martes, 2 de julio de 2019

Mi isla misteriosa

La primera vez que fui a Benidorm tenía cinco meses y, por supuesto, no recuerdo nada. Desde aquel mes de julio de 1974 he vuelto casi todos los veranos allí, creo que he fallado dos o tres. En mis veintipocos años la posibilidad de quedarme sola en Los Molinos enfrascada en actividades poco edificantes pero muy divertidas me resultaba más atractiva que ir a la playa. En total puede que de mis cuarenta y seis años de vida, cuarenta y dos haya estado en algún momento del verano en Benidorm, en la playa, mirando la isla. 

La isla de Benidorm era en mi infancia un sitio muy misterioso. Según llegábamos por la carretera, embutidos en el coche, con mi madre haciendo malabarismos mentales y físicos para mantenernos a los cuatro controlados y más o menos tranquilos después de seis horas de viaje, la isla era la señal de que por fin llegábamos. Nada más verla en el horizonte (mucho antes de lo que se ve ahora porque el bosque de edificios no existía) suplicábamos a mi madre que nos contara el cuento del pisotón de Ramón. «¿Veis esa montaña? ¿La que tiene el cuadrado perfecto?» «Sí, sí, la vemos, está ahí». «Pues es cuadrado perfecto es el agujero que dejó en la montaña el pisotón de un gigante y el trozo que salió volando es la isla» «Ohhhhhh» Era una historia maravillosa. El gigante se llamaba Ramón por uno de mis tíos y a nosotros nos parecía perfectamente razonable. 

Cuando fuimos un poco más mayores empezó a inquietarnos otra cosa. «Mamá, el agujero en la montaña es cuadrado y la isla es triangular». «La isla no es triangular, es lo que vosotros veis pero tiene una parte hundida y si la vierais entera comprobaríais
que encaja» Si tu madre es geóloga y tú tienes siete años, te lo crees.  

Cuando dejamos de creerlo, empezamos a querer ir a la isla. Estaba ahí, la veíamos todos los días. «¿Se puede ir nadando? ¿Y si eres mayor y nada fenomenal puedes ir? ¿Cuánto tardarías? ¿Vive alguien ahí? ¿Hay casas? ¿Hay tiburones? ¿Y si vas y se hace de noche y te quedas a dormir hay lobos? ¿Y si vas y no te quieres ir? ¿y si te quieres quedar a vivir? ¿y no tiene dueño?» La isla era una fuente inagotable de cuestiones interesantes, no se acababa nunca porque la veías todos los días: desde la playa, desde el paseo, desde una punta del paseo, desde la otra, desde la carretera al llegar, al irte. Misterio. 

«¿Y si vamos un día?» Llegó el día en que supimos que se podía ir a la isla. Mi madre, con buen criterio,  nos había hurtado este dato pero de alguna manera, alguien nos lo contó. ¡Se podía ir a la isla! ¡En un barco! Un plan maravilloso, alucinante, toda una aventura. «No, este año ya no nos da tiempo» «No, este año vuestro hermano es todavía muy pequeño» «No, este año no puede ser porque es muy caro» Y así, de excusa en excusa y de «ya veremos» en «ya veremos» pasaron los años y llegamos a la adolescencia. La isla dejó de ser tan misteriosa y muchísimo menos apetecible cuando descubrimos que para visitarla había que madrugar, ir al pueblo, coger el barco temprano. Llegó el momento de nuestras vidas en que madrugar arruina cualquier plan. (Para mí, considerar que cualquier plan es peor si hay que madrugar es un signo de inteligencia pero sé que hay gente que considera que madrugar para aprovechar es maravilloso. Es el tipo de gente que habla en el desayuno).  

Poco a poco la isla dejó de ser misteriosa y pasó a ser decorado. Ha estado ahí, flotando en el mar, unos días a tiro de nado y otros días alejándose hacia el horizonte, hasta que tuve hijas y la isla recuperó de golpe su misterio. «¿Se puede ir nadando? ¿Y si eres mayor y nada fenomenal puedes ir? ¿Cuánto tardarías? ¿Vive alguien ahí? ¿Hay casas? ¿Hay tiburones? ¿Y si vas y se hace de noche y te quedas a dormir hay lobos? ¿Y si vas y no te quieres ir? ¿y si te quieres quedar a vivir? ¿y no tiene dueño?».

Y he dado premios a la primera que viera la isla y he contado la historia del pisotón de Ramón y he contestado durante años «ya veremos» esperando el día en que madrugar me salvara. 

El sábado mientras anochecía en la playa y miraba la isla pensé que no iré nunca, que no quiero ir. No quiero verla, ni nadar entre las rocas, ni coger el barquito en el puerto. Quiero mantenerme siempre en el ciclo del descubrimiento, el misterio, la curiosidad y la indiferencia.  

lunes, 24 de junio de 2019

Veranear


Cuando mis hijas acaban el colegio mantengo la rutina  que tenían mis padres cuando era yo la que terminaba mis clases: dejamos Madrid y nos mudamos a Los Molinos. Yo no cierro la casa, ni limpio la plata antes de guardarla envuelta en ese papel tan fino que no sé como se llama, ni enrollo las alfombras, ni pongo barreños con agua para atrapar el polvo, pero la sensación de traslado es la misma. Dejamos Madrid, nos marchamos, empezamos a veranear.


Me gusta la palabra veraneo aunque no me guste nada el verano. Me gusta la palabra porque ya nadie la usa. Veraneo es Los Molinos, claro. Es escuchar los pájaros al despertarme y reconocer, por el sonido de los pasos en la escalera y la manera de abrir y cerrar la puerta de la cocina, quien se ha levantado antes. Veraneo es compartir baño entre siete, como los Cazalet, y organizar turnos de ducha por la mañana en intervalos de diez minutos para que ninguno lleguemos tarde a trabajar y todos podamos aprovechar algunos minutos en la cama. Veranear es luchar por un hueco en la estantería del baño para dejar tus cosas y que siempre haya gazpacho casero en la nevera y melocotones para desayunar. Veraneo es dormir veinte minutos menos y conducir cien kilómetros más para ir a trabajar y que al llegar a casa me compense. Veraneo es salir por las mañanas  con el jersey puesto rezando para que en el minuto que atravieso el jardín no salte el riego y me meta en el coche siendo miss camiseta mojada. Veraneo es esquivar gente que me habla en el desayuno y encontrarme tres hombres vestidos de ciclistas en la cocina cuando bajo en pijama y despeinada. Veraneo es escuchar por la noche, desde la cama, la animación de los fuegos de campamento en la falda de La Peñota y, en agosto, imaginar maneras de acabar con el hombre que ensaya con su dulzaina cada tarde cuando me estoy desperezando de la siesta. Veraneo son chanclas y darme cuenta de que, en mi armario, hay ropa de verano que lleva más tiempo conmigo que mis hijas. Es saber que no me dará tiempo a ponerme toda esa ropa porque al final siempre elijo los mismo vaqueros cortos y las mismas tres camisetas. En mi veraneo no hay fiestas, ni saraos ni compromisos sociales que impliquen arreglarse. Veraneo es que casi siempre te toque vaciar el lavaplatos y que casi nunca encuentres hueco en él para meter tu taza de desayuno. Veraneo es respetar las tazas favoritas de cada uno y los sitios fijos en la mesa para comer. Veraneo es desayunar descalza al aire libre y darle pan a los perros para que me dejen en paz. Es comer por la tarde y cenar casi al día siguiente. Veraneo son toneladas de patatas La Montaña y murciélagos en el porche. Es encontrarte pares de zapatos por toda la casa e intentar adivinar de quien son. 

Veraneo es bomba de humo a la hora de la siesta y carreras por ver quién coge el columpio para dormir hasta que te despierta un lametón de perro. Veraneo es la coreografía de diez personas conviviendo en una misma casa charlando, riendo, discutiendo, odiándose, comprendiéndose, haciendo bandos que cambian cada día o casi cada hora y que se echan de menos cuando unos o otros se marchan de vacaciones abriendo un hueco en el veraneo. 

A mí el verano no me gusta pero el veraneo no lo cambio por nada, ni siquiera por las vacaciones. Cuando me jubile solo veranearé.


martes, 18 de junio de 2019

Hacerse viejo

Les saludo cuando llego a mi butaca. «Buenas noches» y sonrío, ellos me devuelven la sonrisa y el saludo. Mientras me acomodo pienso que ser poco sociable y estar en contra de hacer pandilla no está reñido con ser educado y que yo siempre saludo a mi vecino de butaca en el cine, en el teatro, en un tren o en un avión. 

«Aging is not a normal condition for the aging person... Actually, it is quite definitely a sickness, indeed a form of sufferinf from which there is no hope of recovery. Aging is a incurable sickness, and because it is a form of suffering it is subjetc to the same phenomenal laws as any other acute hardship that afflicts us at some particular stage of live» (Jean Amèry) 

Me quito la chaqueta, me la vuelvo a poner porque en el teatro hace frío polar y al hacer estos gestos mi mirada se cruza con la de ella y me sonríe otra vez. No decimos nada porque, por educación, no se habla con extraños si no hay nada interesante que decir. Me pregunto porqué están sentados en la segunda fila. Me pregunto si ellos también estarán pensando qué hago yo en esa butaca. ¿Son los padres de alguien? Seguramente lo son y también son abuelos de alguien y puede que bisabuelos porque son muy mayores, muchísimo. Es curioso como mi escala para medir la edad de alguien va variando según mi madre va cumpliendo años. Definitivamente ellos son mayores que mi madre, mucho más, lo que les convierte en ancianos. Elegantes, interesantes y educados ancianos. 

Avanza el acto y los miro de reojo. ¿Qué o quién los ha llevado a salir de casa un sábado por la noche? Yo estoy aquí por obligación, si pudiera estaría en casa leyendo o cenando por ahí. ¿Por qué están aquí? Algo muy importante o alguien a quien quieren mucho tiene que ser la razón. Ellos se quieren mucho, tienen las manos entrelazadas. La mano derecha de él, blanca casi transparente, con la piel tirante sobre las falanges como si hubiera empezado a quedarse corta para cubrir todo el esqueleto, descansa entre las de ella que la sujetan con ternura, dándole calor.  No es un contacto casual ni obligado por la rutina, ni dado por sentado. Tampoco es, en tiempos de primeras citas, una primera cita. Es un gesto engendrado en años de relación. En muchos años. 

Decía Jean Améry que envejecer se experimenta de distintas maneras. Para empezar, cuando somos jóvenes vivimos en el espacio y en el tiempo pero, a medida que envejecemos, el espacio va desapareciendo y el tiempo ocupa su lugar. Dedicamos más y más tiempo a pensar en el tiempo, en su paso, en el que ha pasado y en el que nos queda (o creemos que nos queda) por consumir). Además, nos volvemos extraños a nosotros mismos. Nos miramos en el espejo y nos sorprende lo que vemos, vernos. Es un shock que experimentamos cada día, quizás el gesto de cogerse las manos les sirva para reconocerse. O no. No lo sé. Améry también habla de que al envejecer la naturaleza se convierte en algo ajeno: una montaña que ya no podemos subir, un río que no podemos cruzar a nado, una caminata que ya no podemos hacer. Quizás salir una noche de sábado sea  una batalla contra eso, contra el "ya no podemos". Quizá yo me planteo que me gustaría estar en casa porque creo que tengo toda una vida, si quisiera, para poder salir por la noche.  

Lo peor para Améry es el envejecimiento cultural. Poco a poco vamos sintiendo que el mundo que nos rodea no tiene nada que ver con nosotros. Las novedades en arte, en moda, en política, en la vida en general nos sorprenden, nos cabrean, nos asustan o nos hacen sentir incómodos. El mundo ya no es para nosotros. Me pregunto si estos señores, si esta pareja echa la vista atrás y piensa que esta ciudad de provincias en la que llevan toda la vida ya no es la suya o sí es la suya pero lo es en menor medida que aquella en la que se criaron o a la que llegaron para formar una familia. 

El acto no se termina nunca. Cae una hora, cae otra hora, a cada rato pienso que no puede quedar mucho, que en diez minutos estaremos fuera pero pasan esos diez minutos y otros diez y otros diez y no acaba. Me desespero. Les miro de reojo y ahí siguen, con las manos entrelazadas. Me doy cuenta de que yo siempre tengo prisa, siempre quiero terminar aquello en lo que estoy para pasar a otra cosa. Esa es otra de las características de envejecer, se acaba la prisa, las ganas de pasar a otra cosa, que crees que quizás será mejor, y te centras en lo que tienes ahora porque a lo mejor después ya no hay nada. 

Al día siguiente con los pies doloridos y muchísimo sueño pienso en ellos otra vez. Creo que no me despedí, que me pudo la prisa pero atisbé a ver como alguien se acercaba a abrazarles con cariño.  

«Hay tres categorías: señor mayor, anciano y viejo. Un señor mayor es una persona de edad, como soy yo. Un anciano es una persona mayor que ya tiene achaques y una vieja es una anciana que se aprovecha de serlo. Esa es mi clasificación» (Javier Cansado. Todopoderosos Disney)

Últimamente pienso en mí como una señora mayor, mis hijas me dicen que soy vieja pero no "viejorris", pero cada vez más pienso en que quiero llegar a ser anciana y tener aspecto de serlo. Llegar a viejo, que no es lo mismo que ser viejo, es un logro y quiero que, si lo consigo, se me note en el pelo blanco, en las arrugas, en la piel transparente, en la forma de hablar y en dejar de tener prisa. 


PS: He descubierto a Améry leyendo The situation and the story de Vivian Gornick un libro que analiza las distintas maneras de escribir no ficción, de escribir memorias. 


miércoles, 12 de junio de 2019

Recuerdos de mi propio adolescentismo

Ayer fui al colegio de mis hijas a dar una charla. Todo empezó por un malentendido: «Hola, soy la orientadora del colegio de tus hijas y me han dicho que eres escritora». Intenté corregir el error. Lo corregí. «Ah, no. No soy escritora. He escrito dos libros pero trabajo en otra cosa, en la televisión». Esta corrección, sin embargo, no funcionó: «Me interesa tu experiencia, ¿vendrías a dar una charla a los de tercero de la ESO?» Y dije que sí. Supongo que la culpa fue de la sorpresa, del jetlag o de mi ya legendaria capacidad para decir que sí a cosas de las que luego me voy a arrepentir. 

Lo que no contaba era con arrepentirme tan rápido. 

Mamá, no puedes dar esa charla. ¿Tanto nos odias? No nos des la paga del mes de junio pero, por favor, no lo hagas. Llama y di que no. Se coherente, años despotricando del colegio, años de no estar en ningún grupo de wasap y ¿lo vas a tirar por la borda? 
Ya me he comprometido. 
Da igual. ¿Te pagan?
No, claro que no. 
Llama y di que no vas o me tiro por la ventana. 


Me encantó poder cerrar esta escena dramática devolviéndoles una de sus frases, una que me saca de quicio: 

No seáis dramas.  

La charla fue bastante bien. O por lo menos no tal mal como mis hijas habían pronosticado la noche anterior: «Va a ser un desastre», «vas a hacer el ridículo», «se van a reír de ti porque los de tercero son lo peor». Sus consejos fueron de todo menos reconfortantes:  «no te hagas la graciosa», «termina rápido». También me dijeron que no comentara que era su madre pero por supuesto no les hice ni caso, de hecho fue lo primero que dije: «mis hijas están en este colegio». 

A un lado padres y madres, como yo, todos contando su experiencia laboral: abogados, fotógrafos, empresarios, ejecutivos, cantantes, profesores, encargados de residencias de tercera edad. Al otro adolescentes de quince años en pantalón corto y camiseta mirándonos con escaso interés y un nivel de educación variable entre mucho y escaso. En ningún caso fueron tan terribles como mis hijas habían pronosticado. Estaban aburridos, poco interesados, con cara de desear estar en cualquier otra parte pero, de vez en cuando, una frase, una explicación y en cada cambio de presentación atendían como esperando que les contáramos algo importante, algo que fuera real para ellos, algún secreto de la vida de adultos. 

«Para vivir veo pelis» les dije yo. 

Mientras seguía con mi discurso pensé en que cuando yo tenía su edad, con quince años, en mi colegio se empeñaron en que hiciéramos balonmano. Trajeron una profesora nueva que quiero pensar que hizo lo que pudo con nosotros: intentó explicarnos las bases del juego, las técnicas y engancharnos en ese deporte. Por supuesto, a mí me interesó cero, me desagradó profundamente y cuando con toda su buena intención nos pasó un cuestionario para dar nuestra opinión sobre la actividad. Fui desagradable, irrespetuosa y muy imbécil. Para llevar aún más allá mi idiotez le enseñé el cuestionario a mi madre como si fuera una cumbre de madurez ser tan sinceramente maleducada. Treinta años después volví a acordarme de aquella bronca, deseé que esos niños fueran mejores que yo. 

«Mamá, imagina que tus padres hubieran ido a dar una charla a tu colegio. Te hubieras muerto de vergüenza». Creo que no. Creo que me hubiera hecho muchísima ilusión, sobre todo porque mis padres llevaban mi política de "evitar cualquier contacto con el colegio" a la categoría de obra maestra: ni reuniones, ni entrevistas con los profesores, ni interacciones con otros padres, ni mensajes. Nada. En la era anterior a los móviles, anterior incluso a las agendas escolares, mi padre, harto de tener que dar explicaciones en el colegio, me hizo un salvoconducto: «esta tarjeta vale para todo lo que diga mi hija Ana durante todo el curso». Me sentí orgullosísima de él aunque no tanto como la vez que descubrí que «el señor más guapo» que había visto en su vida una de mis compañeras era él.  

«Por encima de mi cadáver me dijo mi padre cuando decidí estudiar historia. Estudiad lo que os guste, aprended inglés y aprended a escribir como si tuvierais algo importante que decir» con esta frase acabé mi charla. 

¿En serio les has dicho eso? Ni se te ocurra volver el año que viene. 

Creo que no volveré,  demasiados recuerdos.