima de mi cabeza, lo tiro encima de la mesa. Lo guardo todo en la nevera, juraría que oigo suspirar a la campana «por fin, qué paliza de día» cuando la apago, cierro la puerta y me voy a la cama. 

Mi ropa huele a tomate, a croquetas, a carne asada, a cebolla frita y a galletas. A mi circo de cinco pistas. Creo que no lo he hecho mal. Veremos si cosecho aplausos, indiferencia o si el público abandona indignado la función. 


lunes, 4 de diciembre de 2017

Lecturas encadenadas. Noviembre

Noviembre ha sido un fraude. Nos ha escatimado el otoño. Poco frío, nada de lluvia, mucho trabajo y lectura a trompicones entre una casa y otra, entre una cama y otra, entre una corrección y otra corrección. Tres franceses, una joven inglesa y un periodista español enfurruñadísimo contra los franceses ha sido la cosecha del mes.  

Empecé el mes con Los colores de nuestros recuerdos de Michel Pastoureau, recomendado por Guillermo Altares en La Cultureta y comprado como auto regalo porque sí. 

Pastoureau es francés, gordito según dice él, medievalista y debió de ser un empollón en su época de colegio. Además de todo eso es historiador de los colores y un estupendo narrador de historietas. En este libro recorre los colores a través de sus recuerdos: el traje beige de Miterrand, el maillot amarillo del “Tour”, el verde administrativo de unas aulas que nunca se construyeron, el verde como su color favorito, las banderas, su odio por el oro y el dorado por el recuerdo de la abuela de un compañero. A través de anécdotas de su infancia y juventud enlaza historias y curiosidades sobre los colores haciendo que el lector reflexione sobre su propia experiencia al respecto, su percepción sobre ellos, sus gustos o su total indiferencia hacia el mundo cromático. Leyendo a Pastoureau te paras a pensar en los colores que te rodean en tu casa, los colores de la ropa en tu armario, los colores que jamás te has atrevido a ponerte, tu vocabulario para hablar sobre colores y la limitación lingüística que existe para ser capaces de expresar cómo es un color en realidad y qué nos transmite. Nos hace reflexionar sobre cómo es completamente imposible conocer, entender o incluso aproximarse a la percepción que otra persona tiene de un color.
Pastoureau es muy francés y muy digno, casi snob, pero tiene un sentido del humor muy inteligente y, sobre todo, no le da ningún miedo decir todo lo que piensa. En la época de la corrección y de "mejor me callo que seguro que me caen por todos lados" se agradece leer a alguien que sencillamente dice lo que piensa siendo lo que piensa muy interesante.

«Pero ¿siguen existiendo en nuestros días, en campo alguno, colores seductores? ¿Colores eróticos? ¿Colores que guarden algo de su misterio o de su simbología y que hayan conseguido escapar a las tretas y minucias del mercantilismo? Lo dudo mucho».

«Entre el quizá y el no del todo -¿no es ese el color de la vida misma?».

«Tienes que leer Portugal de
Cyril Pedrosa», «Tienes que leer Portugal, te va a encantar», «Toma, lee Portugal». Y a la tercera y dejando caer este tebeo enorme sobre mis rodillas, lo consiguió.


Portugal es un tebeo enorme, por tamaño, por sus dibujos, por los colores y porque se te queda dentro según vas leyendo. Quizá no lo notas conforme te introduces en la historia pero, poco a poco, el tempo, la nostalgia, el ritmo te entra por los dedos y va invadiéndote. No me gusta hablar de lo que cuentan los tebeos porque, aparte de destripar la historia, parecen dar más importancia a lo que se cuenta que a los dibujos y casi siempre, el cómo se cuenta, cómo está dibujado, los colores que se eligen, son igual de importantes. En el caso de Pedrosa son fundamentales. Pedrosa es envolvente, redondo, hipnotizador y acogedor. En mi cuaderno de lecturas he escrito sobre este tebeo: «los dibujos de Pedrosa son como mantas que te dan calor, que alegran una habitación aunque el día, en este caso la historia, sea triste. Son dibujos que hacen que las cosas duelan menos».


Mi siguiente lectura fue un clásico pendiente, un libro que no sé por qué no había leído aún. Bueno, sí lo sé: porque pensé que ya conocía la historia y que no merecía la pena. Por supuesto, estaba equivocada, muy equivocada. La novela que escribió Mary Shelley no se parece en nada a la idea preconcebida que todos tenemos de Frankenstein, nada. Comparten un monstruo creado por un hombre pero nada más.
Frankestein es una historia de venganza desesperada. Cuando no te queda nada bueno por lo que vivir, la ira, la venganza es un buen motor para seguir vivo incluso aunque no quieras. Si te quitan todo, hasta la esperanza, y te quedas solo, ¿qué te queda?

Me gusta esto que dice Mary Shelley en el prólogo:

«Pensé y medité mucho en vano. Sentí esa desoladora incapacidad de invención que es la mayor desgracia de un escritor, cuando la triste Nada es la respuesta a todas nuestras vehementes invocaciones».

Y aunque he copiado muchísimos párrafos me quedo con este poema que Mary transcribe y que es de su marido, Percy B. Shelley. Para mí, transmite perfectamente cómo la alegría y la tristeza son estados vitales increíblemente frágiles y cómo se nos olvida continuamente.

«Dormimos, y un sueño es capaz de envenenar nuestro descanso.

Nos levantamos, y un pensamiento pasajero nos amarga el día.

Sentimos, imaginamos o razonamos; reímos , o lloramos, abrazamos pesares amados,

o apartamos nuestras cuitas;

no importa; porque sea alegría o pena,

el camino de su partida siempre está abierto.

El ayer del hombre jamás puede ser como su mañana;

¡nada puede durar, salvo la mutabilidad!»

Leed Frankestein porque os va a sorprender muchísimo, porque es una obra maestra, porque lo vais a disfrutar. De nada. 

El tercer autor francés del mes ha sido Guy de Maupassant y su cuento La pequeña Roque, editado exquisitamente  por Yacaré Libros y con ilustraciones de  Yolanda Mosquera.  Lo primero que tengo que decir es que, probablemente, si Maupassant quisiera escribir este cuento hoy en día, se lo pensaría muy mucho. Es una historia terrible que tiene como punto de partida la violación y asesinato de una niña de doce o trece años en un bosque. Es un relato terrible, un retrato del mal, de la impunidad, del abuso de poder y de los remordimientos. Y, además, sale un cartero. Todo es mejor con un cartero. Las ilustraciones en blanco y negro y grisalla crean, además, el ambiente adecuado para meterse en la historia, para horrorizarse y emocionarse. 

«Y sin mujer. Como no disponía de buena cena, ni de buen alojamiento, se ha procurado lo demás. Nadie se imagina la cantidad de hombres que andan por el mundo capaces de acometer, en un momento dado, un crimen». 

El último libro del mes lo compré en la Feria del Libro Viejo y de Ocasión en octubre. Meses oyendo hablar de Chaves Nogales en La Cultureta y meses de leer sobre lo buenísimo que era Chaves Nogales me llevaron a comprar La agonía de Francia. 

Chaves Nogales huye de España a causa de la Guerra Civil y se instala en Francia. En 1940 sabe que la Gestapo lo tiene fichado y huye de París. Primero a Burdeos y después a Inglaterra, donde morirá en 1944. En 1941 se publicó esta colección de ensayos o este pequeño librito en el que Chaves Nogales se despacha a gusto contra Francia y los franceses. Está muy cabreado con su país de acogida, enfurruñado hasta el infinito y el libro consiste en una retahíla de reproches: reparte para todo el mundo. Está enfadado con todos: con el gobierno, el ejército, los comunistas, los conservadores, los sindicatos, los pobres, los ricos, los que hacen como que no pasa nada, los que son alarmistas, las mujeres, los burgueses, los campesinos, los parisinos, los habitantes de las ciudades de provincias, la aristocracia, la policía... No deja títere con cabeza y se repite infinito.  Para él, la culpa de todo es de Francia. Es fascinante cómo apenas nombra a Hitler o a los nazis como culpables de la guerra que se ha declarado: todo lo que está ocurriendo, el desastre, la debacle es culpa de Francia. No conozco tanto a Chaves Nogales como para saber si esta inquina se debe a algo más que al terror que el desmoronamiento de todo lo que había conocido le provoca. 

Además, me ha gustado ver cómo Chaves Nogales como periodista cometía errores, grandes errores de apreciación. No lo digo con alegría, pero me gusta comprobar que no es el dios del periodismo y la verdad que aparece retratado en muchas de las crónicas y reseñas que he leído sobre él. Se equivocaba como todos. 


«Si algo se demostraba era precisamente que la potencia destructora de la aviación es infinitamente menor de lo que se supone. Cuando se habla a tontas y locas, de la destrucción de París, Berlín o Londres por los bombardeos aéreos ¿se piensa seriamente en los miles y miles de aviones y de toneladas de explosivos que sería necesario emplear para conseguir resultados apreciables? Hoy por hoy, las masas de aviación que se pueden emplear, aún teniendo en cuenta el grado de intensificación de la producción a que últimamente se ha llegado, no permiten todavía aceptar que los efectos de sus destrucciones puedan ser decisivos en las grandes aglomeraciones».

Escribió esto en 1940 y Varsovia ya había sido arrasada por la aviación alemana en 1939. O no quería verlo o Polonia le pillaba muy lejos. En cualquier caso, si algo demostró la II Guerra Mundial fue la capacidad de la aviación para arrasar una ciudad.

Puede que le
otra oportunidad a Chaves Nogales, puede que busque otro de sus libros, uno en el que no esté tan enfadado, pero desde luego éste no se lo recomiendo a nadie. Todo lo demás que he leído este mes, lo recomiendo mucho y muy fuerte.

Y con esto y un bizcocho y otro tebeo de Pedrosa esperándome en la mesilla, hasta los encadenados de diciembre. 


jueves, 30 de noviembre de 2017

Pulse o diga uno


Marco. 

Pulse o diga los dígitos de su DNI omitiendo la letra. 

Pulso. 

Si llama usted por algo, pulse o diga uno. Si llama para que le hagamos perder el tiempo, pulse o diga dos.

Si aquello por lo que llama tiene que ver con esta lista infinita de cosas que vamos a enumerarle de manera confusa y con términos muy parecidos, pulse o diga uno. Si por el contrario aquello por lo que llama tiene que ver con esta otra lista infinita de opciones parecidísima a la anterior, diga o pulse dos. 

Si en este tercer "si" ya hemos conseguido que esté pensando en colgar porque es usted un blando, diga o pulse uno. Si, por el contrario, aquello por lo que llama le tiene tan indignado que ha decidido que va usted a aguantar como un campeón porque solo puede quedar uno como en los Inmortales y ha decidido ser usted, diga pulse o diga dos. 

Si se ha dado cuenta de que cambiamos aleatoriamente la combinación diga o pulse o pulse o diga, pulse o diga uno. Si ni siquiera nos escucha y está usted pulsando o diciendo sin pensar, diga o pulse dos. 

Si ya se ha aprendido de memoria la cuña de publicidad con la que le estamos taladrando el cerebro para que se descargue nuestra app, pulse o diga dos. Si está pensando en que si alguna vez tiene que hacer carrera como torturador está usted aprendiendo mucho de esta llamada, pulse o diga dos. 

Si se nota crecer el pelo, diga o pulse dos.
Si se ve crecer las uñas, diga o pulse uno. 

Si se ha dado cuenta del cambio de numeración anterior, diga o pulse uno.
Si está pensando que pasará si pulsa o dice cinco (por el culo te la...), diga o pulse dos. 

Si ya hemos conseguido que la cancioncita que tan cruelmente hemos versionado le vaya a provocar reflejos hostiles el resto de su vida como vulgar perro de Paulov, pulse o diga uno. Si involutariamente está moviendo el pie al compás en este mismo momento, diga o pulse dos.

Si tiene una contractura en el cuello/las manos o el hombro por sujetar el teléfono, diga o pulse uno. Si se está arrepintiendo de haber hecho esta llamada desde el fijo con cable y sueña con una cuña, diga o pulse dos. 

Si ya sospecha que no tenemos ninguna intención de atenderle, pulse o diga uno. Si está visualizando una sala enorme de teléfonos sonando, nadie atendiéndolos y una legión de personas como usted al otro lado, pulse o diga 2. 

Si su indignación ha llegado a provocarle, arcadas diga o pulse uno. Si quiere llorar de frustración, diga o pulse dos. 

Si, por fin, ha entendido el eufemismo "unos segundos", pulse o diga uno. Si ya no recuerda como era su vida antes de empezar esta llamada, pulse o diga dos. 

Soy Fulano Zutanez, ¿en qué puedo atenderle?

Si usted quiere, presa de un intenso síndrome de Estocolmo,  irse a vivir con el teleoperador que le está atendiendo porque por fin siente de nuevo el contacto humano, pulse o diga uno. Si no se fía y sospecha que es un androide, pulse o diga cuatro.  

Si usted pulsó o dijo dos en la opción anterior, ha perdido. No existía esa opción. Game over.  

miércoles, 29 de noviembre de 2017

No os salgáis de la ruta 66

Hoy hay tanta niebla que está justificado encender el antiniebla trasero. Apenas veo los pocos vehículos, casi todos furgonetas, que voy adelantando. Es la ruta 66 de La Mancha. Nadie para, nadie coge las salidas, nadie viene, no venimos aquí, solo atravesamos este paisaje que hoy está escondido. La niebla lo cubre todo pero yo sé que está ahí, al otro lado. Una inmensa llanura en la que no hay nada más que tierra seca, vides tronchadas y desolación. Es un paisaje por el que podría viajar el padre de La Carretera de Cormac McCarthy. No hay nada. He contado diez o doce casas, cortijos, caseríos abandonados. De algunos solo quedan un par de muros de adobe rojo profundo que parecen estar derritiéndose poco a poco. Otros, hechos de ladrillos, aguantan un poco más. En uno, ha crecido un árbol entre sus paredes. Algunos son enormes, y es probable que perdidos dónde no alcanza mi vista haya muchos más. Escucho City of Stars, de la banda sonora de Lalaland (Sí, a mí me gustó la peli), una canción dedicada a una ciudad llena de supuestas oportunidades. La Mancha no engaña, te deja claro que aquí no hay ninguna oportunidad ni la hubo nunca o esos cortijos, algunos enormes, estarían todavía habitados. 

De repente, la niebla se despega un poco del asfalto y una luz extraña permite ver unos cuantos metros de la carretera. Esta mañana parece un cuadro de Rothko: marrón oscuro, amarillo desesperante y blanco sucio de las nubes que corren paralelas al suelo. Aquí las nubes nunca se quedan, siempre pasan, "paralelas, vienen siguiéndome". Se me ocurre que esta autopista, con sus kilómetros y kilómetros de recta infinita le da un sentido a este inmenso espacio, una dirección, una salida de emergencia. Si permaneces en ella, si no te sales del camino conseguirás salir de aquí, llegar a algún sitio. Pienso en Griffin Dune en Un hombre lobo americano en Londres. No sé que hay a unos cientos de metros del asfalto pero soy capaz de imaginar amenazas tan aterradoras como un hombre lobo. ¿Cuánto tendría que caminar para dejar de ver la carretera y perder toda referencia de la salida de emergencia de este paisaje? 

De noche es también una ruta aterradora. Menos coches, oscuridad absoluta. La carretera iluminada es una cremallera, tengo que ir cerrándola a mi espalda para conseguir llegar a mi destino, ponerme a salvo, llegar a las luces, mientras a mi paso la oscuridad lo engulle todo. 

La niebla, la noche, la oscuridad hacen soportable esta desolación. Cruzar la ruta 66 manchega en verano es solo para valientes. Quieres llorar de tristeza, frunces el ceño detrás de las gafas de sol porque la luz es tan intensa que no quieres verla. No hay escapatoria, cae a plomo y no hay donde esconderse. Hoy, con la niebla, casi parecía querer acogerme, pero sé que es una trampa. 

No crucéis la ruta 66 y, si tenéis que hacerlo, no os salgáis nunca de ella.


lunes, 27 de noviembre de 2017

Algunos días somos felices

Paso por delante cargada con las bolsas del fin de semana y una punzada de nostalgia profunda y certera me atraviesa. No es la primera vez que lo veo, he pasado mil veces por delante pero hoy, hoy es domingo,  es la hora a la que solíamos venir aquí para terminar el fin de semana. Me paro y miro los colores dar vueltas iluminando la noche en este trocito de calle. La taza que gira, el coche de policía, el jeep, la moto, el león y, por supuesto, los caballitos. Casi espero vernos, a nosotros, esperando a que las niñas acaben los tres viajes que les dejábamos cada tarde de domingo. 

¡Qué jóvenes éramos y qué mayores nos sentíamos! Éramos jóvenes comparados con los padres de ahora, teníamos treinta y pocos y dos niñas y una casa con una hipoteca que pagaremos hasta que nos jubilemos.  Recuerdo el día que en el pasillo de nuestra nueva casa, a punto de terminar la reforma, me dijiste «Ana, ven, mira». Mirabas el pasillo embelesado y yo pensé que estabas loco, «¿Qué miras?» «Mira lo focos, ¿ha quedado bien, eh? Y es nuestra casa» Éramos jóvenes y nos sentíamos muy adultos, muy mayores, con la vida hecha. Cada domingo por la tarde, en invierno, cuando no habíamos ido a pasar el fin de semana fuera, salíamos al tiovivo. Ese paseo, atravesando las calles de chalets al lado de casa, era la manera de dar por finalizada la tarde, de hacerles ver a las niñas que cuando volviéramos tocaba baño, cena, cuento y a dormir. 

Al principio, cuando eran muy pequeñas subíamos con ellas, uno con cada una. Nos mareábamos y nos reíamos. Después, podían subir solas y tú y yo nos sentábamos y las saludábamos a cada vuelta, las seguíamos con la vista. Una vuelta y otra vuelta y otra vuelta y una más, y en todas les sonreíamos y ellas a nosotros. Hasta que no nos curtimos en mil y un tiovivos y ferias no aprendimos a valorar la ausencia de música en el nuestro. Ni chunda chunda, ni grandes éxitos, solo el sonido de los engranajes girando y girando. Y sus sonrisas. 

¿Éramos felices? Unos días sí y otros días no. En algún momento, no recuerdo cuando, no nos dimos cuenta, dejamos de ir al tiovivo, las niñas empezaron a ducharse solas y nos hicimos mayores de verdad. Descubrimos que la vida no era como la habíamos pensado mirando en aquel pasillo. 

Hoy me hubiera gustado viajar en el tiempo y decirnos a nosotros mismos, sentados saludando a nuestras hijas vuelta tras vuelta, que vamos a estar bien  aunque no será como creemos. Me hubiera gustado susurrarnos que dentro de diez años seguiremos teniendo dos hijas y compartiendo un pasillo. Y que unos días somos felices y otros no. 


viernes, 24 de noviembre de 2017

No se me ocurre nada o, quizás, sí

Duy Huynh
No se me ocurre nada mientras miro este simulacro de otoño en el que las hojas solo amarillean y no acaban nunca de caer para alfombrar el suelo. El olmo en la mediana de la carretera, casi llegando a Toledo, ni siquiera ha empezado a amarillear. Quizás está esperando a que no mire, a sorprenderme. Llevamos diecisiete años mirándonos. 

No se me ocurre nada mientras pienso en qué quizás este año no vea nieve ni pueda llevar guantes ni vea vaho salir de mi boca por las mañanas. Quizás vaya siendo hora de vender el rasca hielos que llevo en el maletero. 

No se me ocurre nada mientras pienso que, a lo mejor, no es que no vaya a haber otoño. Quizás las estaciones se han cansado de sus meses y están corriendo turno. Quizás el otoño haya decidido que le gustan más las navidades y, a partir de ahora, se asiente entre diciembre y abril, luego vendría el invierno que ha decidido que quiere más horas de sol y a partir de agosto el verano. Sin primavera. Las otras estaciones la han asesinado por cursi y pesada. 

No se me ocurre nada mientras voy a la tintorería de mi barrio. Todos los años cuando me toca llevar alguna prenda me da miedo que la hayan cerrado. Quizás pase de moda aunque creo que ha sobrevivido con mucha dignidad a la avalancha de franquicias de hace unos años. Quizás la gente deje de comprar ropa que hay que llevar a la tintorería igual que dejaron de comprar sombreros y libros y pajaritas y almácigas. Es una tintorería que huele a eso, a tintorería. Un olor característico que te garantiza que tu ropa volverá limpia. Esta tintorería es como un balneario para la ropa. Llevo allí mi trenca para que se haga un tratamiento, se relaje y luego me espere tranquilamente colgada de la percha. 

No se me ocurre nada mientras charlo con la dueña de la tintorería. Su ¿marido? está al fondo, entre la gran máquina que da vueltas y la plancha gigante que maneja como si no pesara. Quizás no pesa. No está el calvo atractivo que plancha por las mañanas. Quizás, pienso mientras estoy pagando, sea una tapadera. ¿Qué habrá al fondo del local? ¿Más prendas relajándose y empezando a sentir el pánico del abandono? 

No se me ocurre nada mientras dormito en el asiento del copiloto de un taxi entre Gijón y el aeropuerto. Intento calcular si haciendo dos viajes diarios entre esos dos puntos podría ganarme la vida. Quizás, a 55 € el trayecto, se gana dinero suficiente. 

No se me ocurre nada mientras hablo delante de un auditorio sobre ayudas al cine y siento que todos me odian un poco. Yo tengo frío y lo que me gustaría decirles es que hago lo que puedo, pero no se lo digo o se lo digo mal.  No se me ocurre nada mientras me aterro pensando que quizás no me odien y se acerquen ahora a hablarme. Ahora, cuando es posible que mi aliento apeste porque estoy comiendo cabrales en la espicha que nos han dado. 

No se me ocurre nada mientras descubro que mis hijas son unas brujas y han descubierto una nueva manera de utilizar el amor maternal como arma arrojadiza. No reclaman para ellas mismas la posesión absoluta del amor por mí, son más retorcidas. No dicen  "Mamá, yo te quiero más", dicen "mamá, ella te quiere menos". No se me ocurre nada mientras intento valorar el nivel de maldad e ingenio que hay en esa acusación. 

No se me ocurre nada mientras pienso que no se me ocurre nada. Quizás es porque estoy demasiado. Los estados absolutos no son buenos para la creatividad. Cuando estoy demasiado cansada, demasiado contenta, demasiado triste, demasiado ocupada, demasiado entusiasmada, demasiado sobrexcitada, demasiado agotada, demasiado no se me viene nada a la cabeza. 

No se me ocurre nada mientras pienso que, a quizás, el mejor momento para la creatividad es la nada. Cuando no estás nada, o estás un poco de todo. O quizás no. 


viernes, 17 de noviembre de 2017

Ni MILF ni WHIP, yo soy MFHMM

MILF, mother I´d like to fuck.
WHIP Women who are hot, intelligent, and in their prime.

Con casi cuarenta y cinco años he llegado a la sabiduría suprema. Es cierto que hubo un tiempo, los catorce años, en los que pensaba que ya lo sabía todo pero no, lo sé todo ahora. O por lo menos sé lo más importante, quién soy. Y lo que soy no viene definido por lo que otros piensen de mí, ni siquiera por lo que yo les haga sentir a otros. Estas definiciones absolutamente idiotas me sacan de quicio porque están enunciadas desde la posición de "eh, tú, mujer... ¿qué eres tú para la sociedad?" y me parecen una majadería, un insulto y sobre todo una falta de respeto.

Si vamos a vivir con acrónimos que por lo menos sean acrónimos que nos representen.

 MAC. Mujeres Asqueadas de Categorías.

MVMAH. Madres con Vida Más Allá de sus Hijos.

MCDGR. Mujeres con Casa Decorada según sus Gustos y no por lo que dicen las Revistas.

MSB. Mujeres que lleva siempre el mismo bolso.

MLRECRECNHW. Mujeres que llaman a la ropa de estar en casa, ropa de estar en casa y no Homewear.

MSUC. Mujeres que solo usan una crema.

MAS. Mujeres que se sienten Atractivas porque Sí.

MPRA. Mujeres que pasan de revistas absurdas.

MAFE. Mujeres Asombrosas Fabulosas y Estupendas

MID. Mujeres Inteligentemente Divertidas.

MIF. Mujeres Inspiradas y Felices.

MQL. Mujeres que Leen.

MASPB. Mujeres Alucinantes y sin apego a su bolso

MEI. Mujeres Espectacularmente Inteligentes

MCG. Mujeres que Comen lo que les Gusta.

MSTP. Mujeres sin tiempo que perder.

MHEHMM. Mujeres Harta de Etiquetas y Hasta el Moño de Memeces

MQHTRR.  Mujeres que hacen tururú.

MFHMM. Mujeres Fabulosas Hasta el Moño de Memeces.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

Me gustaría

Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa. Me gustaría que las persianas de todas las ventanas estuvieran siempre levantadas y que nadie viviera bajo la luz de la lámpara de techo. Me gustaría que todo el mundo supiera que la vida con lámparas de ambiente es siempre más bonita. Y más acogedora. Me gustaría que las voces de las emisoras locales que escucho cuando viajo fueran, en realidad, de locutores de los años 50 que viven encerrados en una especie de cápsula temporal. Me gustaría que no me dieran miedo los planes a largo plazo y que los podcasts que escucho tuvieran episodios todos los días. O que la semana laboral acabara el miércoles. Me gustaría tener unos zapatos rojos y tres pares de zapatos de tacón que me encantaran. Me gustaría librarme de este miedo a morir que me ha entrado últimamente y que en el Ahorra Más vendieran tortas de aceite de Inés Rosales. Me gustaría, en el trabajo, discutir con gente que sabe y no solo con gente que trata de escaquearse. Me gustaría saber escribir ficción. Me gustaría que mi jefe me dijera "qué buena idea" en vez de "no es mala idea". Me gustaría no tener que encabronarme con él para que entienda la diferencia. Me gustaría no equivocarme con las preposiciones cuando escribo en inglés. Y que la luz que aparece en mi cabeza marcando la opción correcta cuando corrijo el texto se encendiera cuando lo escribo por primera vez. Me gustaría ir al cine una vez por semana. Y que no me diera pereza ir al ginecólogo. Me gustaría que mi móvil no me avisara continuamente de que me quedo sin espacio, sin batería, sin cobertura. Me gustaría que me dejara en paz. Me gustaría que todas las casas tuvieran suelo de madera y que el hule no se hubiera inventado. Ni los cubiertos de pescado. Me gustaría comer todos los días con la vajilla de porcelana que tengo guardada en un armario. Y saber quitar las manchas de los manteles. Me gustaría que los detergentes que dejan la ropa blanca de verdad dejaran la ropa blanca. Me gustaría ir a trabajar con mi guerrera de la II Guerra Mundial y poder decirle al tío que nada a mi lado en la piscina que mete mal el brazo derecho. Me gustaría consolar a la señora mayor que siempre llora mientras se viste en el vestuario para volver a casa. Me gustaría recuperar un forro polar azul que Clara ha perdido aunque ella dice que lo que pasa es que no sabe dónde lo ha dejado. Me gustaría ser Katherine Hepburn y comer con Juan Tallón. Me gustaría saber hacer repostería y que las naranjas se pelaran con cremallera. 


viernes, 10 de noviembre de 2017

Borrar la vida

Eraserhead, Lisa Congdon
El otro día encontré por internet una fotografía de un montón de gomas de borrar. Mi primer pensamiento fue: ya no usamos gomas de borrar porque ya no escribimos a mano. Sé que muchos, todavía, escribimos a mano y sé que algunos lo hacemos, a veces, a lápiz pero ¿cuánto borramos? 

Borrar deja un rastro. No lo ves, puedes no poder descifrarlo, solo intuir que es lo que hubo allí pero sabes que algo existió, que allí hubo algo. Las gomas de borrar, aunque fueran nuevas, aunque fuera la favorita, aquella que definíamos con un solo adjetivo que la identificaba como la escogida "la buena", decíamos. Incluso esa, al borrar, dejaba un rastro. Las líneas de la cuadrícula se volvían más tenues, el blanco se volvía eso tan cursi que luego se llamó blanco roto y que en realidad solo quiere decir "blanco más sucio" y los rastros de lo escrito mezclado con las virutas de la goma rodaban por la página. A veces, si no tenías cuidado, esos restos de goma y escritura quedaban pegados a la página y escribías sobre ellos, dando entonces a tu escrito relieve... Era bonito, era casi como ver el proceso de construcción de tu redacción.  O el de destrozo de tu dibujo, en mi caso. 


Hace unos años leí un ensayo sobre las diferencias que existen entre escribir en un teclado, en una pantalla y en un cuaderno, en papel. Aparte de las obvias, la que más me llamó la atención porque jamás había pensado en ella fue la de que cuando en una pantalla corriges, borras, le das al delete, lo que sea que hubieras escrito antes: una mala idea, una frase mal formulada, un error gramatical, una palabra mal escrita, desaparecía, dejaba de existir. Se perdía, para bien y para mal. No puedes volver a reformularlo, a retomar esa idea, a recogerla, releerla, ni siquiera puedes aprender de lo que hiciste mal porque ha desaparecido. En un cuaderno, en un papel, tachas pero sigue estando ahí. Debajo de las rayas, de la X, del NO gigante escrito con un rotulador de otro color, la idea, la mala idea permanece para recordarte qué hiciste mal o esperando el momento en que se vuelva una buena idea.  

No se puede hacer desaparecer lo que has hecho mal en la vida, o lo que no te apetece recordar. Permanece para siempre y eso está bien. Lo que sea que has hecho, dicho, pensado, amado, rechazado o sentido es lo que te hace quien eres. Está bien no poder eliminar lo que no nos gusta de nuestro pasado pero quizás, pensando en gomas, esta semana, estaría bien poder borrarlo. Que no despareciera, que dejara un rastro, las líneas de tu vida en aquellos momentos más tenues, cierto relieve en aquel recuerdo, pero sin ver aquel error, aquella estupidez, aquella majadería. Estaría bien saber que fuiste gilipollas pero sólo por su rastro, como las migajas de la goma Milán sobre el cuaderno.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Luchando contra el adolescentismo

En mi lucha contra el adolescentismo que está llegando a mi vida, estoy desarrollando una serie de mecanismos de defensa para conseguir llegar a la siguiente etapa de la vida, la adultez de mis hijas, sin haber muerto de una subida de tensión, un ataque al corazón y, a ser posible, con todo el pelo que tengo ahora mismo. He dicho mecanismos de defensa porque por ahora es a  lo que llego. Confieso que estoy desbordada por el adolescentismo de mis hijas y por ahora, todo lo que puedo hacer es defenderme para que no acaben conmigo. Confío en que llegue una etapa más ofensiva en la que las que tengan que defenderse sean ellas pero por ahora me conformo con replegarme a mis cuarteles para no volverme loca. 

El primer mecanismo que he aprendido es no acercarme a su armario. Ni mirarlo, aunque esté casi siempre con las puertas abiertas. Ni acercarme, ni tocarlo, ni asomarme. ¿Qué tienen ahí dentro? Pues para mí, como si hubiera un pasaje a Narnia.

El segundo mecanismo es asumir imperturbable que lo que no son capaces de encontrar, no existe. No, no es que no busquen bien. No, no es que no sepan mirar. No, no es que busquen como hombres esperando que lo que sea que están intentando encontrar salga a su encuentro. No. Si no encuentran algo, lástima, ese algo ha desaparecido. ¿Quizás está camino de Narnia a través del armario? Quizás pero, como ya he dicho, yo a Narnia, no voy. 

—Mamá, ¿dónde están mis pantalones blancos?
—Están en el cesto de la plancha. 
—No hace falta plancharlos.
—Me alegro. Eso que te ahorras.
—Pues no están. 
—Pues eso que te ahorras también. 

Es importante recordar que cuando, por casualidad, encuentro lo que sea que ellas han dado por perdido, no cogerlo y decir "¿Veis como si estaba?". Ese algo, lo que sea, es invisible para mí. (Advierto que esto cuesta) 

El tercer mecanismo es reajustar expectativas combinándolo con una sabia y necesaria regresión a los primeros momentos de la maternidad, cuando descubrí que nada es cómo te han contado. Cada vez que vuelvo a casa, en vez de imaginar una entrada triunfal en la que mis hijas, según oigan el delicioso tintineo de mis llaves en la puerta, aparecerán por el pasillo dispuestas a saludarme y contarme su día, tengo que bajar esas expectativas a la realidad: el eco de mis pasos por el salón a oscuras mientras grito: ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? Un poco después, según avanzo por el pasillo y veo luz salir de su cuarto, me tranquilizo porque sé que no estoy sola y, entonces, tengo que controlar el miedo desenfrenado pensando que quizás me las voy a encontrar desmayadas, muertas, despedazadas por lo que sea que ha salido de su armario. 

—¡Ah! Hola, mamá. 

Así me gusta, la efusividad supurando por todos sus poros. No me extraña que nadie de Narnia quiera devorarlas, seguro que no saben a nada.  

Mi cuarto mecanismo de defensa es que he desarrollado el superpoder de no ver qué llevan puesto. Para mí, mis hijas siempre llevan el traje nuevo del emperador. Hasta hace poco, era como el famoso listillo del cuento que le gritaba al rey "¡va desnudo!", pero he descubierto que es mucho mejor la opción contraria. 

—¿Qué tal voy?
—Perfecta. 
—No te gusta.
—Perfecta. Estupenda. 
—Pues no me voy a cambiar. 
—Me parece muy bien. 
—Valeee, me cambio.
—Como quieras.


La última herramienta defensiva es adoptar el silencio como manta protectora. Nada de pensar en el silencio como algo incómodo. Nada de obsesionarse con que el silencio es un problema de comunicación. Hay que olvidar todas esas cosas que has leído sobre la importancia de la conversación, de charlar con tus hijos, de compartir temas. Todo eso es importante pero si para conseguirlo tienes que sacar el sacacorchos del cajón de la cocina y embutírselo en la garganta, quizás no sea tan buena idea. Si las respuestas a todas tus preguntas son: sí, no, no sé, me da igual, no me acuerdo, es muchísimo mejor usar el sacacorchos para abrirte una botellita de vino y sentarte a esperar que les apetezca hablar contigo. 

Hay que disfrutar el silencio para leer, dormir o, simplemente, para concentrarte en no abrir el armario y ordenar Narnia al grito de ¡no vuelvo a compraros ropa hasta que no sepáis tener esto ordenado!